Natalia Sánchez
Prólogo
Conforme con la calidad culinaria del cordon bleu, la asesina había disfrutado el consomé caliente, el pastel de pollo, el pargo con mayonesa, el asado con gelatina, el helado napolitano y finalmente el café, casi tanto como había disfrutado haber envenenado y apuñalado-horas antes- a Atilio Marcadet.
A las diez y media de la mañana de ese mismo día, él se interesó en ella. La miró con curiosidad. Pidió algo al mesonero; le entregó un papel; pagó la cuenta. Ambos se levantaron y caminaron en dirección a la montaña. Ella lo llevó hasta la parte trasera de las canchas, junto al bosque. Solo tuvo que esperar. La sustancia que había puesto en la taza haría efecto. Luego, el viejo escritor sintió una herida producida con algo que supuso un cuchillo sumamente afilado, aunque no pudo asegurarlo porque su visión estaba borrosa. En ese momento ya no importaba la precisión que había sido su obsesión desde joven. Sintió, en un reventón, la sangre caliente e infinita. Se iba vaciando, con la conciencia de ese pájaro tribal que se sabía herido de muerte. ¿Por qué estaría haciendo eso si siempre había estado de su lado? Ese fue el último pensamiento del hombre.
Después de matarlo, la asesina entró en la habitación. Se acomodó frente a un espejo. Se desnudó. Su vestido estaba lleno de sangre. Se cambió. Había dejado preparada y extendida otra ropa sobre la cama, por si era necesario. Cuando estuvo satisfecha con su apariencia salió de la habitación. Y comenzó a caminar. No quería llegar acalorada. Si caminaba despacio, pero sin pausa, llegaría justo a la hora precisa y ellas no notarían nada. Podría continuar.
Había logrado una reluciente autonomía sin renunciar a sus creencias.Lo que era aún mejor, les había dado una nueva significación.Ya no se veía a sí misma como un monstruo por haber acusado al innombrable sujeto que se había atrevido a criticarla, faltando al sacramento de la confesión. ¿cómo se había atrevido a decir algo así de una persona como ella?
Tampoco se sentía mal por haber machacado la cabeza del hombre que conoció en la playa y que la había rechazado. Él había sido cruel. El segundo asesinato, el que acababa de cometer, había sido necesario porque Atilio Marcadet sabía demasiado sobre ella. La iba a obligar a sumergirse en la culpa y ella ya se había liberado. Ya era otra persona, mejor.
Indalecia I
Brillaba bajo el agua.
Parecía querer desprenderse y buscar el fondo, pero la cadena lo unía a mí. Lo atrapé, deteniendo su fuga ondulante e inútil y lo guardé bajo el traje de baño porque no quería perderlo. Mi pelo flotaba con un tono azulado; el medallón me había transformado en una versión humana de su piedra. Yo también quise escapar, igual que él, cuando el fondo del mar me llamó, pero mi fuga también fue inútil. Sin embargo, me gustaba esa sensación de volar que da el agua cuando no le temes. Me gustaba ser alguien diferente… eso siento cuando nado.
Saqué la cabeza para tomar aire y vislumbré a lo lejos las islas. Esa noche se veían más limpias sus paredes de piedra blanca. ¿Cuál sería la profundidad de ese mar? ¿Quién la conocería? No importaba. Yo estaba en el pozo oscuro y quieto de este mar y, para mí, eso era suficiente. Eran realmente profundas estas aguas y nadie lo sabía. Aunque la montaña estuviese llena de ojos vigilantes, bajo el agua no podían verme.
Miré hacia la otra playa, la que estaba junto a la mía, en donde rompían las olas. Las separaban grandes piedras y un saliente de la montaña que sucumbía ante el mar. Entonces la luna me lo mostró con terquedad: un bulto inmóvil y oscuro. La corriente submarina empujaba mi cuerpo a esa orilla. Caminé en dirección hacia él, sin dejar de mirarlo. No era una red porque en esa zona nadie pescaba, y tampoco era un pez, ni un pájaro. Era más grande. A medida que me acercaba más me parecía que era una persona.
Seguramente algún borracho al que habían dejado solo y se había desplomado, desde el camino de piedras, rodando hasta allí… Esa idea me molestó. En todo el tiempo que tenía nadando en la noche nunca había visto a nadie. Tan solitaria era mi playa que había podido bañarme desnuda. Gracias a las piedras, a la profundidad, y a lo lejos que estaban las playas populares, nadie llegaba hasta allí. Era peligroso. Incluso decían que hacía años se había ahogado una mujer que, como yo, nadaba sola en la noche.
La luz de la luna, con insistencia, me seguía mostrando al intruso. Me detuve y por unos segundos tuve la intención de retomar el camino a casa. Aunque, desde donde estaba, tendría que subir la colina o devolverme al mar, volver a nadar un buen trecho y salir por el otro lado.
Decidí acercarme. Estaría tan mal que ni siquiera me vería, así que caminé y llegué a su lado. Estaba tirado boca arriba, su diafragma no se movía. Era un hombre muerto.
No pude gritar. Nunca he podido gritar cuando sufro una fuerte impresión; solo logro producir un grito ahogado, acompañado de una inspiración intensa, como si fuera a inhalar el último fragmento de aire que quedara.
¡No sé a quién estoy engañando! Realmente la muerte no me causa impresión. Pero como hacemos todos aquí en Macuto, me obligo a mí misma a disimular, porque dicen que la realidad puede ser lo que queramos que sea, y me pareció que un muerto descubierto en la soledad de esa playa debía impresionarme. La Sagrada no mataba a la gente para dejarla en las playas. La mataba, pero no de esa forma.
El primer impulso fue salir corriendo hacia el hotel. Recuerdo que di un paso adelante, miré hacia esa estructura iluminada que parecía una luciérnaga gigante y pretenciosa y solo entonces escuché la música de la terraza del bar, y voces masculinas y femeninas entremezcladas que provenían de ella. Reconocí la canción…
Te suplico que no vengas. Allá había gente, la misma gente que desde hace tiempo no me importa, pero que siempre queda, como el último recurso ante lo inesperado. Es inevitable que sea así. Es un estímulo supraorgánico. Sin embargo, ese impulso de buscar auxilio desapareció inmediatamente. En mi caso las llamadas de emergencia estaban vencidas.
Además, algo me detuvo. El cadáver había desarrollado un estaba fuerte magnetismo hacia mí. Lo hizo desde que estaba sumergida en el agua, solo que en aquel momento no lo sabía. Quería mirarlo mejor, para saber si lo conocía. Eso explicaría-creía yo- la atracción.
Me acerqué lo suficiente para ver que tenía la mitad de la cara destruida. Sentí náuseas. Nunca había visto a una persona sin rostro. Había visto morir a familiares, por supuesto… este país está lleno de enfermedad y muerte, y todos, sin importar las ganas que tengamos de vivir, caemos al suelo como moscas. La primera persona que vi morir fue a la tía Ángela: tuvo un infarto y su muerte fue muy rápida. Puede que ese sea uno de los finales más satisfactorios de todos los que he visto. Papá le puso un espejo bajo la nariz, el espejo de tapa floreada amarilla y celeste que tenía sobre la mesita. Desde ese día me pareció horrendo. Tuve la sensación de que desde allí podían besarme los muertos y, una vez que una sabe que la besan, ya no es la misma. Nunca entendí por qué Ruth se llevó ese espejo a su cuarto y siempre lo mantuvo allí. Me pareció algo macabro.
Di dos pasos más para acercarme al hombre, a pesar de lo repugnante que era, y me arrodillé junto a él. Tenía una camisa blanca, manchada de rojo y de marrón. No llevaba puesto ni saco ni corbata.
Busqué en los bolsillos de su pantalón algo que me diera idea de quién era… era la primera vez que tocaba esa parte del cuerpo de un hombre. Su bolsillo derecho estaba infinitamente vacío; no encontré nada y sentí que estaba profanando algo. Pero en el bolsillo izquierdo, confinado en un rincón y escondiéndose de mis dedos, palpé un trozo de papel doblado que, ante la suavidad de la tela, se sintió como un filo violento. ¿Alguna vez se ha cortado con el filo de un papel? Es un tipo de dolor muy singular.
Saqué mi mano acompañada del descubrimiento y finalicé el prolongado ejercicio de revisión que me hacía sentir incómoda pero a la vez emocionada. El ruido primitivo de un pájaro que voló cerca de mí me asustó. Hice un movimiento defensivo, aunque a esta altura era mejor que olvidara cualquier superstición. Debía mirar el papel.
Lo desdoblé y vi un dibujo: un plano. El plano del Hotel Miramar, o al menos eso me parecía. Pude reconocer su forma de cruz; la misma que se veía desde arriba en la montaña. Un lugar hermoso visto desde allá, porque parece una mariposa blanca y roja con líneas verdes en las alas; como una gran mariposa selvática en el principio del mar o una mariposa marina en la boca de la selva. En la parte inferior del papel había algo escrito: una frase corta en letra minúscula. La poca luz no me permitía leerlo. Pensé en hacerlo después y lo guardé entre mi piel y el traje de baño.
