literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Orlando Araujo

Jun 1, 2022

Liberación

Nadie desea un palmetazo, es un castigo humillante, el maestro ordena que uno extienda la mano, la agarra por la punta de los dedos con su izquierda, con la derecha levanta la madera y la deja caer sobre la palma extendida, con ira suave o estallante según la gravedad de la falta. La palmeta es redonda con cinco huecos para que arda más. Tiene un mango como de martillo. Los muchachos han echado esperma y cera derretidas en los huecos, pero la palmeta no se raja. Duele menos ahuecando la mano, pero el maestro lo sabe y la alisa primero con la misma palmeta como haciéndole nido. Arrancarse un pelo de la ceja, uno de la pestaña, ponerlos en cruz y afirmarlos con saliva en el centro de la mano es una conjura para disminuir la intensidad del golpe y para que la palmeta se raje. Después el ajusticiado corre hacia la pared y pega la mano hirviendo sobre la cal fría que la alivia. El castigo es un breve momento de suspenso, todos contemplan con susto y regocijo el espectáculo, mete miedo el maestro iracundo e impone su amenazante silencio el chasquido de la palmeta sobre la mano en sacrificio.

Nadie quiere un palmetazo, al contrario, el temor de recibirlo frena malas intenciones. Sin embargo, saber cómo es el ardor, cómo es el miedo antes de recibirlo, cuál es el frío de la cal sobre el ardor y la vergüenza y la humillación. Saberlo era crecer. Y crecer era la ansiedad con que yo perseguía la flagelación.

Allí estaba Gil Ruiz, el primero de la clase. El palmetazo debía ser duro y por una falta grave. Romper definitivamente la cáscara, ser de los otros, entrar en la conversación de los malos, sólo así. Mojé bien el corcho en la tinta negra, lo agarré por la punta seca y me acerqué distraídamente a Gil que estaba ajeno al mundo, sacando cuentas apoyado en la mesa grande. Me daba tumbos el corazón, pero no me vaciló el pulso cuando pasé el corcho lleno de tinta entre la nariz y el labio superior. Puse un inmenso bigote de jefe civil. Reventaron las risas y esperé temblando que Gil me acusara. Había llegado la hora. Pero Gil no se movió del asiento, sacó el pañuelo y trató de limpiar la mancha. Después me miró lleno de rabia. Me acusará. «Tú me las vas a pagar hijueputa». «Acúsame pues, acusón». «¿Acaso soy pendejo? De Escora vengo pero papera no tengo. ¿No es tu papá el maestro? Por eso lo haces, por atenido». Se acercó mi padre «¿Qué pasa aquí?». Todos callaban. «Nada» —dijo Gil—. «¿Y esa tinta en la cara?». «Fui yo mismo, sin darme cuenta». Era demasiado: «Mentira fui yo que le pasé el corcho por la cara». Se desconcertó el maestro. «No le haga caso, señor, he sido yo mismo, como le dije». «Bueno, a sentarse todos», ordenó la voz tonante. El fracaso aumenta la desesperación y yo grité desesperado, apelando a toda mi erudición. «Quiero echar güevo, quiero puyar». Presentía el aletazo de las cejas, la violencia del ceño y el relámpago de los ojos que tanto me impresionaban como signos mayores de iracundia, después la sombra, el gigante frente a mí, alargué la mano y esperé el estallido de la madera sobre la palma extendida con temblor de corazón.

Nadie, sin embargo, agarró mi mano, ni estalló la madera, ni se quemó la carne flagelada. Abrí los ojos poco a poco. Mi madre había salido del interior de la casa cuya sala era escuela y estaba frente al hombrón terrible: «No castigue a ese niño. ¿No ve que es inocente? Perdónelo porque él no sabe lo que ha dicho. Alguno de estos muchachos perversos le enseñó la mala palabra. Averigüe quién fue y déle el castigo que se merece». Rugí entonces: «Lo dije yo por mi cuenta»; pero una voz salió del fondo: «Fue el hijo de Niano, ese vireto malo y lo ajuchó pa que dijera, yo lo vide». Hablaba Lorenzo Gumercindo para cobrarle al Nianito viejas cuentas. «Así como le digo, señor, yo lo vi cuando engañaba al pobre muchachito, como lo vio tan sute se vale del inocente, déle palmeta, señor».

Y allí estaba, protestando sin esperanza el hijo de Niano, pelo cepillo y ojo suelto que le daba cara de malo. Puso horizontal el brazo, abrió la mano y volvió hacia un lado la cara, con los ojos bien apretados. Yo estaba detrás de él, el maestro tomó la punta de los dedos y levantó el brazo armado. Todos se quedaron mudos, y un rencor flotante en contra mía. Era el momento preciso. Yo vibraba como caballo forzado a galopar entre riscos en el instante en que lo frenan de golpe. Fue sólo un segundo, el brazo en alto, el espectáculo bárbaro, el silencio y el miedo. Sabía que el rencor unánime cedía su imperio a este miedo y a este silencio. Estaba exactamente detrás de la víctima, detrás de la venganza de Lorenzo, detrás del obstáculo entre la liberación y el miedo. No fue un segundo, menos de un segundo, una chispa de tiempo, una ñarrita, un tantico así de instante y justo cuando el relámpago de la palmeta allá arriba, tiré hacia atrás de un envión el cuerpo del Nianito y caímos juntos. Desde el suelo vi cómo la palmeta, con violencia de falta grave, cayó sin hallar la mano y golpeó con choque de madera y hueso la rodilla del maestro.

Recibí doble palmetazo, pegué ambas manos contra la cal fría de la tapia, hirvió la sangre en las dos palmas como el agua de los ríos crecidos que trompean el monte.

La falta fue muy grave, no tanto por el dolor en la rodilla, sino por el reventón de risas sin dique de respeto, liberación de todos. Así que fueron los dos palmetazos con fuerza de hombre cuajado. No servía el frío de la cal, las manos hinchadas, y lágrimas de un triunfo ganado contra mi propia sangre.

 

La yunta borracha

Cuando Pablote se reía y enseñaba sus dientes de hacha y se reventaba y se moría de risa, la gente le metía tranca a las puertas porque detrás de la risa de Pablote venía el toro, un torete café tinto embistiendo como viento, borracho y todo como el dueño pero sin malas palabras y sin risa, echando neblina por las narizotas y los policías corriendo con las sogas hasta enlazarlo y meterlo preso. Después Pablote buscando al toro, roznando por esa calle abajo desde el bolo hasta la jefatura la gente que se aparta y se pega de las tapias. Hasta veinte hombres se necesitaban para encalabozar aquella furia. Y así amanecía el lunes, Pablote bajo tres candados de cadena y el toro amarrado al botalón del patio de la casa de gobierno.

Que si no capa al toro que no baje más al pueblo, esto es lo que se le participa y para lo cual se le ha citado, firme usted aquí, ponga una cruz, eso es.

Era como si le dijeran serruchále una pata, metéle un guáimaro, reventále un ojo. No lo haría. Así no volviera más al pueblo, así se muriera de hambre, nojoda.

Tres días de arresto, a él por dar aguardiente a un animal y al toro por faltar al orden público. El coronel Vergara comenzaba otra vez «Mire Pablote que usté falta a la ley con ese animal suelto y un día de éstos le va a resultar una vaina seria si ese animal mata a un cristiano. No diga que no se lo advertí». Y él «pero don Chico, si el animal es manso yo mismo lo crié y es mi única ayuda. Lo conozco desde becerrito». El coronel Don Chico se agotaba en una respuesta y no daría más. «Será manso pero usté le da aguardiente y un animal así no sabe lo que hace. Yo cumplo con decirle, y ya usté sabe lo que dispuso la junta».

Pablote saca el papelón y muerde, Después lo quiebra sobre una piedra y lo mezcla con sal para su compañero. Mientras éste lame, el hombre le acaricia el cuello, pasa la mano por el testuz, le da palmadas. En los ojos del toro hay un paisaje con agua y árboles y sol. Subieron basta coger montaña cerrada, hasta la boca del monte, donde vivían, entre el frailejón por arriba y el palo de say—say y la maporas y los altos cedros por debajo.

Había sido de los primeros en llegar pero no era fundador porque no había hecho pueblo, ni había tomado mujer, ni se aquietaba en un trabajamento, sino tumbando mapora como rayo y mudando su casa, un montón de troncos con un techo siguiendo la línea de la tala desde allá abajo donde estaban las lagunas, hasta acá arriba donde se toca el cielo por entre la neblina. Sin ser propietario tenía la posesión más grande, toda la montaña, pero cada nuevo conuco se la iba mermando hasta no quedar, en largos trechos, sino una cintica entre la tala y el frailejón. Vomitado también la neblina, el trabajo de los otros lo iba empujando hacia atrás, a su lugar de origen.

—Aquí nos quedamos, Careto, pa vos hay pasto y a mí no ha de faltarme Dios.

Pero faltó la sal y la panela y el michito. Pablote dejó a Careto y bajó, sin toro y sin orgullo, arrastrando ocho pencas de mapora. Vendió y compró en silencio y cuando regresó, tarde la noche, ya andaba por debajo del cuello la garrafa.

— Careto, caretico, tomá la panela, vení pacá pal patio, dejáme partila asi como nos gusta, conque tenés hambre decime, yo te acompaño con un traguito, después bebés vos, comé primero, ahijuechuta toro mañoso bebé pues pero sin moquiarme la garrafa como buen cristiano, dejá, dejá que pa los dos alcanza. La gente es arbolaria, Careto, y se asusta de nada, todo porque bebemos un poquito y jugamos, tenemos derecho ¿verdá? y si no pa que me fuño cortando mapora y los dos cargándola con la isoria que después pagan. Que te cape, careto, que te cape pa que te amansés ¿por qué no capan al coronel y a todos los vainosos del pueblo?

Si es por amansar hay mucho que capar allá abajo, hasta al cura hay que caparlo. No nos quieren, eso es, no nos quieren, si se los veo cuando entramos por la calle arriba y cuando descargamos y cuando nos metemos pal bolo a echarnos un traguito, áhi tá pues, echátelo, así nó que es mucho, dejá, dejá, que yo también quiero, ¿qué vaina es ésa pues? aquí el trompiao soy yo, así que no me cabeciés tanto, ya va, ¡ah michito pa fiero está éste!, pura supia, que es lo que ahora sacan. Un día de éstos vamos a poner un cachicamo pa nosotros solos, dos latas queroseneras, la culebrina, unas cubitas, agua y panela y ya está, a no bajar más pal pueblo que aquí no hay policías ni gente malasangre, sino sol y oscurana y monte. Si jueras aguaitao hasta al Ufrasio teniéndome lástima con todo y quél no carga sino agua, y entierra los riales y ni burro tiene. Y la mofa «¿quiubo de Careto, tiene cursera que no vino?» y el Nolasco: «no, ésas son las calenturas por lo recién capao» y más «¿con qué ahora bebe sólo ño Pablote, y no convida?». «Mire, ayer trajeron ganao del llano, Pablote, con una serenata y una garrafa arma el baile». Hijueputas son Careto, tanto favor que les hemos hecho y así pagan, todo por la Junta ésa y el coronel Vergara y ls de malas que nos ha caído, pero aquí estamos los dos pa quién salga y a ver quién sale, carajo. Ay no junche, Careto, que me entran ganas de coger camino ora mismo pa llegales de madrugaita ¿qué decís vos? ¿le tenés miedo a los puebleros? No, ya sé que vós y yo pa los que salgan, fue un dícere. Dejáme rascate la barriga pa que te contentés, la vaca pintada y el buey Paletón sacáte la nigua y echáte jabón, tomá que queda panela y un relés de miche todavía, así, así, tá bien, después yo don Careto, don Caretico, don coronel Careto… y se acabó, epa y te habéis fijao que hay luna, veni, veni, ya estás espumajiando medio jumo. ¿Por qué no nos vamos a echar un michito al pueblo? Uno sólo compá Careto nos volvemos y les echamos un sustico pa que nolas paguen ¿ah? Bueno, a enyugarnos pues pa no perdemos, pero sin mapora esta vez pa que nos rinda la trocha, ay no junche Caretico y que se nos atraviese el coronel y la junta y Ufrasio y el Nolasco y los policas y todos los diablos de la quinta paila pa capalos a toditos sin que falte ni uno…

Que desde lo alto de la Cruz Verde, abriendo el alba vieron venir montaña abajo a Pablote y al toro dando tumbos, fue el recado que echando el bofe trajo un campesino al Coronel Vergara, y seguido, a todo jinetear montando en pelo, llegó Nolasco botando barro y voces atropelladas por el susto de la yunta borracha casi a tiro de cornada, y que adelantó lo que pudo para avisar con tiempo pues cristiano que se atravesara no viviría para echar el cuento.

Y allá va el coronel arriando por delante el bigotazo y nombrando policía a tanto pacífico habitante, sin tiempo ni oportunidad de desertar, porque van recibiendo nombramiento y máuser sin apelación posible. Mientras suben el cerrito que corta la entrada el Coronel don Chico da instrucciones: que Pablote vea la gente desde lejos y se detenga, nadie dispare sin orden mía y el Nolasco aquí conmigo no se le vaya un tiro por rabia o por miedo, ocupemos el tope por ambos lados del camino y acomódense muchachos que allá vienen bajando. Un tiro al aire. Sordo el toro y sordo el hombre. Allí nadie iba a detenerse y se agrandaba el toro y se agrandaba el hombre y eran una sola masa bestial y desprendida retumbando el suelo búfano y encima ya de todos tan despavoridos que sueltan los máuseres para correr escoteros. El coronel de pie y el Nolasco allí clavado por una trabazón de pánico y respeto que se le brota en sudores, vuelto nada sin poder pensar ni moverse, a punto de desatar un grito o una carrera o un algo como súplica, ve que el coronel levanta la morocha y afloja un guaimarazo y otro más. Ya con el resoplido casi encima, Pablote rebotando tinto en sangre, todavía empujando y el Nolasco ya disuelto en bestial cagada cuando el toro lo clava y lo levanta y así lo lleva acurrucándose en el yugo con su dolor de barriga hasta quedarse muerto como muchacho en talanquera.

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