Danza de los muertos
A doña Lastenia Larriva de Llona
Todo valle será alzado y todo monte o
collado será abatido, y lo torcido se enderezará,
y lo áspero será caminos llanos.
Isaías Profecías.
I
Yo, Stargiro, había aprendido a tocar la lira de siete cuerdas bajo los muros de Tebas; y a mi canto se alegraban las campiñas griegas, y las ninfas bailaban coronadas de flores y de yedra, desplegando las gracias del amor. Y yo acompañaba siempre a Miguel Paleólogo, emperador de Oriente, porque la armonía de mi lira y la dulzura de mis versos distraían los pensamientos de muerte y regocijaban el corazón implacable del pérfido tirano.
Era el año de 1282. Recuerdos terribles se me agolpan a la mente y siento el corazón como si despertase de angustiosa pesadilla, porque crímenes llenos de infamia y acontecimientos sobrenaturales habían conmovido extraordinariamente mi pecho y perturbado mis facultades intelectuales durante esa época de terror y de sangre.
Cosas hay que parecen sueños de imaginaciones enfermas; mas el que no tenga fe que no crea y viva rodeado de tinieblas. El que tenga ojos que vea, y el que tenga oídos que oiga, y el que tenga pensamiento que medite y aprenda de las enseñanzas de la historia, pues cosas he visto que hacen temblar las carnes y enloquecen el espíritu. Y todo porque los cantos del descendiente terrible del incestuoso Edipo habían venido infiltrando en las multitudes la corrupción y la anarquía.
Dos años antes de los hechos sangrientos y misteriosos que voy a relatar, Juan de Prócida había sido despojado de sus dominios por Carlos de Anjou; y como este levantase pendones para apoderarse de la Sicilia, Juan de Prócida dio avisos a Miguel Paleólogo. Y Miguel Paleólogo juró tremenda venganza en contra del francés, y por espacio de dos años tejió en la sombra del misterio los hilos de odiosa trama, arrastrando poderosos ejércitos y preparando en ira el corazón del pueblo —siempre celoso e impresionable— para la horrible matanza.
Miguel Paleólogo y Juan de Prócida esperaban un pretexto que hiciera estallar las pasiones que bullían ya en las multitudes de las ciudades; y como la víspera del día de Pascuas de ese año fatal dos o tres soldados franceses ofendiesen en Palermo el decoro de una dama noble —la joven Paula—, los conjurados hicieron oír el grito de una venganza que había de hacer estremecer al universo.
La campana sagrada que debía tocar la víspera de Pascuas tocó lúgubremente a degüello en el silencio de la noche, y ocho mil cabezas francesas cayeron bajo el hierro del pueblo colérico, sediento de sangre y de exterminio. Las alas de la desolación y de la muerte se desplegaron, y la ciudad quedó como vasto cementerio; y el viento soplaba triste y frío sobre los muros de mármol, cargado de gemidos lastimeros y fantásticos; y durante muchos días los carros de los sepultureros estuvieron recogiendo los cadáveres de los franceses, horriblemente defigurados; y recogieron también el cadáver de la joven Paula y los de otras nobles damas de Palermo, muertas en la embriaguez de la matanza, a los pórticos de los templos.
Italia se cubrió el rostro avergonzada y Francia se vistió del color de las sombras de la noche. Pero bárbaro regocijo, como viento eléctrico soplado del Orco, atravesó el Oriente del uno al otro extremo. Mas yo, Stargiro, que había bebido en el vaso de oro de los profetas, recordé aquellas palabras del Evangelio de San Mateo: “¡Ay del mundo por los escándalos! Porque necesario es que vengan escándalos; mas, ¡ay de aquel hombre por quien viene el escándalo!”
Y vestí de crespón la lira de siete cuerdas, coroné mi frente de flores pálidas, tomé las sandalias del peregrino, y me fui a las soledades porque mi corazón estaba lleno de tristeza. Y canté, y mi canto resonó como una lamentación en medio del desierto. Y oí que de las concavidades del viento brotaban profundos gemidos, quejas lastimeras, ayes de muerte; y me estremecí de horror, porque percibí sombras inultas que vagaban como nubes siniestras de invierno; y vi que el cielo de Oriente estaba cubierto de rojos arreboles que anunciaban la tempestad.
II
Y sucedió que Miguel Paleólogo, emperador de Oriente, libre ya —por medio del crimen de sus numerosos rivales— levanta banderas y marcha en son de guerra en contra del príncipe de Tesalia, llevando de refuerzo hordas tumultuosas de tártaros, que como chacales vivían de la sangre y el botín.
La presencia de los tártaros, soberbios e insubordinados, llenaba de inquietud el corazón de Miguel Paleólogo, pero lo cierto era que el alma del emperador sufría bajo el látigo de la conciencia. Y por ello, anhelando ahogar sus terrores en el delirio de la orgía, llevaba vinos exquisitos de color de púrpura, perfumes de la Arabia, flores de Italia, delicados manjares y hermosísimas griegas de ojos negros y rasgados.
Los tártaros ardían en sed de combate y atronaban el viento con gritos salva jes. Parecían leones que rugen y escarban la arena para caer sobre la presa. Pero el emperador sentía el alma cada vez más enferma e hizo alto y alzó su regia tienda en medio de los campos, y llenó las ánforas de vino rojo y espumoso como sangre, y pidió música y bailes y cantos y locuras.
La tienda del emperador se iluminó como para los días de gran fiesta, y la música rasgó los aires, y los vasos chocaron con estrépito en el delirio de la embriaguez, y el vino se derramó manchando el pavimento con un color rojo, sombrío, siniestro. Mientras, el viento azotaba las paredes y los tártaros rugían en las afueras, aguardando impacientes la hora del combate.
El emperador estaba sentado en un extremo de la tienda, al frente de la entrada, y cerca de él bebían y reían y cantaban alegres mujeres y la flor de los guerreros del Oriente. Mas yo estaba silencioso y triste, presintiendo algo lleno de misterio, y hallando pesado el aire que respiraba. Y veía que la risa del emperador —cada vez más pálido— era una risa forzada; y que el rostro de los convidados, ebrios ya y que bebían y cantaban como arrastrados por la voluntad del emperador, palidecía y diafanizaba por instantes a la luz de los hachones que fulguraban siniestramente.
Había algo todavía más terrible en medio de aquella escena lúgubre como un festín mortuorio. En la sombra formada por el sitial y el cuerpo del emperador se alzaba una figura de mujer pálida, indefinible, vaporosa, envuelta en una larga clámide virginal y viéndome fijamente con una mirada magnética, que resplandecía en la oscuridad vaga que la circundaba como una niebla extraña. Y nadie parecía haber advertido su presencia; ni yo había visto entrar a aquella mujer, cuya actitud y silencio me llenaban de pavor.
—¡Stargiro! —exclamó de improviso el emperador—, he aquí que estás más pálido que la rosa marchita; y cualquiera diría que estabas pensando en la región de las sombras. ¡Ea, Stargiro, despierta y canta que tu lira es digna de los dioses!
Y en tanto que el emperador apuraba el vino rojo que le manchaba la larga barba, ya blanca por el tiempo y el dolor, tomé la lira y canté lúgubremente —como impulsado por un genio invisible— las estrofas de Eurípides lamentando el suplicio de Prometeo.
—Calla —dijo el emperador con angustia—, ¡parece que mis tártaros tienen hambre de carne humana y sed de sangre! ¡Silencio, fieras, silencio! Mas, ¿a qué esos cantos de desesperación, ¡oh, Stargiro!, cuando el vino purpúreo se derrama en medio de la orgía y mis leones rugen ansiosos de exterminio?
Y el ruido se acrecentaba cada vez más poderoso y fantástico.
Y a un soplo helado que circuló por la tienda, algunos hachones chisporrotearon y se apagaron, y la llama de los restantes tomó un color azulado como de lámparas funerarias.
Y la mujer misteriosa se me acercó con lentitud, sin que nadie más al parecer la sintiera, y oí que me dijo con imperio:
—El emperador está alegre; toca la danza de los muertos.
Y me estremecí, y me puse de pie dominado por un terror invencible, escapándoseme la lira, que rodó por el pavimento dejando oír notas fantásticas y terribles que hicieron estremecerse a todos los circunstantes.
—¿Qué es eso?, ¿qué es eso? —exclamó espantado el emperador.
Y en medio de un silencio mortal, la mujer misteriosa tomó a su vez la lira y principió a tocar una música desconocida, llena de armonías rápidas y broncas que semejaban una creación de la locura. Las puertas se abrieron de súbito y hordas de tártaros penetraron con violencia y algazara, y tártaros y mujeres se pusieron a bailar y a cantar con una alegría infernal aquella música extraña.
Y descolorido ya y tembloroso, me estremecí de horror porque vi que los que bailaban se desvanecían como sombras de otro mundo, como habitantes de las regiones desconocidas; que el emperador estaba muerto, tendido a lo largo de su sitial. Y que aquella voz que me había hablado y aquellas facciones de la mujer misteriosa eran las de la joven Paula, muerta en la horrible matanza de las vísperas sicilianas.
Me lancé desatentado a los campos, corrí a la ciudad, penetré en mis habitaciones y durante mucho tiempo no volví a tocar la lira de siete cuerdas. Y en las noches mantuve siempre mi palacio espléndidamente iluminado, porque mi propia sombra me llenaba de espanto.
***
El sello maldito
I
Cuando yo salía de la casa de Joram Hubert, tambaleaba como un ebrio, loco de dolor, de soberbia y de vergüenza, sintiéndome herido en lo más vivo de mi orgullo. ¡Infame yanqui! ¡Con que yo no podía casarme con Edwina! ¡Conque él no podía darme su hija en matrimonio, porque yo no era más que un pelagatos, un hombre que no tenía sobre qué caerse muerto…! ¡Pelagatos! ¡Yo, Reinaldo Castro, un pelagatos!
Aquella palabra era una serpiente que me mordía en el corazón. ¡Desgraciados los que se dejan seducir y embriagar por el vino de las pasiones! Mi orgullo, rebelado como el ángel de la leyenda, se había sobrepuesto a todo y me retorcía el corazón impulsándome a la venganza. Olvidé a Edwina, olvidé mi amor, lo olvidé todo; y no anhelaba más que oro y oro para insultar con mi fausto y mi pompa la fatal ambición de aquel viejo Joram Hubert, cuyas palabras serpenteaban a mi vista en el espacio como lenguas de fuego. ¡Pelagatos!
En el delirio de mi dolor, caminé a la ventura, me encontré fuera de la ciudad, en la soledad de los campos; y me senté desesperado sobre una pena, a orillas del río, y oculté mi rostro entre las manos.
El sol caía. La majestuosa soledad de aquellos campos, el silencio interrumpido por las aguas del río y por el viento de la tarde, que agitando suavemente las hojas de los árboles venía a refrescar poco a poco mis sienes, reanimaron mi pensamiento haciéndome ver mi verdadera situación, y lloré con amargura.
Pero mi alivio fue pasajero porque mi dolor era muy grande; y arrastrado al fin por la vehemente ambición que el orgullo había despertado en mi alma, pensé en Satanás.
Yo sabía que Pedro el Venerable y el prior Guillermo Edeline habían declarado haberle visto. Sabía que muchas mujeres se habían acusado de haberle tenido por amante, que el mariscal de Trivulce murió de terror combatiendo espada en mano con los diablos que llenaban su aposento, y que solo él veía; pero yo no había podido creer nunca en Satanás. Locos, locos, ¿dónde está Satanás? Y mis lágrimas corrieron de nuevo y quedé sumido en profundo estupor. De improviso sentí dos ligeros golpes en mis espaldas y me incorporé lleno de asombro, porque no había sentido el menor ruido cerca de mí.
En mi presencia estaba un hombre vestido de negro, de pequeña estatura, muy bien formado, muy hermoso; pero extremadamente pálido, con una mirada que me fascinaba y desplegando una sonrisa de benevolencia. Desvié mi vista de la suya y permanecí inmóvil, clavado, sin acertar a pronunciar una palabra, y sentí algo como un escalofrío por todo mi cuerpo. Aquella situación era muy extraña para mí, porque no alcanzaba a comprenderla. El hombre vestido de negro se sonrió de una manera visible, y me dijo con mucha finura:
—Lo he visto a usted llorando y puedo jurarle que en mi vida he visto lágrimas más puras y hermosas. Usted tiene un verdadero tesoro.
—¿Cómo?… —exclamé con terror.
—Digo que usted tiene un tesoro en esas lágrimas y estoy dispuesto a comprárselas. ¿Qué necesita usted?, ¿qué desea?
—Oro, oro, mucho oro —murmuré sin saber lo que decía.
—Pues si no es más que eso —me dijo—, yo le daré lo que quiera. ¿Quiere usted la mandrágora, el escudo del ladrón, la bolsa de Fortunatus y de Pedro Schlemihl?
—¡Mentira! —exclamé, chocando diente con diente—, esos son cuentos fantásticos, delirios de imaginaciones enfermas…
Y alcé la vista para ver a aquel hombre que me parecía un loco extraño a pesar del terror que me poseía, pero tuve que desviarla prontamente porque era imposible sostener aquella mirada. Sentía que la cabeza se me perdía en un caos y el corazón me temblaba, y mis piernas flaqueaban como si el frío de la muerte me invadiese ya.
—Mi querido señor —me dijo el hombre vestido de negro—, eso nada tiene de maravilloso; son cosas muy naturales obtenidas por medio de la ciencia. Espero que usted se digne hacer el negocio que le propongo.
Y sacando del bolsillo de su frac una pequeña bolsa de cuero negro, agregó:
—¿Me permitirá usted tomar sus lágrimas y aceptar este pequeño obsequio?
—¿Y no quiere usted más nada?
—Más nada.
Le arrebaté la bolsa con un movimiento maquinal, súbito, increíble en el estado de postración en que me encontraba. Él se me acercó, puso un dedo de su mano izquierda en mi frente, pasó rápidamente la diestra por delante de mis ojos, como si cogiera algo volátil, aéreo; un insecto, un gas, qué sé yo, y caí desmayado sintiendo una conmoción mortal en todo mi ser. Cuando volví en mí, el hombre había desaparecido; pero de la bolsa mágica sacaba yo, con una impresión desconocida de gozo y de espanto, puñados de oro cuyo sonido al caer en la arena me estremecía.
Yo estaba como trastornado. El corazón me latía con violencia, la sangre se me subía ardiendo a la frente y mis extremidades estaban heladas. ¿Era un sueño? Me palpaba y me sentía vivir. ¿Era mío todo aquel oro? ¿Mía la bolsa encantada? Yo la tenía en mis manos y de ella sacaba piezas relucientes del oro más puro, de todas formas y tamaños.
¡Ah!, mis sueños se realizaban; podía ya castigar las viles pasiones y el insulto audaz de Joram Hubert. Como sucede con todas las pasiones violentas, aquella pasión del orgullo, apoderándose fatalmente de mi corazón y de mi mente, había ahogado en mi alma todo otro sentimiento, todo otro anhelo. No quedaba más que el de humillar al hombre que me había herido en el alma. Lleno de satánico gozo, tomé el camino de la ciudad y me dirigí a la casa de Joram Hubert.
La noche era oscura y el reloj de la catedral y las campanas de los demás templos daban lenta y tristemente las nueve de la noche. Uno que otro transeúnte atravesaba las calles silenciosas. Cuando llegué a las puertas de la casa de Joram Hubert —que estaba abierta—, penetré resueltamente hasta la sala de recibo.
Joram Hubert estaba solo en ella, en un sillón, al lado de una mesa en la cual ardía una lámpara, y leyendo en un enorme libraco que descansaba en sus rodillas. Parecía un viejo rabino, escapado de la hoguera, comentando el Talmud. Al sentir mis pasos, levantó la cabeza y suspendiéndose los anteojos se queda viéndome con asombro y disgusto. En aquella mirada me pareció leer distintamente estas atroces palabras: “¡Eh!, ¡eh! ¡Aquí está otra vez el pelagatos!”. Y me sonreí con malignidad.
—¡Toma —le dije—, tú has querido oro, toma, come oro, bebe oro, hártate de oro!
Y vacié mis bolsillos: saqué, saqué oro de aquella bolsa mágica hasta formar pilones inmensos. Luego, terrible, porque me había ido irritando por grados; lancé una carcajada pavorosa y di un soberbio puntapié a uno de aquellos pilones de oro, cuyas monedas se elevaron y cayeron rodando con un ruido siniestro.
Joram Hubert me miraba lleno de espanto y de terror, acurrucado en el sillón, con los ojos salientes, la lengua afuera y el semblante cadavérico. Edwina salió corriendo al estrépito de las monedas, pero al verme se detuvo, se asió a la cruz de oro que pendía de su cuello y lanzó un grito agudo, exclamando con voz ahogada:
—¡Huye!, ¡huye! ¡Estás maldito, maldito! ¡Oh, la frente!
Y cayó de rodillas. Volví los ojos a un espejo que me quedaba cercano y me estremecí y hui despavorido. Había visto mi semblante intensamente pálido; en mi frente, en el lugar en que el hombre vestido de negro me había tocado, lucía una pequeñísima estrella que despedía rayos fatídicos. ¡Horrible noche de terror!, ¡horrible!, ¡horrible!
II
Pasé aquella noche víctima de impresiones mortales, incorporándome sobresaltado a cada instante, desvelado, necesitando llorar para desahogar mi pecho de un dolor sobrehumano y sin encontrar una sola lágrima en mis ojos. Al fin lució la aurora. ¿Era una pesadilla fatal todo lo que me había acontecido?
El espejo me dejaba ver mi rostro cadavérico y en mi frente, en la cual no brillaba ya aquella luz fatal, advertí con terror una estrella negra, como un lunar imperceptible. La toqué, la froté, y al frotarla observé que despedía chispas luminosas. Me cogí la cabeza con desesperación, grité, me exalté y observé que con mi exaltación crecía el brillo de aquel sello fatal. ¡Y no podía llorar!
Es decir, ¡exclamé frenético que Satanás existe! Y cogí la Biblia para buscar aquella caída de los ángeles que yo nunca había leído ni alcanzaba a comprender. El Génesis no decía ni una sola palabra de esa falsa rebelión ni de caída de los ángeles.
La Biblia solo llama ángeles a los enviados de Dios, y el salmista dice: “Señor, tú haces tus ángeles, de las tempestades; y tus ministros, de los fuegos rápidos”. E Isaías: “¿Cómo caíste despeñada al suelo, estrella luminosa de la mañana?”. Y el mismo Jesucristo: “Yo he visto a Satanás caer del cielo como el rayo”. ¡Es decir que Satanás es una fuerza de la naturaleza, un enviado de Dios, una luz, un ruido, la electricidad, el fósforo, que obra sobre el hombre sirviendo a los fines inescrutables de Dios?
La Biblia no me decía más y recurrí a la ciencia. La ciencia y todos los hombres de la ciencia me gritaron que era impía, blasfema, sacrílega: esa monstruosa personificación del espíritu del mal, que han creado los ignorantes y que ha dado tantas armas a los enemigos de la religión del Crucificado.
Y un sabio, uno de los sacerdotes de las ciencias ocultas, Eliphas Lévi, me dijo al oído:
—No creas en esa personificación del espíritu del mal. No creas en ese ángel bastante altivo para juzgarse Dios, bastante valeroso para comprar la independencia al precio de una eternidad de suplicios, bastante bello para haber podido adorarse en plena luz divina, en presencia de la belleza infinita de Dios; bastante fuerte para reinar todavía en medio de las tinieblas y del dolor, y para hacerse un trono de su inextinguible hoguera.
No creas en ese supuesto héroe de las eternidades tenebrosas, calumniado de fealdad, disfrazado con cuernos y garras. No creas en ese rey del mal, como si el mal fuese un reino. En ese diablo
más inteligente que los hombres de talento, que temen sus decepciones. En esa luz negra, en esas tinieblas que ven. En ese poder que Dios no ha querido y que una criatura caída no ha podido crear. En ese príncipe de la anarquía, servido por una jerarquía de espíritus puros. En ese maldito de Dios que, como está Dios en la tierra, en todas partes estaría; y más visible, más presente al mayor número, mejor servido que Dios mismo.
En ese vencido al cual daría sus hijos el vencedor para que los devorase. En ese artesano de los pecados de la carne, para quien la carne no es nada; y que por consecuencia no sabría ser nada para la carne, si no se le supusiese creador y dueño de ella como Dios. ¡En esa inmensa mentira realizada, personificada, eterna! En esa muerte que no puede morir. En esa blasfemia que el verbo de Dios no haría callar.
En ese envenenador de las almas que Dios toleraría por una contradicción de su poder, y que conservaría entre los instrumentos de su reino como los emperadores romanos habían conservado a Locusta. En ese supliciado siempre vivo para maldecir a su juez y para tener razón en contra de él, suponiendo que jamás habrá de arrepentirse. En ese monstruo aceptado como verdugo por la omnipotencia divina, que, según la expresión de un antiguo escritor católico, puede llamar a Dios el Dios del diablo, ¡presentándose a sí mismo como el diablo de Dios!
¡Oh, quitadnos ese fantasma irreligioso que calumnia la religión, ese ídolo que nos oculta a nuestro Salvador! ¡Abajo el tirano de la mentira! ¡Abajo el Dios del mal de los maniqueos! ¡Abajo el Arimanes de los antiguos idólatras! ¡Viva Dios único y su verbo encarnado Jesucristo, el Salvador del mundo que ha visto a Satanás caer del cielo! ¡Y viva María, la madre divina, que holló la cabeza de la serpiente infernal!
La voz del sabio llegó a mi corazón y me sentí más tranquilo; pero recordé los acontecimientos de aquella noche fatal y me estremecí, y creí escuchar a mis espaldas una carcajada burlona. Me volví lleno de terror, pero no había nadie. Sin duda yo deliraba. Busqué la bolsa, allí estaba. Me vi en el espejo: la estrella estaba en mi frente. Quise llorar y no pude, y permanecí como aletargado mucho tiempo.
III
La fama de mi riqueza se había extendido por toda la ciudad y era el tema obligado de todas las conversaciones: bien que yo fuese muy largo en dádivas, pero tenía la vanidad y el egoísmo de mi fortuna. Mi palacio, de mármol pulido y oro, era la admiración de los curiosos y había sido levantado con una rapidez extraordinaria.
Aquella fachada de delicados encajes, con pilastras que al tocarlas resonaban como vasos de cristal, era el asombro de los mismos arquitectos que la habían fabricado. El oro, las perlas, los brillantes, los brocados, las maderas más exquisitas, los frescos más admirables, los más bellos surtidores de diamante, las flores más raras, los pájaros más vistosos hacían de aquel palacio una maravilla; pero sobre todo el oro, el oro maldito estaba por donde quiera: en la techumbre, en el piso, en las paredes y hasta en las velas, pues yo había hecho fabricar estas con la más rica esperma perla y finísimos polvos de oro.
La pechera y los puños de mi camisa, mi chaleco, mis zapatos, todo mi traje estaba sembrado de brillantes; más que por ostentación, porque no había encontrado otro medio de neutralizar el efecto de aquella estrella, de aquel sello misterioso que despedía rayos de luz siempre que perdía la calma, y que hacía que todos me viesen con terror, llenando mi alma de inauditos sufrimientos.
Así, con aquel lujo espléndido, las invitaciones llovían sobre mí; por lo cual no me causa extrañeza alguna el recibir una amable esquela de la distinguida señora de X, invitándome para un sarao en su casa. Aunque, dicho sea de paso, jamás se había dignado fijar sus hermosos ojos en mi humilde persona antes de que aquel río de oro viniese a darme importancia, celebridad y grandeza.
Sin embargo, nada de esto hacía mi felicidad, pues en medio de mi angustia y mis sobresaltos recordaba con tristeza mi antigua vida tan tranquila, tan llena de compensaciones; mi hogar modesto, mis dulces amores y la paz de mi alma. Quería llorar y no podía, pareciéndome oír entonces la risa burlona del hombre vestido de negro, al cual hubiera querido encontrar de buena gana para deshacer aquel negocio extraño, que me hacía el efecto de una pesadilla insoportable.
IV
Cuando entré a los salones de la señora de X, ya el sarao había principiado. Las damas más hermosas y los más elegantes caballeros de nuestra sociedad ocupaban aquellos salones, lujosamente amueblados, espléndidos de luz, de aromas y armonías.
Las jóvenes bailaban alegremente y bailaba también la señora de X. En los sofás y en los mecedores, las viejas mamás y las viejas verdes comentaban los trajes, las bellezas y las incidencias que ocurrían entre las parejas.
La señora de X se detuvo al pasar cerca de mí, me saludó cariñosamente y se perdió de nuevo en el torbellino del vals. Era una joven viuda encantadora, dulcemente simpática, alta, esbelta, de cutis transparente, de labios bellísimos y de poderosos ojos negros que me causaron una impresión muy parecida al amor.
Tomé asiento en un mecedor sin poder apartar los ojos de la hermosa viuda, que me sonreía como si me diese las gracias. Bailaba con un hombre alto, seco, de largos bigotes, que le hablaba con calor y que de cuando en cuando me dirigía miradas escudriñadoras, que me hacían palidecer porque en aquel semblante creía yo ver a Joram Hubert; pero Joram Hubert transfigurado, como un cadáver que se hubiese levantado de la tumba.
Aquel hombre estaba enamorado de la viuda y apenas me hube sentado me convencí de ello; pero oyendo nombrar no lejos de mí a la señora de X apliqué el oído. Un grupo de jamonas y de mamás se vengaba de las injurias de la edad, ejerciendo la chismografía:
—Mira, Clotilde —dijo una de aquellas amables rezagadas—, ¡qué escote tan vulgar el de la señora X! ¿No te parece algo como un fantasma que deja ver los huesos?
—Verdad, Antonia, pero lo que es el General está vendado.
—¡Qué, niña! —exclamó una bizca de ojos pequeñitos y escondidos—, es que el General está aprendiendo escultura con González y gusta de los modelos. Sin duda quiere cincelar alguna bacante.
En este momento se acercaba la señora de X, conversando graciosamente de brazo con el General. Las adorables comentadoras callaron, sin duda por prudencia, y al pasar la pareja se oyeron claramente algunas palabras:
—¡Es posible! —decía el General admirado.
—Entrego mi corazón al que me traiga mañana una flor de mayo.
—Pero si estamos en diciembre.
—Es un capricho, General, y para el amor no hay nada imposible; como decía usted —repuso la señora de X, riendo con coquetería.
—¿Qué te parece, Antonia?
—Que el General anda en dos pies por gracia de Dios.
—Y que ella se burla de él, ¿no es verdad?
—Pero de uno sé yo, a quien no le sería difícil traerle la flor de mayo.
—¿Cómo así?, ¿y quién es él?
—Reinaldo Castro.
Me estremecí y presté mayor atención. Tan extraña encontraba aquella ocurrencia.
—¿Y quién es ese Reinaldo Castro? —preguntó una nueva interlocutora.
—Jesús, niña, ¿cómo, no le conoces? ¡Se dicen tantas cosas de él!
—¿Ese Reinaldo Castro no es el novio de Edwina Hubert?
—¿Y tú no sabes el drama que ha tenido lugar en esa casa?
—Cuenta, cuenta, “pico de oro”, pues yo solo sé que el tal Castro es riquísimo, que tiene en su jardín las flores más raras, y que sin duda se casará con Edwina porque el viejo Joram Hubert fue encontrado muerto en su sillón, sin saberse cómo ni cuándo murió.
—Pues sabes que Edwina ha muerto loca, acusándose de haber tenido amores con el diablo.
—¡Ave María purísima! ¿Y se acusa a ese hombre de todo eso?
Yo me levanté estremecido, hondamente impresionado y con un disgusto supremo que hasta entonces no había experimentado, porque ignoraba la muerte de aquella pobre niña de quien no había vuelto a acordarme y cuya desgracia había causado involuntariamente. Pero al levantarme me encontré frente a frente con el hombre vestido de negro. Aquella eterna sonrisa se ostentaba en sus labios y en la mano tenía una flor de mayo hermosísima.
—¡Apártate —le dije—, yo no te he pedido flores!
—Pero yo sabía que la necesitabas y te la he traído.
—¡No la necesito, no la quiero —grité frenético—, dame mi tranquilidad y recobra tu bolsa maldita.
El hombre vestido de negro se echó a reír a carcajadas, y me dijo:
—Mira, el General ha desaparecido, pero todo lo que tú quieras —agregó en voz baja— es muy fácil de obtener si me entregas tu alma.
Me estremecí de horror y di un grito. La señora de X y la multitud que me rodeaba huyeron pálidos y trémulos, gritando:
—¡Misericordia, misericordia!
El sello maldito brillaba en mi frente. Arrojando con furia la bolsa mágica al hombre vestido de negro, hui desatentado.
V
¿Adónde iba yo? Abandonado de todos, rechazado por la sociedad como una planta maldita y perseguido sin tregua por aquel hombre fatal vestido de negro, entré poco a poco en mí. Rompiendo con poderosa voluntad las nieblas que ofuscaban mi mente, comprendí la inmensidad de mi infortunio y mi corazón se llenó de arrepentimiento y de tristeza.
El crimen pone su sello fatal sobre la frente de sus escogidos. Con los ojos de mi espíritu abiertos a la luz de la verdad, veía al fin a Satanás en el hombre poseído del espíritu del mal por la embriaguez brutal de las pasiones, y recordaba aquellas sabias palabras de Jesucristo: “El diablo es mentiroso como su padre”. Incliné la frente y con los pies descalzos y el báculo del peregrino, tomé resignado y humilde la vía dolorosa de la expiación. Pero el camino, muy largo, trabajoso y sembrado de espinas, me hacía desfallecer; y el hombre vestido de negro me sonreía brindándome sus brazos para sostenerme:
—Te vuelves loco buscando un fantasma —me decía—, cuando yo puedo abrirte todos los caminos.
Y después de pasar ríos helados cuyo frío penetraba mis huesos, lagos cubiertos de reptiles que hundían en mi cuerpo su acerado colmillo, arenas abrasadoras que quemaban mis plantas; al encontrar obstruido el camino por una inmensa zarza ganchosa, cuyas duras púas se volvían hacia mí cuando quería marchar adelante, me gritó, riendo de una manera satánica:
—No tienes más amigo que yo, y solo yo puedo salvarte.
Pero yo seguía imperturbable mi camino, viendo desgarrarse mis carnes y correr mi sangre. ¡Ay!, ¿hasta cuándo?… Ásperas rocas, inmensos lodazales, médanos profundos fatigaban mis fuerzas, y yo seguía y seguía marchando; pero a medida que marchaba por aquellas soledades, el terreno se hacía más blando, el aire más fresco, la obscuridad menos densa, y cobraba nuevos bríos presintiendo ya cercano el término de mi trabajosa jornada.
Mi corazón no se había engañado. Claridades celestes que iluminaban el horizonte haciéndose cada vez más vivas anunciaban el esplendor de la luz, y el hombre vestido de negro me veía de cuando en cuando, pálido y silencioso.
De en medio de las sombras, de aquella larga noche de expiación, vi alzarse el sol esplendoroso iluminando los campos como un globo de fuego. Los pájaros cantaban, las fuentes corrían mansamente, las flores abrían el cáliz perfumado, y al atavío y al ruido armonioso de la naturaleza vinieron a mezclarse músicas celestes, ruidos sobrenaturales y el brillo mágico de una visión vaporosa que murmuró a mis oídos:
—Yo también te vi llorando y penetré en tu corazón, tendiendo mis alas para protegerte. Sendas escabrosas, espinas implacables, arenas de fuego, hielos mortales, todo ha sido blando para ti porque el amor de la fe no te ha abandonado; Dios te perdona porque tu expiación ha sido larga y dolorosa.
Caí de rodillas y lloré. Y el hombre vestido de negro, deslumbrado también, y conmovido lanzó un ¡ay!, que hizo retemblar las montañas y huyó con un ruido pavoroso, exclamando con desesperación:
—¡Ay! ¡Si yo pudiera amar y llorar!
Cuando levanté la cabeza me encontré ya solo, pero en mi alma reinaba una tranquilidad celestial que jamás ha vuelto a abandonarme.
