literatura venezolana

de hoy y de siempre

La ciudad imposible de Guillermo Meneses

Jul 4, 2022

Rafael Victorino Muñoz

LA NARRATIVA DE MENESES

Ya en 1930 nuestro autor había visto impresa una obra con su rúbrica en la revista Élite; se trata del relato Juan del cine. Más que la importancia del mismo relato- que pone de manifiesto sus interés por uno de los temas y asuntos de la civilización moderna- su presencia en dicha publicación constituye, según el propio Meneses, su bautismo como escritor, ya que ese número precisamente ha pasado a ser paradigmático, emblemático y definidor de una generación de escritores, que se formaron durante los años finales del gomecismo.

Empero, para Meneses, 1934 es su año: es entonces cuando circula su primera novela- Canción de negros– así como ve publicados los relatos Adolescencia y, en un volumen especial de la Asociación de Escritores de Venezuela, La balandra Isabel llegó esta tarde, una de sus más celebradas piezas, que sería posteriormente adaptada al teatro, al cine y hasta la televisión, deparándole a nuestro autor un especial reconocimiento.

Entre esa fecha (1934) y el momento de su muerte (ocurrida como se dijo en 1978), y aún después, son editados numerosos libros de Meneses en casi todos los géneros: novelas, cuentos, obras teatrales, ensayos; también escribió guiones para radio, crónicas; sólo con el género poético no quiso probar suerte nuestro autor, hasta donde tengo noticia.

De igual modo, las colaboraciones de Meneses con diversas publicaciones periódicas son numerosas: con la Revista Nacional de Cultura (desde 1941) y la del diario El Nacional (desde 1945), la Revista de América de Bogotá  (1946), el papel literario de El Nacional (desde 1954). Asimismo, fue director de la revista Élite, de Ahora, El tiempo, El Nacional, Últimas Noticias, la revista del Concejo Municipal de Caracas, Crónica de Caracas (noviembre 1964), donde escribió con los seudónimos de Juan de Caracas y José de las Gradillas.

En cuanto a premios y reconocimientos, Meneses también saboreó las mieles de los certámenes literarios: ganador del concurso de la revista Élite con Campeones (en 1939), ganador del concurso de Cuentos de El Nacional con La mano junto al muro (en 1951), ganador del Premio Arístides Rojas de novela con El falso cuaderno de Narciso Espejo (en 1952), Premio Municipal de Prosa por La misa de Arlequín (en 1963). En 1967 obtiene el mayor reconocimiento para un escritor de nuestro país, con el conferimiento del Premio Nacional de Literatura por su obra en conjunto.

La narrativa de Meneses ha sido objeto de diversas valoraciones, análisis y estudios,  por parte de la crítica en Venezuela y en Latinoamérica, que considera tanto la importancia de la obra menesiana per se, como lo que representa en el proceso literario venezolano y latinoamericana del siglo XX, esto es, en el contexto de la literatura que le precedió y en el contexto de las vanguardias, y es que nuestro autor formó parte de un proyecto estético común, junto con otro grupo de escritores de su época, proyecto que se puede resumir en la intención de “otorgar a las producciones literarias venezolanas un sello de contemporaneidad” (Lasarte, 1992: 118).

Para este crítico, los primeros textos de nuestro autor “tienen por base de sus significados la búsqueda de una identidad (…) y definición de una nueva venezolanidad” (ob. Cit, p. 111). En este sentido, Guerrero (1996) considera que Meneses se constituye en un puente que lleva de Pocaterra y Gallegos hacia Garmendia y Balza, del criollismo y el costumbrismo a la indagación psicológica y a la experimentación con el lenguaje. El término empleado por este crítico me parece justo para definir la obra de Meneses: un puente, porque tiene un punto de apoyo en el otro lado, no deja del todo lo que antes fuera y, por el otro lado, llega a esta orilla donde ya podemos hablar de la narrativa contemporánea. En este orden de ideas, el autor citado amplía su visión al afirmar:

… Meneses hereda, además la posición conflictiva de los novelistas de la tierra que, al decir de Carlos Alonso, los lleva a exaltar el exotismo de lo autóctono como un rasgo que nos separa de una modernidad a la occidental, pero que permite formular, a la vez, una íntima aspiración de esa misma modernidad a través de la crítica de las estructuras sociales que nos impiden llegar a ella (Guerrero, 1996: 77)

Para Meneses, en su contexto de inicio, en los años treinta, parecía ineludible la impronta del galleguismo, máxime cuando el autor de Doña Bárbara había dado a la luz esta obra exactamente un año antes de que Meneses comience a publicar; y de verdad que el revuelo por la obra de Gallegos era enorme en ese entonces, en Venezuela y en toda la América de habla hispana, hasta en la península. El mismo Meneses (citado en Zacklin, 1985: 17) no duda en reconocer esa notable influencia:

Tanto en Gallegos como en Uslar quisimos observar que lo que teníamos por criollismo podía lograr formas que lo unían a las nuevas tendencias literarias. Por ese tiempo escribí yo Canción de negros, La balandra Isabel llegó esta tarde, Adolescencia y Campeones.

Pero si bien comienza en aquella orilla, telúrica, conforme avanzaba Meneses iba aproximándose a otros elementos, aunque no siempre fue un avance en línea recta, cronológicamente hablando. Así, mientras en los primeros textos- Juan del cine y Elogio de la velocidad– se interesó por los elementos de la civilización moderna, en una onda que yo diría futurista, después tuvo ligeros “retrocesos” en las novelas antes mencionadas (Campeones y El mestizo José Vargas), como si desde ese puente Meneses no quisiera dejar de mirar atrás de vez en cuando.

Nuño (1991: 109) sostiene que “la narrativa de Meneses empezó manifestándose, en las primeras obras, como tensión entre opuestos, como oposición no resuelta”. En este sentido, la autora afirma que en la escritura de nuestro se plantea una trama tensional; claro que esto no deriva exactamente de un antagonismo como el que vería Gallegos. Más bien, Nuño (1991) considera que en la narrativa de Meneses tal condición, por lo común, deriva de variaciones narrativas en torno al tema del mundo como tentación, la percepción de la tentación como todo aquello que trasciende el cerrado orbe familiar o comunitario y en relación con todo aquello que se opone al dogma religioso, recordando lo que este autora afirma con respecto a la visión católica en la obra de Meneses; esto se aprecia muy claramente en Adolescencia, El Mestizo y más aún en El falso cuaderno.

Ahora bien, Guerrero (1996) no considera que la dualidad o ambigüedad antes mencionada, esto es, la simultánea presencia de lo telúrico costumbrista y de la modernidad, signifiquen una confusión en cuanto al proyecto narrativo de Meneses, sino que la aparente contradicción se resuelve al interpretar que en nuestro autor había voluntad de plantearse un “proyecto de conciliar la herencia de la novela regionalista con las innovaciones más recientes de la narrativa contemporánea” (p. 81). De igual modo, Lasarte  (1992)coincide en señalar que:

…[el] planteamiento estético de Meneses [es] un híbrido en el que coexisten proyectos reformulados y actualizados del regionalismo anterior, adecuados a las nuevas condiciones y exigencias, con formas expresivas y procedimientos narrativos relativamente innovadores con respecto a algunos modelos previos (p. 113)

Esto ocurre en La Balandra Isabel, texto en el cual, casi a la manera de Gallegos, el paisaje es prácticamente un personaje, un elemento de la trama, una presencia de ánimo, con la diferencia de que no es el llano sino el mar:

… Segundo, acodado en la ventana miraba hacia el mar oscuro, enorme y cercano en la lejanía… Lleno de sombra, lleno de rumores, vibrando con bordoneo de panal gigante, está allí el mar: eso oscuro. (…) El mar. Se siente cercano; como si fuera ya a inundar todo. Como si estuviera volteando en lo oscuro de sus ruidos (Meneses, 1991: 75).

Y no obstante su visión aún costumbrista, el autor comienza a imponer una gran distancia con Gallegos al introducir, por ejemplo, el tema de la sexualidad, tratado con desparpajo, sin tapujos, y no con la timorata reticencia de la mayor parte de los autores que le precedieron; en esta línea temática continuaría nuestro autor en textos como Borrachera; La mano junto al muro; El falso cuaderno de Narciso espejo; La mujer, el as de oros y la luna; Cable cifrado, entre otros.

En síntesis, la dualidad civilización barbarie que en cierto modo está presente en la narrativa menesiana, al principio parecía seguir la visión de Gallegos; pero no hay que confundirse, ya que la óptica era exactamente la contraria: Meneses toma partido por el otro bando, a la manera de Rousseau; no es que haya que civilizar al bárbaro, como seguramente pensaban Gallegos y Sarmiento, sino que es la ciudad inmoral, la civilización, la que corrompe al buen salvaje. Esto es evidente en El mestizo José Vargas y más aún en Campeones. Y si bien los Campeones son aún hijos de la tierra, y como tales aparecen inicialmente, después la acción se traslada a un centro urbano, donde se transforman, degradan, envilecen: a unos la ciudad los pierde, a otros (como a Camacho) simplemente los usa.

Sea como sea, el punto es que la narrativa venezolana con Meneses había terminado de cruzar el puente y llegado a la ciudad y consolidado un cambio, quizás no de manera definitiva aún. Lasarte (1992) considera que “el elemento básico que define el cambio reside en el desplazamiento del foco de interés narrativo del ámbito rural al urbano” (p. 110); en esto coincide Gerendas (1995), quien señala: “Guillermo Meneses aporta a la narrativa venezolana, hasta entonces de predominante ambiente rural, una perspectiva novedosa en relación a la gran ciudad y al puerto” (p. 3106), aunque estos espacios son predominantemente sórdidos. (Sobre este punto volveremos luego.)

Por cierto, así como se reconoce que Meneses fue “el escritor que llevó a su mayoría de edad a la novela moderna urbana de su país” (Aira, 2001: 363), pocos críticos (entre ellos Mancera, 1958) destacan el hecho de que nuestro autor fue uno de los primeros venezolanos en tratar el tema del deporte en una narración; el elemento deportivo, tan importante en la vida del latinoamericano ha sido en realidad poco socorrido, antes y ahora; casi siempre en la novela se ha buscado abordar más lo venezolano desde la música o la historia, por ejemplo; y digo venezolano como puedo decir latinoamericano. Márquez (1984: 13), en el prólogo de una de las ediciones de Campeones, es del mismo parecer:

La novedad podría decirse que es absoluta, en el sentido de que, aparte de la novela de Meneses, el deporte casi no ha recibido el tratamiento literario que él le dio, al dedicar toda una novela específicamente a dicho tema.

Volviendo a la condición urbana de su narrativa, pienso que Meneses, acaso sin proponérselo, muestra el itinerario seguramente seguido por muchos de nuestros compatriotas: dejan el campo pero no llegan de lleno a la ciudad, sino a su periferia; de una marginalidad semirrural los campeones pasan a la marginalidad urbana; la ciudad, la verdadera ciudad, con su supuesto progreso material y económico, sus edificios y oficinas, sus vehículos, sin embargo sigue siendo para los personajes eso que queda lejos; lo que ven los campeones, lo que vemos inicialmente de la Caracas de entonces, es un puro arrabal: un botiquín, un callejón, una pensión de mala muerte; una ciudad de pobres y fracasados.

Sobre este particular Mancera (1958) dice que Meneses práctica una “literatura de los bajos fondos con toda la crudeza” distanciándose de las vanguardias manoseadoras de metáforas, ya que- sostiene- para este realismo acaso no quepa otro lenguaje; esa afirmación, que vincularía a Meneses más con un Zola antes que con un Rubén Darío, es muy parcial, y por supuesto, se refiere más al Meneses de la Balandra, antes que al de El Mestizo, entre otras, donde nuestro autor sí apelo a un lenguaje más ampuloso.

Más que verlo como un mero asunto de lenguaje o de temática, Guerrero (1996) considera que, de esta suerte, en la narrativa de Meneses la cultura marginal se ve incorporada a la definición de la nacionalidad, de la venezolanidad, con cierta crítica implícita de las estructuras sociales, coincidiendo en este sentido con la opinión de Garmendia (citado en Fundación Polar, 1997), según el cual Meneses “indaga en un mundo obsesionante y ritual donde la sordidez del suburbio, la superficie y el mito son reflejos de ingentes realidades sociales” (tomo 3, p. 129).

Replanteando la cuestión del costumbrismo, y volviendo a la tesis de que Meneses buscaba conciliar la novela regionalista con las innovaciones más recientes de la narrativa, pienso que esta condición apunta no tanto a una postura estética como a una visión de lo venezolano, de lo venezolano que hacia rato había dejado de ser rural y ya para mediados de la década de los ‘50 avanzaba desmedida o desmesuradamente hacia un proceso de urbanización progresiva.

Luego, esto lo asume Meneses sin ideas socio políticas preconcebidas, sin tesis, sin el intento de didactismo que le caracterizó hasta El Mestizo; sin buscar, a la manera de Uslar, reafirmar una identidad nacional desde la literatura (Lasarte, 1992: 105). No es de extrañar, pues, que nuestro autor abandonara definitivamente el asunto del mestizaje y de los nacionalismos y didactismos, asuntos propios del criollismo, para abordar otros temas como el absurdo de la existencia, la singularidad del yo y la fatuidad del lenguaje, hasta desembocar en La misa de Arlequín.

Con respecto al tratamiento de los personajes, Meneses también comenzó marcando distancia en relación con la literatura criollista:

… los personajes negros y mestizos adquieren en la narrativa venezolana un papel totalmente distinto al que habían tenido hasta entonces… los negros ya no serán las terroríficas figuras que, machete en mano, van quemando haciendas y sembrando violencia a su paso; tampoco serán los idílicos personajes a quienes el autor omnisciente contempla con distante y compasiva mirada paternal, ni tampoco las figuras folclóricas y pintorescas que ocupan un lugar secundario en la trama. Con Meneses, los personajes negros irrumpen en la narrativa venezolana representando a seres humanos que sienten el ansia de realizarse, de dejar de ser los marginados de la existencia (Gerendas, 1995: 3105-3106)

En este anhelo inconsciente de transformar su situación muchos de los personajes intentan crear una ceremonia para buscar su salvación, dice la autora citada; en algunos casos, como sucede con Juan Ruiz o con el mismo Arlequín, esto se logra a través de la escritura:

La salvación a través de la literatura y el arte resume la concepción del mundo de La misa de Arlequín, caracterizada por la visión del hombre solo, la tragedia de la incomunicabilidad, la trascendencia de la ceremonia como única posibilidad de realización del ser, la creación de una imagen del yo como vía de salvación, la fe en la creación artística como vía para alcanzar lo universal y lo eterno (Gerendas, ob. cit.).

Ahora bien, no creo que sea posible reducir a todos los personajes de Meneses a esta dinámica de anhelo de una existencia plena, de buscar abandonar la marginalidad; así como la Esperanza de La Balandra tiene esa secreta aspiración, muchos se solazan en su miseria o en su vida al margen; según Paz Castillo (1994), estos personajes- como El duque o Gregorio Cobos- tienen algo del pícaro resignado a su condición, y se sienten realizados plenamente en lo que son y no desean dejar de ser. Sobre este punto añade Araujo (1988: 48) que hay, en todos los cuentos de hampa, “una resignación casi optimista”.

De igual modo, no se debe dejar de mencionar el caso de los personajes que no evolucionan sino hacia la abyección y la degradación, como sucedió en algún momento con Arlequín, o en Campeones: Teodoro Guillén, si bien al inicio participaba de ese anhelo de realizarse, a través del deporte, se deja ganar por el vicio y por la molicie; pronto se convierte en una caricatura de sí mismo, un alcohólico, pendenciero, chulo de poca monta y hasta travesti. José Luis, otro de los personajes de Campeones, termina peor: muere en el abandono, casi en la indigencia.

Para Zacklin (1985), son comunes los personajes de Meneses que se dejan arrastrar, violenta e intempestivamente, por una pasión irrefrenable, pasión que puede ser desencadenada repentinamente por algún motivo externo, como por ejemplo una canción (esto último según Lasarte, en el prólogo a la edición de Diez cuentos de 1991). Claro, tal condición abunda en el primer Meneses, no así en el segundo, donde los personajes son poco definidos a priori y más bien van adquiriendo consistencia mientras se perfila la narración; “se crean mientras escriben”, dice Zacklin (ob. cit.); o sólo son mientras se escriben, pienso yo que sucede con el Juan Ruiz de El falso cuaderno.

Así, de acuerdo con Gerendas (1995), Meneses va del dibujo firme y acentuado de los personajes, casi tipos balzacianos diría yo, hacia un desdibujamiento, un claroscuro; lo que va quedando del personaje son atisbos, dice la autora: “el personaje creado por Meneses se nos ofrece como una existencia, una posibilidad, un proyección en actos o, más bien, solamente gestos”. Es decir, el personaje símbolo, el que se constituye en arquetipo de algo, desaparece por completo en algún momento de la narrativa de Meneses. En efecto, los personajes de La mano junto al muro, qué son sino un gesto en una pared, un gesto queriendo decir “aquí, aquí”.

Esto no apunta tanto a la caracterización del personaje, o a la falta de, sino que en sentido más amplio, es un rasgo de la escritura hacia la que fue evolucionando Meneses y que encuentra su momento culminante en La mano junto al muro y en El falso cuaderno. Nuño (1991) al respecto señala que los rasgos de la temprana escritura de Meneses irán desdibujándose hasta desaparecer por completo, como si “hubiese querido primero multiplicar y borrar las huellas de un narrador engorroso, para asumir inmediatamente después los rasgos opuestos del narrador gárrulo” (p. 109), en una escritura que a fuerza de escamotear y ocultar los hechos termina siendo paradójicamente reveladora.

Sobre este punto, la crítica ha querido ver la existencia de dos grandes momentos en la narrativa de Meneses, asunto que ha sido por demás discutido por muchos autores. Hay quienes que defienden esta tesis, entre ellos Liscano, Balza, Araujo; en el Prólogo a la edición de la edición de La mano junto al muro/El falso cuaderno de Narciso Espejo, de la Biblioteca Básica de Autores Venezolanos hecha por Monte Ávila, Navarro (2005) resume tal tesis de la siguiente manera:

… el proceso de producción [de la narrativa de Meneses] (…) se desarrolla en dos fases bien diferenciadas: una que va desde 1930 hasta 1942 y otra que comprende desde 1942 hasta 1962, donde se ubican el cuento La mano junto al muro (1951) y la novela El falso cuaderno de Narciso Espejo.

De Nóbrega (2008) cuestiona tal división aparente, ya que considera que no hay una diferencia ni tan clara ni tan tajante entre el primero y el segundo períodos, que incluso llega a poner en entredicho:

Los primeros cuentos de los años treinta, si se quiere, prefiguran textos posteriores y depurados como “La mano junto al muro” (1951). Persisten las obsesiones temáticas, los personajes marginales, la transición del paisaje rural al urbano; el giro descansa en el tratamiento de dichos aspectos.

Esto quiere decir, que la unidad prevalece por encima de las diferencias que se puedan apreciar entre los textos de Meneses de distintas épocas. Sobre todo si consideramos que, según Araujo (1988), básicamente los temas en la narrativa de Meneses son dos: el conflicto del yo o ruptura de la ilusión del yo, y “la vida como conflicto entre las potencias del bien y del mal, el mundo como tentación” (p. 31); de igual modo, continúa este autor, las formas de abordar estos temas (formas del asedio como él mismo las llama), tampoco son demasiadas:

Desde el punto de vista estilístico, y contemplando la obra en conjunto y a distancia, observo dos maneras de tratamiento de lo que considero un mismo territorio temático: la una es épica, objetiva, omnisciente, en la cual un encadenamiento episódico, que sigue la dirección del tiempo físico,  va de un comienzo a un fin con estructura que se cierra; la otra es subjetiva, introspectiva, a veces delirante, obra que sigue un tiempo psicológico, avanza, retrocede y se enrosca, con estructura de espiral girando sin fin sobre su propio centro (ob. Cit. p. 33).

A veces parece que Meneses trabajó sus textos fundamentándose en la teoría combinatoria: con pocos elementos siempre dispuestos de manera distinta, “Meneses crea un universo de ficción con un número reducido de personajes que se repiten” (Zacklin, 1985: 37). Por ello, nuestro autor apela al retorno de personajes, como Balzac; pero no sólo vuelve a los personajes, sino a los temas y motivos y formas: la educación religiosa, la figura paterna, la trasgresión, inicio al sexo, la rebeldía; la repetición ritual de las frases que ocurre en La mano junto al muro ya estuvo al inicio de El mestizo. “Cada trabajo narrativo de Meneses asume una selección de su obra anterior”, resume Araujo (1988).

Yo no me siento muy apto para afirmar, de manera tan rotunda, cuándo finaliza un Meneses y cuándo inicia el otro. Pero sí puedo ver que él que comenzó a escribir, el que publicó Canción de negros,  y que a la manera de Uslar buscaba reafirmar una identidad nacional desde la literatura, ya no era el mismo que años después urdió La misa de Arlequín. Acaso a lo largo de su proceso de escritura, en Meneses se pueda ver, como en ningún otro, una línea de evolución dentro la narrativa venezolana contemporánea. Al respecto, Liscano (1995) advierte que Meneses:

… arranca de un criollismo urbano, orientado hacia el lumpen proletariat, hacia los grupos marginales de la sociedad y el tema sociológico del mestizo, para desembocar en una narrativa de búsquedas ontológicas y atisbos de renovación formal… (p. 61)

Entre el primer Meneses y el último hay “la distancia que va del clásico al barroco”, citando nuevamente a Araujo (aunque él se refería más exactamente a la diferencia entre Gallegos y Meneses). Por otra parte, advierte Lasarte (1992: 122 y sig.), también desaparece el proyecto de nacionalidad, se desestima la visión moralista y dual del mundo, se asume una perspectiva irónica que distancia y niega todo, incluso los propios géneros literarios.

Sin embargo, no por ello se debe entender, como “ha sido la tendencia más o menos generalizada (…), la narrativa de Meneses como un todo organizado y coherente que ha de encaminarse hacia un final preconcebido desde sus textos iniciales” (Lasarte, ob. Cit.). Si bien puede verse una línea, no es una línea recta, como dije al inicio, y mucho menos se debe creer que Meneses estaba haciendo una calistenia desde textos como Tardío regreso, preparándose para El falso cuaderno; claro, si lo vemos en retrospectiva, todo parece coincidir, pero es fatuo imaginar una visión tan profética en un autor con respecto a su propia obra.

Quizás lo más justo sea decir, con Balza (1981) que Meneses “sólo pudo llegar a la escritura de El falso cuaderno de Narciso Espejo después de mucho copiarse a sí mismo” (p. IX).

LA TRILOGÍA FUNDAMENTAL

Meneses fue el autor de diversas obras, pero fundamentalmente lo es de tres textos narrativos: La balandra Isabel llegó esta tarde, La mano junto al muro, El falso cuaderno de Narciso Espejo; sin ánimos de restarle méritos a las demás, de haber escrito esas otras y no estas tres mencionadas, seguramente no estaría yo elaborando este ensayo ni consultando tan abundante bibliografía indirecta sobre el autor y su obra.

La distancia que marcan estas tres con respecto a las otras no es necesariamente ni temática ni estilística; es de resultados en el ánimo del lector, de resultados que se han mantenido a lo largo de las décadas. Esto concuerda con la definición que Borges (1989: II, 151) daba con respecto a lo que es un clásico:

Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.

Y es que debemos reconocer que estas tres obras fundamentales de Meneses, estos tres clásicos, tienen muchos puntos en común entre sí y con las demás, es decir, en un examen a priori podríamos encontrar que La misa de Arlequín o Tardío regreso a través de un espejo no difieren demasiado en el planteamiento con respecto a El falso cuaderno; que las historias de lupanares y prostitutas, marineros, frustrados, abundan en su obra y no son elementos exclusivos de La balandra.

Entonces, más que hablar de lo que hay los textos, podría hablar de lo que hay en su lectura, es decir, cómo ha sido la lectura por parte de la crítica; así, pues, paso a revisar, con los comentarios del caso, algunas anotaciones que han hecho los autores que me precedieron, con respecto a estas tres narraciones que considero las fundamentales en el panorama de la escritura de Meneses, comenzando con la primero, cronológicamente hablando: La balandra Isabel llegó esta tarde, texto publicado originalmente en 1934, bajo el sello de Editorial Elite.

Sobre este relato, han sido muy elogiosas las críticas, incluso fuera de nuestra frontera: en su Historia de la literatura hispanoamericana, Anderson Imbert (1957: 441) considera que Meneses escribió “una pequeña obra maestra”; por su parte, César Aira, en su Diccionario de autores latinoamericanos (2001: 363), afirma que “este cuento se volvería un clásico (…); aunque realista, sus elementos de pasión y brujería anticipan la obra madura del autor”.

Sin embargo, encuentro a menudo que la crítica, sobre todo en Venezuela, ha buscado valorar este relato por el contexto más que por el texto por sí mismo, quiero decir, abundan las afirmaciones del tipo:

La balandra representó un cambio significativo en la literatura venezolana, tanto por el mundo tematizado como por la novedad del punto de vista narrativo. A partir de este texto de Meneses encontramos ya los característicos personajes impulsados por un ansia instintiva de poseer algo informe y maravilloso (Gerendas, 1995)

En esta clase de afirmaciones no se considera a la narración en sí, sino que se le atribuye valor por lo que le precede y no por lo que en el texto sucede. O bien, se trata de resaltar La balandra por lo que presagiaría en la narrativa posterior de Meneses (tal como sugiere el citado Aira, 2001).

De verdad, no encuentro nada malo en afirmar que éste el primer gran logro literario de Meneses como narrador no era demasiado diferente de un Pocaterra, salvo lo señalado en el capítulo anterior con respecto al tratamiento de la sexualidad. La balandra es un cuento más o menos costumbrista, más o menos paisajista, cuya trama transcurre, en buena parte, en un lupanar, y una de cuyos protagonistas es una prostituta, algo relativamente inédito en nuestra literatura.

Lasarte (1991) es de este parecer:

“La balandra…” es un cuento representativo de esa particular vertiente del criollismo que dominó la narrativa vanguardista venezolana al menos hasta los años cuarenta. La reflexión sobre la nacionalidad es la base sobre la que se asienta su intento (p. 13)

Inclusive el mismo Meneses (citado por Lasarte, 1991) “cuestionaba las fórmulas del criollismo convencional” y señalaba, por otra parte, “la necesaria empresa de reconstrucción que supone este nuevo criollismo”. Paradójicamente La balandra se constituye en un hito difícil de superar, que marca la decadencia de esta tendencia costumbrista; la agota, prácticamente.

Al margen de esta discusión, pienso que la calidad del texto va más allá y no depende de; si alguien me dijera que el cuento lo escribió alguien a principios de este siglo XXI, no sólo le creería, sino que me seguiría pareciendo un cuento extraordinario. Las razones por las que digo esto último yo mismo las ignoro, como me sucede con muchos otros textos que me han parecido también excepcionales; sólo sé que La balandra tiene ese sino de lo indeleble, de lo que permanece en nuestra memoria aún a pesar de los años; tiene también esa cualidad de los grandes textos: aún a pesar de las erratas que podamos advertir, parecen a todas luces inmejorables, imperfectibles.

La historia de La balandra acaso encuentra su continuidad en La mano junto al muro, y acaso también podría encontrar allí su final. Si bien son afines en algún momento, en La balandra la óptica es irónica; en La mano se va a lo dramático. La mano junto al muro, considerado como “el cuento por excelencia de la época contemporánea en Venezuela” (Lasarte, ob. Cit.), es una historia “entre policial, gótico y experimento con el tiempo, en formato de rompecabezas” (Aira, 2001), donde se “incorpora discontinuidad al diseño global de la narrativa” (Guerrero, 1996).

En este texto, se entrelazan, se encuentran o desencuentran, varias historias; básicamente: la historia de un castillo que se ha convertido en prostíbulo; la de una prostituta a quien apodan Bull shit, una mujer cuyos recuerdos son vagos y difusos, como si viviera en perpetuo ensueño; la historia de un crimen que acaso alguien trata de reconstruir; pero también hay una historia más: la historia del mismo texto, el contar sobre lo que se cuenta; recurso al cual Meneses volverá a apelar, en El falso cuaderno, pero llevándolo a sus máximas consecuencias.

La mano junto al muro puede ser leído así como un exigente compendio de temas y recursos ya empleados en textos anteriores pero llevados ahora al plano de una escritura que transgrede los límites de una ficción realista. La prostituta, el puerto, la oscura intimidad de la alcoba, la expresión del deseo y la breve crónica de un sino trágico son, en efecto, rasgos que ya pertenecen a la obra menesiana, tanto o más que una prosa poética que gira constantemente sobre sí misma en reiteraciones y variaciones. (Guerrero, 1996: 86)

Para Gerendas (1995), el tema de la escritura como invención o como ficción, incluso el cuestionamiento de las mismas posibilidades de la escritura, se vincula orgánicamente con la idea central de la narrativa de Meneses. Se trata pues, de la reflexión, más bien, la interrogación de la narración sobre sí misma, discurso autorreflexivo éste que ya estuvo presente en un relato anterior: Tardío regreso a través de un espejo.

En relación con el discurso, Navarro (2005) señala que La mano junto al muro:

… se desenvuelve como una historia conducida por una voz narradora única que reconstruye la historia desde un pasado, integrando otras voces que aun situándose en un nivel temporal distinto, remiten a un pretérito que corresponde al del cuento ya contado, pero que vuelve a contarse. En ese juego, la voz conductora rescata palabras y gestos (…). El resultado es la creación de una polifonía en la conciencia del narrador, además de un juego que en apariencia genera confusión de hablantes (p. XII)

El narrador, más valdría decir la voz, que nos lleva entre los vericuetos de La mano junto al muro, “por momentos parece saberlo todo pero (…) deliberadamente restringe su campo focal” (Guerrero, 1996). Se mueve entre la omnisciencia y la reticencia, entre “la incertidumbre y la ambivalencia” (Lasarte, 1991), con “unos cambios de perspectiva que borran los linderos entre exterior e interior, entre lo que se dice y lo que se piensa, entre percepción y recuerdo” (Guerrero, ob. Cit.). Así, todo lo que parece tener consistencia de realidad se desrealiza (Lasarte, ob. Cit.).

Para este último autor citado, Meneses, al obrar de esa manera, plantea una total desconfianza en el realismo precedente, incluso con el de sus propios escritos, estableciendo una distancia que no volverá a transitar: La mano junto al muro constituye un punto de no retorno en su trayectoria narrativa. A este cuento seguirían las novelas El falso cuaderno de Narciso Espejo y La misa de Arlequín, urdidos bajo la misma premisa.

Comúnmente se reconoce que una de las mayores virtudes de La mano junto al muro consiste en cambiar el énfasis hacia el discurso a costa del sacrificio de la historia. “Inclusive se ha negado la existencia de una trama, lo que permitiría hablar más de un anticuento que de un cuento” (Navarro, 2005: XI). Aunque hay críticos que se proponen enderezar, por decirlo de algún modo, la anécdota que se esconde detrás; es el caso de Bueno (1990), quien intenta responder y responderse qué sucede exactamente en La mano junto al muro.

Sea como fuere, la historia en sí, como dijimos antes, parece haber pasado a un segundo plano, es como si fuera un pretexto para llegar a algo más, a algo más denso, profundo, inasible, algo que sólo puede ser explicado de manera indirecta. En este sentido, Lasarte (diez) considera que, en La mano junto al muro, “la maquinaria narrativa hace que el relato policial se convierta por arte de escritura en una reflexión sobre la vida”, tal como el propio Meneses (citado por Balza, 1981) en alguna ocasión señaló:

La mano junto al muro ha querido decir a través de un cuento, el escaso valor de la obra del hombre y de la vida humana misma; lo único que parece existir perdurablemente es el tiempo que destruye castillos, seres, sueños y los hace regresar hacia sus elementos primitivos… Este considerar como deleznable la vanidosa actividad humana es noción muy antigua… en ese relato, el tiempo [es] considerado también como imagen creada por el hombre y, por ello, tan inútil como las demás formas de la actividad humana- tan falso como el placer, tan corto como los siglos, tan lento como las palabras utilizadas para contar el gesto de una mano que desliza su agonía junto a un antiguo muro… Yo dije en ese cuento (como pude) el misterio del tiempo: un misterio que se muerde la cola y forma el Cero: la serpiente de la nada.

Así como la prostituta y el puerto tienden un puente entre los dos relatos (La balandra y La mano), el espejo como motivo conecta a este último cuento con El falso cuaderno: “la presencia del espejo como posibilidad de captar la imagen del ser y de devolver una representación del yo y del mundo” (Gerendas, 1995). Así, la escritura de Juan Ruiz, el primer narrador que aparece en El falso cuaderno, pretendería ser un espejo, pero es un espejo desfigurado intencionalmente: no se refleja él tal cual es, sino que se refleja su otro yo, al cual aspira; no se refleja realmente cómo es sino como le gustaría ser

Biedermann (1993: 178) dice que “más allá de su mera función, la importancia de los espejos deriva de la antigua creencia de que la imagen reflejada y el modelo real están unidos en una correspondencia mágica”. En este orden de ideas, las vidas de los personajes (la de Juan Ruiz, la Narciso, la de Vargas), en la medida que se van reflejando las unas en las otras, van construyendo un tejido secreto de correspondencias, como si fueran espejos, aunque no se sepa a ciencia cierta cuál es el modelo, cuál es la imagen, qué tanto se corresponden en realidad la percepción con los hechos.

Básicamente:

… el falso cuaderno de narciso espejo se plantea como una autobiografía… pero funciona cuestionando tanto la identidad por la escritura como la identidad de la escritura… denunciando al yo como instancia prepotente y al lenguaje en tanto instrumento falsificador de lo real (Corbalón, 1992: 89)

Y es que Juan Ruiz escribe la vida de otro como si fuera suya, o escribe la vida suya como si fuera otra, a manera de una preparación para la muerte que ha de redimirlo al convertirlo en otro (Nuño, 1991). Y del mismo modo que sucede con el personaje homónimo en el poema latino, Narciso muere de haberse visto, de haberse conocido; en este caso, el autor del cuaderno desaparece una vez que ha concluido su obra (Rivera, 1992: 72). Quizás quepa la duda al preguntarse si de verdad Juan Ruiz, en ese proceso de escritura, en ese proceso de construirse desde y a través de la escritura, haya llegado a conocerse o haya seguido mintiendo y mintiéndose aun hasta el final, e incluso más allá de su muerte.

Por su parte, Gerendas (1993) considera que la imagen que en dicho texto, escrito por Juan Ruiz (que en la novela se nos presenta como el documento C), “nos proporciona de [sí mismo] es la que corresponde a un personaje valioso… pero en los documentos D e I se muestra como un ser gris y mediocre”; tales documentos son atribuibles a otros narradores dentro de la trama, sembrando duda y confusión. De tal suerte, el continuo ir y venir entre uno y otro narrador, entre una y otra versión de los hechos, en suma, este “continuo desplazamiento entre grados de ficción, crea un laberinto inextricable” (Aira, 2001), de cual regresamos con la vaga sensación de que todo lo que nos rodea también es ficcional, apariencial.

Existe, pues, en El falso cuaderno, “la duda en torno a la validez de los recuerdos, porque cuando se recuerda, lo recordado cambia la experiencia vivida durante la recepción” (Navarro, 2005). Esta misma duda la va sembrando a lo largo del texto, el autor o autores. Para Balza (1981) “quien nos habla desde el Narciso Espejo, se vuelve a cada instante irónico, dudoso de lo contado: pero intérprete fiel de los cambiantes reflejos” (p. XI). Así, no cabe duda de que lo único verdaderamente certero sea la duda misma, cartesianamente hablando. Bravo (1992) sostiene que la de Meneses es una literatura que reivindica lo falso y la incertidumbre.

En el ámbito del discurso la primera, y acaso la mayor problemática, se plantea con respecto al sujeto enunciador: ¿quién enuncia? ¿Quién narra? ¿Quién escribe? Acaso el mismo lector. El falso cuaderno se plantea estas interrogantes y en mientras responde al mismo tiempo nos cuenta; es, pues, para decirlo con las palabras de Bravo (1992), un texto que se plantea como centro de su producción la razón de su estética, mostrando cómo fue y cómo ha sido el proceso mismo de la escritura.

En este sentido, Navarro (2005) considera que Meneses fue “quien primero escribió, con toda la lucidez requerida, la primera novela venezolana que expresa en simultaneidad su proceso de construcción” (p. XIX), prestando atención al sistema de producción, al proceso mismo; como si un caminante, al tiempo que describe el paisaje que le circunda vaya describiendo todo el mecanismo de su caminar, qué músculos entran en funcionamiento, o más aun, que vaya describiendo el mecanismo de funcionamiento de la voz que habla, cómo se produce cada sonido, de suerte que termina olvidando lo que iba a decir.

Meneses, en ésta su obra más ambiciosa, y la más lograda también, ha llevado hasta sus últimas consecuencias aquella premisa de Todorov (citado por Rivera, 1992), según la cual “toda obra, toda novela, cuenta, mediante la trama de los acontecimientos, la historia de su propia creación, su propia historia”, dejando así de lado lo contado por el contar, lo contenido por el continente; confiando en el ojo, no en lo visto; confiando en la palabra, no en el referente; sin decidirse a decirlo todo, o algo, aplazamiento tras aplazamiento, como dice Balza (1981).

Para Guerrero (1996), Meneses en El falso cuaderno busca indagar el sentido de su propia existencia, explorando las ambiguas relaciones entre ficción y enunciación. Al respecto, este crítico afirma: “Lo ficcional no está sólo en el plano de los objetos imaginarios que la obra describe sino también (…) en el terreno del acto de enunciación que la constituye” (p. 90); así pues, es un ficción sobre la ficción, en la cual incluso se pone en duda que alguien de verdad cuente y se pone en duda lo que cuenta.

De allí que pueda afirmarse que la “nada hay menos impactante que, extraordinario o exótico que la cadena anecdótica de Narciso Espejo. Vidas cotidianas, afanes religiosos y puritanos junto al alcoholismo y la prostitución; aspirantes a escritores, empleados de oficina, un crimen vulgar, suicidios” (Balza, 1996: 278-79). Tal vez lo único particular, lo único extraordinario y verdadera y seguramente novelable, en un sentido tradicional, sea la nube amarilla que desencadena los acontecimientos al final.

No obstante, Gerendas (1993) considera que hay por lo menos dos anécdotas o dos núcleos de acontecimientos en El cuaderno: la primera tiene que ver con la religión, la trasgresión y la indagación sobre el sexo, con la iniciación, con la infancia y juventud de los personajes (Juan Ruiz y Narciso); la segunda parte tiene que ver con la vida cotidiana de los mismos ya adultos, con la degradación, decadencia y luego suicidio de uno de ellos, que es Juan Ruiz, y con los acontecimientos aparentemente desatados por la nube amarilla (el suicidio ya referido y el homicidio de un obrero).

Pero esto, como ya se dijo, al parecer termina por ser secundario en la voluntad del autor. Para Rama (1992):

Meneses nos proveyó de lo que, en términos de Paz, podríamos denominar como “la novela en rotación”, aquella cuya materia pierde solidez al renunciar a una doctrina cerrada y segura y situarse sobre los desplazamientos del tiempo y del espacio, sobre los intersticios de la percepción, sobre la pluralidad de los emisores semejantes y distintos a la vez (p. 66).

Curiosamente, al caminar sobre el borde, casi al filo mismo del vacío, sin perder pie, con El falso cuaderno de Narciso Espejo Meneses alcanza su plenitud literaria como autor y también la madurez de la novela venezolana (Balza, 1981).

ÍNDICE DE OBRAS CONSULTADAS

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Alboukrek, A. y Herrera, E. (2001). Diccionario de escritores hispanoamericanos (del siglo XVI al siglo XX). México: Larousse. 2da edición.

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