Mario Briceño Iragorry
Cambure
“No hay sermón sin San Agustín”, es frase derivada de las frecuentes citas que del gran obispo de Hipona suelen hacer los oradores sagrados. Con ellas dan lustre de oro a la más pobre palabra. Tampoco se puede hablar ni se debe jamás escribir de nuestra agricultura sin volver sobre los temas ya tratados con maestría sin igual por don Andrés Bello. Algunos han llegado a negar derecho al Príncipe de las Letras Americanas de que se le mire como uno de nuestros más representativos poetas en el orden de lo nacional. Es decir, en el orden de la expresión de los valores que tipifican lo “nacional” nuestro. Yo creo que Bello es el primero y el más antiguo de nuestros grandes poetas nacionales. Su poesía expresa lo nuestro con un sentido de profundidad verdaderamente vatídica. Aún más, Venezuela, como valor consustanciado con el propio espíritu del poeta, sirvió a ello de numen distante. Desde la brumosa Londres gustó a sus anchas de nuestro luminoso paisaje. En las tardes sin luz de la city, él se sentía abrumado en lo interior por el sol quemante del trópico. Era el poeta que sabía evocar. El Poeta.
Pudiera tenerse como el mejor de Venezuela aquel poeta que llegue a las más altas cumbres de la creación ecuménica. Pero para ser considerado “poeta nacional” es requerido que exprese un nexo profundo con el alma del país y con su vario paisaje (Andrés Eloy Blanco, por ejemplo). Es también “nacional” el poeta cuyas poesías hayan sido adaptadas por la voz y por la memoria del pueblo (Ezequiel Bujanda y Andrés Mata, pongamos por caso.) Todo el contenido creador de nuestro paisaje lo elevó Bello a altitudes de sublime espiritualidad. Renovador de la poesía didascálica, tomó la naturaleza tropical como idónea tribuna. Fue el poeta que supo evocar. Fue el Poeta.
Pie obligado para todo tema que se relacione con la exuberancia de nuestra zona tropical, en Bello hallamos la más acabada pintura del guineo, plátano, banano o cambure1, que para el caso es la misma Musa.
Y para ti el banano
Desmaya el peso de su dulce carga:
El banano, primero
De cuantos concedió bellos presentes
Providencia a las gentes
Del ecuador feliz con mano larga.
No ya de humanas artes obligado
El premio rinde opimo,
No es a la podadera, no al arado
Deudor de su racimo;
Escasa industria bástale, cual puede
Hurtar a sus fatigas mano esclava;
Crece veloz, y cuando exhausto acaba,
Adulta prole en tomo le sucede.
En el ámbito sonoro de estos pocos versos, el maestro inmortal pintó la generosidad de la planta y pintó lo parvo del esfuerzo que pide su cultivo. El trópico lo recibió como espléndido regalo de manos del fraile dominico Tomás de Berlanga, quien, desde Canarias, lo llevó a Santo Domingo en 1516. Lo recibió con la risa luminosa de sus soles y luego hizo más grato el fruto, en gracia de su fuerza fecundante. Dio el banano o cambure alimento al esclavo. Pan sin nobleza, se le sirvió fuera de manteles. Y así como ayudó a mantener la fuerza física del antiguo siervo, ha dado, también, su amistad al hombre sin tierra que, con la venia del amo, puede arrimar unos “hijos” a la vera de la acequia cantarina. Planta opulenta que da generoso pan a la peonada, y cuando seca, ofrece pleitas para tejer la humilde estera donde descansa el fatigado labrador. Donde crece no hay hambre. En mirándola, el hombre puede olvidar las preocupaciones del trabajo y vivir sin hilar, como los lirios del Evangelio.
Depons le da por ello la gracia de mantener el hartazgo que afamaba en Europa al pan de las Indias. Todo lo del banano es útil: la hoja, que entre sus muchos usos tiene el de sazonar la hallaca multisápida; la concha que sirve para abonar la tierra y alimentar cerdos; la cepa y la cáscara, aprovechadas como excelente forraje y aun como materia textil; en fin: el fruto, diverso y vario en gustos y colores, ora aprovechado como pan, ora como recado de olla, ora como finísima golosina, digna de cardenalicias mesas.
Nada pide para su cultivo. Es fruto ubérrimo que devuelve el ciento por uno. Se parece a esos Bancos donde, con poca moneda inicial, se concluye haciendo reparto de fabulosos dividendos. Entre nosotros, así ocurra que para pagar hoy un plátano haya de recortarse el diario, la agricultura del banano y su distribución en ciudades han sido vistas con indiferencia. Actualmente, el general José Rafael Gabaldón estudia un plan de distribución de bananos que puede abaratar la dieta del pueblo. Si Gabaldón no fuera un romántico empedernido e incurable, se asociaría con algún gringo e hincharía de plata. Pero Gabaldón es persona decente, que prefiere el hambre a la claudicación.
En los climas donde no se le cultiva, el banano tiene precio y aprecio. En Estados Unidos, Canadá, Inglaterra y Escandinavia es fruta de primera calidad, cuidado si de mayor estima que las manzanas y las peras. Esto ha hecho del comercio internacional del banano uno de los más pingües negocios. A la par del café, se le ha llamado “oro verde”. Vaccaro Brothers, la Cuyamal Fruit Company, la Atlanta Fruit Company, la United Fruit Company, han jugado un papel predominante en las finanzas del Caribe. Estos trusts, hoy reducidos al poderoso pulpo de la United Fruit, han sido los brujos malévolos de la política de Centroamérica.
Hay el “imperio del banano”, como existen el “imperio del petróleo” y el “imperio del hierro”. El Imperio del Banano es el título del libro publicado en 1935 por Ch. D. Kepner, Jr. y J. H. Soothill, traducido al castellano en 1949. En él se desnuda la sutil, rastrera y corruptora política de los monopolizadores del banano en la hoya del Caribe. Centroamérica, especialmente, ha sido teatro del feroz gangsterismo de los bananeros, en quienes parece que superviviese el linaje esclavista de Walker. Cuando Sam Samurray, presidente de la Cuyamal, se vio desairado por el licenciado Estrada Cabrera, en relación con unas concesiones de tierras para siembra del banano a las márgenes del río Motagua, se pasó a Tegucigalpa, y obtuvo, bajo títulos hondureños, derechos de explotación sobre las tierras anteriormente solicitadas en Guatemala.
De allí derivó una guerra entre ambos países. Toda la historia centroamericana de fines del pasado y todo este siglo está orientada por los intereses bananeros. Con la plata del banano se han comprado fusiles, machetes, senadores, diputados, jueces, coroneles y cabos. (El actual Gobierno guatemalteco ha apoyado a los obreros contra la voracidad del pulpo frutero, y ya el Departamento de Estado lo calificó de comunista.)
Estudiar el secreto del monopolio es harto complicado. Entran en juego mil factores, de ellos el principal el del transporte, tanto terrestre como marítimo. El Gobierno les hace concesiones que ponen en sus manos la suerte de los sembradores. En un contrato costarricense figuró la siguiente estipulación: “Todos los plantíos de bananos y las propiedades bananeras pertenecientes a cualquier otra persona o compañías o empresas quedarán incluidos bajo los anteriores términos”. Si la United Fruit necesitaba quebrantar el derecho de propiedad garantizado por la Constitución costarricense, allí estaban los complacientes diputados y los alegres abogados de que tanto ha hablado el maestro García Monge.
Dos veces ha fracasado la United Fruit Company en sus intentos de meterse en Venezuela. Cuando se asume una responsabilidad (y es bastante la de oponerse al imperialismo), se puede faltar a la modestia. En las dos oportunidades que fracasaron los propósitos de la Frutera yo puse mi pequeña ayuda obstruccionista. Por ello, cuando fui ministro en Costa Rica era el único diplomático a quien mister Chittenden, gerente de la United en San José, dejaba siempre de invitar a sus continuos y suntuosos festines.
Plátano, banano, cambure. Variedades de la misma Musa. Todas fáciles de crecer y fáciles también para enriquecer a sus explotadores y distribuidores. Por ello, entre nosotros el vocablo cambure ha adquirido un valor nuevo. Todos, plátano, banano y cambure, parecen ser la negación de la antigua sentencia griega que enseña cómo, “antes del triunfo, los dioses pusieron el sudor”. El cambure es la negación del sudor. Sin ningún esfuerzo se le logra. Es sinónimo de regalo, de facilidad, de sinecura. Hoy se da al cargo burocrático en general el nombre de “cambure”. Ello obedece a un proceso de extensión sufrido por el primitivo valor metafórico de la palabra. Se llamó inicialmente “cambure” al cargo sin trabajo, a la canonjía, a la gabela. En su original connotación no entraba la noción de esfuerzo sino la noción de ocio. Cuando el burocratismo creció desmesuradamente con fines de demagogia y de proselitismo político, la mayoría de los viejos cargos de gestión se multiplicaron, como los hijos del banano, y se convirtieron en verdaderos “cambures”. El Presupuesto Público se llamó desde entonces la “fronda musácea”. A su abrigo el hombre venezolano se tendió indolente para acumular sin trabajo. Y como la dotación de los cargos creció a manera de columna de mercurio en tarde de agosto, el “no hacer” se convirtió en “hacer”. Con “buscarse un buen cambure” el problema estuvo resuelto2.
He aquí la gran consigna de trabajo de un país que clama por el esfuerzo tenaz de todos sus hijos. Un país que debiera convertir en días las noches para trabajar por su destino. Y la mata de cambure, del mismo modo como esteriliza el suelo, ha esterilizado y desviado la voluntad cívica del venezolano. Al amor del sombroso cambure nos hemos echado a dormir. Toda otra carrera fue sobrepujada por la carrera de “asegurar el cambure”. Aquí, allá, fácilmente o a cualquier costo, el venezolano ha de tener un “cambure”. Cambure de presupuesto o cambure de comisión. Por ello, mientras se abandona el suelo, mientras todo escasea, el bananal del Gobierno crece sin medida. Al cambure de la Administración pública “escasa industria bástale”, como del banano generoso dice el maestro.- Con él crecen todas las posibilidades de gastar. El hace fácil el camino de la abacería, donde el sueldo se convierte en agricultura enlatada, procedente de Estados Unidos. El “cambure” es una de las fórmulas diabólicas de que los socios de los reyes del petróleo se valen para que el oro regrese a su lugar de origen. Lejos de convertirse en sueldos y despilfarras el dinero que nos da nuestro petróleo, debió convertirse en instrumentos de permanente riqueza nacional. Lejos de haberlo regado como sustancia esterilizadora sobre nuestro antes humífero suelo, debimos propender a obras que hicieran duradero nuestro progreso. Hoy, si falta pan y falta carne, los altos sueldos y los salarios estirados permiten adquirir potes extranjeros.
Inútil fue mi esfuerzo por detener la entrada en Venezuela de la United Fruit Company. El imperialismo parece invencible. Para eso están los finos negociantes que saben llevarse no los verdes cambures, sino los verdes cheques que compramos con el dinero que nos da nuestro petróleo, para pagar el pan nuestro de cada día.
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Responso a la vieja pulpería nacional
Desde que leí en los deliciosos almanaques caraqueños de don Arístides Rojas la etimología que éste da a la voz “pulpería”, la tuve por muy en su puesto. En ella me afiancé definitivamente cuando mi ilustre amigo el profesor Ángel Rosenblat me facilitó su ficha de estudio, que termina, como escribe don Arístides, por decir que Pulpería, corrupción de la palabra Pulquería, se origina de la voz mexicana Pulque, que significa vino sacado de la penca dúAgave (cocuy, cocuiza, etc.). Alderete recogía por 1606 el vocablo como indigenismo que expresa tienda de regatones. Sin embargo, don Julio Calcaño lo hace derivar de la voz Pulpo, dizque por venderse carne de pulpo en las primitivas tiendas de Indias, en las cuales, por el contrario, a la primitiva venta de Pulque, agregaron los incipientes abaceros pan, leña, cacharros, víveres, etc. Nos parece forzada la etimología del ilustre autor de El castellano en Venezuela, seguida por el Diccionario de la Real Academia. (Este nunca se ha esforzado por buscar buen origen a las palabras.) En las pulperías, si hubo pulpo alguna vez, fue el propio pulpero. El jesuita Larramendi hace la voz pulpero correspondiente a la vascuence pulperoa, mas en esto de etimologías hay que tener muy en cuenta que los lingüistas vascos a toda palabra de dudoso origen le propinan un ilustre linaje éuskaro.
La antigua pulpería que en historia caraqueña aparece como tema de remate el año 1595 y cuyos precios eran vigilados por el Municipio, fue el centro de la vida modesta, apacible e independiente de nuestros pueblos, y objeto de imposiciones fiscales desde los tiempos de nuestra dependencia española. Al llegar de vacaciones a mi nativa ciudad de Trujillo, he buscado la vieja pulpería donde ayudé a comprar, cuando muchacho, el diario mantenimiento de la familia. Claro que jamás pensé dar con las mismas pulperías de mi manzana familiar. Estas empezaban en la esquina de El Sol, con la bien abastecida de Jaime Barreto; más al centro, hacia El Matacho, quedaban las pulperías de Mario Arancia y de Juan Mariano Fernández, doblando hacia La Barranca, estaban las pulperías, de productos más cercanos a la huerta, de Bernabé Cos, Julián Isaacura y Miguel Ruza. En todas yo tenía “frutas”. (Las “frutas” era el sistema de acumular las “ñapas”, por medio de granos de arvejas guardados en frascos que servían de caja de ahorros, y los cuales se monetizaban convencionalmente.)
Las pulperías de Trujillo, semejantes a las viejas pulperías y bodegas de toda Venezuela, vendían al menudeo los artículos de la diaria dieta del pueblo. Acompáñeme el lector a penetrar en uno de estos viejos expendios de víveres y vituallas, y seguramente encontrará con qué levantar en la imaginación un buen almuerzo. Saludamos al pulpero con sencillas palabras, y mientras nos vende cualquier cosa, le echamos un vistazo a la tienda. En el rincón de la derecha da usted, con toda seguridad, con los atados de “pescado blanco”. Estamos en 1908. El “pescado blanco” viene de Pocó, de La Dificultad, de La Ceiba, de Moporo. Es industria del tiempo de los indios. Castellanos habla del trueque que los indígenas del Lago hacían con los aborígenes de tierra adentro: maíz e hilados, con sal y peje. La base de la dieta del peón trujillano fue la curbina del Lago, conservada al sol y a la sal. Así el pueblo, sin necesidad de caer en los peligrosos alfabetos de la industria vitamínica, tomaba su buena ración de rayos solares al natural. (Hoy la técnica purifica los alimentos: arroz, harina, azúcar, etc. El dietista encuentra que, por carecer de vitaminas, ocasionan el beriberi, entre otros males, y entonces los laboratorios compensan lo que la perfección de la industria ha destruido. En el proceso de desvitaminizar los alimentos para después vitaminizar, por medio de un nuevo proceso capitalista, a los desmejorados enfermos, está la mejor síntesis del destino del hombre de la edad imperialista de la cultura.). Bueno. En el otro rincón exterior de la pulpería tenía usted los atados de “carne seca”, como en Trujillo se llama la cecina o tasajo. La traían de Pampán, en cuyos vecinos pastizales repastaban las reses de Monay. Con la “carne seca” se vendía el “salón de chivo”, procedente de las llanuras de Carora. El pueblo prefería estas carnes a la fresca del matadero. También eran más baratas. Como el “pescado blanco”, las carnes de salazón son ricas en principios vitamínicos, por su larga seca a los rayos solares.
Tenía usted en las pulperías de Trujillo, y en sitio de excelencia, junto al venerable maíz indígena, el gran cajón de las arvejas que dan tipicidad a nuestra dieta regional. Cuando se preguntaba si eran blandas, y en verdad no correspondían a una calidad superior, el pulpero se limitaba a decir: “regular”, a lo que el comprador respondía: “regular son duras”, extraña concordancia generalizada a otros casos, que, escuchada de labios de algún trujillano, hubo de alarmar al profesor Rosenblat. Eran las de Trujillo (las de la Mesa de Esnujaque y el Páramo de Misisí), las mejores arvejas de Venezuela. Así lo reconocían los propios habitantes de los otros dos Estados de la Cordillera. El general Gómez, aficionado como buen tachirense a la rica arveja, prefería en su mesa de Maracay las arvejas trujillanas. Hoy, en Trujillo se come arvejas de Estados Unidos. Así como lo escribo. Arvejas yanquis se dan por alimento al peón trujillano. Muchos se sienten felices con este progreso. Dicen que la nuestra se echó a perder a causa de haber llevado alguien a nuestros páramos semilla de no sé qué demonios, la cual produjo el azote de la “candelilla”. Nadie ha procurado desterrar esta plaga, que a lo mejor la ignoran los servicios de Fitopatología de nuestro laborioso Ministerio de Agricultura y Cría. ¿Se pensó alguna vez en semejante barbaridad? Maíz, arvejas, caraotas, frijoles, arroz, café, papas, cebollas, llenaban los otros cajones de la venta. En las bodegas de menor calidad se expendían cambures, naranjas, apios, yucas, auyamas, plátanos. Todos cosechados en la tierra. Hoy se trae maíz de las Antillas, arroz del Ecuador, papas y lechugas de Estados Unidos, cebollas del Canadá, frijoles de Santo Domingo. Junto con los granos se vendían el papelón y el azúcar. Esta no era bastante blanca, pues los ingenios de Carache y de Valera no la producían muy pura, como tampoco era muy limpia la harina de Santiago, de la Cristalina, del Páramo de las Rosas, que a su lado se expendía. “Las Haciendas de sus oradores son Trapiches de Caña, de que labran mucha azúcar blanca, y prieta… se coge mucho trigo”, decía de Trujillo, por 1764, José Luis de Cisneros en su Descripción exacta de la Provincia de Benezuela, y en su informe de 1721, Pedro José de Olavarriaga, más tarde primer factor de la Guipuzcoana, anotaba que Trujillo proveía el trigo que consumía la antigua provincia de Venezuela. Hoy, en Trujillo, no hay harina, porque, prefiriéndose la del Norte, que “crece” más, por ser pobre de gluten, fueron decayendo los viejos molinos, que daban la harina negra para nuestra sustanciosa acemita. (Hoy el pan negro viene en latas desde los hornos de Nueva York.) Yo vi el molino de don Luis Parilli, entre Las Araujas y San Jacinto. Fue el primer molino moderno montado en la Cordillera y en la exposición andina de 1888, con motivo del centenario de Rangel, merecieron sus harinas la máxima distinción. (Hoy se daría premio a los jugos Yukery.)
También había en la vieja pulpería trujillana la vidriera para la acemita y para el blanco bizcocho. Junto a la vidriera lucía el barril de guarapo, aderezado con conchas de piña. La gente del pueblo y los muchachos tomábamos guarapo y acemita como reconfortante puntal de media tarde. (Yo pedí guarapo en una pulpería de Trujillo y me ofrecieron Coca-Cola.) Usted encontraba también los frascos con huevos, bolas de cacao, el chimó y el azulillo. Todo, todo producido en la tierra. (Los huevos de hoy los traen de Nueva York.) Junto con la vela de esperma, fabricada en Maracaibo con productos importados, a usted le vendían, para la iluminación de la casa pobre, velas de sebo y aceite de coco elaborados en la tierra. De Mérida traían las cargas de confites y los dulces abrillantados. De Boconó y de Carache, y aun de El Tocuyo, los bocadillos y la mantecada. De la Calle Arriba, de la Otra Banda, de Las Araujas, de Hoyo Caliente, eran la manteca de cerdo y los gustosos chicharrones y chorizos. De Pampán y de Carora venían los magníficos quesos duros, mientras de los páramos vecinos bajaban los quesitos blandos, las cuajadas y la mantequilla olorosa a frailejón. ¡Qué iba usted a conseguir cigarrillos Camel o Chesterfield! De Caracas venía el Fama de Cuba, y de Capadare los olorosos puros. En San Jacinto se fabricaba el “niño envuelto”, preferido por el hombre del pueblo.
Había enlatados de fuera, claro que sí, y había también vinos, aceites, pasas, aceitunas, alcaparras, especias y licores que la tierra no daba. La gente de posibles tomaba brandy; la mediana, ron de La Ceiba; el pueblo ingería aguardiente claro, aromatizado con el magníficos anís de Burbusay. Todavía, aun sin anís, se le llama “anisao”.
La pulpería de hace cuarenta años testimoniaba una autarquía alimenticia. Era el reflejo de una Venezuela que no se moría de hambre en el caso de una guerra internacional. Lo sustancial de ella era criollo, en la misma medida en que lo fue durante nuestra dependencia política de España. Era todavía la pulpería tradicional, donde mercaron su diario sustento los hombres que hicieron la guerra de emancipación. En las pulperías de Trujillo era costumbre colocar retratos heroicos. Se miraba en ellas oleografías que representaban el congreso de 1811, cuando se firmaba la independencia. Había retratos de Bolívar, de Sucre y de Miranda. En algunas lucía su gran barba florida el “León de la Cordillera”, general Juan Bautista Araujo. Aquellos cuadros estaban bien en el sitio modesto donde se daba prenda de una efectiva independencia nacional.
Yo busqué en Trujillo la vieja pulpería de mi infancia, en espera de que no hubiera sucumbido por completo como ha sucumbido la pulpería de Caracas. Tenía una esperanza contenida de que la montaña, más conservadora que la costa, hubiese defendido los derechos de la tierra nutricia. No la hallé en Trujillo, donde, como en Caracas, encontré huevos importados, leche Klim, jugos enlatados, lechugas del Norte, alimentos Heinz y toda la flora yanqui transportada en cajas. Entonces la busqué en los pueblos y en los caminos. Montaña arriba, hacia La Sabaneta de San Lázaro, esperé topar con la vieja pulpería rural, toda sabor a tierra alegre. Solazando la mirada en el opulento paisaje lleno de gloria de los montes policromos, mi corazón se anchaba de esperanza. ¿Dónde se verán más amables y más diversos verdes que en esta hermosa vía de montaña, por la cual mi espíritu corría en un vano deseo de lograr una verdadera “vacación de humanidad”? Emprendí el camino lleno de fe en la tierra de mis padres. Cuarenta lagos años hacía que no gozaba aquellos dulcísimos paisajes.
Cuando pasé por ahí en 1910 hice posada donde Nicanora. ¡Qué buenos quesos! ¡Qué rica leche! ¡Qué adobos y qué canes! ¡Qué hermoso café! Claro que Nicanora ya no existe. En el lugar de la vieja casa de paja, rodeada de hortensias y neblina, hay una casa de cinc, donde se me dijo que podía almorzar. Yo bajé del auto lleno de ilusiones nativistas. Pasé al interior, y ¡madre, lo que vi! Una sinfonola eléctrica, una gran nevera y una serie de enlatados yanquis. Vaya usted a pedir una totuma de guarapo de piña allí donde se dan las mejores piñas de la tierra. Eso no se usa ya. Alguien dijo que el guarapo de papelón no es higiénico. Ahora se venden los bebistrajos extranjeros que se llaman Bidú, Coca-Cola, Grapette, Pepsi-Cola y el Diablo que los recuerde todos. Pida usted unos chicharrones, unos chorizos o una modesta arepa con cuajada y le ofrecerán jamoncillo de Chicago, queso Kraft y galletas de soda. Atrévase a pedir un hervido de gallina y le darán una detestable Sopa Continental de pollo y fideos. Sí, señor. Todas las casas, todas las humildes chozas de los caminos de mi antigua heroica provincia, le anuncian a usted Bidú y Sopa Continental. ¡Ah!, y pensar que por aquí mismo, cuando Numa Quevedo inauguró como Presidente de Trujillo este hermoso ramal carretero, el optimista de Luis Ignacio Bastidas, a quien Dios debe haber premiado su confianza en la lealtad de nuestro pueblo a su destino, declaró, con engolada voz, “que era Trujillo la despensa de Maracaibo”. Claro que debiera serlo, pero las ratas destruyeron todas las provisiones y están exhaustos los viejos graneros. Las ratas han socavado, en verdad, los valores materiales y los valores morales que daban fisonomía nacional a nuestro pueblo. Las ratas.
Cambrone resultó un amable niño de pecho ante el grosor de mis palabras. Las dije como para enriquecer el caló de los reprobos. No hay derecho a que uno se tropiece en las recatadas vías que enlazan estos remotos y sanos pueblos del interior, con testimonios tan elocuentes y vergonzosos de la ruina creciente de nuestra nacionalidad.
Rufino Blanco-Fombona, en la justa exaltación de sus argumentos para levantar a Bolívar sobre la fama estirada de San Martín, dijo que la de éste tenía su mejor soporte en las pirámides de trigo que produce la Argentina. Cierto que existe notoria relación entre la interesada propaganda que financian los argentinos y la gloria desmedida de su héroe. Pero el argentino debe sentir liviana la conciencia cívica frente a la gloria antigua de su Historia. La grande nación del sur ha sabido mantener la independencia que le ayudó a conquistar el héroe de Maipú y Chacabuco. Nosotros, en cambio, pese a nuestro exaltado e interesado bolivarianismo y al pueril afán puesto porque los extranjeros se sumen a nuestra vacía laudatoria bolivariana, no hemos sabido defender el derecho que tiene bolívar a seguir prestigiando con su efigie la vieja y humilde pulpería, que hasta ayer dio fe de que habíamos ganado una independencia. Su derecho paternal se ha reducido a que pongan funerarias coronas a sus estatuas y sepulcro y a que saquemos sangre a la palma de nuestras manos, cuando algún “vivo” del Norte se muestre por admirador de su gloria, aunque cobre su admiración con la entrega de un jirón de nuestra dignidad cívica. Una efigie del Liberador entre cajas de avena Quaker, quesos Kraft, conservas Heinz, leche Klim, mazorcas heladas, pollos congelados, chicharrones neoyorquinos, es baldón con que nunca soñó el Padre de la Patria. ¡Que completen su obra los que entregaron los caminos de nuestra independencia interior y que pongan la efigie de Bolívar de cara a la pared. En tal forma la gente del pueblo cree que los santos hacen milagros. Pidamos al Padre de la Patria el milagro de que reviva la vergüenza antigua. Pidámosle que nos deje comprender que no es independiente el pueblo que se ve obligado a recibir su diaria ración de un pueblo fuerte, poderoso y absorbente. Pidámosle que nos ilumine la conciencia en el trance de buscarle en moneda para pagar el precio de nuestra esclavitud. Pidámosle que nos deje ver cómo nuestros bolívares, abundosos en los sótanos de los Bancos, sólo sirven para mantener la alegría que disfraza nuestra desgracia nacional. Jamás pensó el Libertador, que sacrificó todo por asegurar nuestra Independencia -todo, hasta su propia honra de repúblico-, que llegaría a ser burla y sarcasmo su retrato en la tienda donde el pueblo compra el diario mantenimiento.
Sobre el autor
NOTAS
(1) Cambur o cambure son voces con que nuestro pueblo designa esta musácea. Yo aprendí en Occidente a llamarla cambure.
(2) Persona de autoridad me dice que fue primera en aparecer, en el orden político, la frase “cortar el cambure”, como sinónimo de estar mal con el Gobierno, en razón de que se dejaba de cortar los bananales domésticos a quienes tuviesen influencia, cuando Samuel Darío Maldonado, como director de Sanidad, consideró dichas plantas peligrosos depósitos de zancudos (MBI).