La lengua del corazón
Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos. Jorge Luis Borges
Jamás vida sin juego ni juego sin vida. Ángel Rosenblat
La vida moderna tiende a conferir un poder excesivo a la palabra. Ese poder la hincha y la seca porque el poder de la palabra se ha concentrado en la sobrevaloración de una de sus zonas en detrimento de otras. Todo el énfasis, todos los halagos, todo el peso, se centra en los signos, en los significados. Hemos olvidado que la comunicación es sólo una de las muchas funciones de la lengua; quizá la más reductora. Una preocupación excesiva por la “comunicación” y la “información” ha empobrecido nuestra experiencia de la lengua y un habla estereotipada es hoy el patrimonio común de los tecnólogos, los periodistas y los intelectuales. Nada hay en el diario vivir que estimule la imaginación y nos devuelva el apetito por la lengua.
La imaginación ha quedado reglada al jardín de infancia, a las clínicas psiquiátricas o a los talleres de poesía. La ciencia, la tecnología, los medios de comunicación de masas y los ritmos cada vez más uniformes del vivir han terminado por imponer sus “neolenguas” (lengua abreviada, estereotipada, sin figuras). Cada vez el pensamiento se hace más literal y el campo metafórico más invisible. Tanto en los estudios sobre la lengua como en las vanguardias literarias se tiende, cada vez más, a una suerte de literalización: se privilegia lo textual (los signos) en detrimento de la imagen, y al literalizar las palabras, éstas se vuelven desalmadas, se des-alman porque han perdido la virtud relacionante y fabulosa de la lengua. De ese modo la lengua se hace impersonal, en el peor sentido de la palabra, porque se la ha vaciado de toda emoción. Y al perder ese “instinto” de la lengua, la emoción que cada palabra suscita, perdemos, de paso, el acceso a la lengua, la posibilidad de hacerla nuestra y de reconocernos en ella.
Las palabras hinchadas de una supuesta eficacia han perdido humedad: son fachadas que impiden la reflexión. Esta palabra que se cree todopoderosa, porque todo lo nombra y todo lo explica, tacha el cuerpo de la lengua. La lengua se vuelve unidimensional, sin relieves, sin gusto: “nuestra ansiedad semántica nos ha hecho olvidar que las palabras también queman y se hacen carne cuando hablamos”[1].
Basta circular un poco por la ciudad: comprar un periódico, escuchar la radio o ver la televisión, asistir a una reunión de gente “importante”, a un mitin político, a un congreso científico o a una clase de la Universidad, para comprobar que en todas partes reina el mismo desabor; que mientras más complicada la lengua, menos gusto tiene; mientras más conocimiento derrocha, menos sabe. En todas partes escuchamos una lengua uniforme, previsible, calculable. Una lengua que ni fabula ni simula: una lengua sin dueño, sin asombro y sin error.
Cierta tendencia a considerar la cultura como asunto de cultos nos ha hecho suponer que la lengua sabia tiene que ver con el grado de cultura de la gente. Pero aprender las letras o hacernos “letrados” no garantiza nada. Al contrario, a menudo es la escuela la encargada de matar la letra, o de entontecerla y enmudecerla: nos desazonan la lengua y con ello la vida. La escuela, las escuelas, como las iglesias, nos hacen perder la propia lengua, esa sustancia adherente y viva que es anterior a cualquier alfabetización. Repito, no hablo de una cuestión puramente “verbal” ni aludo al nivel cultural de la gente; me preocupa lo que pone el sabor en la lengua y que no es del orden de la “cultura” (o que pertenece más bien a otra cultura). Aludo a lo que no aprendemos por la gramática ni por la lingüística sino, como decía Lezama, “por ese temblor que sentimos cuando recorremos la piel de un instrumento que nos rebasa en misterio y situación”[2].
Ahora entiendo por qué la filología siempre ha advertido que el deterioro de la lengua comienza desde arriba, en el habla culta, que es la que se homogeiniza, la que se afecta y se empobrece: “la letra mata cuando el espíritu nutricio pasa a ella venenoso y desinflado”. (Lezama Lima).
Por todo lo que les falta, esas lenguas insípidas pueden decirnos mucho más acerca de nuestra indigencia que cualquier estudio estadístico sobre la “calidad de la vida”: vivimos en medio de una tendencia constante a descarnar (descorazonar) y separar la lengua de sus suburbios afectivos. Las palabras, dice Hillman, ya no son fuerzas sino instrumentos en mano de un especialista.
Por eso perdemos el gusto y las ganas. El cultivo unidimensional de la palabra —ya sea estetizante, ideologizante o formalista— mata en nosotros el apetito. Para poder dar con la lengua del corazón y darla, se necesita algo más que saber emplear el lenguaje. Hay que dejarlo entrar, hay que dejar que nos habiten las palabras; también son necesarios los desvelos y cierta desnudez ante la lengua: atención y memoria, diría Borges, dejar la vida protegida y almidonada de la costumbre, pero dejar también las terminologías eficaces, triunfantes y triunfalistas. Así podremos acercarnos humildemente a la lengua inagotable del corazón (esa que sin demasiados conocimientos es la única que sabe), la lengua de las expresiones ricas en equívocos y resbalones, la lengua del mercado, su zona de comercio.
La lengua con sangre entra, dice un dicho, y la sangre de la lengua está muy lejos de esas lenguas almidonadas y resecas. La sangre se encuentra en los suburbios de la lengua, en lo que ya no es puramente verbal, en las impurezas que nos dejan “resabios”. El cuerpo de la lengua está hoy en los “basureros” del sentido: en lo que sobra después del consumo. Porque hoy en día al basurero no va lo inútil sino lo que hemos desechado.
Para recuperar el cuerpo de la lengua hay que irse a esos suburbios del decir, irse a las fronteras de lo verbal, donde la costumbre no ha logrado instalarse. Cuando digo que hay que buscar en las fronteras de la lengua, no pienso en ninguna “misión de rescate” de usos o vocablos perdidos: tampoco hablo literalmente de desplazamientos físicos a determinadas regiones. La frontera de la que hablo está en nosotros, el basurero que digo es el que a diario llenamos con nuestros despojos vitales. Llegar hasta esos desechos es el trabajo que tenemos por delante, porque desde ahí es que podremos encontrar la pasión necesaria para habitar de nuevo las palabras.
En el Persiles aparece la siguiente observación: “El alma ha de estar, dijo Periandro, con un pie en los labios y el otro en la boca”. El alma para Cervantes está más cerca de la lengua que de la cabeza. El alma no es la lengua pero sí su orilla o su vado: por la lengua corre el alma.
¿Hasta cuándo el lenguaje? ¿Para cuándo el sabor? ¿Puede alguien en su sano juicio decir sin empacho que lo único que le importa en la literatura es la aventura del lenguaje? Son demasiadas y muy variadas las afirmaciones de este corte para dudar de su seriedad. Esto se ha dicho con tanta insistencia que no queda más remedio que tomarlo en serio. Entonces hay que preguntarse de qué “lenguaje” se trata. Porque los escritores, por lo general, al hacer afirmaciones de esta naturaleza, no se refieren al lenguaje como abstracto sistema de signos, tal como lo entiende un lingüista. Para el escritor, el lenguaje está más cerca de la materia del filólogo o del etimólogo; habla de esas “ínfimas aventuras” que podrán devolverle el sabor del agua o el placer de una etimología. No se trata entonces de preocupaciones exclusivamente formales. Dar la iniciativa a las palabras, como pedía Mallarmé, es darle la palabra a esa mi lengua, a su cuerpo y su pasión, dejar que hablen mis máscaras y también ese pesado silencio entre una y otra, porque experiencia de lenguaje para un escritor es siempre una aventura en la imaginación y no mera invención de cosas imaginarias. Entonces, cuando un escritor se preocupa por la lengua quiere decir que en él lo que trabaja es la lengua; ella lo mueve, lo seduce; ella es la que fabula abriéndole paso al sentir, a todo lo que rebasa la significación. No se sostiene un poema por sus articulaciones lingüísticas o semiológicas, sino a pesar de ellas; el poema se sostiene por lo que llamó Lezama “su respirante diferencia” y por la difícil conquista de un ritmo propio.
Entonces, ¿por qué se sigue diciendo que la literatura para ser válida debe ser “trabajo de lenguaje”? Porque lo que se suele llamar “trabajo” del escritor con la lengua no es más que la parte más artesanal de su oficio: un saber tratar la materia, cierta familiaridad que no excluye el asombro, cierto cariño que no excluye el maltrato. Es decir, no hay que confundir el tratamiento de las formas con una técnica (el Know how).
Pero a ese trabajo artesanal hay que agregarle algo más. Hay una parte que ya no puede llamarse trabajo porque corresponde más bien al ocio, al juego, al placer. Todo escritor que busca darle sazón a su escritura tendrá que aprender a dejarles la iniciativa a las palabras y al fogón que las transforma. Hay que dejar que la materia trabaje en uno. Esa parte ociosa de las relaciones del escritor con la lengua están aún por estudiarse. Nada sabemos de este oscuro proceso y poco ayudan las teorías literarias basadas exclusivamente en el análisis de los signos a la hora de entrar en la oscuridad y el calor del sabor. Ahí lo impensado pero aliñado emerge. Ahí el sabor se impregna y se instala. Ahí la sustancia deja de ser manipulable; querer acelerar o retardar esos procesos termina arruinando el gusto. Esta espera es lo que garantizará luego la fruición.
No se trata, pues, de una experimentación “en frío”; todo el trabajo con el sabor se hace sobre el fogón. La experimentación concebida como un proceso exclusivamente intelectual dará sólo frutos “pasmados”. Experimentación no es otra cosa que juego, la esencia lúdica de todo trabajo imaginativo. Experimentar es atreverse a jugar con las palabras, divertirse con ellas, es decir, salirse del camino recto. Dice Rosenblat: “jamás vida sin juego ni juego sin vida”, refiriéndose a la lengua del Quijote, pero agrega: “juego es también vida insensata y desesperada”. Lo cual confirma plenamente Cervantes en su Viaje al Parnaso cuando afirma que sus novelas han sido “un camino, por do mostrar con propiedad un desatino”.
No me gusta usar la expresión “eficacia expresiva” para referirme al buen tino o buen sabor de algunas obras. Más que una eficacia, en este caso debería hablarse de una resonancia, porque ninguna literatura es “eficaz” si no provoca en quien la lee ese efecto de eco, si no repercute de algún modo en quien la lee. Sabemos que lo importante de la literatura es lo que desata y no lo que denota. Lo mismo ocurre con la utilización excesiva de la palabra “producción” para referirse a la creación literarias. Hoy se prefiere “producción” porque suena más moderno, más “progresista”, pero en el fondo, detrás de esa preferencia, se esconde un viejo sentimiento de culpa ante el carácter lúdico y festivo de la literatura: su ceremonia.
Hay mucha experimentación que carece de juego; ciertas vanguardias, tanto formalistas como ideológicas, coinciden en tratar al lenguaje con una desazón, con una falta de gusto. Ellas han sustituido el juego por procesos exclusivamente mentales e intelectuales, y olvidan que la fuerza de lo lúdico es necesaria porque es la que puede acercarnos a la memoria. Esta sustitución separa los “lenguajes” de la verdadera fuente de la lengua: la memoria. Y parece sólo que desde la fuerza de lo lúdico podemos todavía acercarnos a ella. En tiempos desmemoriados, sin formas, sin rituales, la imaginación se ha convertido en locura. ¿Acaso no nos volvemos “como locos” leyendo tanta literatura de vanguardia? La imaginación sin memoria no hace imágenes, sino locura. Pero la memoria —es bueno recordarlo— está hecha de las palabras que el corazón espera, de las palabras que perdimos, de su silencio y añoranza.
NOTAS
[1] James Hillman, Revisioning Psychology, New York: Harper y Row, 1977.
[2] José Lezama Lima, “Torpezas con la letra”, Tratados en La Habana. Santiago de Chile: Orbe, 1970, p. 40.
Notas sobre el ensayo en Venezuela
Creo que debo empezar por disculparme ante esta Casa y ante ustedes por la imposibilidad en que me encuentro de complacer o cumplir a cabalidad con las expectativas que abre el nombre de este Foro. El ordenar y clasificar una manifestación cultural -en este caso el ensayo-, y el hacerlo de una manera sistemática y neutral, es algo que no está dentro de mis posibilidades. Para acercarme al tema he tenido que recurrir más bien a las “afinidades electivas” y ellas, ustedes lo saben, niegan de antemano cualquier visión de conjunto, cualquier pretensión a la totalidad, cualquier balance exhaustivo.
El nombre de este evento me ahorra en cierto modo el trabajo de establecer fronteras; el ensay, figurando al lado de la novela, la poesía y el teatro, en un foro sobre literatura, implica desde ya considerar el ensayo como trabajo literario, como escritura y asunto de escritores. Pensemos pues en el ensayo como escritura, independientemente de cuál sea su tema; ya que, se sabe, el ensayo puede hablar de lo que sea. Entonces, será su tema: el tono, el humor, la mirada con que lo descubre y se mueve en torno a él, lo que dará a una escritura la consistencia eminentemente reflexiva del ensayo.
Parece que toda discusión sobre la literatura venezolana está condenada de antemano a un estéril y agotador revoloteo en torno a la legitimidad de las obras que se estudian. No sólo está esa pregunta de si son o no “venezolanas” (de nacimiento, de intención, de hecho…), sino si son o no literatura de buena ley. Esto conduce fatalmente a una escurridiza guerra de definiciones. Comencemos pues por evitarla y reconozcamos que entre nosotros esa duda existe y subsiste y que ella revierte también sobre el escritor. Si hace más de veinte años todo parecía indicar que aquí se escribía desde exigencias extrañas a la literatura, y que en lo que se escribía no siempre había escritura, desde hace veinte años parece que se escribe desde presiones exclusivamente literarias, y entonces puede ser que estemos muchas veces escribiendo para y por escribir. El ensayo ha sido quizá la forma más susceptible a estas presiones.
Creo que también conviene tener presente que, entre nosotros, lo que se dice sobre las obras termina muy a menudo convirtiéndose en juicios y etiquetas para los hombres que las hacen. De ese modo consagramos (o estigmatizamos) como ensayistas, novelista o poeta a todo el que escribe un ensayo, una novela o una poesía. Pero recordemos que un individuo, independientemente de cuál sean sus títulos o su oficio, puede, en un momento dado, sentir la necesidad de expresarse escribiendo ensayo, novela o poesía, sin que esto necesariamente lo consagre o lo obligue de manera definitiva. A veces esta elección se convierte en una fatalidad, en un destino; entonces esta fidelidad impregnará y contagiará (para bien o para mal) todo lo que haga. Así podemos reconocer en Mariano Picón Salas (quien fue muchas cosas) cómo el ensayista tonifica y subyace en sus trabajos de humanista, de novelista y, ¿por qué no?, de diplomático. Pero muchas veces se trata de una elección contingente, circunstancial, cuyos resultados pueden llegar a ser muy fecundos y a tener cierta trascendencia en la literatura del país; pero esto no hace que el “culpable “ tenga que ser etiquetado a perpetuidad como ensayista, novelista o poeta. En nuestra literatura abundan sobre todo los casos circunstanciales; y en el caso especifico del ensayo, el hallazgo y la revelación de un día son más usuales que la fidelidad a un oficio o una imagen.
Tratemos ahora de abordar nuestro asunto desde la siguiente suposición: -supongamos que me veo en la necesidad de escribir un ensayo hoy. Tengo la fantasía de escribir un ensayo sobre cualquier cosa: un libro que acabo de leer, un autor que acaba de morir, un suceso, un objeto cualquiera… una silla, un espejo, una peineta. Pero, antes de hacerlo, trato de ver cómo estas ganas, esta fantasía tropiezan con un conjunto de problemas que se van revelando como amenazas o tentaciones, sucesiva o simultáneamente. Mi intención es pues aproximarme a las complejidades y tensiones presentes, vivas, para alguien que se proponga escribir un ensayo aquí y ahora.
Entonces, lo primero que hago es tratar de reconocer y de localizar las resistencias con que se topan mis ganas de escribirlo. Estas resistencias son de muy distinto orden y vienen de distintos sitios. Y este trabajo de localizar las resistencias es más necesario de lo que parece. Nosotros somos propensos al optimismo y al entusiasmo sin límites; pero sólo en el roce y el trato con los obstáculos se fraguan las formas. Hacer cuerpo es hacer límites. Ensayar es una manera de hacer cuerpo y conocer nuestros límites. Y para nosotros esto es difícil, porque ensayar es toparse con resistencias. La historia –la nuestra– nos ha enseñado, no que las resistencias pueden vencernos sino que “no hay resistencia que pueda vencernos”. Pero las resistencias (y las derrotas) son indispensables para que las influencias fragüen, en lugar de yuxtaponerse; y los deseos cuajen, en lugar de disiparse. Es situando en nosotros mismos las resistencias como podemos construir la mirada reflexiva que pide el ensayo.
Las resistencias, como ya dijimos, son de muy distinto orden, algunas son fruto de la tradición; otras, más bien, apariciones recientes, novedades; pero todas son conflictos y tensiones que forman parte de nuestra cultura.
Aquí sólo podremos examinarlas desde afuera, pero la resistencia sólo se manifiesta de manera visible, puntualmente, en la realidad un proceso de escritura.
Una de las primeras dificultades con que tropiezo (para escribir mi ensayo) es la elección de una perspectiva, una lente o un instrumento, para circunscribir y visualizar mi asunto. La tentación me lleva a buscar el instrumento ya hecho, a “importarlo”, como importamos todo, y adecuarlo más o menos bien, tanto a mi ojo como a mi objeto. He olvidado entonces que, según Montaigne, el tema del ensayo soy yo misma; he olvidado también que el instrumento óptico –mirada al fin– se devuelve y lo que en verdad me ofrece es una posibilidad de reconocimiento. Pero en ese instante tengo siempre a mano la excusa de nuestra “juventud histórica”, o aquella otra de la “necesidad de estar al día, todo con tal de ocultar mi íntima inseguridad, y para ello me apresuro a investirme con algún aparataje conceptual, ideológico o técnico que me asegure de entrada un punto de mira. Entonces reviso los aparatos más novedosos: constato que el psicoanálisis y la lingüística (incluida la semiología) se han encargado de remozar buena parte del viejo instrumental (positivismo, marxismo, etc.); y es así como hoy tengo a mi disposición un sinnúmero de teorías, metodologías y terminologías que me garantizan una plataforma estable de trabajo. Son como un salvavidas, una barra, una cuerda, antes de iniciar el “ensayo”; una armadura antes de iniciar mi roce con el asunto. Si hace unos años la primera preocupación a la hora de escribir un ensayo parecía ser la calidad pedagógica del mensaje, y nos investíamos del ropaje del maestro o del misionero, hoy nos ceñimos la fantasía del científico; y antes de empezar a tratar con el objeto, antepongo la preocupación acerca de si las fórmulas que voy a emplear estarán acordes con la tonalidad seudo –científica que ha ido tomando entre nosotros el discurso intelectual. Porque la difusión y la popularización de cualquier corriente de pensamiento trae consigo, inevitablemente, la trivialización de sus supuestos: el estereotipo y la simplificación se apoderan de ella. Entonces, una primera dificultad, a la hora de escribir un ensayo, seria empezar a lidiar con esta realidad. Porque la selección previa de una plataforma de pensamiento puede ser un obstáculo definitivo para el que quiere escribir un ensayo. Pero sólo en la medida en que estas plataformas me construyan el camino, me estarán impidiendo ensayar, ya que, de hacerlo, me estaré limitando a repetir y aplicar fórmulas ready made. Porque el obstáculo no está afuera, en el psicoanálisis, ni en la lingüística. Ningún método, ninguna técnica, ninguna teoría obstaculiza o impide, por sí misma, la escritura del ensayo. Es la manera como me muevo dentro de esas disciplinas donde puede estar el obstáculo. Soy yo quien puede convertir cualquier instrumento en dogma, cualquier autor en iglesia. Puedo usar todo esto como una vía para enriquecer y precisar mi relación con algunos aspectos del tema que trato, para encontrar o mostrar nuevos relieves, y así, de paso, estaría enriqueciendo también esas tendencias o teorías, “ensayándolas”; pero puede ocurrir que las use como guarimba para trabajar a salvo, a la sombra de una iglesia específica.
Si sigo escarbando mis resistencias, puede ser que descubra que mis fantasías o pretensiones de escribir un ensayo no pasen de ser una trampa; un engaño para los demás y una trampa para conmigo misma. Porque a menudo ocurre que, si estoy trabajando dentro de una determinada disciplina (científica o humanística, da igual), la fantasía del “ensayo” se convierte en una coartada para ahorrarme el examen en profundidad de una cuestión, en la salida falsa para eludir una dificultad en el trabajo. En este caso, lo que pasa es que estoy usando la “escritura”, la presentación literaria del ensayo, para tapar la inconsistencia de mis argumentos; una supuesta “creatividad”, una supuesta “originalidad”, se convierten en excusas para no tener que precisar; el énfasis retórico, el maquillaje metafórico, son cortinas de humo que levanto sobre mis lagunas y mis limitaciones, y entonces no habré hecho sino alejarme de la escritura del verdadero ensayo. Porque el ensayo, justamente, es la forma que me permite partir de mis limitaciones. Las lagunas, las limitaciones que tenemos para abordar un asunto -cualquier asunto- son también nuestras posibilidades. Sólo desde allí podemos empezar a construir nuestros propios instrumentos.
Pero eso de reconocer nuestras lagunas, nuestra ignorancia, nuestros límites, equivale a reconocer y partir de nuestra pobreza. Algo que históricamente no hemos dejado de ocultar y de ocultarnos. Llevamos siglos alimentando utópicos dorados y sueños de grandeza. Pero el ensayo arranca de una humildad a la que no estamos acostumbrados. Por lo general, antes de escribir algo sobre algo, quiero tener la certeza, la ilusión, de “dominarlo”. Creer que “domino”, no sólo el asunto que voy a tratar, sino también el camino por el que voy a llegarle. ¿Dónde quedó el “ensayo”? Esta actitud, altanera e ilusoria, es la que nos lleva a asumir superficial y apresuradamente las corrientes de pensamiento, las teorías y los métodos; y asumirlos como panaceas, como credos, la más de las veces pasajeros; porque ni para creer tenemos consistencia, y esto quizá ya es una virtud.
¿No será que por debajo de estas elecciones ideológicas, teóricas, metodológicas, subyacen otras cosas? Tengo la impresión de que me aferro de ese modo a un andamiaje conceptual porque, en lugar de trabajar con mi realidad (recordemos que el tema del ensayo soy yo misma), antepongo una ilusión que carece de posibilidad en mí; que carece de germen capaz de sostenerla y cultivarla desde mí. Por ejemplo, puedo tener la fantasía de hacer una contribución “rigurosa”, o “exhaustiva”, dentro de una determinada disciplina o especialidad, pero sin querer (ni poder) darme el trabajo que eso requiere; sin que haya en mí, en germen, ese especialista y, lo más grave, sin estar dispuesta a dejar que eso vaya madurando en mí. Si es entonces cuando decido hacer un “ensayo”, me lleno de expectativas acerca de lo que voy a escribir y, lo más grave: acerca de lo que los demás (el “público”, la “comunidad científica”, los especialistas…) esperan que escriba; de lo que yo supongo que los demás “esperan” de mí; y todo esto antes de haber empezado a lidiar con eso dentro de mí; antes de reconocer la necesidad que tengo de escribirlo. Entonces resulta que empiezo a escribir para llenar esas expectativas. Es así como llego a creer que sólo es cuestión de “ponerme al día”, que basta con un bagaje conceptual adecuado, que basta con manejar una técnica, con comprender una teoría. Pero hay una parte del trabajo de escritura que no depende de cuán informada esté de un asunto; hay algo que no depende de mi formación intelectual ni de mi inteligencia. Porque la escritura supone un proceso de relación con el asunto: pide una visión. Es decir, la creación de un espacio (en este caso, verbal) donde lo mirado quede contenido más que explicado. Por eso el ensayo supone una imaginación.
Volviendo a mi ensayo, ¿qué pasa cuando no tomo en cuenta esto? Ocurre que, apenas tropiezo con alguna resistencia (por ejemplo, me doy cuenta de que no domino como pensaba esa teoría, o de que el método que estoy aplicando ofrece dificultades nuevas que no consigo “resolver”), una de dos: o bien, entro a “forzar” esa teoría o método, encogiendo, empobreciendo, tanto la teoría como el tema que trato. O bien recurro (y esto en nosotros es lo más usual) a la coartada de la “originalidad”, empiezo a “inventar”, me siento “revolucionaria” (el ser americanos parece que nos ha dado patente de corso para convertirnos en “chapuceros” de ley) y empiezo a improvisar “métodos”, “teorías”, lo que sea. Estas acrobacias, por lo general, no son más que una retórica efectista, un maquillaje para el fracaso o la impotencia. De nuevo constato que la verdadera resistencia está allí. El momento en que sentimos aparecer el fracaso, la impotencia, ése es el momento verdaderamente fértil, y es cuando podría empezar a nacer la verdadera reflexión que da origen a una visión consistente, a una escritura –ahora sí– original: a un ensayo.
¿Qué hemos podido ver hasta ahora? Que detrás de una supuesta pretensión de “objetividad” (¿no estamos cansados de escuchar también las quejas por ese excesivo y seco cientificismo?), detrás de esas fantasías de rigurosidad “objetiva”, lo que sigue subsistiendo es la ya muy vieja dificultad nuestra para salirnos del “subjetivismo”. Un subjetivismo que es parte de nuestra tradición y no una novedad. Un subjetivismo del cual deberíamos partir, reconociéndolo y aprendiendo a conocerlo, antes de pretender erradicarlo mediante una consigna o un ropaje. Porque aquí el recurso a teorías y métodos impersonales lo que hace es representar ese subjetivismo, dejándolo intacto y oculto, listo para saltar cada vez que una resistencia aflore, ya sea desde adentro del propio trabajo –como dijimos antes–; ya sea después, cuando alguien nos critica e iniciamos la ronda consabida de defensas, ataques y justificaciones.
Entonces el escribir un ensayo hoy, en Venezuela, tiene que vérselas con este tipo de obstáculos. Con un viejo obstáculo –el mismo de siempre– que con el tiempo ha adoptado nuevas formas.
Una escritura reflexiva, ser uno mismo el tema del ensayo –que es lo que pedía Montaigne– no es fácil. Y para nosotros, creo que es “giro” reflexivo es la dificultad básica de toda escritura; no sólo la del ensayo, pero comenzando por ella. Porque ese giro es todo lo contrario a ponerse a hablar de sí mismo (cosa en la que, por desgracia, somos campeones). Por el contrario, la escritura reflexiva exige, en primer lugar, sacrificar las “opiniones”. Se trata, justamente, de transformarlas y transformarnos. Se trata de “procesarlas”, de valorarlas y de colocarlas dentro de un recipiente que ya no sea “personal”. Al “opinar”, lo que hacemos es dirigir nuestras opiniones hacia afuera; proyectarlas. Pero el ensayo consiste en reflexionarlas: dejar que esas opiniones se devuelvan para poder vernos en ellas. Ese trabajo de distancia, que implica también ironía y humor, es el trabajo básico que debemos emprender porque es allí donde aparecen las resistencias (esas que, como dijimos, forman parte de nuestra cultura). La mirada reflexiva del ensayo es un ejercicio para disciplinar la subjetividad. Un ejercicio donde la subjetividad deja de ser una trinchera, un asiento, para convertirse en un instrumento. Un instrumento musical que me permite afinarlo (entonarlo) con el tema y objeto que estoy tratando. Entonces, ya no se trata de poner allí “mis” opiniones personales (como tanto se dice) porque éstas habrán encontrado las imágenes y las formas que le sirvan de cauce objetivo hasta convertirlas en imagen culta, en memoria culta, donde podremos leer una aventura que ya no es personal.
Ese trabajo de sintonía y distancia con uno mismo y con el mundo tiene que ver tanto o más con la intuición y el sentir que con el pensamiento. Entre nosotros, tenemos que empezar por reconocer que tanto la intuición como el sentimiento son un asunto complejo. No podemos quejarnos, como lo hacen otros pueblos, de que estén ausentes. Por el contrario, estas facultades han estado tan a la vista, y tan en primer plano (han hecho más de media “historia de Venezuela”), que muchas veces reaccionamos represándolas. No otra cosa ha ocurrido en el campo de la literatura durante los últimos años. Entonces, el trabajo no ha consistido (como hubiera sido lo deseable) en educar y desarrollar esas facultades, buscando las formas que pudieran contenerlas y expresarlas; sino que, por el contrario, las hemos querido expulsar por decreto. No debe extrañarnos entonces que ahora insistan en sabotearnos el trabajo.
En el ensayo, estas facultades se educan y se expresan. Por eso creo que el ensayo es una escritura tan necesaria y tan ardua entre nosotros.
Creo que éstas son algunas de las tensiones y los conflictos que se presentan cuando tratamos de escribir un ensayo; al menos son algunas de las que he podido vivenciar. Estas tensiones y conflictos provienen de complejidades muy viejas que creímos “superadas” antes de haberlas reconocido. Pero es reconociéndolas y sobrellevándolas lúcidamente como se han escrito en Venezuela los ensayos más valiosos.
Recordemos, para terminar, que salvar las dificultades no es posible. De estas tensiones, de nuestra historia y nuestras complejidades, no nos salva nadie ni nada. Al contrario, es moviéndonos en ellas, viéndolas y sorteándolas, como podremos hacerlas fértiles. Ensayar, hacer “ensayo” es una manera de “sortear”, y hacer suertes es “torear”: “lidiar”.
Entonces, se trata de exponer, exponiéndonos; de mover, moviéndonos y movilizando una reflexión que, en lugar de cobijarnos bajo un bagaje conceptual, lo atraviese para revelarnos.
