María Fernanda Palacios
Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos. Jorge Luis Borges
Jamás vida sin juego ni juego sin vida. Ángel Rosenblat
La vida moderna tiende a conferir un poder excesivo a la palabra. Ese poder la hincha y la seca porque el poder de la palabra se ha concentrado en la sobrevaloración de una de sus zonas en detrimento de otras. Todo el énfasis, todos los halagos, todo el peso, se centra en los signos, en los significados. Hemos olvidado que la comunicación es sólo una de las muchas funciones de la lengua; quizá la más reductora. Una preocupación excesiva por la “comunicación” y la “información” ha empobrecido nuestra experiencia de la lengua y un habla estereotipada es hoy el patrimonio común de los tecnólogos, los periodistas y los intelectuales. Nada hay en el diario vivir que estimule la imaginación y nos devuelva el apetito por la lengua.
La imaginación ha quedado reglada al jardín de infancia, a las clínicas psiquiátricas o a los talleres de poesía. La ciencia, la tecnología, los medios de comunicación de masas y los ritmos cada vez más uniformes del vivir han terminado por imponer sus “neolenguas” (lengua abreviada, estereotipada, sin figuras). Cada vez el pensamiento se hace más literal y el campo metafórico más invisible. Tanto en los estudios sobre la lengua como en las vanguardias literarias se tiende, cada vez más, a una suerte de literalización: se privilegia lo textual (los signos) en detrimento de la imagen, y al literalizar las palabras, éstas se vuelven desalmadas, se des-alman porque han perdido la virtud relacionante y fabulosa de la lengua. De ese modo la lengua se hace impersonal, en el peor sentido de la palabra, porque se la ha vaciado de toda emoción. Y al perder ese “instinto” de la lengua, la emoción que cada palabra suscita, perdemos, de paso, el acceso a la lengua, la posibilidad de hacerla nuestra y de reconocernos en ella.
Las palabras hinchadas de una supuesta eficacia han perdido humedad: son fachadas que impiden la reflexión. Esta palabra que se cree todopoderosa, porque todo lo nombra y todo lo explica, tacha el cuerpo de la lengua. La lengua se vuelve unidimensional, sin relieves, sin gusto: “nuestra ansiedad semántica nos ha hecho olvidar que las palabras también queman y se hacen carne cuando hablamos”[1].
Basta circular un poco por la ciudad: comprar un periódico, escuchar la radio o ver la televisión, asistir a una reunión de gente “importante”, a un mitin político, a un congreso científico o a una clase de la Universidad, para comprobar que en todas partes reina el mismo desabor; que mientras más complicada la lengua, menos gusto tiene; mientras más conocimiento derrocha, menos sabe. En todas partes escuchamos una lengua uniforme, previsible, calculable. Una lengua que ni fabula ni simula: una lengua sin dueño, sin asombro y sin error.
Cierta tendencia a considerar la cultura como asunto de cultos nos ha hecho suponer que la lengua sabia tiene que ver con el grado de cultura de la gente. Pero aprender las letras o hacernos “letrados” no garantiza nada. Al contrario, a menudo es la escuela la encargada de matar la letra, o de entontecerla y enmudecerla: nos desazonan la lengua y con ello la vida. La escuela, las escuelas, como las iglesias, nos hacen perder la propia lengua, esa sustancia adherente y viva que es anterior a cualquier alfabetización. Repito, no hablo de una cuestión puramente “verbal” ni aludo al nivel cultural de la gente; me preocupa lo que pone el sabor en la lengua y que no es del orden de la “cultura” (o que pertenece más bien a otra cultura). Aludo a lo que no aprendemos por la gramática ni por la lingüística sino, como decía Lezama, “por ese temblor que sentimos cuando recorremos la piel de un instrumento que nos rebasa en misterio y situación”[2].
Ahora entiendo por qué la filología siempre ha advertido que el deterioro de la lengua comienza desde arriba, en el habla culta, que es la que se homogeiniza, la que se afecta y se empobrece: “la letra mata cuando el espíritu nutricio pasa a ella venenoso y desinflado”. (Lezama Lima).
Por todo lo que les falta, esas lenguas insípidas pueden decirnos mucho más acerca de nuestra indigencia que cualquier estudio estadístico sobre la “calidad de la vida”: vivimos en medio de una tendencia constante a descarnar (descorazonar) y separar la lengua de sus suburbios afectivos. Las palabras, dice Hillman, ya no son fuerzas sino instrumentos en mano de un especialista.
Por eso perdemos el gusto y las ganas. El cultivo unidimensional de la palabra —ya sea estetizante, ideologizante o formalista— mata en nosotros el apetito. Para poder dar con la lengua del corazón y darla, se necesita algo más que saber emplear el lenguaje. Hay que dejarlo entrar, hay que dejar que nos habiten las palabras; también son necesarios los desvelos y cierta desnudez ante la lengua: atención y memoria, diría Borges, dejar la vida protegida y almidonada de la costumbre, pero dejar también las terminologías eficaces, triunfantes y triunfalistas. Así podremos acercarnos humildemente a la lengua inagotable del corazón (esa que sin demasiados conocimientos es la única que sabe), la lengua de las expresiones ricas en equívocos y resbalones, la lengua del mercado, su zona de comercio.
La lengua con sangre entra, dice un dicho, y la sangre de la lengua está muy lejos de esas lenguas almidonadas y resecas. La sangre se encuentra en los suburbios de la lengua, en lo que ya no es puramente verbal, en las impurezas que nos dejan “resabios”. El cuerpo de la lengua está hoy en los “basureros” del sentido: en lo que sobra después del consumo. Porque hoy en día al basurero no va lo inútil sino lo que hemos desechado.
Para recuperar el cuerpo de la lengua hay que irse a esos suburbios del decir, irse a las fronteras de lo verbal, donde la costumbre no ha logrado instalarse. Cuando digo que hay que buscar en las fronteras de la lengua, no pienso en ninguna “misión de rescate” de usos o vocablos perdidos: tampoco hablo literalmente de desplazamientos físicos a determinadas regiones. La frontera de la que hablo está en nosotros, el basurero que digo es el que a diario llenamos con nuestros despojos vitales. Llegar hasta esos desechos es el trabajo que tenemos por delante, porque desde ahí es que podremos encontrar la pasión necesaria para habitar de nuevo las palabras.
En el Persiles aparece la siguiente observación: “El alma ha de estar, dijo Periandro, con un pie en los labios y el otro en la boca”. El alma para Cervantes está más cerca de la lengua que de la cabeza. El alma no es la lengua pero sí su orilla o su vado: por la lengua corre el alma.
¿Hasta cuándo el lenguaje? ¿Para cuándo el sabor? ¿Puede alguien en su sano juicio decir sin empacho que lo único que le importa en la literatura es la aventura del lenguaje? Son demasiadas y muy variadas las afirmaciones de este corte para dudar de su seriedad. Esto se ha dicho con tanta insistencia que no queda más remedio que tomarlo en serio. Entonces hay que preguntarse de qué “lenguaje” se trata. Porque los escritores, por lo general, al hacer afirmaciones de esta naturaleza, no se refieren al lenguaje como abstracto sistema de signos, tal como lo entiende un lingüista. Para el escritor, el lenguaje está más cerca de la materia del filólogo o del etimólogo; habla de esas “ínfimas aventuras” que podrán devolverle el sabor del agua o el placer de una etimología. No se trata entonces de preocupaciones exclusivamente formales. Dar la iniciativa a las palabras, como pedía Mallarmé, es darle la palabra a esa mi lengua, a su cuerpo y su pasión, dejar que hablen mis máscaras y también ese pesado silencio entre una y otra, porque experiencia de lenguaje para un escritor es siempre una aventura en la imaginación y no mera invención de cosas imaginarias. Entonces, cuando un escritor se preocupa por la lengua quiere decir que en él lo que trabaja es la lengua; ella lo mueve, lo seduce; ella es la que fabula abriéndole paso al sentir, a todo lo que rebasa la significación. No se sostiene un poema por sus articulaciones lingüísticas o semiológicas, sino a pesar de ellas; el poema se sostiene por lo que llamó Lezama “su respirante diferencia” y por la difícil conquista de un ritmo propio.
Entonces, ¿por qué se sigue diciendo que la literatura para ser válida debe ser “trabajo de lenguaje”? Porque lo que se suele llamar “trabajo” del escritor con la lengua no es más que la parte más artesanal de su oficio: un saber tratar la materia, cierta familiaridad que no excluye el asombro, cierto cariño que no excluye el maltrato. Es decir, no hay que confundir el tratamiento de las formas con una técnica (el Know how).
Pero a ese trabajo artesanal hay que agregarle algo más. Hay una parte que ya no puede llamarse trabajo porque corresponde más bien al ocio, al juego, al placer. Todo escritor que busca darle sazón a su escritura tendrá que aprender a dejarles la iniciativa a las palabras y al fogón que las transforma. Hay que dejar que la materia trabaje en uno. Esa parte ociosa de las relaciones del escritor con la lengua están aún por estudiarse. Nada sabemos de este oscuro proceso y poco ayudan las teorías literarias basadas exclusivamente en el análisis de los signos a la hora de entrar en la oscuridad y el calor del sabor. Ahí lo impensado pero aliñado emerge. Ahí el sabor se impregna y se instala. Ahí la sustancia deja de ser manipulable; querer acelerar o retardar esos procesos termina arruinando el gusto. Esta espera es lo que garantizará luego la fruición.
No se trata, pues, de una experimentación “en frío”; todo el trabajo con el sabor se hace sobre el fogón. La experimentación concebida como un proceso exclusivamente intelectual dará sólo frutos “pasmados”. Experimentación no es otra cosa que juego, la esencia lúdica de todo trabajo imaginativo. Experimentar es atreverse a jugar con las palabras, divertirse con ellas, es decir, salirse del camino recto. Dice Rosenblat: “jamás vida sin juego ni juego sin vida”, refiriéndose a la lengua del Quijote, pero agrega: “juego es también vida insensata y desesperada”. Lo cual confirma plenamente Cervantes en su Viaje al Parnaso cuando afirma que sus novelas han sido “un camino, por do mostrar con propiedad un desatino”.
No me gusta usar la expresión “eficacia expresiva” para referirme al buen tino o buen sabor de algunas obras. Más que una eficacia, en este caso debería hablarse de una resonancia, porque ninguna literatura es “eficaz” si no provoca en quien la lee ese efecto de eco, si no repercute de algún modo en quien la lee. Sabemos que lo importante de la literatura es lo que desata y no lo que denota. Lo mismo ocurre con la utilización excesiva de la palabra “producción” para referirse a la creación literarias. Hoy se prefiere “producción” porque suena más moderno, más “progresista”, pero en el fondo, detrás de esa preferencia, se esconde un viejo sentimiento de culpa ante el carácter lúdico y festivo de la literatura: su ceremonia.
Hay mucha experimentación que carece de juego; ciertas vanguardias, tanto formalistas como ideológicas, coinciden en tratar al lenguaje con una desazón, con una falta de gusto. Ellas han sustituido el juego por procesos exclusivamente mentales e intelectuales, y olvidan que la fuerza de lo lúdico es necesaria porque es la que puede acercarnos a la memoria. Esta sustitución separa los “lenguajes” de la verdadera fuente de la lengua: la memoria. Y parece sólo que desde la fuerza de lo lúdico podemos todavía acercarnos a ella. En tiempos desmemoriados, sin formas, sin rituales, la imaginación se ha convertido en locura. ¿Acaso no nos volvemos “como locos” leyendo tanta literatura de vanguardia? La imaginación sin memoria no hace imágenes, sino locura. Pero la memoria —es bueno recordarlo— está hecha de las palabras que el corazón espera, de las palabras que perdimos, de su silencio y añoranza.
NOTAS
[1] James Hillman, Revisioning Psychology, New York: Harper y Row, 1977.
[2] José Lezama Lima, “Torpezas con la letra”, Tratados en La Habana. Santiago de Chile: Orbe, 1970, p. 40.