literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Andrés Mariño Palacio

Jun 29, 2022

Abigaíl Pulgar

I

Un hombre seco, delgado y alto había sido siempre Abigaíl Pulgar. Sus piernas, de un tamaño extraordinario, llamaban singularmente la atención de todos sus amigos y conocidos. Cuando estuvo en la escuela primaria, sobre su cabeza de pocos cabellos cayeron los más exquisitos sobrenombres de sus condiscípulos.

Una Mirada torva y angustiada tenía Abigaíl Pulgar para todos aquellos que le aguijoneaban el alma con sus perversidades.

Ya en la adolescencia, sufrió mucho. Trató de enamorarse como los demás compañeros, y las niñas se burlaban de su figura quijotesca, de sus piernas de un tamaña extraordinario, de su cabeza en que apuntaban tímidos y desaliñados cabellos. Y su rostro —seco, afilado, lanceolado—, no le ayudaba en nada.

La vida íntima de Abigaíl había sido siempre sumamente extravagante. Separado de su familia, se había ido a vivir a un apartamento. Alquiló las dos piezas restantes que no ocupaba, a una señora anciana —de sesenta años—, que trabajaba como enfermera en casa de un médico. La señora y su nieto, un hermoso bebé de cuatro años, se entendieron perfectamente con el hombre de rostro afilado. Fueron cordiales amigos. Apenas se veían por la tarde, hora en que regresaba la señora Matilde del hogar de médico. A veces, entraba Abigaíl a saludarla, y con refinada ternura cargaba entre sus brazos las carnes blandas y aterciopeladas del bebé. Gustaba de restregar la piel del niñito contra sus mejillas de cuero curtido por el sol, y por las maldades de que había sido víctima en su niñez. Gozaba mucho cuando cargaba entre sus brazos al nietecito de la señora Matilde. Sus manos huesudas recorrían el cuerpo del infante desde la cabecita —aun blanda—, hasta las rosadas llanuras de la planta del pie. Se entretenía en acariciarle las mejillas, en tocarle con tacto de picaflor las blandas y risueñas orejitas. Le besaba algunas veces con extrema delicadeza en el cuello. Y cuando esto hacía, no podía soportar el rubor que ascendía instantáneamente a la seca máscara de su rostro afilado.

Lo sentaba sus rodillas grotescas, —de grandes huesos—, y no podía —como con el rubor—, reprimir un estremecimiento imbécil, al sentir las nalguitas demasiado suaves sobre los huesos. Balanceaba al nené y se quedaba contemplando durante bellos minutos sus ojos, sus labios rojos, sus mejillas, las hermosas orejitas que casi palpitaban.

II

En ocasiones, y por largos períodos, dejaba Abigaíl de visitar a la señora Matilde. Principalmente cuando inició sus amores con Raquel. Esta muchacha vivía en la misma cuadra de la casa de apartamentos. Por coincidencia la había conocido Abigaíl, cuando ella tocó a la puerta de su cuarto equivocadamente, pensado que allí era donde vivía su tía. En realidad, Raquel se había interesado mucho por el tipo de ese hombre tan extraño. Le veía pasar siempre debajo de la ventana: erguido, seco, con su rostro afilado e inmutable. Y se propuso entablar amistad con él por simple curiosidad femenina. Más, después, llegaron Abigaíl y Raquel a un plano de intimidad relativamente amorosa. No había cruzado aros, por ya Abigaíl la visitaba en su hogar que —como ya dijimos— quedaba en la misma cuadra. Y pese a que tenían cinco meses de flirt, Raquel no había logrado saber nada de Abigaíl Pulgar. ¡Que hombre tan cerrado! Siempre le contaba, cuando conversaba en el sofá, que ella se había interesado mucho por su persona antes de conocerle, y otra gran cantidad de cosas, que sólo buscaban confidencias por parte de él. Pero Abigaíl siempre callaba. Apenas sonreía mostrando unos dientes muy blancos y simétricamente alineados. De repente, cuando hablaban, se inclinaba hacía ella y la besaba fuertemente en la mejilla, como queriendo morderla. Raquel se excitaba mucho y le pellizcaba en la muñeca. Entonces Abigaíl, pasaba hasta un cuarto de hora sin hablar, y se iba a su casa taciturno y triste.

Una vez, le llevó de regalo un paquete de ostras. Como en la casa de Raquel había un limonar junto al patio, inmediatamente se pusieron a comer, y era de admirar el agudo placer que sentía Abigaíl cuando el cuerpo palpitante y convulso de la ostra pasaba por su lengua, se deslizaba a través de la laringe y entraba en el estómago.

Su máscara afilada se contraía como sí le estuvieran haciendo muecas. Los pómulos se le dilataban, agarrotaba las manos y exclamaba: ¡delicioso!, ¡delicioso!. ¡delicioso!

Raquel, para sí, se reía mucho de ese placer que tenía su novio por las ostras y no le hacía caso, hasta el día de su santo en que le sirvió como postre un plato lleno de gelatina y nuevamente Abigaíl adoptó las mismas actitudes de cuando comía las ostras, apretaba los labios, sonreía, nerviosamente, comía viendo a todos lados, y al terminar el plato quedó con los ojos muy abiertos y las manos en suspenso. Raquel se intrigó por estos detalles tan raros en Abigaíl, pero no los tomó en cuenta, ¡era tan extraño Abigaíl Pulgar!

III

Es de noche. Por encima del techo, allá en el cielo, la luna se muestra serenamente. Como una ola gigantesca en la furia de la pleamar. Abigaíl Pulgar duerme. Su cuerpo largo, desmesuradamente largo, ocupa toda la cama. Sus piernas de extraordinario desarrollo sobresalen en el bulto de la colcha. El ruido de la calle se ha calmado. Son las doce de la noche. Late el corazón. Se despierta y agita la lengua entre su boca. Tiene sed. Pero no sed de agua. Es sed de ternuras, de caricias; de algo suave y delicado que le haga mimos y le lleve a dormir sobre un colchón de plumas. Siente todavía en la lengua la suavidad tersa y voluptuosa de las ostras que se comió antes de acostarse. No puede reprimir el intenso deseo que tiene de morder algo suave. Por ejemplo: unos senos de mujer. ¿Cómo serán los senos de Raquel! ¡Qué suavidad! ¡Qué blancura! Como una deliciosa gelatina en forma de copa que comió esta mañana en el botiquín de los chinos…

Los labios le tiemblan por un momento. Piensa en Raquel. Le parece que la tienen desnuda delante de sus ojos, y que le hace señas para que venga a comerle los senos. Ahora sonríe, y las mejillas —sus amplias mejillas— se agitan, y sus orejas de lóbulos blancos y belicosos, se sonrojan. Le palpitan los labios intensamente a Abigaíl Pulgar. Se siente muy solo en la habitación, y le sed le acosa, y no es sed de agua, sino sed de ternuras, de caricias, de algo suave y belicoso que le haga mimos…

¡Cuánta ternura necesitan sus largos y absurdos huesos de hombre seco!

Una sonrisa le viene a los labios. Ha pensado en el nené de la señora Matilde. En esta misma hora dormirá, dormirá como un ángel. Y sus labios rojos estarán como una flor de amor, expulsando hacía afuera el aire de los pulmones, recibiendo un beso invisible de la noche. Y sus orejitas rosadas de lóbulos mínimos y suaves parecían pétalos de alguna flor exótica… ¡Oh, cómo haría para besar esos lóbulos! Calmaría su sed por horas, por días por años! ¡Qué placer para sus labios, y diría luego, como cuando terminó de comerse las ostras: ¡delicioso! ¡delicioso! ¡delicioso!

IV

No esperó más. Estaba afiebrado, medio loco, completamente trastornado, por el ansia de ternuras el pobre Abigaíl Pulgar. (Quizás no sabía que había amplia luna en el cielo). Salió al recibo en pijamas, con las sienes palpitantes, y se apoderó de unas grandes tijeras que reposaban encima de la mesa… Iba a calmar su sed, iba a conquistar la voluptuosa suavidad de unos lóbulos rosados. Sus rodillas y demás huesos crujieron cuando abrió la puerta del cuarto de la señora Matilde. Entró en punta de pie y se dirigió a la cuna del nené. Pero al verle tan quieto, tan dormido, tan bello, tan hermoso, como un ángel de nieve, le dio un vuelco el corazón y comprendió que no podía mutilar sus rosados lóbulos, sería causarle un dolor inmenso al bello nené. Pero si le besaría, le besaría mucho, y se inclinó sobre la cuna y besó con pasión las blancas orejitas del nené que dormía.

Se paró en el centro de la habitación. Todavía tenía las tijeras en la mano. Su sed de ternura y de mimos, con el beso al niño dormido, había aumentado. Y avanzó como un fantasma gigantesco hacia el lecho de la señora Matilde. Las tijeras iban abiertas entre sus dedos, las abría y cerraba, las abría y cerraba a cada momento y su rostro de máscara afilada, pintaba muecas y más muecas, como relámpagos del cielo en los días de tormenta.

V

La señora Matilde también estaba rendida por el sueño. Pero ¿qué ternura podría darle una anciana de sesenta años? Sin embargo miró sus lóbulos, estaban arrugados, vulgarmente arrugados. Tuvo un instante de feroz ira y abrió las tijeras, disponiéndose a cortar el lóbulo derecho, pero volvió en sí, y sonrió. Se inclinó otra vez y besó tibiamente las orejas de la anciana.

Ahora, su sed había crecido. Era una llama intensa. Abrió la puerta del departamento, y salió a la escalera, descendió a la calle y recibió todo el frío de la madrugada en su pecho semidesnudo. Iba directamente a la casa de Raquel. Raquel sí calmaría sus ansias. Con Raquel sí no temblaría, y cortaría los frutos de carne blanda, para engullirlos como si fueran ostras y calmar su sed de ternura.

Se detuvo a la puerta, pero no pensó en tocar, y agarrándose de los balaustres de la ventana, comenzó a subir para intentar llegar al techo. Sus manos huesudas avanzaban en el camino que lo separaba de Raquel. Y las tijeras brillaban más aún con los rayos de la luna. Pero de pronto, escuchó una voz fuerte que le llamaba, no volteó, en su locura no se dio cuenta de que era el policía de punto, éste corría hacia la ventana, le gritaba muchas cosas, pero él no oía, sólo escuchó un sonido perdido, lejano, zigzagueante, que luego sonó muy cerca y murió demasiado cerca de su cuerpo. Se estremeció como una bandera, apretó más aún las tijeras y se vino de espaldas al suelo, con una sonrisa demoníaca entre los labios, y un gesto de placer como si hubiera terminado de comerse unas ostras y gimiera convulsivamente: ¡delicioso! ¡delicioso!

Cuatro rostros en un espejo

“Creo que la humanidad comienza allí donde las gentes
sin genio se figuran que acaba”. Thomas Mann

-A-

Me desespera visitar a Raquel, porque siempre que voy a su casa, tengo que encontrarme con su marido. Me desespera terriblemente, pese a que Raquel es mi hermana, pero su marido es un hombre hermoso, de un rostro fino y delicado, tanto así, que si yo no le conociera tan bien, diría que se hace sutiles maquillajes para mantener la tersura de su piel y las líneas del rostro.

Cada vez que llego y abrazo a mi hermana, —mi hermana es una mujer rubia de un cuerpo magistral—, él me saluda con afecto y me estrecha la mano. Dice con su voz lánguida:

—¡Oh, cómo marchan esos cuadros señor pintor! Estoy muy contento de que mi cuñado sea un ilustre dilettante. Así la familia se engrandece, y cualquier día mi querido cuñado, mi estimado Claudio, usted abre su exposición y se gana sus miles de bolívares…

Yo lo desprecio finalmente.

En realidad, sus palabras son vacías, afectadas, y creo que me habla y busca mi compañía para establecer el contraste entre su rostro de apolo y mi cara demacrada; porque nací feo, crecí igualmente, y no he podido modificar en nada mis rasgos. No soy ni siquiera simpático, sino feo, completamente horrífico. Cuando tenía catorce años, decía mi madre: “Claudio cambiará, eso le pasa a todos los muchachos de su edad, ese es el crecimiento, asimismo ocurrió con Beltrán”.

Todo era una mentira, una dulce mentira de mi madre; porque yo nací feo, crecí igualmente, y seré siempre un hombre de fealdad corrosiva… Por eso me desespera intensamente visitar a mi hermana Raquel. Y siempre sale al paso el bello de su marido a abrazarme y a compadecerse de mi grotesco rostro.

-B-

A la verdad, no soy pintor como insinúa el marido de Raquel, ni siquiera un mal pintor. Lo que sucedió fue, que caí de lleno en una ola de mediocres que se daban aires peripatéticos de intelectuales. Discutían demasiado acerca del arte y sus relaciones con el hombre y el mundo. Yo, por mi espíritu irónico, (volteriano podría decir), me gustaba intervenir a veces, poniendo de antemano la alabarda del desprecio, haciéndoles ver a todos que comprendía la farsa que estaban llevando a cabo, y que me prestaba a hacerla más sugestiva con mi mezquino aporte… En muchas oportunidades salía muy bebido. Una noche, después de haber polemizado acerca de la misantropía de Leonardo, después que discutí la trascendencia de “La Gioconda”, nos fuimos a un prostíbulo. Llegué completamente borracho, divagaba como un bárbaro acerca de temas profundamente vastos. Entonces, en un arranque sensualista que es común a todos los borrachos, hice que una rubia de ojos grises que me miraba hacía rato, se desnudara para yo pintarla. La mujer accedió, (¡estaba enamorada de mi bella fealdad!), y el boceto grotesco, vulgar, lleno de un sadismo inspirado, rebosante de obscenidad, agradó a todos. Volqué mi pasión de borracho, de hombre feo, y de parásito intelectual, en las carnes hermosas de la prostituta. Junto a sus senos, dibujé los senos cerebrales de un químico, (simulé vagamente unas probetas…), en la flor del vientre, coloqué a dos filósofos que seguramente hacían alardes pedantes en torno al amor y a la muerte… En total, después de esa noche, mi fama de pintor apocalíptico, mordazmente trágico, se extendió…

Así, el marido de mi hermana, habla siempre de mi habilidad pictórica cuando yo les hago una visita. (En el fondo, sólo desea comparar nuestras bellezas: su hermosa belleza y mi bella fealdad). No sabe que he descubierto su juego. Quizás algún día me decida a englobar en una gran obra, —un cuadro monumental, fantástico, inconcebible—, los términos indefinidos y relativos de la belleza y de la fealdad. En realidad, en mí se han llegado a confundir esos términos. Para el vulgo, soy un hombre feo, hasta para mis más inmediatos parientes. Mi madre, se daba cuenta de mis rasgos irregulares cuando tenía catorce años, y llegó a decirme que era el proceso de crecimiento que desproporcionaba la simetría de mis pómulos, y me daba ese aire satánico de monstruo intelectual. Porque esa es la verdad, cuando la gente me ha tratado por algún tiempo, comprende, intuye, descubre horrorizada que tengo un aire satánico de monstruo intelectual…

Mis hermanos son perfectos, elegantes, de piel tierna y agraciada, (Raquel es rubia, Beltrán s bronceado, casi un hindú); sin embargo, no sé por qué oculta razón, he querido siempre descubrir un hilo común entre cuatro rostros que en el fondo y superficialmente, son tan distintos. Son cuatro grados de belleza que palpitan en mi derredor, y me ofuscan, me ofuscan angustiosamente…

-C-

Aquella prostituta rubia, de pupilas grises, que sirvió de modelo para el boceto, —cuadro nonato y culpable de mi fama—, representa el primer grado: está ajada, pura en su decadencia; la belleza, la extirpó, la hizo inútil traficando con su pasión. Y mi hermana Raquel, —la rubia, la casada con el apolo—, simula el grado opuesto, pero también hermano contradictorio. Ella, reina opulenta en su lecho amplio, cubierto de perfumes voluptuosos, (¡cómo se dilatan las aletas de su nariz en la medianoche cuando siente el cuerpo calenturiento que la está poseyendo!). Y la prostituta, —polo a polo, dos grados diferentes de belleza—, se resigna como un lúgubre Cristo en su camastro, mientras que algún hombre anémico bebe el placer ansiosamente, lo busca como un sediento en sus belfos cansados… Los otros dos grados de belleza son varoniles, ¡pero qué distintos! El marido de mi hermana es uno. Su belleza es física. La máscara que le cubre el rostro es una llama afrodisíaca para las mujeres que le rodean, sin embargo, no se eleva al plano de la otra belleza, ¡mi belleza intelectual, satánica, monstruosa! Son los cuatro grados perfectos de la belleza… Quisiera fundirlos, confundirlos, aliarlos, hacerlos una sola y única substancia, los reuniría en un cuadro monumental, o… en un espejo!

La belleza pura, que nada en la morbidez del placer, la otra, alicaída, penumbrosa, náufrago en el vicio. La belleza firme, segura, periférica, y la belleza demoníaca, la belleza de la fealdad, en cuyo fondo se entrecruzan las aguas salvajes, turbias, de las ideas humanas. Quisiera fundir esas bellezas, aliarlas, hacerlas un aereolito mágico, impresionante, ante el cual todos los hombres libraran sacrificios en aras del supremo dios del universo: ¡el sexo agobiador!

-D-

A veces me sorprenden estos éxtasis y me siento un artista inconmensurable. Dispuesto a crear monstruos bellos; sombríos y hermosos a la vez. Pero todo queda en la idea, en la forma gaseosa que se evapora en cuanto la febrilidad desaparece. Es como mi hermosura, que sólo aparece en determinados instantes, ante determinada mujer, después que he llegado a penetrar en la identidad anímica de mi amante… Por eso, me cuesta tanto ser un amante completo…

Hace muchos días que no visito a mi hermana Raquel. Tampoco he visto a su marido. Parece que mi hermana se encuentra embarazada. ¡Coincidencia! ¡Singular coincidencia! La prostituta aquella, la rubia de pupilas grises que sirvió de modelo a mi locura de creador, lleva un hijo mío, una pequeña bestia que yo alenté con mi soplido, en su vientre de pecadora. ¿Podemos culpar a los espermatozoides de los monstruos que fabrican? Esos dos cuerpecitos que saldrán algún día a la luz, llevarán los sellos de las cuatro bellezas, fundidas no en uno, sino en dos modelos, ¡serán cuatro rostros en un espejo, pero que reflejan sólo dos imágenes!

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