Soledad Morillo Belloso
La literatura venezolana, en sus diversas expresiones y momentos históricos, ha sido un reflejo profundo del espíritu nacional. A través de sus autores, el país ha narrado luchas, anhelos, cicatrices, ilusiones y desencantos. Desde sus orígenes, los escritores han sabido captar la complejidad de una nación vibrante y llena de contrastes, dotando sus obras de una sensibilidad que atraviesa generaciones.
Los pioneros de nuestra tradición escribían con el fervor de quien aspira a construir una patria desde la palabra. Eran pensadores comprometidos con el destino colectivo. Es el caso de Andrés Bello, quien no sólo cultivó la poesía y el ensayo, también fue arquitecto del pensamiento latinoamericano. Rómulo Gallegos retrató el conflicto entre modernidad y atraso, civilización y barbarie, en una Venezuela aún en formación. Teresa de la Parra, con una voz femenina adelantada a su época, ofreció una mirada crítica y delicada sobre la sociedad de comienzos del siglo XX. Antonia Palacios reveló con hondura el universo interior de la mujer. Andrés Eloy Blanco fue más que un poeta: encarnó la conciencia popular, la ternura y la justicia. Su obra, marcada por una sensibilidad social profunda, combinó lirismo con humor y compasión hacia los más vulnerables. Con sus versos nos enseñó que escribir es también abrazar al otro, que la belleza puede encontrarse incluso en la dignidad más silenciosa.
Miguel Otero Silva dijo lo que el país necesitaba escuchar, aunque no siempre quisiera hacerlo. Carlos Rangel nos retrató sin adornos, pero con un afecto que no ocultaba su lucidez. Ramos Sucre escribió desde el dolor, con una voz que aún resuena en la melancolía de lo irreparable.
Estos autores escribían desde el corazón de una nación en construcción y siempre adolorida. Sus obras, meditadas y solemnes, empleaban un lenguaje refinado, influido por corrientes europeas pero impregnado de ritmos locales que evocaban el trópico, el llano y la montaña. La literatura era entonces herramienta de formación, vehículo de valores y afirmación cultural.
Hoy, los escritores enfrentan una Venezuela transformada. Muchos han partido, llevando consigo el peso del exilio, la nostalgia y el deseo latente de volver. Otros permanecen, narrando desde una cotidianidad marcada por la incertidumbre, la resistencia y la esperanza. La narrativa actual es más íntima, fragmentada y diversa. Ya no se trata sólo de construir una nación, sino de comprenderla, sobrevivirla y reinventarla.
Autores contemporáneos como Rodrigo Blanco Calderón, Sonia Chocrón, Ana Teresa Torres, Eduardo Sánchez Rugeles, Karina Sainz Borgo y Krina Ber, tantos otros, han sabido encarnar las nuevas voces del país. Sus obras exploran el desasosiego, el desarraigo, la ciudad convulsa, el amor en tiempos difíciles y la memoria como refugio. El lenguaje se ha vuelto más flexible, adoptando formas híbridas, cercanas a la oralidad y a la experiencia cotidiana. Quizás la literatura se ha abierto a otras miradas: hoy escriben quienes antes se sintieron silenciados, y que hoy cuestionan las normas y los dogmas literarios.
Lo que distingue a los escritores de distintas generaciones no es únicamente el contexto, sino la manera en que observan su entorno. Los de antes lo hacían con esperanza fundacional; los de ahora, con una ternura nacida del dolor, pero también con la firme voluntad de seguir narrando y creyendo. Todos comparten una misma vocación: contarnos, contar a Venezuela, comprenderla a través de las palabras y amarla incluso en sus momentos más oscuros.
La literatura venezolana es, en su esencia, un acto de fe. Es la voz de quienes, a pesar de todo, siguen confiando en la belleza, en la memoria y en el poder transformador de las historias. Es un gesto de identidad, una caricia al alma colectiva, una forma de decir: “Aquí estamos, seguimos siendo, seguimos soñando”.
Y en ese gesto —íntimo, profundo, entrañablemente nuestro— reside la grandeza y el poder de los escritores venezolanos.
Más allá de lo estético o lo intelectual, nuestra literatura ha sido una vía para desentrañar al país, enfrentar sus paradojas, celebrar su energía y, sobre todo, reírse de sí misma. Si algo distingue a nuestros autores —de todas las épocas— es su aguda capacidad para observar con mirada crítica, sin perder el humor. La sátira y la jocosidad costumbrista no son adornos: son parte esencial de nuestra tradición narrativa.
Desde los tiempos preindependentistas y republicanos, el humor ha servido para desnudar vicios sociales, jerarquías absurdas, personajes pintorescos y contradicciones del poder. Juan Vicente González, Fermín Toro, Job Pim y José Rafael Pocaterra utilizaron la ironía como bisturí para diseccionar la sociedad, los caudillos, los burócratas y los moralistas de ocasión. En sus relatos, el costumbrismo no era simple descripción: era crítica envuelta en carcajada.
Aquiles Nazoa elevó esta herencia con ternura irreverente y humor popular, convirtiendo lo cotidiano en poesía. Celebró “las cosas más sencillas” —el papagayo, el barquito de papel, el helado de barquilla— y se burló con elegancia de prejuicios, solemnidades vacías y delirios de grandeza. Su obra es un himno a la venezolanidad alegre, contradictoria y profundamente humana.
Incluso en los textos más serios, la sátira aparece como recurso constante. Gallegos, pese a su tono solemne, no escapa a momentos de ironía al retratar personajes que encarnan el atraso, la ignorancia o el oportunismo. En la literatura actual, esta tradición sigue viva. Autores como Alberto Barrera Tyszka, Francisco Suniaga, Federico Vegas, Leonardo Padrón y Mónica Montañés, por sólo mencionar algunos, emplean el sarcasmo como forma de resistencia ante la tragedia, como válvula frente a la crisis, como espejo que revela verdades incómodas. Cabrujas, por su parte, fue un maestro en el arte de enfrentarnos con nosotros mismos a través de sus textos.
La sátira venezolana no es cruel ni cínica: es juguetona, mordaz y profundamente empática. Nos permite reírnos del político corrupto, del vecino entrometido, del funcionario inepto, de nuestra ingenuidad, pero también de nuestras propias manías y esperanzas desmedidas. El humor costumbrista nos ayuda a comprender, a sobrevivir y, en cierta forma, a perdonar.
En tiempos difíciles, el humor ha sido luz. En medio de la censura, la sátira ha sido voz. Y en nuestra literatura, esa voz sigue resonando, capaz de hacernos pensar y razonar mientras nos arranca una sonrisa. Porque si algo sabe el escritor venezolano —de cualquier época— es que la risa también es una forma de amar al país. Y de reclamar.
Nos han enseñado tanto, que no cabe en láminas de PowerPoint ni en cifras. Desde los primeros cronistas hasta los narradores contemporáneos, los escritores venezolanos han sido maestros silenciosos, testigos lúcidos, cómplices en la búsqueda de sentido. Carmen Verde, por ejemplo, nos invita a mirar con profundidad, a descubrir belleza en medio del caos, a confiar en la palabra como herramienta de introspección.
Nos transmitieron historia sin fechas. A través de sus personajes, comprendimos los dilemas de la independencia, las heridas del caudillismo, las promesas rotas de la modernidad. Nos mostraron el alma del llano, el bullicio de la ciudad, la nostalgia del exilio, la alegría del barrio. Nos revelaron que Venezuela no es una sola, sino muchas, y que todas caben en sus páginas.
Nos enseñaron a reírnos de nosotros mismos, a reconocer nuestras contradicciones, nuestros absurdos, nuestras debilidades. Nos demostraron que el humor no es superficial, sino una forma de inteligencia y humanidad. Que reírse del poder es enfrentarlo, y reírse de uno mismo es crecer.
Nos mostraron cómo escuchar voces distintas. Aprendimos a leer lo femenino, lo indígena, lo mestizo, lo migrante. Nos revelaron que la literatura no es privilegio de élites, sino derecho ciudadano. Que cada historia merece ser contada.
Y quizás lo más valioso: nos enseñaron a sentir. Con sus versos, cuentos, novelas, ensayos y columnas, nos permitieron llorar lo que no sabíamos que dolía, amar lo que no sabíamos que faltaba, soñar lo que no sabíamos que era posible. Nos enseñaron que, aunque el país se desmorone, la palabra permanece. Que mientras alguien escriba, habrá quien recuerde, quien imagine, quien resista.
Por eso, los escritores venezolanos no sólo nos instruyeron: nos acompañaron. Y lo siguen haciendo, cada vez que abrimos un libro —aunque sea digital—, cada vez que una frase nos da fuerza para seguir. Porque en sus letras habita nuestra memoria, nuestra identidad y, también, nuestra esperanza.
Escribir es besar a Venezuela con palabras: acariciar su alma con tinta, abrazar sus paisajes en metáforas, susurrarle versos que brotan del corazón. Cada línea nacida del amor por esta tierra es una caricia invisible, un gesto de ternura que se posa sobre sus heridas, sus alegrías y sus contrastes. En ese acto íntimo, la literatura se transforma en un beso que permanece.
A lo largo de su historia, la literatura venezolana ha sido mucho más que expresión estética o reflexión intelectual. Ha servido para comprender el país, enfrentar sus paradojas, celebrar su energía y, sobre todo, reírse de sí misma. Lo que distingue a nuestros escritores —de cualquier época— es su agudeza para observar la realidad con mirada crítica, sin perder la sonrisa. La sátira y el humor costumbrista no son simples recursos: forman parte esencial de nuestra identidad narrativa.
Cuando un escritor venezolano se entrega a la escritura, lo hace con algo más que razón: lo acompaña la memoria de su infancia, el sabor del mango y la guayaba, el rumor de las olas, el canto de los pájaros en el amanecer del llano. Escribir desde, sobre o para Venezuela es un acto de amor profundo, a veces desesperado, otras esperanzado, pero siempre auténtico.
Cada cuento, poema o novela escrita por un venezolano es un beso suspendido en el aire, esperando ser leído, sentido, compartido. Es un gesto íntimo que se vuelve colectivo, porque al narrar a Venezuela, el autor también habla de todos nosotros: de lo que fuimos, lo que somos y lo que aún podemos ser.
Así las cosas, escribir se convierte en una forma de ternura militante. Un modo de resistir sin violencia, de recordar sin rencor, de amar sin condiciones. Porque aunque el país cambie, duela o se desdibuje, siempre habrá quien lo bese con palabras. Y en ese beso, Venezuela se reconoce, se consuela y se levanta.
Haremos bien en lograr que nuestros muchachos lean. Aprenderán a ser mejores venezolanos… o al menos venezolanos.