Tiene que doler
Crear ficción no es ensamblar una casa prefabricada: es sembrar respiraciones donde antes hubo silencio, bordar realidades inciertas con pulsos que tiemblan. No basta con inventar nombres y tramas: hay que infundirles sangre, contradicción, sombra, grieta.
Quien escribe no sólo imagina. Se extravía en aquello que imagina. Lo transita como quien camina una casa sin luz, siguiendo el pulso de intuiciones que no se explican, pero sí insisten. La invención es un destello. La creación, una permanencia incómoda. Exige quedarse a oscuras y escuchar cómo el vacío late y pide ser pronunciado.
Cada historia se gesta en lo hondo como atmósfera, no como secuencia. No se trata de contar: se trata de invocar. Que quien lee no sólo entienda, sino que se reconozca en el vértigo de una voz, en el dolor de una mirada, en el alivio de un gesto mínimo. La ficción que vibra no entretiene: remueve. Abre hendiduras por donde se filtra lo humano.
El lenguaje, entonces, ya no sirve como herramienta. Se vuelve cuerpo, raíz, costura abierta entre lo real y lo posible. Las palabras dejan de adornar: revelan. Cada imagen es un llamado, cada diálogo una tensión latente, cada silencio una semilla que espera tierra fértil.
Algunas historias aguardan bajo tierra, dormidas. Otras se construyen desde la nada, como un suspiro que se transforma en aliento. Escribir es conversar con lo que no se ve. Es plantar un árbol con la certeza de que los frutos serán ajenos, pero urgentes.
Escribir ficción es exponerse. Es una renuncia: al ego, al aplauso, a la perfección. Porque cuando el escritor escribe para sí y no para el otro, la historia se convierte en espejo brillante, no en ventana abierta. Lo auténtico no siempre brilla. A veces se quiebra. Y allí, en esa grieta, está la luz.
El texto que conmueve no presume: se entrega. El escritor que transforma no impone: acompaña. Escribe no como afirmación, sino como ofrenda. Para que alguien, quizás sin saberlo, encuentre ahí una resonancia que lo sostenga.
Respirar dentro de la historia es renunciar al control. Es dejarse habitar por ella, permitir que lleve la voz, que marque el ritmo, que revele sus secretos. Escribir es estar presente en el desorden, rendirse al misterio, abrirse a la herida.
Saber escribir es técnica. Dominar la forma, conocer el código. Pero escribir algo vivo es olvidar lo aprendido y dejarse consumir. Es permitir que el texto exija, desgaste, revele. Y sí: atormente. Es sufrir no por dramatismo, sino por fidelidad a lo verdadero.
Porque sólo lo que arde… ilumina.
Steinbeck rompió su primer borrador de “Viñas de ira” en mil pedazos y luego se encerró a escribir cinco meses seguidos. Hemingway tuvo la historia de “El viejo y el mar” rondando su mente durante dieciséis años. Y le tomó seis semanas escribirla de pie para dejarla caer sobre el papel. Dickens tardó un año en escribir “Historia de dos ciudades”, y quien la lee, a paso lento, la recorre en diez días. Pero ellos sabían algo esencial: el escritor no puede controlar la historia, debe rendirse ante ella.
Ceder el poder es un acto ritual. No de debilidad, sino de fe. Es escribir con la piel abierta, como quien respira dentro de un incendio sabiendo que lo único que puede ofrecer es su propia combustión.
Y sí. Escribir tiene que doler. Porque sólo entonces… lo que se escribe, vive.
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Mi corrector automático
Durante un tiempo pensé que me estaba volviendo loca. Que los años comenzaban a jugarme trucos silenciosos. Que estaba ya mascando agua. Pero no. Descubrí que lo que experimento tiene nombre: “procesamiento automático del lenguaje”, o más específicamente, “autocorrección cognitiva inconsciente”.
Mi mente anticipa estructuras lingüísticas, corrige errores gramaticales, semánticos o tipográficos sin que yo intervenga. Opera como un corrector interno siempre encendido, una maquinaria invisible que zurce el lenguaje mientras escribo.
También poseo lo que podría llamarse lectura predictiva. No leo letra por letra; mi cerebro proyecta palabras enteras basándose en el contexto, la experiencia y la frecuencia. Incluso cuando cometo errores, los percibo como correctos. Hay algo llamado “ilusión de fluidez”: puedo leer frases con letras desordenadas (“El cbreo no neceista que las plabras esten bien escrtias para entenederlas”) y entenderlas de inmediato. Es mi mente reconfigurando el caos para devolverle sentido.
He interiorizado las reglas del lenguaje con tal profundidad que muchas de ellas operan de forma automática. Corrijo sin saber que corrijo. Es como seguir la partitura invisible de una sinfonía escrita hace años.
Esa facultad es doble filo: me otorga fluidez, pero me expone a pasar por alto fallos sutiles en lo que escribo. Eso sí, los errores ajenos los detecto con claridad quirúrgica.
La autocorrección cognitiva es más común entre personas que fueron alfabetizadas muy temprano, que poseen un amplio vocabulario y mantienen un vínculo sostenido con la lectura y la escritura. En ellas, el lenguaje parece estar enraizado en la médula: lo habitan, no sólo lo usan.
La alfabetización temprana moldea circuitos neurológicos sensibles al lenguaje cuando el cerebro aún es altamente plástico. Un léxico vasto permite comparar más rápido lo escrito con lo correcto. La práctica continua de escribir fortalece estructuras gramaticales que luego se activan sin esfuerzo consciente.
Llamarla “anomalía” no implica desdén, sino reconocer que no sigue el patrón mayoritario. Es una singularidad funcional, una sincronicidad intuitiva donde el lenguaje ocurre como respiración.
No es innata. Es cultivada. Surge de una exposición constante y profunda al lenguaje escrito. No hay evidencia que la vincule a lo genético ni a trastornos. Es fruto de años de lectura, de escritura reflexiva, de una relación minuciosa con el decir.
Es producto de la neuroplasticidad. El cerebro, moldeado por la experiencia, ha trazado rutas que reconocen y corrigen sin esfuerzo consciente. Se nutre de la diversidad de lectura, de la reflexión escrita, y de una memoria implícita que actúa como mapa invisible. Es como si los dedos escribieran siguiendo un trazado mental que repara desvíos antes de que sean visibles.
¿Y qué es la neuroplasticidad? Es la capacidad del cerebro de adaptarse, reorganizarse y transformarse por aprendizaje, experiencia o incluso daño. Un movimiento interno constante, una memoria que se reconfigura.
Existen varios tipos:
• Funcional: otras áreas cerebrales asumen funciones si una zona se daña.
• Estructural: el cerebro reorganiza neuronas y redes, sobre todo en zonas muy activas, como al aprender una lengua.
Aunque más intensa en la infancia, la neuroplasticidad nos acompaña toda la vida. Se activa por repetición. Cuanto más se usa una vía neuronal, más fuerte se vuelve. Es neutral: puede consolidar habilidades útiles o hábitos perjudiciales.
Al notar que esta circunstancia se agudiza con los años, me pregunté: ¿ocurre igual en todos los idiomas?
No exactamente. Aunque el mecanismo neurológico es universal, su expresión varía según la lengua, la exposición y la complejidad estructural.
Hay factores que inciden:
• Regularidad ortográfica: lenguas como el español o el italiano, más regulares, permiten autocorrección más precisa. El inglés, con muchas excepciones, exige mayor esfuerzo memorístico.
• Morfología: idiomas de alta flexión (como el alemán o el ruso) requieren procesar variaciones gramaticales constantes. Esto puede ralentizar la corrección automática.
• Sistema de escritura: lenguas no alfabéticas (como el chino o el árabe) se basan más en reconocimiento visual que en reglas fonológicas. En lenguas ágrafas, este tipo de autocorrección sencillamente no se da.
• Nivel de dominio: la autocorrección cognitiva es más eficiente en el idioma que se domina profundamente.
¿Entonces, qué se mantiene igual en todos los idiomas? La plasticidad cerebral y la memoria implícita. El cerebro sigue anticipando, comparando y reparando, aunque lo haga con distinta precisión.
Yo leo unas 300 páginas y escribo unas mil a 1400 palabras cada día. La lectura y la escritura activan múltiples áreas cerebrales, especialmente en el hemisferio izquierdo, dominante para el lenguaje. Ahí está mi corrector invisible.
Así que no, no estoy perdiendo la cabeza. No son deslices por los años (todavía). Es mi cerebro, haciendo de las suyas; dibujo libre, pues. ¡Qué alivio!
