literatura venezolana

de hoy y de siempre

La angustia siempre tiene un nombre

Ago 5, 2025

Pablo Rojas Guardia

Cuando desataba la corbata frente al espejo trajo el aire de la noche un silbido musical. El transeúnte noctámbulo insinuaba las fúnebres disonancias del segundo Preludio de Chopin. El cuarto se pobló, brevemente, de aquellos dobles llamando a entierro en la tristeza de alguna aldea polaca. El hombre joven de frente de cierta nobleza recordó a Amílcar, el “pecoso”, cuando las veladas musicales de la prisión política en “El Castillo”, en Puerto Cabello, durante los días cargados de presagios del poder gomecista. El espejo, ahora, era un grande e hinchado lienzo de agua donde filmaba sus recuerdos agridulces: las noches calurosas y anhelantes de la pétrea prisión; los cuerpos perlados de transpiración de los hombres echados sobre los jergones y el cigarrillo —bueno hasta la última chupada, decía alguien— pasando de boca en boca mientras el silbador de turno (también estaban la “guaca” Rodríguez y Plintas el musicólogo) movía sus labios por el recuerdo de las aguas tempestuosas o tranquilas, bravías o apacibles, angustiadas o pacificadas de óperas, sonatas, preludios, zarzuelas, en tanto se echaban a volar los pájaros de ensueños, prisioneros como sus amos.

Recordaba, apagado ya el silbido del noctámbulo, hasta el tono de las palabras, hasta el color de la noche, hasta la posición de los cuerpos en el suelo lavado de lluvias recientes. Pero no era aquella una sola noche suya. Era, sí, la gran noche formada por todas las noches de la prisión, buena para ser recordada por sus compañeros al azar de cualquier circunstancia: por un silbido nocturno, en el paso misterioso de una estrella errante, en la caída tintineante de un trozo de hierro delgado, en los mil apretados rumores viajeros de la sirena de un barco. Porque, a veces, dentro de la gran noche golpeaba el aire pegajoso la sirena de un barco…

—¡Nos vamos!— gritaba alguno.

Juan, el robusto muchachote de quince años acurrucaba sus ojos noruegos a la sombra encendida de los ojos de Luis, el poeta, y decía, casi en un susurro:

—A Shangai…

—Shangai? Shangai no: hace noches fuimos hasta Shangai y nos recibieron a balazos los comunistas y nacionalistas de “La Condición Humana”. Iremos a otro sitio esta noche. Coja el timón, Poeta. Marque el rumbo… ¡y mande! ¡A sus puestos todos! Sí, este era Arístides, fanfarroneando siempre, que había resuelto encarcelar sus sueños, y, como apretando un llanto, le tiraba a Luis la responsabilidad de aquella dolorosa y risueña, dulce y amarga, tímida y atrevida y juguetona navegación imaginativa.

—¡A Dakar!— gritaba Luis ebrio de su propia mentira, eufórico por la droga de la ensoñación.

—A Dakar, —repetía el joven Poeta.— Y tú, Rodríguez, silba “El Mar” de Debussy.

—Si puede— se oía una voz.

—Que se debiera llamar “playas” — terciaba el musicólogo Plintas porque el mar en Debussy, lame, choca, O se arrastra pero no es solamente mar y cielo y…

—Shiiis— interrumpía otro soñador.

—Sshit— latigueaba uno de más lejos, ya ausente de su cuerpo.

—Pedante.

—No le haga caso, Poeta, rumbo a Dakar.

En la noche, en la gran noche de lejanas estrellas algún ángel misterioso y juguetón hacía repetir el desgarrador sonido de la sirena del barco y los sueños soltaban amarras hacia rumbos diferentes. Y Dakar era, allí, en la puerta de los calabozos malolientes, en las pringosas ropas, en los cuerpos pegajosos de suciedad, de reclusión y de sudor, en los hierros medievales, anacrónicos, que apretaban ilusionadas carnes juveniles, en los detritus de todos que con sus vahos quemaban desde la puerta enrejada la vitalidad de todos, Dakar era, para unos, la Plaza Bolívar de Caracas, la última excursión al campo, el cine del barrio, la sala de conciertos; Dakar era, para otros el llanto de la madre, las caricias de la novia, la angustia de lo abandonado: Dakar era la Libertad, la Vida era Dakar. ¡Qué importaba el nombre geográfico de un puerto en el mundo! Dakar era el sueño realizado y el sueño por realizar, puro, incontaminado; más allá de aquellos muros silencieros donde abría su rosa náutica la sirena viajera; Dakar era la tierra venezolana. Dakar era lo que estaba afuera, del otro lado. ¡La Vida! ¡La Libertad!

El hombre joven de frente de cierta nobleza se sintió de pronto ante el espejo como desinflado; como si algo hubiera salido de él y viniera ahora, trabajosamente, lentamente, penosamente, a entrar en el aposento de su cuerpo de donde había salido con voces y murmullo de voces, con estrellas y fuga de estrellas, con hombres y sombras de hombres, con patios y trozos irreales de patios, con barrotes de hierro y luces vacilantes y piernas sucias y relámpagos de música olvidadas y palabras y palabrotas y ulular de sirenas y trozos de palpitante geografía venezolana, a pasearse con vida propia frente a sus ojos hipnotizados por el corredor de agua del espejo. El hombre joven de frente de cierta nobleza sintió que algo poderoso se abatía sobre su espíritu y con gran alivio de su cuerpo fué a sentarse en el raído sillón junto a la ventana por donde entraba el fresco viento nocturno. La ciudad, a estas horas de la noche parecía vaciada de su sangre como el hombre joven sentado junto a la ventana; pero en algunos pedazos de papel que de pronto se arremolinaban en el tope de los postes de la corriente eléctrica y en el olorcillo seco, de pólvora quemada, que iba directamente al paladar, se le podía reconstruir también el ajetreo del día: una obstinada actitud estudiantil frente a profesores de cerrada honestidad había desbordado sus límites, contaminado al fertilizado campo obrero e inundado, ya sin freno, las calles de lo cotidiano, donde la algazara y la improvisación se multiplicaron, por lo que el gobierno tuvo que hacer un despliegue rápido de sus fuerzas. En total eran tres heridos: un niño, que ha debido sentirse en el momento del fogonazo que lo abatió como en una función especial de cine, una mujer cuarentona ociosa de sangre fertilizante y un obrero sin trabajo. Sí, en el rostro nocturno, casi dormido de la ciudad, aún podían distinguirse huellas de los apresurados latidos con que su corazón había palpitado durante el día febril.

El hombre sentado junto a la ventana mortificaba su espíritu. Estos y otros sucesos recientes acaecidos en su país devastaban su frente de cierta nobleza. Quería encontrarles una explicación; porque —se decía;— lo que no es tradición es importación, viene de afuera, corrompe, emponzoña hasta que se adapta; a veces riega y fertiliza el nuevo campo porque ya había algo en lo nuevo delcampo que le era afín… Hay una manera de ser venezolana; hay una actitud, una aptitud, y hasta un método venezolanísimos; y estos sucesos, y los hombres y mujeres de resignada quietud, los hombres y mujeres de generosa inquietud, los hombres y mujeres desprevenidos ante la pugna política, los hombres y las mujeres envueltos en la violencia, en el deshonor, en la hipocresía, en la desvalorización, en el vituperio, como armas en el combate por el predominio ideológico, no eran, no podían ser de carne y de sangre y de sueño de Venezuela.

El hombre se levantó y fué hasta la pequeña mesa que le servía de escritorio. Encendió un cigarrillo y la bocanada de humo caliente pareció refrescarle por momentos la febril meditación. Recordó que en el cuarto permanentemente poblado de humo de su amigo el profesor de matemáticas Olmos, habían leído hacía pocos días, el capítulo de una obra, de una novela del joven periodista Hernais donde se trataba de reflejar los rumbos sentimentales y el espíritu de una generación de sacrificio y risueña melancolía venezolanas. En esa novela se recogería la vida del país en su nobleza espiritual y en su búsqueda de un como perdido ritmo de justicia; su entereza ante la parte flaca de su historia, su actitud viril en los momentos de abatimiento, su risueña melancolía, su altivez sin aspavientos. El hombre joven recordó que él guardaba uno de los capítulos de la novela de su compañero Hernais y entre desperezado y aturdido buscó entre sus papeles del escritorio y se entregó a la lectura con avidez.

“Esta mañana todo el sol se ha metido en el patio. Nos ha empujado hacia la lobreguez de los calabozos, cuyas paredes transpiran tanto como los cuerpos. Hasta los barrotes han perdido su gravedad, su mudez disciplinaria y brillan extrañamente como las bayonetas en la marcha diurna. A veces, a corta distancia, los ojos ven alzarse tenues hilos de humo. El agua del estanque, cada minuto más pobre, espejea dolorosamente en los ojos. Régulo cruzó el patio con andar torpe, de enfermo, y le dió una patada a un trozo de hojalata… o a una estrella. En la boca de los calabozos pequeños grupos de hombres hablaban, abatidos. Las palabras se pronunciaban lentamente y salían como envueltas en la sequedad de la saliva. Las manos se han vuelto de plomo; y las moscas, acosadoras, impertinentes, fastidiosas, pintarrajeaban rostros y Cuerpos, Provocaba gritar sin moverse. Chillar, Restregarse los dientes. Cortar corchos. Morder cuchillos.

¡Que saltaran los nervios!

—Ni libros. Ni periódicos…

—Ni agua! — le interrumpió con brusquedad Arístides a Lander que se había echado con los pies en el sol.

Lander hacía esfuerzos, chupando penosamente sus restos de serenidad, para que sus palabras subieran hasta las conciencias de los otros, pero el sol las calentaba demasiado y los oídos repelían su murmullo. Además, la cinta de restos de agua sucia del patio incitaba las miradas y anunciaba paisajes frescos, intactos, con árboles y ríos.

Lander seguía levantando palabras.

—Hubiéramos aprovechado mejor la prisión si tuviéramos libros. Ni tan sólo correspondencia. Ya llevo seis meses sin tener noticias de mi casa.

—Esto sí es tiranía, verdad, Pedro ?

—Si— dijo Pedro— pero algún día saldremos…

—A qué saldremos?— volvió a interrumpir Arístides que se rascaba las rodillas con sus uñas largas y negras.

En los ojos adormilados la pregunta que, como un visitante furtivo, les robaba el ocio, les consumía el reposo, cambió el escándalo inútil y amarillo de la mañana y encerró en grises interrogaciones sus futuras actitudes ciudadanas. ¿Qué hacer? ¿De nuevo qué hacer? ¿Hacia dónde, hacia qué actos, más allá de la acción doméstica y cotidiana, encaminarían sus pasos, enrumbarían su espíritu en la ciudad? Qué deber le había nacido a cada uno en la punta de la meditación? La cárcel, como una esponja, recogió en sus células la algazara de sus manifestaciones primerizas, tan coincidente en muchos con la afirmación primera de la varonil adolescencia. El atolondramiento de la obra circunstancial —quizás inconsciente en su misteriosa expresión— se detuvo ante la responsabilidad; y las noches, meditativas (en las prisiones las noches siempre llegan con el puño en el mentón) destilaron interrogaciones.

¿Qué eran ellos? ¿De qué pasta venezolana estaban hechos? ¿Quién recogería su ejemplo: y acaso, era, realmente un ejemplo? Y, entonces, de ser una acción ejemplar la de ellos, ¿por qué tardaba tanto la vida en reproducirla? Es que no existían en la colectividad venezolana gentes de su misma actitud, con sueños de la misma contextura? ¿Es que acaso el régimen gomecista, contra el cual habían tenido la osadía de gritar, era una gran verdad necesaria en el acontecer venezolano, como es necesaria la momentánea represión en el adolescente impetuoso? ¿Es que acaso ellos representaban el despertar de otra corriente de ideas que en el misterioso moler del tiempo buscaría su equilibrio, su unión, su matrimonio, su darse las manos, su diálogo, con esta otra cosa dura de hoy para más adelante, en el sosiego de la justicia resplandeciente, de la libertad con rico contenido, dar otro fruto social de esplendores? En la mesa de infinitas posibilidades debían descartar errores, gloriolas y aceptar el impasible As que el futuro venía empujando lentamente hacia sus manos, el mejor As, el deber de hacer, de actuar; pero, ¿hacer qué?

De los calabozos contiguos llegó una gritería alacre. Las voces estaban secas.

— ¡Viva el abuelo! Viva el viejo Cartone!

—Vivaaaaa.

—¿Cómo era el Tirano Aguirre, Coronel Cartone?

—Igualito a su abuela.

—¿A la abuela del Tirano o a la del viejo Cartone?

Arístides volvió a rascarse las rodillas con sus uñas largas y negras.

—Allí está el pobre viejo haciendo otra vez el ridículo. Y los demás tan necios! —dijo Lander.

—¿Qué? ¿Ni siquiera quieres que se diviertan? ¿Crees que se van a pasar todo el tiempo hasta que nos saquen de esta inmundicia con las manos en la cabeza meditando en la futura república de Venezuela en la cual ya te has adjudicado la secretaría de una presidencia de estado ?

—Imbécil.

Se acercaron las voces. Un grupo de compañeros venía por el tórrido sol del patio sosteniendo al viejo Cartone coronado con el ala de un destruido sombrero de cocuiza y con improvisados Zarcillos de cortezas de naranja colgándoles de las transparentes orejas. Cartone sonreía y morisqueteaba haciendo sonar los delgados hierros que se cerraban en sus tobillos. Cartone estaba en prisión política por haber intentado saltar las calderas de los telares de Maracay, la ciudad oficial del gomecismo, un día que el Presidente Gómez los visitaba; ahora en “El Castillo” en Puerto Cabello, relataba viejas andanzas con guerrilleros, su destefñiida profesión, mientras en Caracas su esposa vivía de dádivas gubernamentales.

—!Viva el viejo Cartone! !Viva cara de jojoto!

El grupo bullicioso de hombres llegó al extremo del patio, donde se abría el comienzo de la libertad, el portalón del rancho; y echaron al viejo Cartone en una pringosa silla de lona.

—Cuando yo sea presidente de la república usted será mi espaldero coronel Cartone —dijo Aníbal, un joven magro, todo hueso e imaginaciones. Usted, coronel Cartone, irá en mi automóvil para abrir la portezuela; eso sí, tiene que andar derecho, conmigo no se juega.

—Yo lo fusilo— dijo otro— para que no cometa la tontería de volver a la cárcel, porque el viejo es carne de presidio hasta en una perfecta república griega.

—No— se oyó otra voz, —no le amarguen el rato al abuelo; déjenlo gozar del automóvil del presidente Aníbal otro ratico.

—Oiga, Coronel Cartone, ¿cómo era el Tirano Aguirre?

La respuesta no se hacía esperar.

—El Tirano Aguirre era un hombre flaco de carácter díscolo e inquieto que venía por el río Marañón…

Carcajeó el grupo: !formidable!, !estupendo! Repítalo, coronel, !repítalo!

En el día, en los momentos en que Cartone paseaba su delgadez por los calabozos en busca de golosinas, de cigarrillos, de restos de cigarrillos, repetía incansablemente la misma respuesta a la misma pregunta escolar. En su boca pequeña, en su voz de embudo, las palabras se atropellaban provocando la hilaridad.

En el cielo estiraron un toldo de nubes. Obreros hábiles, presurosos, taparon los huecos azules y un vientecillo risueño principió a barrer el sudor de los torsos.

—Si llueve, me baño —dijo Aníbal; y tiró al suelo los pantaloncillos.

A poco el cielo se encapotó y la lluvia repiqueteó en el tambor sucio del patio. Los hombres, desnudos y barbados, se lanzaban al agua de las escudillas. Por el suelo caliente corrían, saltaban, gritaban, empujándose los unos a los otros. El cielo, generoso, seguía derramando agua de alegría sobre las cabezas, sobre los cuerpos, sobre el patio.

Desde las altas paredes los oficiales de vigilancia sonreían.

—!Buen baño!

—Teniente, mándeme un jabón de Reuter.

—Para mí un Pears y una toalla.

—¿Usted conoce esta marca de jabón? —decía otro mientras enseñaba un poco de tierra con la que se restregaba.

El cielo seguía empujando agua sobre las cabezas, sobre los cuerpos, sobre el patio. Las líneas de agua se quebraban, otras las suplían corriendo por el suelo hacia un destino incierto pero seguro en el misterio de sus fines, como en la vida. Mas los ojos estaban alegres y el patio y los hombres estaban limpios después de la lluvia.

– o –

—Sí— decía el hombre joven de frente de cierta nobleza aventando sus palabras hacia la noche, hacia las múltiples voces soñadoras de los libros, hacia los propios sueños que se ampliaban en el eco dormido de las páginas escritas —sí, porque nosotros estábamos en Venezuela y era Venezuela a la que queríamos sacar de sus propios límites, nunca aquellos jóvenes de hace veinte años, exactamente hace veinte años— pudimos decir, pudimos pronunciar, para nuestros viajes imaginativos sobre la tierna y áspera Venezuela, los nombres de arbitraria elegancia que la visten. (Afuera, en la noche callada y secretamente ajetreada las voces de los conductores de automóviles principiaban a anunciar su mercancía de viajes a los pueblos de tierra adentro). Sí, nunca dijimos, para abarcar cuanto pretendíamos, Maracay, Upata, Táriba, Caracas, Los Teques, Dando y Dando. (La sirena de una ambulancia desgarró la noche con un olor a carga triturada, a cuarto de hospital, a sábanas ensangrentadas y golpeó fugazmente la cara ausente del hombre joven de frente de cierta nobleza). Dakar, Cantón, Shangai, Oslo, eran apenas fugaces consignas de una empresa superior a nuestras fuerzas. (Heridos en la manifestación estudiantil de ayer, se oyó con timidez la voz de un pregonero de diarios). En las algaradas recientes las palabras que decoran los símbolos, símbolos ellas mismas, vienen ya gastadas, desteñidas, como que fueron usadas en otras tierras por otros hombres para amparar y alentar clandestinas y generosas acciones colectivas. No, no es falta de imaginación, ni apresuramiento en la escogencia de vocablos para adelantar la acción que toda palabra simbólica envuelve cuando hay que desplegarla como bandera ante la desprevenida conciencia de los otros; es que éstas de hoy —resistencia, entre otras— no nacen de una idea bordada por el tejer y destejer de nuestra historia. (La guerra fría continúa… otro pregón asomó, junto con un gran suspiro frío de la noche moribunda, su cara de inquietudes en el pequeño cuarto del hombre joven de frente de cierta nobleza). Es que estas palabras de hoy solamente reflejan la libertad sin disciplinas y la imaginación sin cauce en que se mueven tantos y tantos jóvenes de conciencias agitadas por la inquietud mundial. (El paso de una cucaracha hizo caer la hoja de un libro; el hombre dobló su cuerpo para recogerla y sus ojos se poblaron de letras, de títulos, de nombres). Les sucede, a estos hombres, como al lector de novelas que en cada personaje, en cada acción de cada personaje, juega un poco a la acción que no realizará nunca. Son los héroes sin las circunstancias que hacen a los héroes…

De pronto en el pequeño cuarto donde el hombre joven monologaba todo se hizo menos abstracto. Los hombres, las mujeres, los sucesos, las palabras remotas cobraron vida y se hicieron palpitantes, cercanos. La ciudad anunciaba su desperezamiento. El pito de una fábrica desgarraba la sumisión de muchos sueños de muchos hombres. Las campanadas graves, pesadas, solemnes de una iglesia acallaban con esperanzas de otra vida mejor frágiles y peregrinas esperanzas. Los pregoneros de los grandes diarios con sus grandes noticias aterradoras disminuían o agradaban los pequeños o grandes errores cotidianos.

—La heroicidad de hoy, nuestra heroicidad, no es la de la plaza pública, no es la heroicidad del discurso —decía casi en voz alta el hombre joven de frente de cierta nobleza— nuestra heroicidad es la responsabilidad, la alegre responsabilidad sobre cada oficio, sobre cada Misión, sobre cada deber, grande o pequeño que nos venga a las manos, a la mente, al corazón.

En el pensamiento del hombre joven ahora acodado a la ventana parecía caber hasta el más mínimo latido, vegetal y animal de los límites en donde el destino le había empujado a nacer. Hubiera podido seguir el pulso del recién nacido desde el vientre de la madre hasta su despabilamiento ante el sol de los campos o de las ciudades; hubiera podido gritar su propio júbilo y su propio sufrimiento, sus caídas y sus levantamientos, sus corajes y sus temores ante su propia vida y en la vida de los otros seres que le había tocado en suerte ver, observar, amar; sentía que era uno con todos los hombres y mujeres que, con él, en algún momento de la historia de su país habían sentido el debilitamiento de la desesperanza y el desgarramiento de la luz auroral, cuando el destino parece venir seguro hacia las manos azaradas. Le parecía que la palabra Venezuela cobraba un sentido especial y corría por su sangre y nutría sus Órganos y era hasta su impureza y su oxígeno.

Sonó, insistentemente, la campanilla de un teléfono. Un policía alertó a un adormilado conductor de camión. Un pregonero de diarios toreó la embestida de un automóvil. Un estudiante detuvo el paso y de su sueño saltó al sueño del libro que acababa de abrir a las puertas de la cafetería donde humeaban las tazas de café y eran anticipo de delicias las morenas fritangas aceitosas.

Como el músico que aprende ritmos, compases, en el discurrir del viento, en el rumoreo de los árboles cabeceantes, en la meditación del agua estancada, el hombre joven de frente de cierta nobleza acodado en la ventana construía, con el ajetreo de la ciudad desperezada, con las palabras y murmullos de palabras que la brisa traía de todos los rincones del amanecer, con los breves instantes de la vida de su país que eran su pasado y que sin embargo se habían hecho presente dentro de él para morder la cáscara de su futuro, construía —y como él cuantos hombres y mujeres de la tierra que le corría por las venas y le nutría el aceite para la vigilia de su mente! — un futuro de esplendores, un jubiloso porvenir que ya, ahora mismo, eran fervor de Venezuela.

Cuando dejó la ventana con la claridad que le cerraba los párpados, un verso llenaba de alegría el pequeño cuarto donde pedazos de noche aún se agazapaban en los rincones: “Sólo vive quien mira siempre ante sí los ojos de su aurora”.

Sobre el autor

*Ilustración de Méndez Osuna. Publicado en la Revista Nacional de Cultura 87-88, julio-octubre 1951, pp 172-181.

Deja una respuesta