literatura venezolana

de hoy y de siempre

Los futuros náufragos (selección)

Sep 7, 2025

Yeiber Román

La cruz

Otra vez cargar la cruz
Mañana, condolencias
Clientes al sepulturero
sin saber hasta cuándo
Suena el canto de gloria cual preámbulo de réquiem
Presunto canto de gloria insistente en dar lección
A diario emerge el vía crucis en el mismo lugar
¿Habrá fin al calvario que tantos adeptos tiene?
Sigue la ilusión pese a conocer el final de todo
Mañana y tarde: elegía
No hay paz ni al dormir
Sólo hay toque de queda
Y todo seguirá idéntico
La pesadilla recurrente
Pareciera que sólo resta
reemprender la rutina:
otra vez cargar la cruz
Mañana, condolencias
Encargos al sepulturero

***

El desierto en las entrañas

Escribir en segunda persona es la forma más acabada de soledad.
Adalber Salas Hernández

Bastó una foto tuya para sentir mi cuerpo deshabitado.
Vi rasgos extranjeros en tu rostro.
Raros surcos nacieron de forma repentina.
Creí escuchar tu voz con un léxico ajeno.
Supe que no te reflejarías más en mis pupilas.
Esta casa quería tenerte aprisionada.
Esta casa no concuerda con tu ser.

Tal vez no respires vigor y sólo aparentes hacerlo
–ruego a Dios estar equivocado.
Te volviste fantasma especial:
en vez de miedo das regocijo.
Siempre deambulas en esta casa
donde ya nadie ríe
y tal vez nadie ría más.
Quedan unas cuantas memorias
mudándose a un cuarto de antigüedades
en un edificio abandonado.

Ver tu cuerpo estático en digital,
único remedio contra tu ausencia,
es una flagelación.

Rememoro las golpizas que la cobardía me dio;
cómo, ante ti, mi lengua perdió todas las palabras.
Nunca luché por defenderme.
Ahora vivo los resultados:
mi cuerpo es muy grande para este desierto llamado «alma».
Se encoge al verte más feliz
en un sitio tan remoto.

Palabras escondidas por mi timidez no llegarán a tus oídos.

Sólo queda una solución:
golpear mi pecho todo un siglo
(eso no bastará como redención).

***

La ascensión

El ascenso fue desgarrador.
Tocó lamentarse y continuar con la vista hacia arriba.
Creímos vernos acercándonos a un paraíso.
Cuántas ganas de acostarnos sobre su suelo;
escuchar «bienvenidos. No más llanto ni espera».
Justo antes de los gritos de euforia por llegar,
nos patearon por la espalda.
No nos pareció una sorpresa.
El engaño nos dejó (de nuevo) con estupor.
Nuestra quimera se alejaba con desenfreno.
Otra vez el inminente choque contra el pavimento.
Volvimos a la vorágine de infortunios.
Con paciencia y en silencio,
c
a
í
m
o
s.

***

Los futuros náufragos

Al marcharse
llevaron consigo nuestro aliento
además de una muda de ropa.
Los primeros partieron en botes sin remo;
los últimos se lanzaron por la borda.
Continuaron a nado.
Todos huyeron de noche,
con oleaje fuerte,
sin importar si había tifón,
guiados por un faro con poca luz,
con riesgo de morir ahogados.

Fuimos raptados por la sensación de abandono.

El barco gana más peso.
En cámara lenta
nos hundimos.

Pronto seremos náufragos aletargados
sin alguna isla cercana.

***

Hombre de verde

Gracias al horror
puede comer su familia.
Tantas cosas hechas por él a luz plena
parecieran no asfixiarlo en la noche,
dejarlo dando vueltas en la cama.

Cuando pregunté «¿Cree este hombre en algo?
Porque en Dios no debe ser»,
la abuela, con la sapiencia impregnada en sus arrugas,
con un diminuto palíndromo,
reveló la creencia de ese hombre:
—Alaba la bala.

Entonces ella rememoró su carrera por refugiarse,
por escapar de no ser nombrada en los noticieros,
por impedir tener años de una agonía dolorosa
sólo por desear acabar con la maldad.

Al asomarse a la ventana, vio algunos (tristes) días de juventud.

***


Aquí descansamos todos.
Nos amputaron el espíritu
mientras parecíamos estar dormidos.
Veíamos lo que acontecía.
Nadie alzó la voz.
De repente nos vimos boca arriba
en el asfalto,
y la maldad personificada,
llevando en brazos su arma,
se retiraba.
Supimos que ya era muy tarde

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