literatura venezolana

de hoy y de siempre

La geografía venezolana en la obra de Rómulo Gallegos

Ago 14, 2025

Juan Liscano

En el principio de su gestión literaria, el paisaje, para Rómulo Gallegos, no tuvo la importancia que adquirió después en novelas como Doña Bárbara, Cantaclaro y Canaima. Empezó escribiendo ensayos sobre educación y sociología política, luego piezas de teatro (Los Ídolos, El Motor), y tan sólo a los 26 años, en 1910, publicó su primera narración titulada Las Rosas. En ese cuento, al cual más tarde le cambió el título por Sol de Antaño, el paisaje no pasa de ser una anotación en el desarrollo del argumento: «Era un mediodía de agosto; un pesado sopor caía sobre todas las cosas y de tocias las cosas brotaba una reverberación ofuscante; de la ebriedad de los campos subía un gran silencio que parecía extenderse a lo largo de la carretera polvorienta, en cuya blanca modorra diluía su quejumbre la esquila de un arreo; rumoroso silencio sobre el cual se erguía, como el dardo vibrante sobre la carne muerta, el agudo estridir de las chicharras, interminablemente. Y ante el cuadro exuberante de vida, ebrio de sol, del cual fluía una virtud mareante y enardecedora que hacía bullir su sangre inusitadamente, Hilario Altares se adormecía siguiendo el hilo del mudo coloquio interno…»

Esa descripción corresponde a la de cualquier campo de los valles de Caracas o de El Tuy. Gallegos solía recorrer los aledaños de la capital y también le era familiar la región de Charallave, por residir ahí Teotiste Arocha, la que sería su esposa. Son paisajes vividos. La ardorosa hora tropical preparará el ánimo del lector para los sucesos que acontecerán de inmediato y en los que un pintor, de regreso al terruño tras muchos años pasados en Europa (tema de la fuga y del regreso al campo de honda raigambre en nuestra literatura), se sentirá atraído por una hermosa muchacha criolla que, a la postre, resultará su hija (tema del incesto que se repetirá en su obra).

Entre 1910 y 1919, Gallegos escribió y publicó unos 30 cuentos en los que predominó la crítica de costumbres, las oposiciones de caracteres y los conflictos psicológicos, dentro del marco urbano. En alguna que otra narración hay complacencia en pintar paisajes naturales, la selva nublada en Los Aventureros; la bahía de Puerto La Cruz con toques modernistas y preciosistas, en El Milagro del Año; alguna pincelada en otros relatos. En cambio sí se empeñó en describir el ambiente amodorrado de las aldeas aplastadas por el sol, los arrabales con niños famélicos y ranchos miserables (Una Aberración Curiosa, Pegujal, Paz en las Alturas, Estrellas sobre el Barranco).

Sin embargo hay una excepción, el cuento Marina (1919), de un sobrecogedor poder de descripción telúrica. En este relato el personaje principal es la costa arenosa de cardones y tunas, la soledad del paraje, el hervir de la caldereta que encrespa el mar, y como velado por la mujer, y el vientre del difunto que crece y crece como si fuera a reventarse en un paroxismo de horror. Una aridez de maldición bíblica impera sobre ese paisaje. Tan sólo el vientre del difunto parece contener vida putrefacta y terrible. Famélicos niños juegan en el polvo y tres cabras negras aparecen como personificaciones demoníacas. Este cuento no tiene argumento y, sin embargo, es quizás lo más importante de su obra narrativa en esos años, por su despojamiento, por la intuición del paisaje como ente, como ser, por el «suspenso” creado, situación de vértice que se repetirá en otras obras suyas, en La Trepadora, en Cantaclaro, en Canaima: «A intervalos reposa el oleaje y entonces se oye hervir la espuma en las rompientes, y se siente tierra adentro, el angustioso silencio de la soledad del paraje… Es un silencio que asusta; por momento parece que se va a escuchar el terrible grito de un enorme dolor humano”.

Se trata de momentos llenos de una como misteriosa existencia a punto de manifestarse de manera terrífica. Cesa toda acción humana. Las cosas son pura presencia y lo humano se detiene como ante una evidencia abismal. La naturaleza existe en sí misma, despojada de toda significación pensada por el hombre. Es lo que es. Y por eso mismo, porque excluye al hombre de ese acontecer, de ese existir crudo y brutal, porque lo extraña de sí, despierta el pavor de los primeros días, cuando el grito —el verbo— nace para espantar el miedo, el misterio, y tratar de matar la creación ingente. El esfuerzo humano consistió en tornar inteligible la naturaleza, en bautizarla para que naciera a la conciencia, en amansarla, exorcizándola e imitándola. La palabra, en el fondo, mata la cosa.

Fuimos varios los que creímos que Marina acontecía en la zona del litoral central, entre Cabo Blanco y Catia la Mar. Pero las valiosas investigaciones de Adolfo Rodríguez, autor de un libro titulado Oriente en la Obra de Rómulo Gallegos, editado por el Ministerio de Educación junto con este libro que prologo, precisan el lugar; es en la llanada de Maurica, cerca del estuario del río Neverí. Gracias al trabajo de Adolfo Rodríguez, llevado a efecto con amor y con admirable acuciosidad durante el tiempo que cumplió una función pedagógica en la ciudad de Barcelona, Anzoátegui, ya no se puede ignorar que ese lugar del Oriente venezolano, conocido por Gallegos en 1912, cuando se le nombró en aquella población director del Colegio, y pasó ahí tres meses, inspiró muchas descripciones suyas de suelos inhóspitos y aspérrimos, de lugares desolados, de playas arenosas con tunas y cardonales, de sitios sobre los que parecía imperar un castigo del cielo, de ciudades muertas de las que huyen los más capaces, de aguas desviadas para provecho de caudillos, de tiempo detenido. Reinaldo Solar morirá en los bosques de cardones del litoral de Maurica. La ciudad detenida de El Forastero, tendrá una casa fuerte en ruinas, como Barcelona, y los estudiantes rebeldes sufrirán el presidio en una antigua casa de aduana abandonada. Es la que se mira en la desembocadura del Neverí.

La investigación cumplida por Adolfo Rodríguez no sólo es de primera importancia por cuanto precisa sitios que aparecían en determinados textos de Gallegos, como inventados, como lugares simbólicos de ruina y desolación, sino también porque demuestra una vez más que Gallegos creó siempre fundado en la realidad, la cual, en estas tierras de grandes espacios vacíos y vírgenes, puede resultar más maravillosa que cualquier imaginación literaria. Paisaje y hombres, en la obra de Gallegos, tienen sustento en la realidad venezolana, de manera constante y general. Como Neruda, Gallegos hubiera podido afirmar: «Dios me libre de inventar nada” . Y es que en la selva, en la llanura, en los territorios vírgenes, entre explosiones de verdor y presencias animales, en los altiplanos de niebla y luz mineral, en los litorales quemados por el sol, lo sobrenatural, como una aparición del paisaje inhollado, parece tomar residencia y estar siempre ocupando la escena. La realidad descorre velos, descompone su presencia en espejos de magia, la realidad que es el paisaje y que son los hombres. Porque la hazaña humana, agónica en medio de la naturaleza devorante, tiene también una proyección sobrenatural. Son doña Bárbara, Marcos Vargas, Juan Crisóstomo Payara. Es Hermenegildo Guaviare, el que de un disparo señaló su hora, clavándola en el reloj de la torre de la iglesia el cual se detuvo desde entonces. Y ese poder del paisaje, ese existir de los hombres a punto de ser devorados, constituye lo real maravilloso de la aventura americana.

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El paisaje de la costa barcelonesa ha cambiado sustancialmente, en el curso de los años que median entre 1912, fecha en que lo conoció Gallegos por primera vez y en que nutrió su creación, y los días actuales. Playas enteras han sido cubiertas por urbanizaciones. Puerto La Cruz de aldea de pescadores se convirtió, mediante una refinería petrolera, en el primer centro urbano de la región. El Morro fue destruido en parte para cubrir con el ripio que lo formaba las bases para una carretera. Por otra parte, Barcelona perdió su aspecto colonial para dar paso a esas construcciones modernas en forma de cajón o de caja de fósforo de concreto. El Neverí perdió caudal como puertos y vegetaciones. Sin embargo la sabana de Maurica persiste, las ruinas de la vieja aduana emergen entre las malezas y la torre de la Iglesia de San Cristóbal ostenta el reloj que Guaviare había detenido de un tiro.

Entre la región de Charallave en 1909 y la de los tiempos que corren se operaron también transformaciones profundas. Desaparecieron las haciendas de café, paisaje de La Trepadora, y el pueblo creció destruyendo las características que Gallegos señala en el libro antes mencionado. También el Valle de Caracas dejó de ser el que miraba el joven Gallegos, desde la Silla o bien el que recorría sólo o con sus compañeros, en búsqueda de esparcimiento, comunicación con la naturaleza y apuntes para sus primeras narraciones. El cemento cubrió como una costra las haciendas de caña, los cafetales, los bosques de bucare, las huertas y labranzas en las margenes del río Guaire el cual se convirtió, como los arroyos que bajaban de la montaña, en una cloaca pestilente y barrosa. El progreso va unido, desgraciadamente, a la destrucción compulsiva de la fauna y de la flora. Los ríos pierden su caudal de agua. Los manantiales se secan. El desierto es la cara secreta del desarrollo urbano; el desierto físico y psicológico, como en la obra de Beckett, parecido a un mundo sublunar de grietas, huecos y arenales poblado por semihombres andrajosos.

Para quienes conocimos esta ciudad, este valle, antes de la explosión demográfica y urbanística, no puede haber mayor extrañamiento y nostalgia que comparar aquella pequeña urbe rodeada de vegas y bosques, aquellas casas con patios y jardines interiores, con la actual metrópoli congestionada de tránsito de vehículos, gentes, ranchos miserables en los cerros, andrajos, basureros interminables y edificios llamados funcionales donde la gente vive apretujada y presionada por ruidos agresivos, malos olores y una comunidad nunca buscada. Pero es sabido que el crecimiento demográfico y el progreso material de nuestra civilización no liberta sino enajena en una forma cada vez más irremediable y angustiosa.

El profundo sentimiento de la naturaleza que abrigaba Gallegos, el gusto por el paisaje del Valle de Caracas donde había nacido, inspiraron emocionadas descripciones en El Ultimo Solar y La Trepadora. En particular, sobresalen las páginas de una ascensión a la Silla de Caracas, en la primera de estas novelas, así como los paisajes de haciendas y trapiches, entre Caracas y Petare. En La Trepadora abundan descripciones de cafetales en la región de Charallave. Gallegos se sintió atraído por la presencia del paisaje y de la naturaleza, desde los inicios mismos de su gestión literaria. Encontró en el valle natal, en las vistas desde las cumbres de El Ávila y el Pico de Naiguatá, materia para su inspiración y su sed de espacios abiertos, de geografía lírica y real.

Cuando Reinaldo Solar, desde la cima de La Silla, ve amanecer sobre un vasto paisaje que por un lado abarca el mar y por el otro, el valle, la ciudad y los campos regados por El Tuy, se transfigura en una suerte de delirio poético, siente la patria con intransferible pasión y cree alcanzar una verdad. Es el sentimiento creador del hombre solo frente a la naturaleza, cuando las palabras sobran y parece que cesa la distancia entre lo que se ve y el que lo mira. Se establece una identidad entrañable y brota de esa comunión religiosa, la belleza. El hombre renovado y potenciado se depura y es uno con el paisaje.

Antes de adentrarse en el llano, los paisajes del valle caraqueño, las serranías circundantes, brindaron a Gallegos inspiración telúrica y vibración. Se aprestaba a medirse con próximas realidades geográficas mayores.

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En la Semana Santa del año de 1927, Rómulo Gallegos viajó por primera vez a los Llanos. Quería documentarse para una novela en ciernes de la cual los primeros capítulos habían formado el novelín La Rebelión, publicado en 1922. Uno de los títulos escogidos para esa obra en gestación era: La Casa de los Cedeño. El novelista llegó a San Fernando de Apure y luego pasó unos días en el Hato de la Candelaria. Venía ya cargado de una intuición creadora urgente. El contacto establecido con la realidad del llano le sacudió profundamente. Regresó a Caracas grávido de una nueva obra. En vez de la que proyectaba escribió en 28 días de apasionado trabajo ininterrumpido otra novela a la que tituló La Coronela. Había nacido la primera versión de Doña Bárbara. El 15 de febrero de 1929 aparecía en Barcelona esta última novela. Con ella Gallegos ingresaba al campo de los escritores triunfantes.

En Doña Bárbara, como después en Cantaclaro y en Canaima, el sentimiento de la naturaleza bravía, indómita, primordial y la descripción de esa realidad geográfica alcanzan un vértice y autorizan el criterio generalizado, pero no exacto, como se vio, de que el paisaje es el principal personaje de la obra de Gallegos. De novelista urbano, pasó a ser novelista de la naturaleza. De narrador psicologista se convirtió en poeta. Las descripciones de paisajes llaneros tienen grandeza y lirismo contagiosos. Es el hombre solo en estado de meditación frente a la naturaleza virgen. El espacio y el tiempo se vuelven llanura como en Canaima se volverán selva. Lo escrito por Gallegos, en esas páginas descriptivas de Doña Bárbara, constituyen tomas de conciencia telúrica y los venezolanos, en la creación recreada por el artista, pudieron ver sin zozobra el paisaje de una región que, más que ninguna otra, influyó en el destino de la patria.

El lenguaje de Gallegos, en esos trozos magistrales, adquiere una vibración y una plasticidad que se le desconocía. En párrafos a la vez de ancho aliento y apretado idioma, con la metáfora en punta, impone la contemplación de esa tierra «toda horizontes” y »toda caminos”, con sus amaneceres frescos y sus crepúsculos de colores calientes, con sus temporadas de lluvia y de sequía, con la gente que doma potros, trabaja en los corrales, reza y canta. Leyendo Doña Bárbara, Cantaclaro, Canaima, se cumple la advertencia de Domingo Faustino Sarmiento, cuando escribía en Facundo que «si un destello de literatura nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas sociedades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas naturales”.

Si Doña Bárbara es el llano del centauro, Cantaclaro es el del payador. En Doña Bárbara todo es precisión, trazo firme, dibujó acabado, detalle, contorno, referencia, traducción fidelísima. En Cantaclaro las cosas se esfuman, se vuelven borrosas, imprecisas, difusas, todo parece inventado, imaginario, irreal, fantasmagórico, remoto. Lo que sucede, en Doña Bárbara, está a la vista, directamente. En Cantaclaro el paisaje parece reflejado en un espejo. Si en Doña Bárbara el llano es acción, existir crudo, ingente; en Cantaclaro es reflejo, fábula. De ese modo Gallegos escribe la novela del llano real y la novela del llano de los espejismos.

En Canaima, la selva es una fascinación, como el mar. El hombre se hunde en ese verdor asfixiante como si quisiera regresar al útero materno, para nacer de nuevo y ser un nuevo Adán. Tal es la aventura insólita de Marcos Vargas. Tal es la selva para él. Tal es su secreto esfuerzo, su agonía. Medirse con la naturaleza, en un rescate inmenso de si mismo; descubrir su estatura prometeica; ser el Fundador.

Conviene señalar que los paisajes del llano y de la selva aún no han cambiado. Puerto Ordaz es un punto en el Territorio Amazonas. La represa de Guri otro. Pero ésta prepara el nacimiento de las ciudades del futuro, cuando ya no puedan más medirse los hombres con la naturaleza, como Marcos Vargas. Mientras tanto el llano sigue igual a sí mismo, igual a como lo descubrió Gallegos en 1927. Llano y selva le ofrecen todavía al venezolano la posibilidad de sentirse solo, de hacer silencio, de meditar en el seno de lo creado. Dominado por esa creación y dueño del verbo, Gallegos tuvo la intuición de un Nuevo Mundo, nacido del diluvio universal del Orinoco, el río padre.

Una vez escritas estas tres grandes novelas, Gallegos no volvió a cantar el paisaje como lo había hecho. En Pobre Negro éste constituye un discreto telón de fondo para un planteamiento político-social. Después son pinceladas, estampas decorativas, que ya no tienen nada en común con las arrebatadas y arrebatadoras descripciones del llano y de la selva.

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La naturaleza, en nuestras tierras, no ha sido todavía enteramente domesticada. Ello se advierte por poco que se salga de las ciudades o que por encima de éstas se miren las vastas extensiones que las rodean. Entre Caracas y el mar hay una sierra con serpientes, carnívoros, armadillos, pájaros de todos los colores y tamaños, zorrillos, monos, selvas nubladas y riscos. Las ciudades y sus culturas no conforman aún de un todo la realidad hispanoamericana. Es preciso comprenderlo. Las obras de la civilización van matando lo absolutamente vivo, van destruyendo el misterio vital, la magia del puro ardimiento, la virtud aterradora del total existir en sí mismo, del paisaje, fuera el hombre o en contra de él. Esa visión del ser terráqueo obliga a salirse de las introspecciones, de los juegos verbales, de las seguridades racionales. En cuanto el hombre se borra del paisaje y éste asume todo su existir, empieza el Génesis Se regresa a los moldes originales, al silencio viviente, a la energía, a la pura presencia de las cosas que existen en sí mismas, que son lo que es. Se regresa a la realidad. Y ese encuentro propicia el cambio interior, la intemporalidad, el volver a ser un brote del mundo. Frente a estas imágenes, cuando no aparecen las obras del hombre, ante los ríos solitarios, la llanura, la floresta enmarañada, la montaña, se puede purificar el pensamiento y sentirse el lector más fresco, más libre, más joven, más dueño del espacio y de sí mismo.

Sobre el autor

Prólogo del libro: Liscano, J. (1984), La geografía venezolana en la obra de Rómulo Gallegos, Caracas: Fundación de Promoción Cultural

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