Carlos Contreras
CAPITULO PRIMERO: CIUDAD DE MÉXICO
El avión devoraba los kilómetros en aquella tarde nublada de 1965. En el bar, ante un vaso de whisky, meditaba sobre mi vida. Vida aventurera como la que más.
Venía de la sombra y esperaba encontrar la luz en el país al que me acercaba. Atrás, quedaban mi mujer y mi hijo, esperando… deseando recibir cuanto antes mi llamada. En Ciudad de México pensaba resolver mi porvenir. Bullían en mi cabeza mil proyectos, cien negocios que, según mis cálculos, dejarían las utilidades necesarias para lograr la tranquilidad para mi familia. Tenía la absoluta seguridad de triunfar y la suficiente fe en mí mismo, como para descartar cualquier posibilidad de fracaso. Pedí otro trago, brindando por anticipado por el éxito que me aguardaba. Eufórico, encendí un puro de mi marca preferida.
— Disculpe… pero usted ¿no es el Capitán Contreras?
Sumergido en mis pensamientos no lo había visto. Un hombre como de unos cincuenta años, con el cabello entrecano, alto y enjuto, me contemplaba sonriendo. A través del humo del cigarro lo miré. Al subir al avión no había reconocido ninguna cara, pero este hombre me conocía… sabía mi nombre. Como regresando del pasado, su imagen desdibujada se fue aclarando; tuve que hacer un esfuerzo para agregar al rostro que tantas veces había mirado las arrugas que ahora surcaban su cara, las hebras plateadas que sin consideración habían invadido su cabellera oscura.
— ¡Richard…!
Nos confundimos en un abrazo apretado lleno de evocaciones, pleno de una amistad de años. De peligros compartidos, de metas alcanzadas frustraciones sufridas. ¡Richard Ancarone…! Un hombre que conocía el Caribe como la palma de sus manos. Que entraba y salía de casi todos los países antillanos, como si fuera de su propia casa. Se dedicaba al contrabando de armas y sus clientes estaban diseminados por las costas cálidas de Centroamérica.
— ¡Carlos, tantos años…! ¿De dónde vienes?
— De Guatemala ¿y tú?
— De muchas partes, querido amigo. Subí al avión en Miami. Voy a Canadá. ¿Y tú a México supongo?
— Sí… pienso establecerme allí. Luego de la muerte del General Trujillo, anduve dando vueltas para sentar cabeza y elegí México.
— ¿Y por qué no Venezuela…?
— Tengo problemas allí. Políticamente no estoy bien. Me he ganado muchos enemigos que buscarían la vuelta para hacerme la vida imposible. Pero cuéntame de tu vida, ¿qué has hecho…? ¿A qué te dedicas?
Sonrió con cierta amargura. Por las comisuras de sus labios pasó algo así como una mueca de renunciamiento. Se sirvió un trago que bebió de un sorbo. Encendió un cigarrillo y como mirando al vacío me dijo:
— Acabo de salir de la cárcel. Hace apenas tres días que estoy en libertad. Ignoro en realidad cuál será mi verdadero destino. Perdí mi esposa hace tres años. Tú sabes que tengo un hijo, pero se casó y vive lejos. Voy a un sitio donde nadie me espera, ni desea verme.
Se quedó callado. No quise romper el silencio que siguió a sus palabras. Cuando un hombre fuerte que ha conocido la rudeza de la vida sufre, es digno de respeto. Miré distraídamente por la ventanilla. Las nubes amenazadoras pasaban como bólidos por debajo del fuselaje.
— Se sufre tanto en la cárcel —agregó en voz baja—. ¡Tanto! Se deja de tener un nombre para convenirse en un número… en una ficha que quedará para siempre en los archivos.
— ¿Cuánto estuviste en prisión? —pregunté.
— ¡Nueve largos años! Pero para mí, fue toda una vida… Sin embargo, tuve suerte, Carlos. Pude pagar un buen abogado… de lo contrario…
Por momentos le veía envejecer. Sus ojos claros clavados en el espacio. Los hombros se encorvaron, las arrugas de su frente parecieron ahondarse, pero de pronto se rehízo y hasta sonrió para decirme:
— Capitán, ¿sabes qué he aprendido en estos años?
— ¿Qué, Ancarone? Que el dinero es el gran eje que mueve al mundo… es el verdadero Dios. Silencia las voces y es cura milagrosa para todos los males… Con dinero hasta la Justicia tambalea y… y se pasa al bando contrario. Es tan importante, que con él se puede comprar todo: tranquilidad, amor, felicidad y… hasta la propia libertad.
Sonreí incrédulo, como si no supiera que lo que estaba diciendo era verdad. Creyó que desconfiaba y por eso agregó:
— Por favor, créeme, Carlos, yo soy tu amigo, por eso te hablo así. Mientras se tienen dólares, todo va bien… si no… puedes pudrirte en la cárcel. Las prisiones están llenas de gente inocente, pero ¿qué pueden hacer? No consiguen un centavo y por eso no tienen quien los defienda. El dinero manda, mi querido amigo, hace poderosos a los hombres y esclavos y pordioseros a los que no lo tienen. ¿Comprendes?
Pensé que este hombre, a pesar de conocerme bien, imaginaba que yo ignoraba lo que es la vida. Lo atribuí a lo mucho que había sufrido. Era evidente además cierto desequilibrio, lógico en quien acababa de salir en libertad.
— Richard, sabes que conozco lo que es la existencia de un hombre. Sé lo que es amanecer sin un dólar y tener que salir a buscarlo donde sea…
En ese momento pasaron por mi mente mil cosas del pasado… Horas de amargura, de desesperación… esos que jamás se olvidan. ¿Los buenos? Bah… vienen y como vienen se van… Los olvidamos como olvidamos los brazos lujuriosos de una linda mujer que nos brindó una noche de amor… los favores recibidos… los instantes gratos pasados con los amigos. Todo eso queda borrado pronto. En cambio los malos, ésos quedan grabados a fuego para siempre y los llevamos hasta el final de nuestros días como un lastre imposible de descargar. Quizás seamos masoquistas… no sé… Muchas veces me lo he preguntado y nunca he logrado responderme. Hubiera querido hablarle de algunas verdades que aprendí viviendo… decirle, por ejemplo, que hasta el hombre más honrado, cuando el hambre lo acosa, cuando el estómago reclama, olvida sus principios y es capaz de convertirse en un rufián, en una fiera acorralada, duro e indiferente al dolor ajeno. Pero sus ojos estaban escudriñando en mí. Esperaba una respuesta, y le dije:
— Lo mejor es olvidar, Richard. Desgraciadamente la vida seguirá como hasta hoy y ni tú ni yo podremos cambiar algo que es tan viejo corno el propio mundo. Ya sabemos que la fortuna es herencia de unos pocos privilegiados. Yo puedo ser un buen espejo para que te mires en él.
Los dos nos quedamos en silencio, bebiendo. Cada uno pensaba en su propio problema. Pronto comprendí que Ancarone quería volcar toda la amargura acumulada en los nueve largos años que pasó tras las rejas. Luego de aspirar una gran bocanada de humo me dijo:
— ¿Sabes? Ahora que he saldado mi deuda con la justicia norteamericana, puedo decir que estamos en paz, pero eso sí, no me arrepiento de lo que hice o dejé de hacer…
— ¿Qué cargos tenían contra ti?
—Falsificación v contrabando de armas. Negocios de esos en los que nos metemos para tratar de mejorar nuestras vidas —sonrió—. Lo grave es que se hacen fuera de la ley, y cuando nos damos cuenta ya es tarde… demasiado tarde, estimado amigo, tenemos el lodo hasta las rodillas y no nos queda una salida posible. No vayas a pensar que quiero aparentar ser un santo o un mártir… tú me conoces y sabes que no hay nada de eso. Sé muy bien que no soy un hombre bueno, que he llevado una vida poco edificante de libertinaje y corrupción. Me comprendes, ¿verdad?
Me miraba fijamente como queriendo adivinar mis pensamientos. Situación extraña la mía. Un hombre experimentado, amigo de años confesándose ante mí, como si yo fuera un cura. Mi respuesta no se hizo esperar.
— Sí, te comprendo muy bien. Todo lo que me has contado lo he vivido en mi propio pellejo. ¿Cómo no comprenderte? Sé que la vida es una porquería. Ahora mismo, no sé muy bien qué es lo que voy a hacer. Tengo mil proyectos que rondan en mi mente, soy ambicioso y quiero lo mejor para mi familia, pero si las cosas no salen como espero… entonces tendré que buscar una salida y cumplir con lo que les he prometido. Ellos esperan, están seguros de mí y no puedo defraudarlos…
—Ojalá todo te salga bien, Capitán. Que se cumpla lo que deseas, pero no olvides que los hombres como nosotros, siempre estamos en peligro y debemos afrontarlo. Todo negocio es un riesgo. Así pasa frente al tapete verde. En una noche podemos ganar una fortuna y a la siguiente perderla sin remedio.
Pensé que la filosofía del amigo Ancarone era demasiado conocida, pero filosofía al fin. Verdades difíciles de comprender para aquellos que viven aferrados a un empleo, esperando pacientemente una jubilación. ¡Bah…! Hombres de poco vuelo que jamás se arriesgan. Para ellos la vida es lisa, sin mayores problemas, pero también sin los atractivos ni las alternativas que supone un triunfo o un fracaso. De pronto se me ocurre hacerle una pregun-ta cuya respuesta siempre me intrigó.
— Dime Ancarone: a tu criterio, ¿cuál es el delito más espantoso?
—¡Una buena pregunta, Capitán! Yo también me la he hecho infinidad de veces y he tenido noches muy largas para meditar sobre ella. Finalmente, he llegado a una conclusión: que mi delito, ha sido menos grave que el de otros… He visto autores de crímenes espantosos, pervertidos sexuales, asesinos sin escrúpulos… Allí estábamos todos juntos, padeciendo aquel infierno que sólo los condenados conocen…
Se hizo un nuevo silencio. Otra vez volvieron los recuerdos. Recorrí en un segundo todos los lugares por donde tuve que arrastrarme. Él sabía una parte de mi vida en Santo Domingo, donde nos conocimos, pero ¿qué pensaría si supiera que tuve que luchar varias veces a brazo partido para conservar la existencia? ¿Que llegué a ser espía y en más de una oportunidad tuve que compartir con otros una pobre ración de comida y fumar entre tres el mismo cigarrillo? Pienso que mi viejo amigo, no es buen observador. Los años de cárcel lo han dejado blando y confiado aunque se le notan los nervios alterados. ¡Pobre Ancarone! No lo culpo. Después de nueve años, no puede ser el mismo. Una mano temblorosa me sacó de mis pensamientos.
— Carlos, te veo pensativo. Si mi charla te disgusta, podemos cambiar el tema.
— No, no… Perdona. Me distraje. Sigue… Sigue contándome. Me interesa… Sigue.
— Aquí donde me ves, tengo la vida pendiente de un hilo.
— ¿Por qué? —pregunté con cierta alarma.
— «Ellos», me la tienen jurada —dijo haciendo un gesto ambiguo con la mano y continuó—: No será hoy, ni mañana, pero algún día encontraré en un rincón oscuro a un matón para terminar conmigo.
—¿Quiénes son «ellos»?
—Los poderosos de la mafia. Son muy peligrosos.
—Sí, lo sé. Conozco la mafia. Nunca trabajé para ellos, pero sé cómo proceden.
Pareció sentir alivio al oír mis palabras y se largó a hablar libremente. Su historia era como la de otros tantos, pero muy importante para él, porque era «su» historia. Realmente, ser perseguido por la mafia, era como tener un pie en la sepultura. Ellos jamás perdonan, nunca comprenden. Su ley es inexorable y no se puede discutir. No entienden de errores y la sentencia siempre es la misma: a muerte. Si mi amigo era buscado por «ellos», como los llamaba, le auguraba poco tiempo de vida. Estaba más seguro en la cárcel, y él lo sabía. Por eso bajaba la voz y se encogía para contarme:
—Mira, un día me llamaron dos jefes de la mafia. Me propusieron participar en un negocio gordo, donde se arriesgaba mucho, incluso la vida. Yo ya había hecho trabajos importantes que conocía bien y eran rutinarios, pero esto era demasiado. .. ¡Nada menos que un embarque de cocaína! Me negué y no fue por miedo, te lo aseguro. ¿Sabes por qué? Porque con drogas no me quería meter. Me he jugado muchas veces la vida y salí siempre sin un rasguño… No le tenía miedo a nada, pero dije «no» y dicté mi sentencia de muerte,. Tú sabes que «ellos» tienen matones a sueldo que no vacilarían en hacerme volar la cabeza, pero esta vez prefirieron vengarse de otra manera. Cuando caí preso, contraté un buen abogado, pero pronto me di cuenta de que algo raro estaba pasando. Las trabas se sucedían unas a otras y no tardé en enterarme de que los jueces eran comprados… Mi expediente fue archivado por tiempo indefinido y así pasaron los meses y los años… Hasta que pude lograr la libertad, ¡pero después de nueve años! Si «ellos» hubiesen estado de mi lado, habría salido en pocas semanas. Tienen poder y todos los recursos. Jamás me perdonaron, porque les dañé el negocio de los narcóticos. Ahora en libertad, pienso que tardarán poco en dar conmigo. Sin embargo, no me arrepiento de mi actitud. Prefiero los años sufridos en la cárcel a meterme en ese sucio negocio de las drogas. Quisiera darte un consejo, amigo Carlos: a las drogas, diles siempre: ¡No! Jamás te mezcles en eso, aunque te ofrezcan una fortuna.
Las palabras de Ancarone me hicieron pensar en mi hijo. En el tipo de mundo que tendría que enfrentar, rodeado de tantos jóvenes inexpertos, que enceguecidos se dejan arrastrar por el falso torbellino que se les presenta. No saben el peligro que encierra. Es un veneno mortal, un tóxico que carcome los sentidos y los vuelve despojos humanos… Emocionado le respondí:
—Gracias por el consejo, Ancarone, pero déjame decirte algo: he tenido muy malas rachas y me he visto metido en miles de… bueno, no vale la pena hacer historia ahora, pero nunca he sabido lo que es la droga. Uno, no hace mucho, me pintó un negocio fabuloso. No lo acepté. Al igual que tú, dije «no», Tengo un hijo y no quiero que le pase nada y lo que no quiero para mi hijo, tampoco lo deseo para los de los otros. Puedo hacer muchas cosas, s. no todas muy santas pero…. «traficante» ¡nunca!
Y era sincero al decirlo. Como había dicho Ancarone, yo tampoco soy un santo, ni un mártir, pero narcóticos, ¡no! y en voz alta repetí:
—¡Narcóticos no! ¡Nunca, jamás!
Mis palabras entusiasmaron a mi amigo, que me estrechó la mano cálidamente, a la vez que decía:
—¡Bravo, Carlos! ¡Así se habla! Eres un hombre de verdad. A propósito, y perdona la pregunta, pero tus palabras han dejado traslucir algo… ¿Caíste alguna vez en prisión?
Sentí que un frío me corría por la espalda. Respondí con cierta vacilación: No… no. Nunca… pero… Me interrumpió para decir:
—¿Entonces ignoras lo que es vivir allí dentro? Nadie que no haya estado preso, puede saber lo que esto significa. Los minutos son días, los días meses y los meses años… Una espera interminable, sin sentido… una agonía que nunca termina y… Te lo está diciendo un hombre que pudo salir, pero hay otros, los que se pudren hasta el fin. Créeme, los hombres más fuertes, los más duros, lloran con lágrimas de sangre. Siempre se está solo, triste. Ahora vas en busca de algo y lo haces porque quieres, siguiendo tus propios deseos. Puedes opinar, puedes hacer lo que te venga en gana… Pero allá, allá no. Allá lo mandan y tienes que obedecer. Allá uno no es «nadie» Apenas un número, una porquería sobre la que todos tienen derecho. Carlos, otro consejo: en nombre de nuestra amistad, ¡no te dejes apresar nunca! Acepta cualquier cosa, pero a la cárcel jamás. ¿Me entiendes? ¡Jamás!
Le agradecí y no dejé de pensar que era como un aviso del destino haberlo encontrado. La vida que llevaría de ahora en adelante, sería dentro de la ley, ése era mi deseo. Negocios limpios, noches tranquilas, sin sobresaltos, con la felicidad de un hombre honrado, que no debe esconderse y puede dar la cara. Pero aquel encuentro parecía una premonición y no dejó de impresionarme.
—Mira, Carlos, estarnos llegando. El viaje se hizo corto en tu compañía.
—Gracias, es verdad, conversando ha pasado el tiempo.
Las luces del aeropuerto se veían debajo nuestro. La masa arquitectónica de los edificios parecía inclinarse para darnos la bienvenida. Era como recibir el saludo cordial de mi propia tierra. Suave, casi silenciosamente, el gran aparato de Pan-American se posó en la pista. Una mezcla de alegría y tristeza fue fundiéndose dentro de mí, recordando los días maravillosos que había pasado en años anteriores en la gran ciudad azteca.
Me despedí de Ancarone, que seguía viaje.
—Richard, te deseo mucha felicidad, créeme que ha sido un verdadero placer volverte a ver.
—Lo mismo te digo, Carlos, espero que todo te salga como lo deseas.
Estrechamos nuestras manos y cada cual partió hacia su destino.
Al bajar del avión me envolvió el bullicio natural de todo aeropuerto importante. Me sentí seguro y hasta eufórico. Pasé inmigración, presentando mis documentos. Todo en regla. Todo correcto. Así quería que fuera mi vida de hoy en adelante…
Salí y abordé un taxi que me llevó al centro de la ciudad. Comenzaba una nueva vida.