Hilda Inojosa
Para efectos de una definición
Es menester referirse a la oralidad y su función recreadora en Venezuela, para iniciar este recorrido. Se trata de aquellos tiempos remotos cuando nuestros antepasados encontraron en la historia, en el cuento, la vía expedita para pasar el rato de una forma amena. Antes de la llegada de los españoles a América ya lo hacían las etnias en sus diversas lenguas y, posteriormente, el habitante de los campos se armó de la palabra para compartir en grupos. Este fenómeno se dio al inicio de manera general porque no se distinguía entre adultos y niños, lo que sí es cierto es que el éxito del narrador residía en gran medida en el contenido de lo que narraba. Si el material no era del agrado del que escuchaba sencillamente se retiraba, manifestaba su aburrimiento y pasaban a otro narrador.
En el caso de los pequeños de la casa se sumaban a escuchar cuentos, pero tenían sus propias exigencias, las que posteriormente se fueron considerando imprescindibles a la hora de contar. Este fenómeno de la oralidad es fundamental si se quiere comprender la fortaleza de la literatura para niños.
Mucho tiempo después, cuando aparece la imprenta, se comienzan a editar los primeros textos para niños pero bajo la impronta didáctica, con la intención de educarlos de una forma indirecta. Para ese entonces, se pensaba que la moraleja, el sermón, el regaño eran pertinente tácticas de formación y que ello vendría aparentemente disfrazado en los libros y relatos. Estos materiales se alejaron de la riqueza propia de la oralidad y no pasaron de ser libros aburridos y sin gracia, por ello, prontamente olvidados.
En este punto hay que detenerse y examinar eso que se ha dado en denominar “literatura infantil”, “literatura infanto-juvenil” o “literatura para niños y jóvenes”, en un esfuerzo inútil para tratar de clasificar lo que han de leer los noveles lectores.
Ciertamente, la Literatura es lo que es y punto. No nos hemos detenido en examinar si aquellas obras que nos inundan el alma fueron escritas pensando en hombres, mujeres, viejos o jóvenes. Cuando una obra, como Los Adioses de Juan Carlos Onetti, nos deja sin aliento hasta concluir su lectura, lo logra porque se trata de un mundo estético que “viene en auxilio de lo no idéntico, de lo oprimido de nuestra identidad, por nuestra presión identificadora”. Lo mismo pasa cuando tomamos la Edad de Oro de Martí en alguno de sus variados textos o a Rubén Darío en su celebrado poema Margarita. Qué hay en ellos que logran atrapar a los lectores y enamorarlos una y otra vez.
Para Adorno (1969) “los insolubles antagonismos de la realidad aparecen de nuevo en las obras de arte como problemas inmanentes de su forma. Y es esto y no la inclusión de los momentos sociales, lo que define la relación del arte con la sociedad”. De tal forma que la expresión literaria se ciñe a los límites de su propia literariedad, la cual se vincula a contextos tales como la tradición literaria y cultural de los pueblos y a su ámbito lingüístico. Ello le permite crear un sistema secundario de comunicación y la configuración del propio texto en sí en su calidad de sistema semiótico capaz de generar diversas estructuras.
La Literatura viene de esta manera a constituirse en un lenguaje único, diferente, que parte de una fuente pero que se fortalece y crece con autonomía discursiva. Está lejos de la trivialidad o supuesta “sencillez”, aunque trabaje muchas veces con ella.
Sobre este mismo tópico apunta el profesor Barrera (2003) que “aceptada la literatura como actividad humana relacionada básicamente con el lenguaje y su funcionamiento social, la noción de género estaría estrechamente vinculada con los procesos inherentes a lo que se conoce como cambios lingüísticos”. El género literario, entonces, podría definirse en atención a su funcionamiento dentro de un sistema social determinado. Para el investigador, el texto literario manifiesta competencias lingüísticas, comunicativas, pragmáticas y literarias propiamente dichas que le caracterizan como tal.
Barrera (2003) afirma que existen factores presentes en el proceso de comunicación del texto literario tales como la contemporaneidad, la literariedad y el reconocimiento social, pero ello no impide que el texto funcione como un cosmos en sí mismo, es decir, con autonomía. Para Foucault (1996) la Literatura ocupa un lugar esencial dentro del lenguaje y de la cultura por lo que ha de considerarse unida a las prácticas culturales y sociales del grupo que la genera. Una particularidad de la obra literaria, según Coseriu (1962) es el que ella comporta su propio contexto. Ella misma brinda el espacio para que la comunicación se produzca. Según su punto de vista la Literatura es un discurso que tiene una finalidad. He aquí sus propias afirmaciones:
Mientras en la información la finalidad es exterior, es transmitir conocimiento de algo con un objeto, en la obra literaria la finalidad es la obra misma: la finalidad de la Ilíada es la Ilíada, no alguna finalidad exterior, no algo instrumental. Ello no significa, claro está, que la obra literaria no pueda tener también una finalidad instrumental; pero no por ello es obra literaria…. Quiero insistir en esto: el discurso literario no informa sino que hace…. En el discurso literario el sentido no coincide con el significado y la designación, éstos son siempre significantes para otro sentido. (p.6).
Aun cuando el compromiso asumido para estas páginas es un recuento de lo que ha sido la Literatura Infantil venezolana, pienso que es necesario partir de un acercamiento hacia estos pareceres pues, sin duda, ello obligará a no incluir toda publicación dirigida a los niños en el mismo rubro.
La dialógica sobre literatura es antigua y no resuelta del todo, pero si vamos a hablar de ella lo menos que se puede hacer es determinar el camino para su comprensión, previo a la descripción de obras y enumeración de autores.
En este mismo sentido y ya para entrar en el tema específico de lo estético referido a niños, sería justo contemplar los postulados de Jesualdo (1973), uno de los críticos literarios más reconocidos dentro del género. Para él, la literatura que debe ir a los niños es precisamente esa que se caracteriza por su literariedad, por su valor estético y, por lo tanto, quien la produce ha de ser ante todo un escritor, un creador.
Para este crítico, existen escritos que no fueron dirigidos a niños y que, sin embargo, resultan verdaderos aciertos en la materia; otros concebidos para lectores infantiles no pasan de ser materiales informativos que están muy lejos de lo auténticamente literario y, por ello, fracasan en su cometido. Exceptúa, Jesualdo, a aquellos creadores que de antemano tuvieron la intención de escribir para niños y logran obras magistrales.
Otra crítica destacada lo es Elizagaray (1975) para quien la Literatura Infantil refleja las características del juego en todo lo que ella tiene de evasión o de mundo inventado por el autor. Por lo tanto, el libro infantil debe contribuir a sensibilizar el mundo interior del niño y condicionarlo como lector y para ello ha de ser poético, tierno, sencillo e interesante. En opinión de Italo Tedesco (2003), la literatura Infantil es una dialectización de la literatura en general, pero que responde a criterios específicos que le dan cabida al niño lector. Afirma que se trata de un complejo sistema semiótico donde confluyen muchos sistemas de signos y se permite el hacer sentir, es decir, toca la fibra de la sensibilidad en el buen sentido de la palabra. Es el arte de la palabra.
Del mismo criterio es la venezolana Navas Griselda (1995), quien señala que la literatura infantil es un término convencional por el que se reconoce la literatura que puede ser leída, ricamente recepcionada por los niños y los jóvenes. Pero, también sostiene que la Literatura Infantil es principalmente literatura y, por ello, no excluye el efecto de fascinación en el lector adulto. Concluye señalando que la literatura es un sistema comunicacional específico dentro del marco general del sistema del arte, y en consecuencia, cumple funciones comunicativas particulares dentro del gran sistema de la cultura a la que vuelve para redescubrirla con una nueva visión sensible y crítica.
Para esta estudiosa de la Literatura, la denominación “infantil” es solo un formalismo, pues coincide con los críticos reseñados anteriormente en cuanto a la concepción de lo literario.
Podríamos continuar con diversas posiciones en torno a lo que ha de conocerse como Literatura Infantil pero agotaríamos el espacio y no se concluiría pues la diversidad en este campo es infinita. Cabe destacar que la orientación dada para efectos de este escrito a la literatura infantil, apunta hacia el hecho literario, indistintamente si va dirigido o no a los niños. Lo verdaderamente importante es que evoque el mismo espíritu creador y exija el mismo grado de responsabilidad y seriedad que cualquier obra de arte. Se parte, entonces, de una concepción artística para poder comprender el porqué se mezclan autores de diversa índole en este recorrido y no únicamente a aquellos que dicen escribir para niños.
Representantes de la Literatura Infantil en Venezuela
Resulta un verdadero reto hablar de representantes de la Literatura Infantil venezolana, ya que son muchos los escritores que han incursionado en este rubro aun sin intencionalidad preconcebida. No obstante, existe un punto de coincidencia entre los críticos que fija la mirada en la figura de Rafael Rivero Oramas, pues fue él quien vio en la rica veta oral las potencialidades de un material que fuese bien recibido por niños sin la imposición de un adulto1.
A partir del año 38 con la creación de la revista Onza, Tigre y León y, posteriormente, con Tricolor se da la bienvenida a materiales dirigidos a niños en el país bajo la dirección de Rivero Oramas. Onza, Tigre y León reunía materiales diversos pero lo más interesante, lo que buscaban los niños de entonces eran los cuentos y leyendas de la tradición oral contados por Rafael Rivero Oramas, director de la revista. En 1949 se suspendió la publicación de este órgano divulgativo y el mismo equipo pasó a editar la revista Tricolor. Esta llegó a encartarse gratuitamente en la prensa nacional, logrando gran éxito entre la chiquillada. También fue utilizada en las aulas de clases como material complementario para la formación de los educandos.
Rafael Rivero Oramas marcó un potencial hito en lo que se refiere a publicaciones para Niños en Venezuela. No solo dirigió tan renombradas revistas, también publicó cuentos como La bruja Candelaria (1932) y Tío Conejo Detective (1933). Realizó adaptaciones de muchas leyendas indígenas y escribió lo que podría considerarse la primera novela de aventuras dirigida a lectores infantes que tituló La Danta Blanca (1965). Cabe destacar su obra El mundo de tío conejo (1973), una de las más acertadas recopilación folklórica nacional.
Según las investigaciones realizadas por el crítico Efraín Subero (1977), el cultivo sistemático de la literatura infantil se inicia en Venezuela en 1918 con la afamada generación del 1918, ya que se producen textos altamente signiicativos en el área, tales como: La Huerta de Doñana (1920) de Fernando Paz Castillo, que fue publicado cincuenta años después de su elaboración. Mariano Picón Salas ocupa sitial de honor con su texto Viaje al amanecer (1943) y Tulio Febres Cordero destaca con Las cinco águilas Blancas.
En la misma línea de Oramas se encuentra Antonio Arraiz, quien publica a partir de los cuarenta sus Cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, La Cucarachita Martínez y el ratón Pérez en la Revista Nacional de Cultura. El mismo Subero (ob.cit) acota que la veta folklórica es continuada por Luis Eduardo Egui y Pilar Almoina de Carrera. El primero publicó Cuentos para niños (1971) y la segunda realizó un importante trabajo de recopilación de literatura oral que sistematizó en su libro El camino de Tío Conejo (1970). También publicó Este era una vez (1968).
Subero asocia la tradición en la literatura infantil venezolana al nombre de Adolfo Ernst, quien en 1893 en la célebre revista El Cojo Ilustrado, aporta una serie de formas para el cancionero popular de Venezuela. De igual forma, abogaron por el rescate de lo folklórico, tan en consonancia con lo literario para niños, iguras tales como Lisandro Alvarado, Enrique Planchart, José Machado, Pedro Montesinos, Miguel Acosta Saignes, Rafael Olivares Figueroa, Juan Liscano, Miguel Cardona, Isabel Aretz, Luis Felipe Ramón y Rivera, Luis Arturo Domínguez y Gustavo Luis Carrera.
Otros escritores que destacan en este quehacer en Venezuela son Lola de Angeli con Los cuentos de Mamá Lola (1968), Ida Gramcko con Juan sin miedo (1956); Reyna Rivas con El perico Asado (1955) y Hernán Hedderich con 13 Cuentos para niños de ayer y de hoy (1979) y Cuentos de la Negra Dominga (s/f). Indudablemente Teresa de la Parra con Memorias de Mamá Blanca e Ifigenia (1929) también debe ser mencionada. Sus escritos formaron parte de los programas oficiales de Lengua y Literatura como lecturas modelo por mucho tiempo. Igual suerte corrió Ana Isabel una niña decente (1949), escrita por Antonia Palacios.
Incursionaron en el campo literario infantojuvenil nacional, otros pilares de la literatura venezolana. Luis Urbaneja Achelpohl publicó Ovejón (1922); José Rafael Pocaterra editó De cómo Panchito Mandefuá cenó con el niño Jesús y La I latina; Pedro Emilio Coll divulgó El diente roto en El Castillo de Elsinor (1901) y Julio Garmendia publicó Manzanita (1951). De este último escritor fueron publicados, además, El médico de los Muertos (1986) y La máquina de hacer ¡pu! ¡pu! ¡puuu! (1986). Estos textos, aunque no creados pensando en un lector infantil, se convirtieron en verdaderos aliados para fomentar el gusto por la lectura en niños por el fino humor que los caracteriza y por ser auténticas joyas de las letras venezolanas.
Mención especial merece la producción de Orlando Araujo, cuyos relatos Miguel Vicente Pata Caliente (1971), y posteriormente, Los viajes de Miguel Vicente Pata Caliente (1979), se constituyeron en referente obligado de la literatura para niños en Venezuela. Su elocuente estilo y su cercanía al diálogo infantil son recursos que atrapan a los más pequeños. También escribió un libro menos referenciado titulado Cartas a Sebastián para que no me olvide (1988). En esta producción, que realiza Araujo desde prisión, logra desplegar una prosa poética incomparable. Decía el autor “un libro es un pájaro que canta fuera del aula, sobre un río, en la montaña o en el desvelo de tus madrugadas”.
Me tomaré la libertad de detenerme un poco en Cartas a Sebastián… porque este material logra conjugar de una manera bastante singular la belleza de lo poético con lo axiológico sin necesidad de dar lecciones que el niño no quiere escuchar. En esta prosa hay un respeto desmedido, sin duda digno de admiración por el lector infantil. Tome usted cualquiera de las “cartas”, por ejemplo, la titulada Sobre la muerte y notará cómo un tema tan escabroso, al cual muchos autores dan la espalda, el autor lo trabaja de forma subliminal desde la sencillez. Leamos:
La muerte es una cosa muy de uno y sin espejos, de pronto te miras a ti mismo y no te ves. La muerte es como cerrar los ojos y dormir….Si no fuera por la muerte, Juancho, yo no viviría y tú no tendrías el delicioso sueño del recuerdo. Uno muere al nacer precisamente porque vive. Fíjate bien: miles y miles de espermatozoides buscaron y lucharon para alcanzar el óvulo de tu madre. Sólo uno lo alcanzó. ¿Te das cuenta que al nacer eres ya un sobreviviente? La vida es el bello relámpago de un triunfo. No la malgastes. Y digan lo que digan, camina hacia la muerte con toditico tú. (Ob Cit. p. 49)
Esta forma de escribirle al niño es como estar conversando con él y el lector queda de esta manera extasiado en su diálogo particular con las letras. Satisface su necesidad de saber sin aprendizajes directos porque la palabra vibra y, con ella, quien la escucha, quien la lee.
Otro creador similar pero con su particular estilo fue Aquiles Nazoa. Publicó prosa, teatro y poesía no necesariamente con la intención de que la leyeran los niños, pero el manejo del humor y la cotidianidad vertido en un lenguaje preciso y lleno de musicalidad convirtió la mayoría de sus obras en preciado material que gusta por igual a niños, jóvenes y adultos. ¿Quién no recuerda El arrocito de las López o Fábula de la ratoncita presumida entre variados textos incluidos en Humor y Amor (1970)? Los escritos de Aquiles enseñan sin decirlo, forman sin que nos percatemos de ello y, sobre todo, recrean en el mejor sentido de la palabra. Entre sus obras resalta un relato un corto que el poeta tituló La historia de un caballo que era bien bonito, el cual ha sido objeto de diversos análisis literarios e incluido en bibliotecas escolares. También escribió Caperucita Roja Criolla (1955), Poesía para colorear (1958), El burro lautista (1958), Caballo manteca (1960); Vida privada de las muñecas de trapo (1975), Poesías costumbristas, humorísticas y festivas (1963), entre otras.
Tampoco se puede olvidar la obra de Oscar Guaramato, quien escribió Biografía de un Escarabajo (1949) y La niña vegetal (1953), textos que han sido incorporados a los programas del Ministerio del Poder Popular para la Educación a fin de que sean trabajados con los educandos. También Salvador Garmendia incursionó en el género para niños con El Turpial que vivió dos veces.
Otro libro significativo, específico en el campo de la poesía, lo constituye Canta Pirulero (1950) de Manuel Felipe Rugeles, considerado el mejor poemario infantil en toda la historia de la literatura venezolana. De igual forma y en el mismo género poético vale destacar la figura de Ana Teresa Hernández con Pequeñín (1959), Fuentecita cantarina (1965), Fábulas de juguetes (1963) y Campana de recreo (1976), entre tanto a Josefina Urdaneta le debemos Alas de Letras (1976) y a Fernando Paz Castillo El príncipe Moro (1982).
A continuación alguna de las obras de autores de exigida mención, cuando se espera a presentar un buen inventario de la lectura que se ajusta a los gustos de los más pequeños: Luis Barrios Cruz con Plenitud (1944), Andrés Eloy Blanco con La aeroplana clueca (1935) y Giraluna (1955). Carmen Delia Bencomo, narradora de cuentos, obtuvo el primer premio en el concurso de cuentos infantiles auspiciado por el Banco del Libro con el texto La cigarra niña (1965) y con la obra Los Papagayos (1967) ganó el primer premio de teatro infantil promovido por la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela. También obtuvo premios con Cartilla del aire (1970) y Un cuento blanco para Mary (1983). Publicó Muñequitos de aserrín (1958), Cocuyos de Cristal (1965), Los luceros cuentan niños (1967), El diario de una muñeca (1972), Los cuentos del colibrí (1984) y Cantaclaro (1997).
Blanca Arias y Velia Bosch son otras escritoras interesadas en el campo de la Literatura Infantil en sus variadas acepciones. La segunda, compiladora y crítica literaria en el ámbito de la Literatura para niños, publicó Arrumango en 1965. En este mismo orden, destacan Morita Carrillo con su Festival de Rocío (1955), Beatriz Mendoza de Sagarzazú, quien escribiera Viaje en Barco de papel (1956) y quien en 1983 hiciera una recopilación valiosa de poesía venezolana con el título La Infancia en la poesía venezolana. Elizabeth Schon cuenta con un poemario titulado El abuelo, la cesta y el mar (1965); Jesús Rosas Marcano sobresale con A media mar (1975), Cotiledón, Cotiledón la vida (1965) y Manso vidrio del aire (1968). Por su parte, Rafael Olivares Figueroa publicó el año 1972 su Antología de poesía Infantil en la que recoge lo más variado del género. Este libro es de inevitable referencia para todo aquel que desee investigar sobre Literatura Infantil Venezolana.
Dentro de este hacer poético, la Editorial Banco del Libro publicó una recopilación de Abilio Padrón intitulada ¿Qué será, qué no será? (1980) que recoge adivinanzas y retahílas populares muy divertidas y ajustada al gusto de los más pequeños y Tún, tun ¿quién es? bajo el mismo estilo. Otra producción literaria de gran renombre en Venezuela es ¿Qué le pasa a tío cachicamo? (1983) de Carlos Izquierdo, periodista creador del programa radial de información para niños denominado “Las Cosas del Abuelo”.
Escritores como Ramón Palomares encontraron en los relatos de los indígenas un rico material para trabajar con excelentes resultados en el campo de la literatura infantil. Es el caso del texto La rana, el tigre, los muchachos y el fuego (Ediciones Caballito del Sol, 1969), cuento makiritare2 adaptado por el poeta en coautoría con escritor David Alizo. También han resultado exitosas otras adaptaciones de cuentos guajiros y pemones en manos de Kurusa y Verónica Uribe, publicadas por el Banco del Libro. Entre ellas destacan El cocuyo y la Mora (1978), El tigre y el rayo (1979), El rabipelado burlado (1978), El conejo y el mapurite (1980), La capa del Morrocoy (1982) y El burrito y la tuna (1983). Las mencionadas autoras parten del trabajo compilado por Paz Ipuana Ramón y Fray Cesáreo de Armellada.
Interesa referir, en este mismo sentido, un texto publicado por la Editorial Tinta, Papel y Vida en el año 1984 con el título Caliebirri-nae Cudeido, relato de Luis Blanco, miembro de la comunidad guajira. Se trata de un método original de difusión de la ancestral creación literaria indígena venezolana con sentido comunitario. Es una pieza representativa de la literatura oral Jivi-Guajiba3 y da cuenta de una metodología novedosa, ya que responde a un trabajo de equipo donde el vocero es la propia comunidad. También Miguel Ángel Jusayú es un nombre necesario dentro del rescate de mitos y leyendas indígenas apropiadas a lectores juveniles y producciones propias.
Como autores de la contemporaneidad cuyas obras rescatan el espacio de lo cotidiano y de la realidad con una buena dosis de imaginación se tiene a Laura Antillano, quien publica La muerte del monstruo come-piedra (1971 – 1996), Un carro largo se llama tren (1975), La luna no es pan de horno (1988), Cenan los tigres la noche de Navidad? (1990 – 2005), Jacobo ahora no se aburre (1991), Diana en la tierra wayúu (1992), Una vaca querida (1996), Emilio en busca del enmascarado de plata (2005) y La luna no es pan de horno y otros cuentos (2005). La obra de Antillano es profusa y valiosa para comprender el proceso de la producción literaria para niños y jóvenes en Venezuela.
También María del Pilar Quintero, docente de la Universidad de los Andes, ha realizado una labor sobresaliente en lo que concierne a esta temática. Arcalía, la gran tejedora (1987) y Uribe, la madrina de las palabras (1989) son muestras de un excelente trabajo realizado para niños sin perder la perspectiva de lo literario. En Arcalía, por ejemplo, se manifiesta un viaje dual iniciado por el personaje principal que pone de manifiesto una traslación física y maravillosa a la vez que permite la mitificación de la Gran madrina de los tejedores. La estructura narrativa descansa sobre la base del número cuatro, símbolo de perfección y creación. El relato apunta hacia una cosmogonía de lo perfecto, lo deseable y, para ello, el narrador se vale de la reiteración, de la imagen, la anáfora, el símbolo y ubica a sus lectores en medio de un cuadro armónico donde el viento musita de puerta en puerta produciendo una especie de cadencia que subyace al código grafemático. Esta situación de armonía que se presenta en las características de las madrinas, en los hilos mágicos, en los sueños de los habitantes de los pueblos y hasta en la conversión de Arcalía, permite la presentación del elemento cotidiano pero elevado a categoría artística, pues da cuenta de un lenguaje metafórico. Por otro lado, la inserción en el mito abre múltiples posibilidades a la imaginación. El relato satisface la función estética y a la vez no escapa a determinada posición axiológica manifiesta en la esperanza y la fe en un futuro lleno de sueños que no se desliga de las creencias propias de un pueblo: el nuestro.
Marisa Vannini publicó La Fogata en el año 1979 y Francisco Massiani obtuvo un gran éxito con Piedra de mar (1968). Ambos textos pueden considerarse como novelas cortas. Caupolicán Ovalles escribió El pumpá volador de Armando publicado por la Editorial María Di Mase en el año 1980. Esta publicación se basa fundamentalmente en cuadros de Armando Reverón, allí se organiza un poco su vida en función de su arte. En Venezuela, además cuenta, Verónica Uribe en El libro de las fábulas (2004), en Diego y los limones mágicos (1998), en Diego y el barco pirata (2000) y El mosquito zumbador (2002).
Armando José Sequera destaca entre el grupo de nuevos narradores con textos, tales como: Evitarle malos pasos a la gente (1993), Fábula del cambio de rey (1991), Cuentos de humor, ingenio y sabiduría (1995), Varias navidades al año (1995), Espantarle las tristezas a la gente (1995); Teresa (2000); y Mi mamá es más bonita que la tuya (2005). Por su parte Luiz Carlos Neves es poseedor de una extensa obra poética que enriquece el acervo literario de los niños. Recordamos a Historias del sapo Cururú y Carabela, Calavera.
Un nombre que no puede pasar desapercibido en estos nuevos tiempos es el de Mireya Tabuas, periodista, dramaturga, narradora y guionista. Su literatura para niños se caracteriza por la agilidad y un sentido especial del realismo, no despojado de humor y fina gracia. Su cuento ¿Cómo besar a un sapo? forma parte de un volumen con el cual se hizo acreedora del Premio Canta Pirulero otorgado por el Ateneo de Valencia. Entre sus publicaciones se encuentran: Cuentos para leer a escondidas, publicado por Monte Ávila Editores Latinoamérica y Cuentos prohibidos por la abuela. Esta escritora explora el terreno de los temas tabúes.
A su lado se encuentra Fedosy Santaella, autor de libros, tales como: Historias que espantan el sueño, Fauna de palabras y Verduras y Travesuras. También está María Elena Maggi, constante investigadora dentro del género que acá se trata. Ella ha publicado, entre otros libros: ¿A quién no le gusta leer?, Cuentos de navidad, A la una la luna. Este último considerado por el Banco del Libro entre los mejores textos y título imprescindible en la biblioteca escolar venezolana. El poeta venezolano, Luis Alberto Crespo, también es autor de un libro para niños: Poesía venezolana para niños (2007). Su producción, sin lugar a dudas, es una de las más notorias dentro de la poesía venezolana.
Otros autores venezolanos que nos han legado piezas infantiles son: Carlos Augusto León, Joseina Urdaneta, Carmen Dearden, Mercedes Franco, Yolanda Patín, Rafael Arraiz Lucca, Ednodio Quintero y Aminta Díaz. Los investigadores y estudiosos de la Literatura infantil en Venezuela han generado todo un movimiento para motivar a los pequeños hacia la lectura y, para ello, han diseñado y difundido multiplicidad de actividades destinadas tanto para especialistas como para la propia chiquillería. Se mueven en estos escenarios figuras como: Carolina Jiménez, Miguel Márquez, Antonio Trujillo, Freddy Torres, Pablo Ramírez, Carlos Ildemar Pérez, Rafael Rodríguez Calcaño (David Caravás), Moraima Rodríguez, Avilio González Tineo, Rodolfo Porras, Marcos Montero, Oswaldo Blanco, Xavier Saraya, Carolina Rodríguez, Álvaro Cáceres, Armando Arce, Luis Cedeño, Gabriel Jiménez Emán, Isabel Zerpa, Rosario Anzola y muchos más.
Justo es antes de concluir esa enumeración obligada, hacer mención al teatro, a las representaciones, y a la prensa dirigida a niños porque ocupan también un lugar especial en este conjunto de saberes.
En la revisión realizada por el Dr. Efraín Subero (1977) se recogen varias muestras de teatro para niños. El lobo enamorado (1946) de Eduardo Calcaño, El Tambor mágico (1961) del dramaturgo José Ignacio Cabrujas, Los papagayos (1968) de Delia Bencomo, Teatro para los niños (variadas publicaciones en la revista Tricolor) de Morita Carrillo; Hubo una vez un hombre de Luis Eduardo Egui (1969) y Teatro infantil, Juan bobo no es tan bobo (1963) de Alarico Gómez.
Oscar Guaramato compuso un guión para teatro de títeres titulado La araña y Amalivac publicado en revista Educación para el 1948. Nazoa también aporta en este género al igual que Martín Pulgar, María Luisa de Planchart, Rodolfo Quintero, Sanjuán Belén y el propio Efraín Subero con su libro Teatro Escolar (1970). En Venezuela, también las Universidades han realizado una tarea significativa para acercar a los niños y jóvenes al teatro.
Un punto un tanto más escabroso es el referido al periódico. El autor venezolano más destacado al respecto es Rosas Marcano, quien se dio a la tarea de llevar a maestros y alumnos a talleres sobre la elaboración del periódico. Sin embargo, quiero decir acá que es distinto el periódico escolar a la prensa dirigida a los niños. En Venezuela, además de la revista Onza, Tigre y León y Tricolor –publicaciones previamente comentadas– y los encartados como El barquito, Perro nevado y otros, surgió un auténtico periódico para los pequeños. Se trató de El Cohete (el periódico de los niños), editado por Maria Di Mase. Aparecía cada quince días y los niños podían suscribirse para que les fuese entregado en casa. Realmente, El Cohete sí respondía a lo que debía llamarse prensa para niños, pues se trataba de un tabloide recortado que estaba al día con lo que pasaba en el mundo y, especialmente, en Venezuela. Lo que era noticia para el adulto lo era para el niño solo que se escribía en su propio lenguaje. Esta publicación recibió el Premio nacional de periodismo en su mención especial. A pesar de su calidad desapareció por razones económicas y hasta los momentos no se conoce ningún esfuerzo que haya rescatado la esencia de lo que logró esa fabulosa publicación.
A manera de reflexión final
La actividad del hombre siempre ha estado signada por el hecho creador. Cuando se trata de los jóvenes y niños, este acto se convierte en magia, en un trayecto, cuyo itinerario es la imaginación. Sin límites el niño da rienda suelta a su fantasía, pero para que esto sea así ha de encontrarse con materiales que se lo permitan y ello únicamente es posible mediante la literatura. Ese hacer literario del cual se hablaba en la introducción a este trabajo.
Son los niños y los jóvenes quienes toman para sí el producto de la creación intelectual que alcanzan a percibir. Ellos tienen características muy peculiares que los definen, entre ellas el poder de cambiar en entidad espiritual todo objeto, todo lo material, toda idea, mientras se encuentran abandonado a su juego. Ellos como supremos lectores tienen derecho a decidir cuál es la literatura que le apetece y le conviene y segura estoy de que pueden hacerlo bien. El arte que emplea como instrumento la palabra no debe encerrarse ni limitarse en función de un lector. De todas formas cuando el libro llega a las manos del niño, este con sincera ingenuidad ejercerá sobre él una acertada crítica. Tal como señala María del Pilar Quintero (1987: pp.7-8):
no existen, ni han existido nunca, creadores de literatura infantil… Los autores de obras justamente clasificadas dentro del campo de la literatura infantil deben ese honor no a una intención expresada en acción deliberada del emisor sino a una aceptación o, más bien, asunción realizada por la gente que habita el mundo de los niños. La literatura infantil nace y crece cuando los niños toman para sí el producto de la creación intelectual que alcanzan a percibir….
Es necesario insistir en algo… no es posible planificar y hacer una literatura para niños sin que esto signifique que no exista dentro de la obra literaria total como dentro de la globalidad de la obra artística, un apartado que los niños han hecho suyo… y seguirán haciéndolo.
Coincidimos con la citada autora en cuanto al respeto por el lector, indistintamente si este sea adulto o niño; mujer u hombre. En todo caso, lo verdaderamente importante es la creación literaria.
REFERENCIAS
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Tejada, L. (1986). Fundamentos Básicos de la Literatura Infantil. Venezuela: Publicaciones El Mácaro.
NOTAS
1 Intencionalmente no se reportan las publicaciones didácticas que vieron luz en el Siglo XIX, porque fueron hechas con una intención moralizante, supuestamente para “educar”, pero no responden a los criterios iniciales que esbozáramos como Literatura.
2 O yekuana. Pueblo amerindio que habita entre los estados Bolívar y Amazonas.
3 Etnia ubicada en el Amazonas específicamente en el límite entre Venezuela y Colombia.
