literatura venezolana

de hoy y de siempre

Arrivederci Caracas (selección)

Mar 31, 2025

Marisa Vannini

DE AQUÍ PA’CÁ, TODO; DE AQUI PA’LLÁ, NADA

—De aquí pa’cá, todo; de aquí pa’llá, nada.

Era la frase obligada que pronunciaban a cada rato las abuelas, tías, madres, y hasta las niñeras, mucamas y lavanderas de la casa, por si acaso a una se le olvidaba.

¡Cuánta sabiduría en una frase tan sencilla! Y cuánta gracia y picardía en el gesto que nosotras repetíamos:

—De aquí pa’cá, todo— la delicada mano doncellil se colocaba encima de la cabeza para descender con atrevimiento hasta el comienzo del cuello, con el dedo pulgar lijo en el esternón. Y desde allí volvía a susurrar, apoyándose en el esternón e indicando austeramente con los dedos abiertos el resto del cuerpo:

—De aquí pa’llá, nada.

Pronunciar esta frase sacó de apuros a más de una muchacha, confundida por la apremiante manifestación de cariño del novio, en una fortuita ausencia de la chaperona; o cuando ésta, raras veces, leía un libro demasiado interesante como para levantar la vista hacia la parejita arrimada en el sofá, que colocaban en el rincón más lejano del salón; o si ocasionalmente se quedaba dormida.

Era una tabla de salvación para la joven, una parada en seco para el atrevido pretendiente. Una solución genial para momentos de excesivo enardecimiento, para situaciones embarazosas.

No se transgredía. Del cuello hacia abajo, nada. Y no importaba que una luciera vestido cerrado o descotado, corto o largo, de paseo o de baile, traje de baño o conjunto deportivo, uniforme o bata de casa.

—De aquí pa’llá, nada.

¡Toda una filosofía!

***

EL LEVANTE

De las casonas solariegas de Altagracia, Las Mercedes. El Conde. salíamos las jóvenes contentas y entusiasmadas en grupitos de cuatro o cinco amigas y vecinas, especialmente en la tarde del sábado, a recorrer la calle, a dar vueltas a la cuadra, mirar las vitrinas de exhibición, comprar unos pasteles. Salíamos para distraernos, pero sobre todo con el fin que nos confiábamos entre risitas:

—A ver a quién levantamos por ahí… Algún resultado siempre se obtenía. Si no para todas, al menos para alguna.

—Ajá, ajá, alguien te está mirando a ti…

—No, a ti…

—A una de ustedes dos —le parecía a otra.

—Pero seguro, a una de nosotras cuatro —conveníamos todas—. Sigamos, que no se dé cuenta.

Seguíamos, tratando de mantenernos lo más serias posible, éramos niñas decentes. Volvíamos a dar la vuelta a la cuadra, subíamos un poco más por la avenida, nos deteníamos a contemplar la exhibición de tortas en la pastelería. El joven, el levante, nos seguía caminando al mismo ritmo, deteniéndose si nos deteníamos, a veces cruzando la calle y observándonos desde la otra acera. Llegaba la hora de volver a casa y así lo hacíamos, satisfechas del éxito, con un pensamiento agradable para la noche:

—¿Será para ella o para mí? Tiene los ojos negros, preciosos, camina con dignidad, ojalá lo volvamos a ver.

Un levante es temporal, no tiene por qué perduran es una muestra de atención, de admiración pasajera, momentánea. A veces sin embargo puede repetirse, afincarse. Nos ha seguido, sabe dónde vivimos:

—Miren por la ventana, en la acera del frente, si todavía está allí.

—Quizás vuelva.

El próximo sábado pasearemos a la misma hora, quién sabe… y si no es él, será otro el levante.

***

LA CONQUISTA

Todas teníamos conquistas. La conquista era algo más que el levante, pero mucho menos que el novio. La conquista podía ser un compañero de trabajo o de estudio, un profesional, hermano o primo de una amiga, el gerente o cajero del banco, el dueño de alguna tienda cercana, hasta el chofer del carrito por puesto.

Era alguien que una conocía, pues le había sido presentado, o por lo menos veía a menudo; que siempre saludaba muy cortésmente, sonreía y se ponía a la orden además de echar flores o cumplidos (que no es lo mismo que piropos), como por ejemplo:

—!Dichosos sus alumnos de tener una maestra como usted!

—Vuelva pronto, estamos encantados en servirla.

—Siempre a la orden de la gentileza y de la hermosura.

Y para mí especialmente:

—Italia nos ha enviado las flores más bellas.

Las conquistas nos sorprendían a menudo con pequeños obsequios. El compañero dejaba sin ser visto una flor o una linda tarjeta en nuestro pupitre. Lo mismo hacía el contable con una manzana, un mango maduro. El dueño de la pastelería le ponía a su cliente preferida, con una ardiente mirada y una tímida sonrisa, una bolita suplementaria de helado en la barquilla. El chofer del Cadillac por puesto insistía en no cobrar, especialmente cuando, por no tener el real sencillo, la pasajera que quería distinguir le pedía vuelto de un fuerte:

—Permítame señorita, obsequiarle el pasaje, para mí es un placer y un honor.

La conquista casi nunca llegaba a declararse, por eso no tenla categoría de novio; no llamaba por teléfono al anochecer, no venía de visita los días establecidos. La dejaba a una libre de tener otra, u otras conquistas más. Éstas no eran consideradas peligrosas por la familia, pues los encuentros siempre se producían en público, nunca la joven se encontraba con su conquista a solas.

—¿Quién es el joven que te escoltó con el paraguas desde la parada del autobús hasta la casa?

—Ah, una conquista.

—¿Quién te regaló esa cayena tan preciosa?

—Alberto, mi conquista de siempre.

—¿De dónde vienen esos caramelos rellenos de fruta?

—Del secretario de la directora, una conquista reciente.

—Pero niña, ¿cuántas conquistas tienes tú?

—Las que dé lugar.

Pocas veces la conquista terminaba en noviazgo, y menos aún en matrimonio. Podía desembocar en una buena amistad, en sano compañerismo, o sencillamente desaparecía o cambiaba de rumbo. Pero era un suave romance, una tierna música de fondo que alegraba sumamente la vida, tanto a los «conquistados» como a las «conquistadoras».

***

EL NOVIO

El novio era mucho más que un levante o una conquista. Tener novio era algo serio, duradero, comprometedor, pues en aquella época las muchachas tenían uno solo en la vida: con él se casaban, aunque el noviazgo duran diez años. De no casarse con el primero y único, se quedaban solteras.

!Cuidado pues!

Mis colegas y yo, docentes y estudiantes a la vez, preferimos no tener novio; no por falta de ocasiones, sino por no sentirnos tan comprometidas, amarradas, o, en otras palabras, esclavizadas. Considerábamos que era mucho más divertido y gratificante tener conquistas, levantes y buenos compañeros.

Tenían novio las hermanas de algunas amigas, y aparte de lo dulce y romántico del asunto, era un verdadero paquete. No podían salir nunca sin él. Nosotras íbamos, por supuesto con chaperona, a recorrer la manzana, a comer helado, a comprar telas, al cine, a la playa… Ellas permanecían en la casa esperando la visita y frecuentemente los dos se quedaban allí enclaustrados entre las miradas, besitos y canchas que permitían la chaperona y el dichoso «de aquí pa´cá». Muy pocas veces el pretendiente se dignaba a sacarla, bien a pasear o al cine.

Fui testigo de noviazgos que se rompieron violentamente porque la joven se había atrevido a salir sin el galán, aunque escoltada por las hermanas, el padre y la madre, a algún paseo o fiesta. Él nunca se lo perdonó, no quiso casarse con ella, y lo peor fue que estuvieron toda la vida separados, y ambos solteros.

Ellos en cambio, los novios, tenían completa libertad para ir y venir, viajar dentro y fuera del país. reunirse con quien quisieran. a cualquier hora. A veces no cumplían ni con las visitas reglamentarias de los martes, jueves y sábados, dejando a la pobre criatura engalanada y triste, sentada en la ventana.

Hay que reconocer, sin embargo, que una vez comprometidos no se echaban para atrás, y llevaban a la novia hasta el altar, formando con ella hogares respetables, llenos de amor, holganza y numerosos vástagos.

***

INVITACIÓN AL CINE

Se acostumbraba ir al cine los sábados y domingos en la función de matinée o en la vespertina, al Principal, Rialto, Ayacucho. Iban las familias completas y frecuentemente se convidaba a los vecinos.

Esta usanza de ir al cine en grupo era algo que confundía a los extranjeros, especialmente a los italianos que, en aquella época, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, llegaban en gran número de Europa. A ellos les gustaban las chicas venezolanas: bonitas, alegres, bien vestidas. Apreciaban, admiraban el pelo largo, la cinturita de avispa, los senos turgentes, las piernas esbeltas, los tobillos finos. Trataban de serles presentados, de acercárseles. Eran las hijas o las hermanas del jefe, de la dueña de la casa vecina, o de algún colega compañero de trabajo. ¿Qué mejor manera de seguir luego la relación que invitarlas al cine?

Aquí empezaba la confusión. La chica aceptaba.

—Bien, vamos.

—¿Cuándo?

—El domingo, a las cuatro, en la casa, para la función vespertina de las cinco.

Se retiraba el italiano muy esperanzado. Escogía con cuidado la película, romántica, divertida, nada de groserías, ni de estricta censura.

Si el cine quedaba lejos tomarían un taxi, la ocasión valía la pena. El domingo siguiente se presentaba elegantemente vestido con flux y corbata. Lucía bien.

—Es buen mozo—aprobaban los familiares que, generalmente apostados detrás de las cortinas o romanillas de la ventanas cerradas, sin ser vistos. lo miraban acercarse y tocar a la puerta.

Se le abría, se le recibía cordialmente. La familia completa estaba sentada en la sala, todos vestidos y arreglados como si estuvieran saliendo. La chica presentaba:

—Mi mamá, la tía Eugenia, la abuela, una prima, su hijo, una concuñada que llegó ayer del Interior… —y a veces también la vecina, la hija de ésta y una o dos amigas.

El italiano sudaba frío. Las cuatro, cuatro y cuarto, cuatro y media, veinte para las cinco, perderían la función…¿por qué esa gente, vestida para salir, no se iba? Miraba a la muchacha. Ella a veces tomaba la iniciativa. Pero si lo hacía él, aunque dirigiéndose sólo a ella, era lo mismo:

—Vamos, se va a hacer tarde.

Se ponían de pie, absolutamente todos. Se dirigían a la puerta. Estaba más claro que el sol. No uno, sino dos taxis, a la ida y a la vuelta. Por supuesto debía costearlos el pretendiente y así mismo los boletos del cine, aunque fueran diez o más.

La película resultaba excelente, todo el mundo contento, ocupaban una hilera completa, él sentado en el centro junto a la chica a la cual, entre tantos familiares, miradas y comentarios, no se atrevía, como había planificado larga y cuidadosamente, ni siquiera a tomarle una mano.

Salían encantados, dos taxis otra vez, lo invitaban a entrar, le ofrecían café colado, un pastel hecho por la misma niña, !qué sabroso, excelente! Se comentaba la película, un verdadero acierto.

El joven se iba caída la noche, un poco rabioso, nada de intimidad, en cambio el bolsillo lo tenía casi vacío, ahora no podía permitirse el taxi. Debería tomar el autobús y llegar quién sabe a qué hora. Pero todo sentimiento de frustración desaparecía cuando en la puerta, cobijada por su opulenta cabellera, la graciosa caraqueña lo miraba fijo con incitante sonrisa y le decía en tono de perfecta naturalidad:

—Gracias y hasta pronto… —agregando luego muy bajito (¿o le parecía a él?)— mi amor…

Él se iba con dudosa sospecha de un pícaro aprovechamiento, pero feliz. Sabía que había sido aceptado.

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