literatura venezolana

de hoy y de siempre

Cuentos de Sergio Dahbar

Ene 5, 2023

Viernes

Detrás del cuarto de Verónica había puesto la caja que me interesaba.

No sabía si me encontrarían pero tenía que sacarla antes que alguien se diera cuenta que yo había puesto eso ahí.

Los jueves en la tarde siempre mi tío, los bombones y mi madre con las charlas sobre el país.

Clarita que se ponía colorada cuando tío Agustín le decía linda y entonces se oía el grito de mi padre que ya no podía con el dolor que lo estaba matando poco a poco. Nosotros espiábamos desde el cuarto de Clarita, mi madre poniéndole la bolsa helada y mi tío con los papeles de la casa que no sabía si era hora de eso ya.

Yo siempre tratando de sacar la caja, pero claro, no podía por la gente, los amigos, la chica del club, amiga de mi madre, y toda esa gente dando vueltas como si no conocieran la casa o si… recién llegaran y trataran de encontrar el baño.

Después de las ocho mamá nos dio la cena diciendo que sería una noche bastante difícil, que necesitaba de nuestra cooperación. A las diez ya la situación se había puesto insoportable para papá que me llamaba y con ese último grito excitado con transpiración que lo bañaba y los dolores, me decía que cuide a todo el mundo y me hablaba de los ríos, de esos ríos que habíamos conocido y del cuadro de la abuela Antonia, todo con dolor, tan amargo que no podía aunque quisiera moderme para no sentirme con llanto o culpa. Clarita que no entendía muy bien todo y se reía histérica con tío. Mamá corriendo para hacer sentar a los amigos y explicarles qué pasaba, cómo estaba, qué había dicho el médico y todos los dolores detallados para que a la vez dijeran qué terrible y pusieran cara de lástima; y vos Delia no des el brazo a torcer, mirá que tenés que tener valor porque en estos casos hay que aguantar hasta el final.

Y el café, claro, porque toda esa gente no vino solamente para preguntar por papá que en realidad les importa mucho, claro. Hay que preparar café y oírles decir que el primo de no se dónde también murió de una cosa parecida y ahí uno averigua qué conocen porque toda esa gente es de experiencia. Además el hijo de un amigo que se está por recibir de médico les contó que se está probando una nueva droga para el cáncer, muy efectiva. Y tío acaricia a mamá y la besa dándole valor y la toca y se abrazan mientras ella llora y aprieta y él comprende y acaricia y yo que estoy ahí con ojos de padre, hijo, hermano, nieto, chico, grande y no sé que más salgo al patio buscando el frío y ya amanece, entro en lo de Verónica, busco atrás y llorando saco mi caja con maravillas y en el centro del patio la piso y lloro y muerdo y la hago pedazos y lloro como un loco en el medio justo del amanecer de un viernes.

Gritos aterradores

Espero que mamá no se enoje cuando sepa que le pedí una hoja y un lápiz al señor que está parado en la puerta.

Después de todo yo estaba jugando en casa, con Mauricio y Patricia. No tuvimos que venir aquí muy rápido. Siempre que estoy con ellos pasa algo no podemos terminar lo que estamos haciendo.

Son mis mejores amigos y con ellos juego todo el día en mi casa, aunque a veces tengo que ir a la casa de mi abuela que no me gusta, no me dejan jugar y tengo que andar limpio y bien peinado con Graciela atrás mío que me quiere molestar y no te ensucies la ropa que es la única que tenés hasta que vuelvas a tu casa.

Y tampoco me gusta el señor que vive en el fondo de esa casa vieja que tiene mi abuela con muchas plantas que no podés romper. como me gustaría. o jugar a la pelota pero las begonias o las calas o los crisantemos, enseguida me gritan por hacer lío y le van a decir a mamá, claro porque mi papá hace tiempo que no está, seguramente anda de viaje por ahí.

Estoy sentado en su sillón de madera y en una sala inmensa de donde salen y entran todo el tiempo señores igualitos al que me dio la hoja.

No entiendo qué hacemos aquí. tengo ganas de volver a casa o ir a tomar helados con mamá por el centro y mirar todas las vidrieras de la avenida.

A mí me encanta salir a pasear con ella por todos lados, pero aquí es muy aburrido y no venden ni un caramelo siquiera en todo el edificio.

Cuando mamá salga vamos a jugar a los enfermeros, es un juego lindísimo porque los dos hacemos de enfermeros y cuidamos chicos en un hospital y les enseñamos a cantar. Cuando sea grande seguramente voy a cuidar a muchos y van a ser de verdad y me voy a llevar alguno para mi casa para que se quede conmigo.

Yo no tengo hermano, pero los tengo a Mauricio y Patricia que son lo mismo porque una tarde en el jardín de casa Mauricio trajo una gilette y nos cortamos un pedazo de dedo chico, todos, y nos hicimos muy unidos.

Lo único que me molesta es que a ellos el padre les trae caramelos y juguetes y los lleva al campo y yo nunca lo veo venir a mi papá pero seguramente aparecerá y hará lo mismo conmigo. He visto salir a tanta gente por esa puerta que ya estoy mareado; las ventanas no sirven y se golpean haciendo un ruido loco, y las botas de todos los policías que salen y entran por la misma puerta por donde pasó mamá, de donde de vez en cuando vienen unos gritos aterradores.

Alguien se podía despertar

La ciencia no nos ha enseñado todavía si la locura es o no lo sublime de la inteligencia.- E.A.POE

Me extrañó llegar a casa y descubrir que no había nadie. Estaba todo tranquilo y sólo se oía el ruido de la calle. Aunque de noche ya, recién empezaba a mermar el calor y se calmaba, de a poco, el movimiento de la ciudad.

Deseaba un baño caliente, luego la cama. Había estado estudiando en la universidad desde temprano y va no veía otra cosa que el agua corriendo sobre mi cuerpo.

Coloqué un disco y fui en busca de ropa limpia. La casa aunque vacía, reservaba el calor del día, cuando el sol da de lleno sobre las tejas del techo. Una puntada se había centrado en la espalda y los hombros soportaban el peso del cansancio. Desdoblé un pijama y lo dejé, junto al interior, en el baño. Metiendo la mano a través de la cortina, abrí el agua caliente. Esperé un momento, hasta que el vapor humedeciera las paredes y me desnudé. Los pies estaba hinchados de tanto caminar y pinchazos suaves me mordían las pantorrillas. Cuando corrí la cortina, me encontré con Delia, la señora de la limpieza, colgada del caño de la ducha. Tenía el rostro rígido, esa expresión sofocante de las personas que han dejado de respirar. El nudo de la corbata, que presionaba su cuello, estaba tirante. Como no era muy alta sus pies no llegaban a tocar el piso. Un banco pequeño estaba dado suelta a un costado del espacio que ocupaba la cortina.

Con el cuerpo pegajoso, decidí acostarme. No acostumbraba a hacerlo nunca pero el cansancio me vencía. Con sólo apoyar la cabeza en la almohada quedé dormido.

En la mañana siguiente, con la luz que penetraba por la ventana junto al golpeteo de la persiana veneciana en el marco de madera, me desperté. Sabiendo que no podría bañarme —tendría que hacerlo en la universidad— fui al baño y me lavé la rara. Pude ver por el espejo la corbata de papá, tensa en el caño cromado de la ducha.

Luego de vestirme, desayuné con mis padres. Tuvimos una larga charla sobre lo que sucedía en el mundo, en la cual no estuvimos de acuerdo. Había un increíble pesimismo de su parte y demasiado optimismo de mi lado.

La mañana estaba limpia y unas nubes claras bordeaban el cielo. Aunque extraño para esta época del año, una brisa suave se escapaba por las calles. La neblina cubría los cerros, a lo lejos, cercando la ciudad con una aureola inalcanzable.

Esa semana transcurrió sin mayores novedades, sin exámenes ni tías enfermas. Estudié tranquilamente. Cuando tuve tiempo, traté de alargar algunos relatos inconclusos que llevaba meses sin tocar.

El sábado amaneció lluvioso. En el ambiente había un clima pesado, algo húmedo. Ordené mi cuarto y revisé las fotos del verano pasado cuando Clara todavía significaba algo para mí. Siempre que observaba esas fotos sentía que había dejado parte de mí en esos cuadrados brillantes. Ese instante detenido dentro del papel era inalterable.

Acerqué la máquina a la mesa de mi habitación. El papel se había acabado, así que fui al desván en busca de un block. Prendí la luz, el polvo alcanzaba para cubrir toda la casa. Nada permanecía en orden, ni las lámparas ni los faroles antiguos. Hubiera pensado que era una visión del pasado pero uno podía oler perfectamente las magnolias del patio, además sobre una mesa tallada, con un puñal clavado en el pecho estaba mi hermano. Un hilo de sangre corría sobre su cuerpo. Las manos agarradas al puñal, un puñal de mango niquelado. Sus piernas colgaban como péndulos.

Sobre una mesa de noche había varios blocks amontonados con polvo sobre la cubierta de cartón. Agarré uno y salí del cuarto apagando la luz. El polvo comúnmente me suele provocar estornudos. El día permaneció lluvioso y pálido, con el viento que suele venir de la costa. Quizás por eso me resistí a salir con unos amigos. Desde pequeño paso los días de lluvia en lugares cerrados viendo como, por los vidrios arrugados por las gotas, pasan las horas. Un fin de semana sin mayores acontecimientos que el sabor triste de las tardes solitarias, que el gusto particular de un chocolate o la transparencia de una moneda sobre un cristal opaco.

Por suerte, en la mañana del lunes el sol atravesó las ramas de los árboles penetrando en mi cuarto. Un calor extraño se apoderó de la habitación y creí estar en esos días en que las tardes se alargan hasta nunca acabar.

El café me reanimó totalmente, sacándome los restos de la noche. Después de meter en la mochila varias carpetas, un libro de economía, y el cepillo de dientes, partí hacia la universidad.

Los días se fueron sin llegar a darme cuenta. Un viernes como cualquier otro, llegué a casa pensando en comer algo. Mientras se cocinaba la carne al horno, investigué quién permanecía aún en las habitaciones. Al abrir el cuarto de mis padres, en la oscuridad producida por la falta de iluminación, alcancé a ver los cuerpos abrazados sobre la cama. Algo indicaba una quietud sospechosa, el frasco de pastillas en el piso, una expresión dura en los rostros. Volví a cerrar la puerta. El olor del asado me llamaba desde la cocina. El círculo de luz que se desprendía de la lámpara se diluía en toda la habitación. Cené en silencio, en el atardecer de un día agitado. Mientras acomodaba algunos papeles, decidí partir.

Antes que el sol apareciera por el horizonte de edificios coloqué la máquina de escribir bajo el brazo y salí de casa. Traté de hacer el menor ruido posible, alguien se podía despertar y darse cuenta que me estaba yendo lejos, muy lejos.

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