Argenis Rodríguez
Uno
Subió a gatas diciéndose: Desde aquí lo podré ver. Se tiró sobre la hojarasca. Los secos helechos levantaron un polvo que le hizo estornudar. ¡Caramba! Se arrastró sobre su ropa de caqui, sucia de varios meses (tres). Desde aquí no se me hará difícil. Los árboles brotaban como de un mar. ¿Será la fatiga lo que me tiene así? Porque ¿desde cuando no comía? Desde ayer, sí, desde ayer. Su mano iba hacia la barba de varios meses (tres). Allá abajo el río fluía sin cesar con su ruido constanteagudolento. No pensé que fuera peor, no pensé que fuera peor. El recuerdo de la comida, la olla que pendía de la pequeña troja, el fogón y el humo día y noche, perpetuo, subiendo por entre los árboles. No me voy a devolver. Tampoco lo puedo perder de vista.
(–Yo participé en la carretera. Le metí a uno un balazo en la sien. No se paraba y le tuve que tirar por la ventanilla. El jeep se fue por la cuneta y el hombre se me murió en los brazos. No le saqué una palabra. La verdad era que no podía hablar. En el carro no había ningún dinero.
Y lo recordaba como desvaído, allí parado, riéndose, chupando la caña, el pelo largo por detrás. Y cuando él fue apareciendo por primera vez [como emergiendo, se dice ahora] también le oyó la voz:
–Pero qué lavativa, qué lavativa, aquí hubo un error.
Nosotros… qué lavativa, qué lavativa… ustedes han debido esperar abajo y recibir el juramento abajo. Ahora conocen todo, el sitio… qué lavativa…
Debe estar sobre su rastro como el día aquel detrás del rastro de los cuatro que fueron abandonando los platos para lavar o los fusiles con que montaban la guardia o las botas a medida que corrían; para no llevarse nada sería, conscientes de la necesidad que se pasaba.)
Sobre su rastro.
(–¿Dónde carajos estaban las mulas, los hombres, el mismo aire que se respira? Cuando llegué al pueblo no vi a nadie. Tuve que exponerme hasta que los encontré.
Y lo veía allí balanceándose sobre sus delgadas piernas con su inseparable «Thompson» en las manos.
El relato de los que fue dejando fríos a medida que se levantaban, cuando había sido todo lo contrario: el relato de los que fue dejando fríos sobre las camas sin que todavía se despertaran.)
¿no es en él en quien piensa ahora, en el del largo cabello?
cuando podía estar pensando en la Universidad y en el aula y en las mujeres que lo hallaban interesante
y en las fiestas en que lucía con su cuerpo, las fiestas a las que llevó su cuerpo
los trajes bien cortados que se cambiaba cada dos días el mismo juramento (que se le antoja ridículo) en la Técnica
¿no se ve ahora como si se hubiera presentado alto, despreocupado, los otros desluciendo en su presencia?
(–También en la policía de La Iguana. El Negro, Agustín y yo…
Yo-yo-yo era aquel hombre delgado del pelo largo por detrás, detrás del rastro (él solo) de los cuatro que fueron dejando las cosas en el camino.
Recuerda el día en el campamento: él acostado. Pedro (también acostado) debajo de un platanillo, leía un libro sobre un tal general Ducharme.
El grito que parte del follaje:
– ¡La gente está desertando!
Y pedro, sin que el otro apareciera todavía en el claro:
– ¿Qué esperas para emprender la persecución, pues?
Y es el del largo cabello que llega acechante alargando la mano para coger la pistola que le tiende Pedro.
– ¿Les tiro?
– ¿Y qué más vas a hacer si no se paran?)
el cielo corría azul como un mar. Ah, ah, ah, el auto por
la noche y la llegada a la Técnica
las manos en alto
juro, juro, juramos
las voces retumbando como en una cueva
¿y no es él el que ahora así gime, se arrastra bajo el sol,
solo, lejos de casa?
sin embargo, todo pudo ser glorioso
recibo como médico sin ser médico
la fiesta en el campamento porque llegaba el primer
doctor
los hombres que extendían sus brazos infectados por
los mosquitos
las llagas
y la piel empañada por el agua
Caramba, debe estar pisándome los talones… caramba… es por… es por… no he debido venirme… ayer nada más…
Y veía cómo el río se arrastraba allá abajo todavía azul.
***
Dos
José
Cada vez que veo este camino que nosotros mismos hemos trazado recuerdo el día que llegué. Nos habíamos detenido allí donde el río se bifurca y el guía se había adelantando dando pequeños gritos, como amortiguados por la mano que se llevaba a la boca.
Allí contemplé algo que era como un fogón y enseguida me dije: Aquí es. Al fin. Aquí es. Pero no divisamos nada. Estarán escondidos, me dije entonces.
En este momento me vuelvo y le digo al que me sigue:
–Sepárese un poco. La experiencia nos ha enseñado que hay que caminar un poco separados. (Y le explico que las piedras se resbalan con facilidad y pueden caerle a uno en la cabeza.) A Cóndor le cayó una. ¿No vio el pelado que tiene?
–Tiene razón –me dice el hombre.
Vicente
Sigo a este muchacho. No se ríe. Aquí no se ríe nadie. La soledad, la naturaleza, todo es duro aquí. Aquí se acerca el más débil. Hago como me dice: me separo un poco. Recuerdo que mi papá me decía:
–El total es no dejarse dominar por los instintos. En esos montes, los instintos dominan a los hombres. Eso es lo principal –me dijo.
Ahora yo voy aquí. Hemos dejado de escalar y caminamos por lo recto. Tropiezo con una cuerda donde se asolean unos pescados.
– ¿Aja?
–Por la patria y por el pueblo –dice mi acompañante que entra como con desenfado.
Pedro
Veo mi reloj. Son las tres. Esta mañana llegó Vicente, hijo del general Girando. Como vive en esta comarca y es conocido, llega y dice que viene de parte del Partido, que lo nombró jefe militar de la zona. Al parecer, vive del nombre del padre y se pavonea por el campamento sonriendo mucho con la gente. Apenas entró se sentó en el suelo, se quitó las botas y las medias y empezó a arrancarse el cuero de los pies, que se había ablandado con el agua del río por el que caminó cuatro horas seguidas para no dejar huellas. Después vino y se sentó en la hamaca y me llamó. Habló con el consabido susurro:
–Vengo por uno de tus hombres.
– ¿Cuál?
–Carlos.
Carlos
Estoy en la fila en posición de firme. Me he vestido de limpio y me he quitado la barba. Debo hablar, como segundo en este destacamento debo hablar. Preside, como siempre, Pedro. De primero está Vicente, enseguida yo. No puedo negarlo, me halaga. Después de esta zona, que fue la primera en fundarse, viene la de Vicente. Vicente me dijo que había elegido un segundo. Ese segundo soy yo. Como todo el mundo, había oído hablar de mí. Y que se dijo: Nada, éste. Pidió, concedieron y vino por mí.
Le hablé de todo, pero lo que más le gustó fue aquél relato de la gente que se me rajó y tuve que hacerle frente, solo, a la situación.
–Por eso eres el hombre –dijo–. Y tú sabes que la nuestra va a ser la primera zona.
Pedro
Se han ido. Lo último que vi fue ese sombrero nuevo de Carlos, que se ocultaba entre las hojas y la maraña. Hay cosas que uno no se puede ocultar. Yo no pude guardar el rencor. Llamé a José y puedo decir que me le confesé. Era por la entrada de la noche. Ya todo el mundo se andaba acostando. Le dije que se sentara aquí y vino y se sentó aquí, en la hamaca.
Ese señor, Vicente, se puso a hablar y a decir que es el jefe militar de la zona. Le hicieron caso, porque anda con órdenes como para llevarse la gente que quiera… pero nadie debe olvidar que el primero que se internó en las montañas fui yo…
José
Ahora tiendo esta cobija sobre un montón de hojas. Las hojas impiden que mis huesos tropiecen con este suelo tan duro. Son mi colchón. Todas las noches veo esas estrellas que van de un sitio a otro. Recuerdo que (cuando pequeño) en el patio de mi casa las sirvientas señalaban, con gran misterio, esas estrellas errantes.
–Va a ocurrir algo –decían–, porque ahí va una.
Aquí no va a ocurrir nada. Para mí que las cosas ocurren en el corazón de los hombres. El rencor es una de esas cosas que ocurren…