El ocaso de lo etéreo
Isaías Cañizález Ángel
Andar sin equipaje, sin estirpe y sin escudo,
con los labios mojados por el vino de la despedida,
tarareando, tarareando
siguiendo la estela de los que se fueron
Para decir que hubo un reino
El primer libro de un poeta es siempre un intento por tratar de exorcizar los demonios que lo habitan. También, en cierta forma, es una apuesta que pretende asaltar los bordes establecidos por el azar: esas fronteras inasibles donde todo lo que se nombra entra en contradicción con la lógica de lo cotidiano. Ese otro propósito quizás no tan evidente, que se guarda como carta debajo de la manga, es la espera acerca de lo que el posible lector puede llegar a avizorar en esos primeros versos públicos.
El primer libro de un poeta, insisto, es el anuncio de futuros incendios y la prefiguración de los aguaceros que aún no llegan. Afortunadamente el devenir de lo poético comienza a distanciarse de las desgastadas “interpretaciones” en las que en muchos casos se jerarquiza un texto sobre otro porque se considera que el poeta evoluciona y ese proceso implica una ¿maduración? de su obra.
Me explico: en la poesía, como la vida, el orden de los factores sí altera el producto. Particularmente si asumimos que, la diversidad ofrecida por el inagotable muestrario de la producción literaria, puede no recocerse en estas aseveraciones ya que de alguna manera y, por fortuna, siempre encontramos textos que escapan a estas prefiguraciones del quehacer escriturario. Nada nuevo bajo el sol. Apenas los apuntes de quien ha intentando asimilar los embates que dejan los zarpazos del autor que hoy nos ocupa. Una poesía hecha con voz propia, con el ímpetu de una búsqueda que no se reconoce en el lugar común ni en la frase grandilocuente. Estamos frente a un autor cuyo sentido de la ironía no se desvanece en el uso del lenguaje domesticado por la imagen que atropella o que simplemente no convoca a nada. Estos versos, sin vacilación alguna, así lo confirman:
Estamos al borde
de pertenecer a otro sueño
un animal oceánico con sed en los ojos
remueve su organismo como orquesta
Desbordamiento
Pienso que, luego de volver a leer la amplia, compleja y proteica poesía de Luis Enrique Belmonte (Caracas, 1971), reafirma toda esa fuerza que la circunda; está impregnada por el ocaso de lo etéreo, es decir, por una voluntad que pretende hacerse su propio espacio en medio de tantas tribulaciones existencialistas: esas palurdas enumeraciones a las que asistimos ya con el desánimo de ver cómo se repite, una y mil veces, lo que apenas si puede balbucear lo ya tantas veces cantado (¡Y con mejores resultados!). Lejos está la poesía de Belmonte de esos desgastados arrebatos en los que un simple vuelo pájaro muere antes de cualquier intento de lluvia, para decirlo (escribirlo) de alguna manera no tan hiriente y sin pretensiones de elegancia alguna.
En cambio, eso no sucede cuando el andamiaje discursivo y simbólico de la creación, se fusiona con la natural disposición de lo que surge como esencia de lo poético, entonces, son los impulsos de la honestidad los que determinan el hallazgo de ese universo en el que la prefiguración, lo realmente artístico se impone y trasciende. La poesía es una invocación de los sentidos, sin que ello implique una abstracción absoluta o una recurrente enunciación de incoherencias caóticas. Afortunadamente contamos con poetas, de gran calidad, que son capaces de convocarnos a ese encuentro con la palabra-imagen, con la palabra-verbo y en los que se puede percibir un intento de innovación sin que ello implique el uso absurdo y obstinado en donde privan injustificadas estridencias.
La poesía de Luis Enrique Belmonte, verso a verso, se ha encargado de poner en evidencia la afirmación que recién he expuesto. Su obra, en general, es un contundente ejemplo de esa exploración humana, de los prodigios del lenguaje hurgando en la fatalidad de lo cotidiano. La pérdida, espacio predilecto de las dualidades y las simulaciones líricas, recibe la certera compañía de metáforas capaces de provocar la ilusión óptica de lo inasible, de aquello que solo existe porque la cosmovisión urbana del poema así ha impuesto su ley sin traicionar el hiriente valor estético que lo circunda. En mayor o menor medida, esas aproximaciones serán la frontera que establecerá un pacto de mutua complicidad entre el autor y lector de estos relámpagos, de estos destellos escritos para:
los ojos de niebla
del que ha sido desinado a recordar eternamente
estos instantes que coincidieron con su muerte.
En, Cuando me da por caracol (1994), su inicial danza pública con público, encontramos una fuerza no muy frecuente en autores que apenas comienzan su periplo por la palabra escrita. Lo que sin duda también establece un marco singular con respecto a la concepción que pueda llegar a tener un poeta en su primer libro, ya que los textos que lo conforman, nos refieren a un trabajo donde luye una gran conciencia poética que pretende, además, mostrarse con suma personalidad aunque el mismo Belmonte, quizás, no haya tenido en mente esa intención. Esa tarea, como sabemos, no es sencilla, sobre todo porque el imaginario sobre el cual reposa lo onírico suele guardarse para sí, la sorpresa final:
Aquí está el poema
míralo ahora y ya no está
nunca estuvo
es la quimera de tu vida de afeitadora gastada
hojilla de múltiples fracasos destila el destello que corta
la barbilla.
Cuando señalo que en muchos casos los autores suelen estar naturalmente imbricados en intentos de rupturas y cambios, que no siempre se concretan, es necesario advertir que estas pretensiones apenas son una parte importante del valor real de una obra. Cuando, por ejemplo, leemos El reino, de Ramón Palomares, nos quedamos boca abierta no solo porque hay allí una voz que pone distancia respecto a su entorno más cercano, sino también por la sentida búsqueda de una identidad que, siendo colectiva, se ampara en lo individual. Guardando las distancias del caso y pensando solo en la complejidad de la poética libre, personal y tan irreverente de Luis Enrique Belmonte, considero que en ambos textos, en el del poeta Palomares y el de Belmonte, uno está convocado a un ritual iniciático donde se augura que lo mejor está por venir. No tengo dudas de que en ambos casos esto se ha cumplido cabalmente. Palomares autor consagrado de la literatura universal y Belmonte el que sin duda, para mí y para muchos de los que hemos leído sus textos, es uno de los mejores poetas del país y cuidado si no el mejor. Aseveración, como ha de suponerse, debe generar interminables divergencias, ya en reiteradas entrevistas, Ricardo Piglia, ha señalado que: “el valor de la literatura no responde a las imposiciones editoriales ni mucho menos a la mano sacra de la Academia, sino a una libre elección de los lectores”. Y precisamente como lector es que he venido dialogando con la obra de este extraordinario poeta venezolano.
Además, quiero señalar que la obra de Luis Enrique Belmonte, diversa en sí misma, profunda en su alcance lírico y sin vergüenza alguna, aniquiladora de lastres y frases rebuscadas, es una de las más significativas de los últimos años, no solo por cantidad de premios que ha recibido, sino por el impacto que ha logrado producir en muchos jóvenes, quienes fervientemente lo han leído a lo largo de estas dos últimas décadas. Soy testigo de tan singular acontecimiento, ya que en los disímiles espacios literarios, en donde me ha tocado trabajar, la poesía de este autor se cuenta entre las que más anima a ese exigente y esquivo grupo de lectores/ poetas. Eso tiene un valor bien significativo, pues muchos lo ven como un modelo, no para seguirlo mecánicamente, sino que sienten, al leerlo, que su poesía les ha permitido la posibilidad de transitar otros espacios de ruptura en la búsqueda de su propio lenguaje literario. El filo cortante de sus sarcasmos, es una suerte de bálsamo para librarse de las ataduras que suelen imponer las cuatro paredes de un salón de clases.
Por fortuna, este es un autor al que valoramos en vida y al que hemos visto, poemario tras poemario, mantenerse con la firmeza e innovación estética, propia de quien no se conforma con lo primero que lo asalta. Yo, aunque puedo estar equivocado, siento, al leerlo, la presencia de un extenso proceso de reescritura y revisión constante. En el prólogo que escribe, el también poeta Daniel Molina, para la edición de Pasadizo. Poesía reunida 1994-2006, de Luis Enrique Belmonte y que publicó Monte Ávila, Molina, refiriéndose puntualmente al poemario Cuartos de alquiler, señaló lo siguiente:
el poeta crea su propia ciudad dentro de la ciudad representada representaciones del espacio; hablamos de la ciudad imaginada a través de seres fragmentarios, despojos. Estos seres vienen de la pérdida, pérdida de la experiencia benjaminiana. En este libro habitamos una ciudad de restos, de derrotados, de los que se quedaron para callar su última historia.
Certero y acucioso comentario puesto que es la sensación que nos queda cuando los afilados versos del poeta Belmonte disparan su contenido más humanamente descarnado. Comparto con el prologuista esa percepción sobre Cuartos de alquiler. Solo agregaré que cada poema nos deja con la sensación cortante de un vacío, donde no se reconoce, con facilidad, esa ausencia que el alma requiere para sanar heridas y cicatrizar lo ya extraviado. Sientan esa fuerza en estos versos:
En la errancia está el dolor
del dromedario extraviado: un violonchelo
colgado como una residenciada en el patio inundado por lluvias de junio.
Nos queda, entonces, el logro poético de un lenguaje que se distancia de la metáfora abstracta, vacía y la altisonante vehemencia que, apenas, nada nuevo puede ofrecernos. En cambio nos enfrentamos, con sumo entusiasmo, a una poesía hecha a fuerza de lecturas y vivencias de otros lugares, de experiencias vividas tal vez a punta de viajes inconclusos y autores –en cierto modo– poco conocidos, al menos en mi caso. Belmonte inicia muchos de sus poemas con el acompañamiento de epígrafes que dan cuenta de un amplio panorama de autores, entre los que podemos mencionar, a: Vahé Godel, Tomás Segovia, Carlos Germán Belli, Phillipe Jones y Vladimir Holan. Lo que viene a corroborar que el poeta posee un marco referencial de lecturas (y relecturas) diverso, heterogéneo y que no se limita a imposiciones del mercado editorial.
Esos rasgos de singularidad se ven expresados –también– en su prosa poética, la cual alcanza su mayor punto de definición formal en el poemario Matadero (2002). Uno de sus trabajos más breves, en cuanto a extensión como pieza individual; pero en cuya trama convergen un sentido atemporal de las descripciones y ese inesperado desenlace final del poema. No tengo ninguna duda en afirmar y reiterar mi admiración profunda por una obra que no deja de sorprender porque la poesía de Luis Enrique Belmonte, se ha ganado un lugar privilegiado, entre tantos lectores, dado que es capaz de dar vida quitando el aliento.
Breve aproximación a Luis Enrique Belmonte
María Fernanda Toro
Luis Enrique Belmonte (1971) es un joven poeta venezolano que publicó su primer libro en 1994, titulado Cuando me da por caracol, por la editorial Mucuglifo, de Mérida. Ya en su primera publicación, como ha señalado el profesor y poeta Miguel Marcotrigiano (2009)[1], la poesía de Belmonte consta de un “particularísimo uso de las imágenes, quizás –junto al ritmo– uno de los aciertos de su escritura.” Esta cualidad estética se repetirá a lo largo de sus poemarios posteriores, acompañada –en muchos casos– de una elaboración reinterpretativa de la cotidianidad. La vida de todos los días se vuelve a decir desde el verso que la hace extraña y a la vez eterna, se revela allí la importancia de las nimiedades cotidianas, pero que son, al mismo tiempo, constitutivas de la identidad.
La obra de Belmonte le ha hecho merecedor de valiosos premios, entre ellos el Fernando Paz Castillo en 1996 y el Adonais de Poesía, de España, en 1998. La exploración poética que se propone este autor registra varios tópicos que cristalizan de distinta manera en cada poemario, como se advierte en el prólogo de su Poesía reunida 1994-2006 (2009)[2], escrito por Daniel Molina; allí leemos: “la poesía como una hermenéutica de la materia, donde están los residuos, donde está lo que nadie ve, el resto, porque allí se gesta la materia, eso que nos pasa cotidianamente, lo que nos va definiendo.”
También Francisca Noguerol Jiménez (2007)[3] ha dedicado un estudio crítico a la obra poética de Belmonte, en él afirma que “es una poética signada por la lucidez y la reflexión sobre el tiempo y en la que el sujeto lírico se descubre como vocero de la miserable condición humana”. El tema del existencialismo, como han anunciado Noguerol Jiménez y Molina, está muy presente en la obra del joven poeta, en ello coincide también Marcotrigiano: “quizás (es un sentir muy personal) en los poemas se ahonda en una visión reflexiva acerca de la vida y el ser humano como protagonista de ese absurdo que representa” (op.cit.)
En este sentido, nos interesa el tema de la identidad, tópico que se presenta tempranamente en la obra de Belmonte, pues en el primer poema del primer libro que publica el autor, se evidencia la inquietud del que urde una búsqueda hacia aspectos oscuros del ser. A pesar de que elegir un poema tan anterior para nuestra aproximación podría ponernos en el riesgo de no tomar en cuenta las transformaciones que se han efectuado en la obra más reciente del autor, consideramos que es un texto cuya temática es recurrente en sus publicaciones posteriores. Incluso, como han sugerido otros autores, podría tratarse de uno de los temas fundamentales de su poética. Además, nos interesa este primer texto en cuanto dialoga con el poema “XVII” publicado en el libro Animal de costumbre (primera edición 1959) de Juan Sánchez Peláez. Ambos poemas, publicados con treinta y seis años de diferencia, reflexionan sobre el tema de la identidad, proponen poéticamente mirar con atención eso que está agazapado en la interioridad, esperando el momento oportuno para manifestarse.
Hanni Ossott (2008) ha descrito la relación entre el habla poética y el ser, explica que en el “decir actual”, “la voz poética se desconoce como capaz de tocar el misterio [del ser], pues lo percibido allí no pertenece al mundo ni al saber objetizante. Sin embargo, aquello que nosotros llamamos ser y misterio no puede ser extraño a la vida”[4]. Podríamos inferir, con las primeras impresiones de Ossott, que el habla poética, por manejar una referencialidad cónsona con el objeto, entonces se distancia de poder nombrar al ser. A pesar de ello, en lo siguiente la autora se desdice, pues no necesariamente la exploración poética del ser es ajena a la vida cuyas referencias están repletas de objetos, de una referencialidad “objetizante” (op.cit). Más adelante, en el mismo ensayo, Ossott señala que existe una tensión entre la escucha (“aquello que funda la obra”) al ser y la escucha a los objetos del afuera; estos últimos comúnmente, según la autora, acallan “el murmullo del ser” (op.cit.)
En el caso de Sánchez Peláez y Belmonte, la tensión entre lo que alude a la interioridad y lo que se refiere a los objetos del afuera está muy presente en los dos poemas que nos interesa revisar. En los textos, a través del contraste entre la cotidianidad y la interioridad, se revelan las complejidades de la construcción de la identidad. Recordemos el inicio de ambos, en los que está la irrupción de un ente extraño en la cotidianidad del sujeto lírico: “Mi animal me costumbre de observa y me vigila. /Mueve su larga cola. Viene hasta mí / A una hora imprecisa”[5]. Veremos más adelante que este animal de costumbre que aparece en cualquier momento, no es precisamente extraño, sino que constituye al sujeto que lo describe.
También en el primer poema de Belmonte se muestra el “estar caracol” como algo extraño y casi accidental en la cotidianidad del sujeto lírico: “Cuando me da por caracol /ando echando maldiciones /a todo lo que se me atraviesa”[6]. De esta manera, “dar por caracol” podría ser comportarse como un caracol, es decir, permitirse colocar la concha sobre el lomo, y relacionarse como un caracol con el entorno: andar echando maldiciones. A medida que se avanza en la lectura de ambos poemas, se podrá dar cuenta de la transformación que sufren los sujetos líricos; en el caso de Belmonte “estar caracol es peligroso” puesto que mueve unos instintos oscuros.
Cuando el sujeto lírico “hecho caracol” escucha a una muchacha en la librería preguntar sobre la teoría del caos, eso de estar caracol lo transforma: “Entonces / tentáculos de pulpo escarbando en el estómago / ruleta desbocada en la cabeza / temblor en las piernas / todo listo para que agarre su pescuezo limpio / y suenen sus vértebras cervicales”(ídem) pero también, estar caracol detiene, al instante, el impulso destructivo: “Pero no puedo/ me sale una sonrisa de corroncho asustado/ porque me da por caracol”(ídem).
También en Peláez el animal de costumbre ha arraigado en el sujeto lírico ciertos instintos, le ha hecho voltear el rostro a mirar las nimiedades de la vida, transformándole a él mismo en una burbuja en la playa. El animal de costumbre “A una hora imprecisa / me matará / recogerá mis huesos / y ya mis huesos metidos en un gran saco, hará de mí / un pequeño barco / una diminuta burbuja sobre la playa”.
Es solo cuando el sujeto lírico se ha vuelto uno de esos objetos insignificantes, pero muy importantes para el íntimo imaginario marítimo, que logra ser fiel: “Entonces sí / Seré fiel / A la luna/ La lluvia / El sol/ Y los guijarros de la playa”. Las irrupciones en la identidad que se pueden apreciar en ambos poemas, no aluden solamente a una reconciliación con la realidad, sino que muestran también las contradicciones presentes en la construcción del ser, de la identidad. Hemos notado que ese impulso que llevó al sujeto lírico de Cuando me da por caracol a imaginarse el asesinato de la muchacha en la librería se contuvo en sí mismo, como si la conciencia de estar caracol surgiese de repente, del mismo modo que surgió el deseo de quebrarle el cuello.
En otro fragmento del mismo poema leemos: “Cuando me da por caracol / digo sí queriendo decir no / abro la boca y me sale Mesopotamia / Tigris Éufrates / se decepcionan de mí” (ídem) entonces, estar caracol descontrola, de alguna manera, al sujeto lírico: se convierte en su propia contradicción. Atender a las pulsiones del interior podría ser en muchos casos contradictorio, pues las tensiones entre el deseo y la conciencia, el instinto y el pensamiento, están siempre presentes.
Tal vez en estos poemas los animales representen precisamente ambos estados: el descontrol por un lado y lo que guía la conciencia por el otro. Es posible percibir la ambivalencia en la construcción de identidad del sujeto lírico en el poema “XVII”, en el que el animal de costumbre logra en él la transformación de la que hemos hablado, lo torna un ser sensible, pero no sin antes interpelarlo, acosarlo: “Cuando voy a la oficina, me pregunta: / “Por qué trabajas / justamente / aquí?” // Y yo le respondo, muy bajo, casi al oído: / Por nada, por nada.”(op.cit.). Del mismo modo, ese animal de costumbre es el que “A una hora imprecisa / En que expío mi sed / Pasa con jarras de vino” (ídem). Sin embargo, el animal de costumbre “me toma por las muñecas, me seca las lágrimas” (ídem).
Como hemos podido precisar, el animal de costumbre está relacionado con el sujeto lírico de una manera compleja, pues le arrebata la luz pero le seca las lágrimas, explota su sed pero también lo transforma para poder mirar de cerca eso a lo que antes nunca fue fiel: los guijarros de la playa, la lluvia, la luna. En ambos poemas hay una exploración de algunos rasgos distintivos de la identidad humana, a partir de la relación del sujeto consigo mismo, con los animales que lo habitan metafóricamente. Esta inquietud, cuyo nacimiento no podría ubicar con certeza en Sánchez Peláez, se ha vuelto a manifestar en la poesía de Belmonte, y las reflexiones que propone se han dicho nuevamente en su obra poética posterior.
Valdría la pena leer a nuestros jóvenes poetas en relación con aquellos grandes escritores que los preceden, y preguntarnos cómo resurgen de nuevo las mismas inquietudes, el porqué de la vigencia de ciertos tópicos. Si es el poeta el responsable de fundar sentidos distintos a los convencionales en la palabra, de volver a nombrar el mundo a partir de códigos que dicen su experiencia pero también la del otro, entonces es importante atender estas reincidencias, escuchar atentamente.
NOTAS
[1] Marcotrigiano, M. (2009). Luis Enrique Belmonte. La imagen, la existencia: la poesía. Blog personal, consultado el 17 de octubre de 2013. En: htp://ocurreadiario. blogspot.com/2009/09/luis-enrique-belmonte.html?q=belmonte
[2] Belmonte, L. (2009). Pasadizo Poesía reunida 1994-2006. Caracas: Monte Ávila editores, p IX.
[3] Noguerol Jiménez, F. (Universidad de Salamanca)(2007). Luis Enrique Belmonte: la pregunta implacable, dura de roer. En: Cartaphilus. Revista de Invesigación y Críica Estéica 1, p.99. En: htp://revistas.um.es/cartaphilus/aricle/view/72/59
[4] Ossot, H. (2008). “La airmación del ser” en Memoria en ausencia de imagen, compilado en Obras completas. Caracas: Bid& Co, (p.760)
[5] Sánchez Peláez, J. (2004). Antología poéica. Caracas: Monte Ávila editores, p.26.
[6] Op.cit.p.5
