La viuda de Corinto
Un antiguo templo de Minerva arruinado por los mahometanos y después convertido en cementerio por los cristianos para depositar las cenizas de los que perecieron en defensa de la ciudad, levanta aún en Corinto su soberbia e injuriosa a fachada como revelando la sabiduría de los tiempos pasados con un baldón de las presentes edades. En el interior sólo se ven ruinas, arcos quebrados, columnas destrozadas, capiteles derribados que sirven de sarcófago a las tumbas que se levantan en aquel recinto. Siete columnas aún se elevan en la fechada, y conservan todavía los sangrientos vestigios de la catástrofe que presenciaron.
Una figura negra se levanta entre dos sepulcros: parece una sombra que los guarda. Es Atenais que viene, no a llorar, tiempo hace que sus lágrimas se han secado, viene a buscar el reposo de las tumbas entre las yertas cenizas de su padre y de su esposa, víctimas del furor musulmán. Un velo negro cubre su esbelta y celestial figura, y cae flotando hasta sus pies que brillan con la blancura del mármol; sus hermosos cabellos caen desordenados sobre sus espaldas, y un fúnebre crespón ciñe la frente de alabastro en que está ya impresa la tranquilidad del sepulturero; su boca descolorida parece la rosa de la tarde, y al través de las nubes del dolor se ve aún en sus ojos el cielo de la Grecia. Atenais inmóvil en medio de las tumbas, cubierta de un velo funeral, rodeada de ruinas, y levantando al cielo sus Manos y sus miradas, perece la maga de Endor invocando la sombra de Samuel.
Seyde Iman entra en el templo: queda suspenso por algunos instantes, y luego corre a ponerse de rodillas en presencia de Atenais. Mas la viuda de Corinto no lo ve, no lo oye, su espíritu está en la mansión celeste, “Hurí del Paraíso”, le dice el guerrero musulmán, “mira a Seyde que os adora”, y diciendo estas palabras imprime sus ardientes labios en los helados pies de Atenais. ¡Mágica impresión! Atenais se estremece, baja la vista, mira a Seyde y cae atónita en sus brazos.
«Hay un placer en las peñas y un gozo en el dolor cuando la paz mora en el pecho contristado”, ha dicho el cantor de Morven; pero cuando el corazón hace la desgracia sólo hay paz, sólo hay alivio en el sepulcro. La hija de Corinto en los brazos del agareno, en la mansión de la muerte, entre las cenizas de su padre y la tumba de su esposo, goza el placer de los inmortales, la enajena una visión celeste, Seyde transportado la ciñe con sus brazos, la estrecha con su pecho palpitante, une el labio ardiente al labio moribundo y bebe dicha y muerte… El silencio de las tumbas, los lúgubres arreos del duelo y del dolor, las ruinas, las cenizas, no más rodean a Sayde y a Atenais, y como testigos acriminadores acusan con su tétrico aspecto aquel momento de felicidad…
Mas, ¿qué poder invisible ha destruido de repente el misterioso encanto? ¿Qué voz se ha levantado de los sepulcros y llama otra vez al dolor y a la desesperación? Una piedra ha caído del arruinado techo sobre una losa sepulcral y el golpe ha resonado como un grito de maldición. Vuelve en sí Atenais: se estremece, lanza al ismaelita una mirada pavorosa; se arrranca de sus brazos y corre a favorecerse al lado de la tumba de su esposo. Síguela Seyde con precipitación y le dice enajenado: “Atenais, huyamos de estos sitios: ven, sultana, yo te llevaré en mis brazos”.
“Musulmán, retírate”, dice ella con una voz apegada y lúgubre, «mira esa urna: la eternidad nos separa”.
“No, la eternidad nos verá unidos”, y diciendo esto Seyde se esfuerza por arrancarla de una urna que tiene abrazada. Un terror religioso ha reanimado por un momento las moribundas fuerzas de la viuda de Corinto: un recuerdo fatal ha venido a herir su mente; forcejea, se desprende de los brazos del guerrero, y como guiada por una inspiración, corre hacía un precipicio que se había abierto en una bóveda subterránea. Detiénese al borde del abismo, y volviéndose hacia Seyde: «Desgraciado, detente, le dice, huye o me precipito”,
Aquella figura esbelta y majestuosa, envuelta en un velo negro y pendiente de un abismo, parece a los ojos de Seyde el último rayo de esperanza que se despide y aleja de la mente del moribundo. “¡Atenais huyo… huyo… pero por el Dios que adoras, óyeme antes”.
“Te oiré”, responde ella con acento débil y melancólico, «te oiré a la orilla del sepulcro y se apoya de un trozo de columna al borde de la bóveda profunda.
Pálido e inmóvil permanece Seyde. Su estatura es descollada y majestuosa, su planta gentil y noble ademán descubren al héroe que ha brillado en los combates: un soberbio turbante sombrea su frente que llevara con dignidad la diadema; y aun en medio de la tristeza que se graba en su semblante, sus miradas parecen todavía los rayos del sol de Arabia. Más bello, más seductor, no es el ser ideal que fatiga y enardece la imaginación de las doncellas en sus primeros amores.
“Atenais”, dice al fin acercándose a lentos pasos. “¡Atenais! recuerda tus juramentos: dame la vida o dame un sepulcro”.
“¡Calla! no hables de juramentos”, dice Atenais con una voz sepulcral, “los míos me ligan a los muertos: ves osas tumbas… ”
“Sí, las veo”, interrumpe Seyde con violencia, “sí, ellas encierran unos malvados”.
«¡Turco!”, exclama Atenais con el acento de la piedad ofendida, “ahí está mi padre, ahí está mi esposo”.
“¡Tu esposo!, no recuerdes, griega, mis ofensas, no despiertes mis rencores; yo sólo recibí tus juramentos; yo sólo las promesas de tu padre: yo”…
“Mi padre”, le interrumpe Atenais con un suspiro que revela la ternura de un recuerdo, mi padre me habla prometido al joven cuyas virtudes hacían olvidar su creencia, al amigo de los cristianos, al que se distinguía de nuestros duros opresores por su compasión y humanidad, al que prometía ser nuestro amparo en las tribulaciones, y la esperanza y la vida de la infeliz Aten…”
Los suspiros embargan su voz, sus sollozos levantan su seño, y en una mirada que lanza al cielo parece que le acusa de una esperanza burlada.
“Mas nunca, continúa con el acento del despecho, nunca pensó mi padre concederme al perjuro que violó sus juramentos, al enemigo de los cristianos, que en el día del peligro, en la hora de la persecución, los abandonó, los persiguió, se bañó en su sangre, llevó el espanto y la asolación a nuestros hogares, profanó nuestros templos, esclavo de un culto impío, abominable…”
«Detente, nazarena, no prosigas”, dice Seyde con voz descompuesta y aterrada, y tomando con violencia la mano de Atenais, la aprieta con fuerza sobre su pecho. “Aquí, Atenais, aquí el odio, la rabia, la venganza, han podido abrigarse, mas nunca la traición. Te amé, juré ser tu esposo: yo mismo, hijo de una cristiana aunque criado en el islamismo, prometí abrazar la causa de los cristianos. Olvidé mi rango, mi familia, mis deberes, y a tus pies, Atenais, casi renuncié a mi fe. Las huestes otomanas se adelantaban triunfantes a Corinto, y en pos las seguían la desolación y la muerte. Los cristianos son vencidos por todas partes: el espanto y el terror se difunden por la Grecia; y torrentes de sangre cristiana señalan la marcha de los fieles osmanlíes. Corinto debe caer: su población está condenada a las llamas y al cuchillo; y mi padre, mi patria, mi deber, la fe en que nací, todo me convida al triunfo, y yo, Atenais, todo lo olvido, y a tus pies renuncio, patria, nombre y fama”.
Atenais enternecida estrecha las maños del guerrero y las baña con sus lágrimas.
“En tanto, Omer, continúa Seyde, se acerca a las puertas de Corinto: no flaquea el ánimo en los griegos, pero demasiado débiles para resistir al formidable Bajá, se preparan a un estéril sacrificio. Reanimoslos y ofrezco mi brazo, admitido como un favor del cielo, y en medio de tanto guerrero cristiano, soy elegido para rechazar el asalto. Ya el débil muro retemblaba y cedía a los estragos de una formidable artillería: ya se oía el clamor sanguinario de las huestes sarracenas, tronaba su bronce, y el llanto de las mujeres y los niños llegaba al cielo. Todo era consternación, todo era espanto. Ya veo el momento de perderte, y el amor y el furor me arrebatan. Corro a la brecha y me precipito sobre los asaltadores: mi arrojo y mi turbante e los dejan sorprendidos, mi brazo y mi alfanje hacen rodar sus cabezas. Se me reúnen algunos cristianos, aprovechamos la sorpresa, embestimos y arrollamos a cuantos encontramos por delante. Crece el aliento en los cristianos, y el desmayo y el desorden en las filas musulmanas. Pierden terreno, y los acoso. En ondas de sangre se bañan los guerreros cristianos, el sucio suelo enrojecido queda sembrado de cadáveres, y el acero homicida se embota ya en al pecho de los vencidos. Huyen al fin los fieros otomanos, los persigo, los alejo de la ciudad, y los muros de Corinto, rescatados por mi brazo, me ven volver bañado en sangre musulmana…”
Atenais le interrumpe con sollozos, y un suspiro que se exhala de su oprimido pecho, es triste y lúgubre, como el silbo del viento entre los cipreses de un sepulcro. Seyde calla por algunos instantes: alza los ojos al cielo, pero su mirada es una maldición el destino. “Atravieso la ciudad (continúa cada vez con voz más alterada) corro al templo donde te habías refugiado: no quiero otro triunfo que postrarme a los pies de Atenais, no quiero otra recompensa que su mano. Llego al umbral, quiero entrar, una maño atrevida me repele y oigo una voz que me dice: infiel, no profanes un templo cristiano. Mi alfanje iba a castigar al temerario, cuando una turba de viles satélites se interpone y me denuesta. Pagan algunos con la vicia su insolencia, y los umbrales del templo son manchados con sangre cristiana. Crece el alboroto: sé que mi adversario es el príncipe Lascaris, que indolente hasta entonces ha visto, con impasibilidad degollar a los cristianos, y venía ahora a ofrecer sus servicios sus grandes riquezas y numerosos partidarios, y pedía por recompensa la mano de Atenais”.
“¡Nunca! nunca (exclama Atenais con acento penetrante y cubierta ya de una palidez mortal): nunca la habría obtenido sin tus furias, sin tus horrores, sin la sangre”…
“Oye, Atenais”, le interrumpe Seyde con un movimiento convulsivo y una mirada sombría. «Las deidades infernales se aposentaron en mi pecho: no dudo ya de la perfidia de los cristianos: arde en mis venas un fuego homicida; y salgo de la ciudad sediento de venganza. Corro al campo de Omer, le busco y me postro en su presencia. Miserable, exclama el Bajá fuera de sí: levanta el brazo, y mi cabeza ibas a rodear. Tuya es mi vida, le dije, pero la rescato a un alto precio. ¿Cuál? ¡Corinto! Tres veces amaga mi cuello con el formidable alfanje, y tres veces desiste el brazo repitiendo. ¡Corinto! —Sí dame unos guerreros, le dije, y os entrego Corinto. Pocos días pasaron, y ya me pongo en marcha contra la ciudad a la cabeza de una fuerte columna: me arrojo a los muros: en vano los cristianos pretenden detenerme, sus cuerpos sirven de escala a mis soldados. Penetro en la ciudad y la asolación difundo. Nade detiene el brazo sanguinario del vengativo musulmán, ni edad ni sexo el soldado distingue, que el odio y la matanza ciegan. Arden las casas y arden sus moradores: perece el que combate, el que huye perece, cae el guerrero, cae el anciano, la virgen… ”
«¡Basta, bárbaro!”, exclama Atenais, sosteniéndose apenas y cubierta ya del frío mortal. “No profanes este asilo: huye, desgraciado, huye”…
«No», grita Seyde con un acento fatídico y echando en derredor siniestras miradas. «No, es preciso que todo lo sepas, es preciso que maldigas”…
“¡Dios de mis padres!”, exclama Atenais con voz angustiada y moribunda.
“No… No invoques unas deidades impotentes”, dice el agareno en una especie de frenesí, “Mil veces las he provocado, y mil veces me han revelado el secreto de su impotencia”.
Un silencio pavoroso reina por unos instantes. Atenais está entre la vida y la muerte, su labio está convulso, su mirada fija, y ya sus fuerzas no pueden sostenerla. Seyde la sostiene con una mano, y con la otra ha empuñado como maquinalmente la daga que trae al pecho. Parece poseído de un atroz pensamiento y sus miradas tienen algo de satánico.
“Atenais”, prorrumpe al fin : “es preciso oírlo todo: aun están presentes a mi vista aquellas horrendas escenas, Atenais”, prosigue con estremecimiento espantoso: “en tanto que la impía soldadesca se cebaba en la indefensa muchedumbre, yo me dirijo a este templo que aún defendían los más esforzados guerreros. Tres veces me arrojo a ellos, y tres veces me rechazan furibundos. Mi furor se aumenta a la vista del caudillo que descuella entre los cristianos. El odio redobla mis esfuerzos; centellea el alfanje entre mis manos; un golpe sucede a otro golpe, y un lago de sangre recibe a los moribundos. Todos los cristianos han perecido y aún se defiende el arrogante adalid. Arde el furor en sus ojos, su acero destila sangre y un muro de cadáveres tiene a sus pies. El veneno de las sierpes circula en mis venas, y mi labio y mi alfanje están sedientos como una hiena carnicera. Ambos, a un tempo, nos descargamos el golpe mortal… evito el suyo… y al mío cae rodando… la del principe Lascaris”.
Un alarido prolongado resuena por todo el templo con eco pavoroso. Atenais ya no existe. Seyde la tiene abrazada y la mira con una especie de demencia. La llama, no le responde. Y entonces con una tranquilidad más horrenda que las furias mismas, sepulta tres veces el puñal en su propio pecho, y abrazando aún el cuerpo de Alonals, cae con él en la bóveda profunda.
Un romántico
Las once de la noche acababan de dar en el reloj de la Catedral, único reloj que da las horas en esta vasta ciudad; las calles estaban lóbregas y silenciosas; y sólo se descubrían de trecho en trecho algunos bultos de extraña forma: éstos eran los serenos que, con sus pesados capotones y sombreros de ala grande, asustan a los pasajeros.
Yo venía de la Trinidad, y al pasar por el puente de Catuche, vi una figura, que me pareció ser de hombre, reclinada en el borde y como a medio descolgarse. Esta situación me llamó la atención; acerquéme, y al favor de un rayo de la luna que en aquel momento se ponía, descubrí un joven de bella persona, algo desaliñado y con unas espesas y largas barbas, que le descendían hasta el pecho. Su mirar me pareció de demente o de un hombre en vísperas de suicidarse.
Creí, sin embargo, que no me eran desconocidas sus facciones; me acerco mas, y al reconocerle plenamente, no puedo menos de exclamar :
— ¡Mi amigo…!
Pero cuál fue mi sorpresa al ver que el joven, repeliéndome con una mano y poniéndose la otra en la frente, después de algunos momentos de pausa, me dice en tono sepulcral:
— ¿Qué pronuncias, desgraciado?
¡Amistad! funesto nombre
Con que la perfidia el hombre
Procura siempre ocultar.
Llámame traidor e impío,
Pérfido, ruin, insensato,
Llámame vil e ingrato,
Pero amigo, no, ¡jamás!
Figúrese cualquiera cómo me quedaría con este escopetazo; por de pronto no supe qué pensar de aquella salida tan fuera de camino; lo más natural era creer que a aquel pobre mozo se le habían vuelto los cascos; aunque lo de hablar en verso hacia inverosímil esta idea.
Ocurrióseme luego que podría ser un juego o burla que quería hacerme; y así procurando ponerme en el mismo tono, aunque, a decir verdad, poco se me entiende de chuladas, le dije:
— Pues, señor traidor, ya que no puedo llamarle amigo, hace algún tiempo que no nos vemos, es verdad; pero eso no es bastante para que deje de conocerle; con que vamos dejando el incógnito, venga un abrazo, y hablemos de papá, cuya amistad…
Pero el mozo no me dejó acabar; y por vida mía que me quedé estupefacto, al oírle decir, encarándoseme y echándome unas miradas diabólicas :
— ¡Mi padre!…. sin duda cómplice
Eres tú de aquel tirano,
Hombre feroz, inhumano,
Cuya vista quiero huir.
¡Mi padre! ¡Ay! no, asesino
No me canso de llamarle,
No me canso de execrarle
Y su yugo maldecir.
— ¡Válgame, Dios, señor! Si esta es una comedia, dije yo, sepa U. que es de las más pesadas que he visto. ¿Qué se le ha metido a U., mi amigo, en la cabeza? ¿Cree U. que por sus grandes barbas y sus más grandes necedades dejo de conocer a U. como el hijo de su padre y de su madre?
— ¡Mi madre!, exclamó en tono patético; la conociste, ¿hombre? Oye, pues, mis fatídicas palabras, oye un arcano, oye un misterio: herido por el rayo llevo una existencia maldita, los hombres me huyen, el abismo misino me repele… oye… oye…
Mujer que en tristes plegarias,
Al pie de una cruz, pedías
Alivio a las penas mías
Con maternal inquietud…
Mas ¡ay! que una duda horrenda
Sobre mi padre me vino:
¡Madre mía! es mi destino…
Yo dudé de tu virtud….
Bueno, bueno, dije yo, ya tenemos muy honrados al padre y a la madre. Hace muy pocos años que les conocí por buenos y virtuosos; pero ya según oigo a su hijo es gente que debe ir a galeras.
– Temo ya preguntar por el resto de la familia; tenia U. una linda hermana; pero calle, ¡no vaya a haberle sucedido lo que á los padres!
— Mi hermana!, me dijo entonces, tomándome una mano con expresión arrebatada. ¿Por qué te empeñas, hombre, en atormentarme? El dolor ha bebido mi sangre; pero tú quiebras mis huesos; déjame, no me devores; pon las uñas en mis pupilas y tus dientes en mi corazón; Pero… Pero…
En el regazo materno,
Inocente, pura y bella,
¡Ay! cuántas veces con ella
Reclinado me dormí,
Mas creciendo un fuego impuro…
Pero ¿qué digo?…. ¡Oh, tormento!
Hoy la triste en un convento
Sepultada ora por mí.
— ¡Sublime, mi amigo, sublime! Esta es la familia de Edipo, donde el incesto y el parricidio eran cosas familiares. Quedaos con Dios, pues, no sea que salga yo de aquí, pobre de mí, lo menos antropófago, ¡adiós!
— ¡Miserable!, me dijo dándome un furioso tirón por el cuello, ¿qué profieres?
De ese Dios que tú pregonas
Yo desmiento la existencia,
No hay crimen, no hay inocencia;
Es mentira la virtud…
¡Señor!, por piedad perdona
De mi mente el cruel delirio.
¡Dadme una cruz y el martirio
Para mi eterna salud!
Yo no pude ya aguantar. El tirón que me había dado por el cuello, me hizo perder la paciencia, arremetiendo con aquel figurón, iba ya a asirle por las barbas, cuando me dice con voz hueca y profunda:
—¡Yo soy un romántico!
Quedéme suspenso; nunca había yo oído aquel nombre, y así le dije, medio turbado:
—U. será, señor, de algun orden de esos santos ermitaños que…
— Yo soy un romántico, repitió con voz todavía más formidable.
Yo retrocedí aterrado, dejé en paz a aquel fantasma, y desde entonces tiemblo al oír nombrar un romántico.
