literatura venezolana

de hoy y de siempre

En falso (selección)

Feb 21, 2024

Gabriela Kizer

TONO

Conozco el nervio, la cadencia
pero no hay piano detrás,
tan solo el rastro de una voz
que aquí respiro de memoria
y no sabría en cuál compás comenzar
o en medio de la canción
cómo detenerme y hacer chanzas
como si no hubiese más
que un poco de swing
entre los presentes,
una pulsación
que de pronto nos atravesara
y no esta letra hecha
que no sabe quebrarse,
susurrar, enronquecer,
demorarse en la delicia
de una ondulación
o diluirse
como un terrón de azúcar
o de sal
bajo la lengua
un piano
intensamente esperando
lo que sucedería entre nosotros
si distinguiera el compás,
si pudiera ofrecer
—gustosa, tarareando—
el corazón de pasto
a cada nota que escuchara
o suspenderlo
entre una tecla y otra
si pudiera
de una palabra a otra
sostener
su levísima vibración
como de cuerda percutida
no débil, dudosa o quebradiza
pese a la inmensidad de muerte
que le aguarda (¿cuántos labios cerrados?).
La mitad muda de la música está aquí
—sopla Tranströmer en mi oído—
buscando el tono.

***

SIETE VIDAS

Conocí la tristeza
una lluviosa mañana de enero
poco antes de cumplir cincuenta años.

Yo, que creí que me las sabía todas,
comprendí de pronto que mi amante
no me quería tanto como decía.

No se aguaron mis ojos
(eso ya había ocurrido la tarde anterior
y la tarde anterior).

Tan solo le pasé un trapo con Maderol
a la mesita hindú de la sala
y luego un trapo seco
para que no se le fuese a empegostar
la caja de cigarros.
Pero fue un gesto escéptico, casi frío.

Miré sus lámparas y el amor
con que las había puesto hace nada.
Supe también que la palabra «empegostar»
es un americanismo y no figura
en el Diccionario de la Real Academia.

Repasé su piel, su ser, su rostro,
enteramente su cuerpo en la memoria,
y reconocí asimismo cuánto me los sabía.
Cuánto y cómo me los sabía.
Pero me dio flojera buscar la palabra
que reflejara esa intensidad.

Uno tiene derecho a sus venganzas,
me dije.

Durante toda la mañana
el sol estuvo saliendo y ocultándose.

Supe, por último, que seguiría buscando en sus ojos
la palabra definitiva,
que mi amor no caería de pie.

Pensé en los amores que tienen siete vidas
e intenté precisar por cuál íbamos.
Tal vez por la quinta, me dije,
quedan dos.

***

LO VIVO

Hambrientos de menos,
disponemos cada noche
del sueño de nuestros restos.

Lo hacemos con dulzura,
hablando sobre cualquier cosa.

¿Qué instante nos detendrá?
¿Habrá calor, lluvia?

Ahora nada nos orienta.
Ni siquiera la penuria que damos al corazón,
ni siquiera su peso muerto sobre los hombros.

Sombras debilitadas, nostálgicas
de sangre y de destino,
andan zumbando por la casa
que se ha tornado invisible.

No pudimos contener sus paredes
ni cambiar los cuadros de lugar.

¿Tenemos nombre aún?

No llega aquí la melodía
que hace olvidar el hambre a Tántalo,
ni los pasos de la muchacha que sin cesar camina
y conoce la hendidura de la sombra a la luz.

No queda para nosotros ni la gracia
del grano imposible de regurgitar.

Abre los ojos.

El moho se acumula en todas partes
y los pies se nos van y no caemos.

Hasta nuestros susurros se han vuelto borrosos.

¿Escuchas?

¿No ha concluido ya el tercio del año,
la irremediable cita con lo fútil
que queda de lo vivo?

¿Y lo vivo —la vibración de la larva
en el pantano, de la espiga;
la memoria del antiguo espejo de mano,
de la seda pegada a la transpiración;
los entrañables y repugnantes sabores—,
la irremediable cita con lo vivo?

Porque una cosa es el cese, y otra
sustraerle fragancia al devenir.

Escucha.

Ni Leteo ni sangre anegan la garganta.

Haber perdido el gusto al agua
nos ha salvado al menos de beber.

Busco mis pasos, que están perdidos
y no llevan mensaje de otro mundo.

Busco la flor trizada, dulcemente disuelta,
¿comprendes? Y un poco de tierra pastosa
donde poner a fermentar esta niebla,
y un vino seco para las tardes
y las magulladuras.

***

SIETE VIDAS

Conocí la tristeza
una lluviosa mañana de enero
poco antes de cumplir cincuenta años.

Yo, que creí que me las sabía todas,
comprendí de pronto que mi amante
no me quería tanto como decía.

No se aguaron mis ojos
(eso ya había ocurrido la tarde anterior
y la tarde anterior).
Tan solo le pasé un trapo con Maderol
a la mesita hindú de la sala
y luego un trapo seco
para que no se le fuese a empegostar
la caja de cigarros.
Pero fue un gesto escéptico, casi frío.

Miré sus lámparas y el amor
con que las había puesto hace nada.

Supe también que la palabra «empegostar»
es un americanismo y no figura
en el Diccionario de la Real Academia.

Repasé su piel, su ser, su rostro,
enteramente su cuerpo en la memoria,
y reconocí asimismo cuánto me los sabía.
Cuánto y cómo me los sabía.
Pero me dio flojera buscar la palabra
que reflejara esa intensidad.

Uno tiene derecho a sus venganzas,
me dije.

Durante toda la mañana
el sol estuvo saliendo y ocultándose.

Supe, por último, que seguiría buscando en sus ojos
la palabra definitiva,
que mi amor no caería de pie.

Pensé en los amores que tienen siete vidas
e intenté precisar por cuál íbamos.
Tal vez por la quinta, me dije,
quedan dos.

***

FÁBULAS

Ni todas las fábulas de reinos antiguos
que por mí aguardan
me ayudarán a olvidarte.

Intento, en vano, recordar el poema
en que esto fue dicho espléndidamente.

Ya ves cómo has vuelto a dejar mi casa
a merced de la vieja lámpara de aceite
sobre una mesa vacía, apolillada.

No voy a frotarla.
Sé bien que su hosco genio no habría de servirme
como no sirvió a la princesa Badrulbudur.

Tal vez el curso de los días
y los sencillos hábitos
vayan apaciguando el Ganges
y el color aceitunado del océano Índico
y un ángulo de tu rostro y Catay
y Cipango en mi respiración
y el sabor de tus ojos.

¿Qué más puedo decirte?

Sé que vendrán noches en que te sobrarán las manos
y no sabes cuánto lamento que este amor
no te haya servido para vivir.

Pierde cuidado.
Menos aún me servirá para morir.

Como San Brandán,
atravesaré nuevamente el Atlántico ignoto
hasta dar con la isla en la que no habrá bálsamos
ni deseo ni sed ni me bastarán el hebreo
ni el caldeo ni el árabe
ni siquiera tus manos me servirán de lengua.

Tampoco me sirve confundir a estas alturas
una pena de amor con el silencio de las sombras.
Desconozco la melodía para aplacarlas
y, sin embargo, noche a noche me duermo
canturreando un poco: me envolverán las sombras
o sombras nada más o voz de sombra

despedazada ya, sangrante

en la desembocadura del Hebro
o en la octava, en la novena cuerda de la lira
o sobre el barro de este callejón de puertas cerradas
y fantasmas que ladran (a mil besos de profundidad).

Sobre la autora

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