literatura venezolana

de hoy y de siempre

Duelos y quebrantos (selección)

Mar 22, 2025

Freddy Castillo Castellanos

Medicina y cultura culinaria

Algunas endogámicas y presuntuosas escuelas de medicina deberían someterse a un cambio de orientación. Su finalidad debería ser la vida y no la enfermedad. Con nobles excepciones -más del pasado que del presente-, en esas escuelas corporativas y pagadas de sí, parece campear por sus fueros más el morbo que la salud, menos aún, la salud proveniente de la buena y sabrosa alimentación.

Los médicos (con salvedades, desde luego) suelen ignorar todo de la nutrición y los nutricionistas (casi sin excepciones) lo ignoran todo de la cocina. Nada haríamos con incluir (o incrementar) las materias vinculadas a la nutrición en los planes de estudio de las escuelas de medicina, si las copiamos de las que existen en los curricula de Nutrición y Dietética.

La (in)cultura de la medicina como saber dirigido a la inmediata especialización, ha separado a los profesionales de la salud de los viejos principios que hacían de los médicos hombres no solamente cultos, sino humanitarios.

La carrera hacia el «éxito», la enfermedad como negocio, la clínica como santuario y la especialización como el único instrumento para lograr abrirse paso en la competencia febril de los hombres y mujeres de «batas blancas», separaron al médico del barrio, de la casa y lo que es más grave: fortaleció su ignorancia de la cocina.

La cocina cura. En el noble y antiguo sentido del vocablo «curar», la cocina cuida nuestra salud, porque cuida nuestra vida.

Propongo la inmediata inclusión de estudios de cocina en las carreras de medicina y de nutrición.

II

También es necesario que en las escuelas dedicadas a la cocina (como lo indicó Inés en un comentario al post anterior) se aborde directamente el tema de la salud.

No debemos mantener la fragmentación del conocimiento dentro de una área tan vital para el ser humano. Muy oneroso seguirá siendo para la salud contar sólo con médicos que cuando se ocupan del tema de la alimentación lo hacen como si fuesen un doctor Pedro Recio de Mal Agüero redivivo (¿se acuerdan de ese personaje de la segunda parte del Quijote?), pero en funciones profesionales y verídicas.

Sancho le escribió al Quijote: «Este tal doctor dice él mismo de sí mismo que él no cura las enfermedades cuando las hay, sino que las previene, para que no vengan; y las medecinas que usa son dieta y más dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor mal la flaqueza que la calentura. Finalmente, él me va matando de hambre y yo me voy muriendo de despecho, pues cuando pensé venir a este gobierno a comer caliente y a beber frío…».

Muchos Pedros Recios encontramos entre nosotros -bien como nutricionistas, bien como médicos-, capaces, no de recomendar a sus pacientes la moderación, sino la dieta rígida o la privación total de determinados alimentos, sobre la base de prejuicios, malas lecturas o simple piratería nutricional.

Un médico que sepa de cocina y de sus procedimientos, sabrá recomendar la dieta equilibrada y procurará que ésta sea una dieta apetecible y no un cilicio para el paladar. Pero este médico quizá entraría en contradicción abierta con un tipo de medicina que sustenta su hegemonía, no en el combate preventivo de la enfermedad, sino en su perpetuación.

En la UNEY trabaja actualmente un equipo de profesionales de la alimentación (entre los cuales destacan los cocineros) cuyo objetivo es la salud. Creo que los resultados de ese equipo pronto darán qué hablar. Conozco el caso de una persona mayor, gravemente enferma, a la que los médicos le dieron tres meses de vida. Como consecuencia de su mal, el enfermo padecía de una terrible disfagia. Ante la disyuntiva de alimentarlo mediante una sonda o de hacerle ingerir sólo alimentos líquidos, se optó por esta última alternativa. Un nutricionista produjo, entonces, una dieta sobre la base de uno que otro alimento preparado en casa y muchos productos industriales. Por fortuna, la familia del enfermo no aplicó esa recomendación y puso el caso en manos de una profesora de cocina de la UNEY, concretamente, en las de la cocinera docente del Centro de Investigaciones Gastronómicas. Al poco tiempo, el paciente no sólo superó el estado de desnutrición en que se encontraba, sino que superó su enfermedad, para sorpresa de familiares y médicos. A partir de ese momento, se le dio cauce a una línea de investigación académica sobre la salud, cuyo laboratorio fundamental es la cocina de Salsipuedes.

Investigaciones y trabajos de esa naturaleza son cada vez más necesarios. Para garantizar mejores resultados se requiere el esfuerzo conjunto y armonioso de médicos y cocineros integrales (integrales ambos) o de otros expertos afines.

Para que todo esto sea fructíferamente posible, es indispensable que quienes trabajan en la cocina, quienes tienen responsabilidades como «chefs» o como docentes de gastronomía, no se olviden de que son también profesionales de la salud.

III

No encuentro en este momento mejor ejemplo para ilustrar la relación viva e indisoluble de la medicina y la gastronomía que el caso excepcionalmente brillante de Miguel Sánchez Romera.

Mientras algunos se empeñan en la deconstrucción culinaria, sin haber construido previamente nada (ni leído a Derrida), Miguel Sánchez Romera viene trabajando desde hace más de diez años en una tendencia gastronómica denominada «construccionismo artístico culinario». A partir de ella, como escribe en su inteligentísimo libro La cocina de los sentidos (Planeta, Barcelona, 2001) ha generado unos fogones dentro de lo que él llama “nueva tradición”, consistente en la unión de dos opuestos: «lo nuevo y lo viejo como pensamiento para un nuevo orden culinario integrador (…) radical, pero con los límites de lo creíble y respetando la frontera cultural de cada pueblo, sin dejar de integrar otras culturas…”.

Sánchez Romera precede su libro con este epígrafe que es toda una proclama de la cocina y de la medicina artísticas:

El médico como científico y el cocinero como artista son una misma cosa: realizan sus creaciones a partir de la observación, de la tesis, del análisis, del método y del objetivo, utilizando su experiencia previa y su teoría. Medicina y cocina están unidas a la práctica, pero siempre el resultado es superior, las transforma, las evoluciona para poder crearlas, y tanto la una como la otra tienen un objetivo común: las dos son beneficiosas para el hombre y las dos son, además, como resultado de un arte; la medicina un arte para vivir bien, la cocina un arte para vivir mejor”.

P.D: Miguel Sánchez Romera, argentino residenciado en Cataluña, es médico especialista en neurología y fisiología clínica, con estudios especiales sobre la epilepsia. Fue o es jefe del servicio de Neurología de un hospital de Granollers. Desde hace diez años es el chef y propietario del restaurant L`Esguard, de Sant Andreu, de Llavaneres, en Barcelona. También ejerce la docencia en la universidad de Vic, en el área de Ciencia y Tecnología Culinaria de la diplomatura de Nutrición Humana y Dietética).

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Diferencias sobre la arepa

1. “Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes”. Como lo saben los buenos lectores de Rafael Cadenas la frase anterior es el inicio inolvidable de “Los Cuadernos del Destierro”, donde una imaginación ancestral le abre paso a razas de distinto linaje. Según Luis Beltrán Guerrero, el poeta barquisimetano pudo haber escrito en otro contexto la misma frase, pero con una importante y brusca diferencia en la ingesta (y en su elegante tono poético). Así, pudo haber dicho: “Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de arepas”. Rafael Cadenas habría apuntado de ese modo un innegable rasgo cultural de nuestros pueblos, pero no habría escrito un poema de Rafael Cadenas.

2. Somos, en efecto, “comedores de arepas”. Dicen que así nos llamaron Lope de Aguirre, el peregrino, y sus temibles huestes iracundas. Los comedores de arepa de esta tierra de gracia, donde el maíz también fue material divino para la creación, no tuvieron Popul Vuh, pero sí cronistas que dejaron testimonio de que con el maíz hacíamos unas tortas “tan gruesas como un dedo, que llaman arepas” (Bernabé Cobo, Historia del Nuevo Mundo, 1652).

3. Picón Salas recuerda en su Pequeña historia de la arepa que los cronistas coloniales, incluido el mendaz y fantasioso fray Pedro Simón, hablaron de la arepa como de la más obligada nutrición del país. Sin duda, el aserto de los cronistas persiste. Gracias, entre otros, a Luis Caballero Mejías, con su harina de maíz precocida, el siglo XXI conoce la arepa.

4. La arepa se llamaba “erepa” en la lengua de los cumanagotos y era sinónimo de maíz. La palabra tendría después un apetitoso derivado palindrómico: “Arepera”, con el cual aludimos hoy en día a unos establecimientos que expenden arepas rellenas de muy desigual calidad, donde siempre “reina” “la pepiada”, engendro gastronómico luso-caraqueño, que a pesar del exceso de mayonesa de frasco, hace las delicias de muchos consumidores. Cabrujas hizo alguna vez su apología y generó una secuela de devotos de este relleno rococó.

5. De la entrada “arepa” del Diccionario de Cocina Venezolana de Rafael Cartay podríamos extraer esta enumeración cuasi caótica: “Arepa de budare, arepa frita, arepa de chicharrón, arepa pelada, arepa tumba budare, arepa rellena, arepa tostada, arepita, arepa aliñada.”.

6. Y hablando de arepa aliñada, ofrezco una receta larense que encontré en el “Léxico popular venezolano” de Francisco Tamayo: “AREPA ALIÑADA. Es un tipo de arepa que suelen hacer en Lara para comerla sola, como merienda, acompañada con café. Ingredientes: ½ Kg. de harina de maíz; tres huevos; ¼ Kg. de queso blanco, duro, rallado; tres cucharadas de papelón raspado o molido; una cucharadita de granos de anís; una pizca de polvo Royal; una cucharada de mantequilla; ½ litro de leche o agua. Procedimiento: se hace masa con la harina y la leche (o el agua), se amasa bien, y a medida que se amasa se le agregan los demás ingredientes; la masa debe quedar aguada para que se puedan hacer las arepas, tal como se hacen las arepas corrientes, pero en el caso de las arepas aliñadas, éstas se tienden en el budare sobre hojas de cambur”.

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Las panaderías son talleres literarios (y viceversa)

Los alimentos se preparan y se ingieren, pero también se preparan y se ingieren los poemas. De la antiquísima metáfora que Curtius rastreó en los clásicos (a la metáfora culinaria me refiero) podemos encontrar estupendos ejemplos en todas las épocas. Ha sido, sin duda, una imagen poderosa, una tenaz analogía de la cultura, una luminosa persistencia. Quizá sea esa la razón por la cual el poeta venezolano Eugenio Montejo trazó hace algún tiempo la bella comparación de una panadería con un taller literario.

Para el gran poeta valenciano la panadería sería una especie de inmensa magdalena de Proust (recordemos que el padre de Montejo fue panadero) y los talleres literarios, unos genuinos y pequeños hornos para la cocción poética.

De esa manera, la harina blanca se nos puede aparecer de pronto como la temible página vacía del escritor que durante la vigilia de la noche anda febrilmente a la caza del poema, y éste, a su vez, en el pan que habrá de alimentarlo todas las mañanas. ¿Cómo se produjo el cambio? ¿Cómo se pasó de lo impalpable al material sustento? ¿Cómo pudo ser posible que de la nada nos llegara sin aviso la plenitud de un instante? ¿De dónde vino el pan? ¿De dónde nos llegó el poema?

No lo sabremos nunca con certeza, pero conocemos el pan que surge de la blancura y que brota de una rotunda limpidez. Es el pan que nos sorprende, precisamente, por no saber a ciencia cierta de dónde toma su insustituible y milagrosa presencia sagrada.

Y es también el pan en que se convirtió la “mamadre” de Pablo Neruda: “la santidad más sutil:/ la del agua y la harina,/ y eso fuiste: la vida te hizo pan/ y allí te consumimos”.

Es el pan como metáfora de los afectos, como alimento comparable sólo con la protección materna, porque no hay cultura sin pan o sin origen.

Y es también el pan que acompaña para siempre al vino en el emblemático poema de Hölderlin. El pan como fruto de la tierra, pero bendito por la luz.

Y es, finalmente, el pan de la panadera viuda en una de las más bellas elegías de Miguel Hernández: el pan más trabajado y fino de Orihuela. Porque eso es el pan: el sorprendente fruto de un inmenso y laborioso trabajo que su finura no alcanza a revelarnos nunca del todo. Porque hay mucho de maravilloso en el pan, en el milenario pan de las panaderas de “panes y de amores”.

El pan parece, como el poema, un regalo de la inspiración, y no un producto de la mano hacendosa que amasa enamorada o que escribe en vilo con una letra pasional.

¿De dónde viene el pan, de dónde ese asombroso don de cada día?

Saber hacer un pan sabroso, como saber escribir un buen poema, es alcanzar el grado más alto de la cultura humana, ese grado donde el sabor y el saber son fervorosamente indisolubles.

*Ensayos extraídos del blog del autor: https://wwwconuqueando.blogspot.com.

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