El amor del hombre pequeñito
A E. M., con gratitud y en homenaje a Edgar Allan Poe, de quien aprendí que era posible amar u odiar una parte del todo.
Yo amo la fuerza del amor del hombre pequeñito, no al hombre pequeñito que deliraba por estar cerca de mí. Eso me daba miedo, verlo buscándome como fuera de sí, vuelto puro temblor por sentir una pasión que no creí jamás poder llegar a despertar en alguien o en nadie. Él amó mis ojos con locura, mejor dicho su forma de observar las cosas alrededor, pero, sobre todo, dentro de mí misma; exacerbó mis primeros poemas, augurándome una vida extraordinaria como mujer y como escritora, aunque después comprendí que en realidad daba lo mismo, que era como tomar una moneda cuyas caras coexisten en una entidad única, de modo inexorable. El hombre pequeñito midió mis destrezas con su don maestro y, por respeto a su devoción desquiciada, tomé distancia en los pocos espacios comunes y en el tiempo. No sé si la razón fuera la que dictaminó un brillante profesor de literatura -vate insuperable por su profundo conocimiento de ella-, la de que yo solía ser “una mujer dada constantemente a la fuga”. Quizás el motivo de su juicio se debía, más bien, al hecho de que no me acomodé a los halagos gastados de un camarada a quien, para mi asombro, escuchaba con beneplácito durante la velada de un congreso literario, tal como se estila en ese tipo de eventos.
Pero, retomando el hilo que aquí me ocupa, pasados muchos años volví a encontrar al hombre pequeñito junto a un hijo que la vida le había regalado. Al apreciar su rostro radiante de padre orgulloso, experimenté un regocijo indescriptible porque, finalmente, mi estimado amigo había prodigado su amor hacia seres sustantivos para su existencia; ahora sí cobraba sentido profesar la hondura de un afecto que había nacido de sus entrañas y no de un ilógico arrebato pese a que ya tocaba los albores de la mediana edad. Mi alma rebosó en gratitud al comprender que nada sucede porque sí, que hay recodos, pasadizos oscuros y confusos, pero también espléndidas rutas con dirección a la dicha donde somos una suerte de dioses hacedores de su propio destino. Toca esperar con paciencia y sobreponerse a los fuegos fatuos, a los pasos en falso, a ser erráticos por la naturaleza misma de nuestra condición humana. Como si fuera cosa de una breve pausa temporal -de un abrir y cerrar de ojos como quien dice-, el hombre pequeñito comentó que volvió a buscarme de nuevo pero sin éxito, pues nunca más logró verme. Entonces tuve el impulso de acercarme y responderle como lo haría una vieja amiga que el azar de las circunstancias le traería de regreso, luego de reconocer que, a fin de cuentas, la fruición por instalarnos en mundos ficcionales era un nexo legítimo que no cabía negar. Aunque yo era otra muy distinta, la expresión de mis ojos -según él- seguía intacta, igual a la de la chica adolescente que le habló de mil sueños sin saber que con eso abría la hendidura de un corazón que, a pesar de haberse roto, conseguiría sanarse.
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Hoffie
El gato que está triste y azul/nunca se olvida… Roberto Carlos
Nunca estuve muy ganada que se diga a la idea de adoptar mascotas, después de haber pasado por la dura experiencia de ver morir a Michi Pochi, nuestro gato querido; a Rubia, una gata cuya imagen se pierde en los rincones de mi memoria de apenas tres años de edad y que –recuerdo- era la favorita de la abuela Ángela; o de la traición de Gata, otro ejemplar que nos resultó ser malagradecida, porque luego de haberla cuidado con el mayor de los esmeros e, incluso, de haber destinado de nuestro peculio familiar una parte para correr con los gastos de su esterilización, al percatarse de que nos cambiábamos de domicilio, decidió la muy ingrata –y en nuestras propias narices- irse a vivir a la casa de los vecinos de enfrente. Tal fuerza de determinación es prueba inequívoca (con muy pocas excepciones) de lo que siempre se ha sabido: que los gatos no se pegan de los dueños sino de las casas y que en esa tónica se gastan sus siete vidas.
Pero ninguno de ellos tres llegó a conquistar, realmente, mi corazón, como sí lo hizo Ágata, la gatica angora cuya foto miraba una y otra vez en la enciclopedia universal que, muchos años después, heredaríamos entre las otras cosas de papá. Era tanto mi deseo de tener una de verdad, viva y palpitante, que acabó por convertirse en mi mascota imaginaria. Esto, por supuesto, tenía sus ventajas, porque me ahorraría así el dolor de que se muriera o de que un día me despertara con la noticia de que se la habían robado.
En resumidas cuentas, llegamos a la conclusión de que gato no es familia y, por eso, a partir de entonces, habíamos aprendido a vivir sin contar con la presencia de afectos complementarios. Loca está una amiga mía a la que parece habérsele incorporado Herodes, porque dentro de su trastorno está convencida de que los animales necesitan ser más cuidados que los niños debido a que estos pueden hablar y decir lo que les duele, mientras que aquellos no.
Sin embargo, sucedió que pasado un buen tiempo y de nuevo mudados a otro edificio y a otro país, llegó Hoffie, un azul ruso más arisco que saludo de artista famoso, sacado –según supe por Santiago, su dueño- de una feria de mascotas en adopción que se realizó aquel día domingo en que apareció, por primera vez. No se puede negar que el paso de Hoffie era elegante, con un aire de prestancia y misterio como nunca antes vi en un gato, rasgo que lo dotaba, sin duda, de su mayor encanto. Lo malo era su obstinada actitud evasiva y nerviosa, producto del maltrato que, quizás, había recibido de manos de sus antiguos dueños. Era lo que inferíamos de su comportamiento, porque no se entendía cómo, luego de tantas dosis de cariño y cobijo familiar, permaneciera en su actitud fría y distante. No obstante, no nos importaba mucho que Hoffie no nos retribuyera el afecto que nosotros le dábamos, pero sí evitar, por todos los medios posibles, su tendencia suicida a pescar alguna ventana abierta para saltar al abismo, pues estamos en un quinto piso y las posibilidades de salvarse son nulas. No sabemos, en verdad, si su arranque se debe al confinamiento en que todos nos mantenemos –humanos y gato- o a otro motivo que mi pobre psicología gatuna no alcanza a precisar.
Sucedió que un mediodía, mientras me encontraba tendiendo la ropa que había lavado, muy cerca del ventanal grande junto a la escalera y de donde Hoffie tiene su casa, me llamó la atención que no se había inmutado por mi presencia cuando me acerqué para colgar los ganchos, aprovechando que a esa hora abre un solecito bueno para ayudar a que el secado sea más rápido (todo un tema acá en Bogotá). Con la mirada petrificada en dirección hacia un alero contiguo a la pared del lado fuera, permanecía el gato impávido, olvidado por completo del contexto. La razón la descubrió mi hija, quien me comentó que ella también lo había sorprendido de ese modo, pero que no era que estaba enfermo ni nada por el estilo, sino que desde días atrás había visto revolotear a un pajarito que lo tenía obsesionado, tanto como mi Ágata imaginaria a mí a pesar de que, de vuelta a la cordura, he entendido que –a decir verdad- no me gustan los gatos, aunque sí tenemos en común el apego al desapego.
El resto de los días en que Hoffie se ha visto obligado a sufrir esta convivencia, no he hecho nada más salvo que su vida siga transcurriendo tan apacible como se pueda, evitándole encuentros desagradables de ningún tipo (sobre todo, los cercanos). A veces, cuando baja la guardia y se descuida, aprovecho el momento para sacarle fotografías donde su tedio, su pavor y lo que se reserve de sentimientos encontrados queden capturados, por siempre, junto con esta prosopografía que he escrito para una tarea que la niña debe subir a la plataforma antes de la medianoche. En el interín, le concedo cortos recesos para que disfrute de sus aventuras infantiles o intente ganarse, una vez más, el cariño del protagonista arisco que nos deja a todos azules, haciéndole honor a su especie.