Cuento blanco
La abuela estaba muy pálida y triste. Una fiebre sorda minaba su vida y hacía brillar extrañamente sus ojos bajo los cabellos albos. Reclinada en el cómodo sillón de respaldo muelle, veía hacia el patio lleno de luz, por donde se desparramaba en risas, charlas y juegos locos la fresca alegría de los nietos. Algunos de los hijos y dos o tres de los nietos más formales rodeaban el sillón, atentos al rostro de la enferma, extenuado y melancólico.
La enferma no se quejaba: nunca, ni en medio de los más crueles dolores, la queja había roto la línea suave y harmoniosa de sus labios. Era sabia en sufrimiento, porque lo era en amor, y su existencia no había sido sino amor y sufrimiento. Quien ama sufre y hace sufrir, pues el amor más vive de lágrimas que de sonrisas. Amor siempre tranquilo, o siempre en fiesta, debe de ser privilegio de almas dudosas, almas pequeñas, almas pálidas de cretinos o eunucos.
Aun menos podía quejarse la abuela en aquella ocasión, cuando hijos y nietos festejaban su cumpleaños. Antes bien parecía aletargada en un reposo feliz, saboreando las dulzuras del día claro y del afecto filial. Gozaba de la ruidosa algazara de sus nietos y de la luz del sol, tan intensamente como si esa luz y esa algazara fuesen las últimas caricias de la vida a su vejez expirante.
Pero su tristeza, a pesar de todo el amor filial y toda la luz, continuaba siendo la misma, quizá más honda y oscura. Algo extraño sucedía en su alma de abuela: nadie dudó jamás de su valor, pero tampoco nadie dejó, por aquel entonces, de advertir su desaliento. Algunos achacaron a la enfermedad su primera cobardía de mujer brava. Sin embargo, su valor no era de los que se turban ante la enfermedad y la muerte. Su tristeza era la tristeza de una ilusión imposible, de un deseo irrealizable, abierto en lo más recóndito de su alma como una flor tardía. ¡Pobre, dulce abuela! Se daba cuenta de lo irrealizable de su deseo, y guardábase de manifestarlo, llamándolo para sus adentros locura, delirio de vieja chocha. Y el deseo, no expresado, la consumía lentamente.
Poco tiempo atrás, al sentirse enferma, comprendió que esa enfermedad sería la última y, con el presentimiento de su próximo fin, entró en su corazón un huésped melancólico: la nostalgia. La abuela no conocía a ese huésped; por lo tanto, nada sabía de sus abrazos tristes, de sus caricias amargas, ni de sus languideces voluptuosas. En su vida, colmada de amor y sufrimiento, no cupo jamás la nostalgia. Primero, el noviazgo; luego, el marido con sus empresas y luchas de batallador incorregible; después, los hijos con sus enfermedades y educación y sus problemas de porvenir; por último, los hijos de los hijos con sus gracias y también con sus dolores le impidieron echar de menos la patria, el rincón por el cual se deslizaron los días de su niñez, el paisaje alegre y sano de su campiña tudesca.
No quería decir esto que hubiese renegado de su patria: pensaba mucho en ella, y de ella hablaba mucho, pero sin dolor ni amargura, como se habla de un pasado bello y apacible que no dejó ni un pesar, ni una sombra.
Y cuando menos lo esperaba, cuando se creía cerca, muy cerca de la tumba, ya bien apercibida al último viaje, la nostalgia, la gran melancólica, se abrazó a ella, convirtiéndola en juguete de una veleidad, de un deseo agudo, tanto más agudo cuanto menos realizable, el anhelo de ver, antes de cerrar los ojos al vano panorama de las cosas, la casa paterna, el jardín de la casa paterna y todo el paisaje nativo. Por primera vez halló monótona y fea su segunda patria, la patria de su prole, el país de Venezuela, con su clima tropical, su naturaleza bravía, su verano perpetuo que mata los follajes y hunde las almas en estéril modorra surcada de ardores bruscos y efímeros.
Víctima de su nostálgico afán, la abuela se la pasaba desgranando sus recuerdos uno a uno, remontando cada día el curso de los años, esforzándose por vivir nuevamente, con el poder evocador de la memoria, su infancia pura y tranquila. El día de su cumpleaños la mortificó, tal vez como nunca, su veleidad. Mientras miraba desde el cómodo y venerable sillón de respaldo mullido los juegos de sus nietos y gozaba del sol que sobre pilastras y baldosas del patio repartía sus caricias brutales, ella, de vez en cuando, olvidaba los retozos infantiles y se olvidaba del sol, para irse lejos, lejos, y al fin de su viaje ideal hallarse a sí misma jugando con otros niños por primavera, o sola con su única hermana por invierno, en tanto que del cielo oscuro, color de plomo, caía nieve. Y gozando del sol de los trópicos, la abuela en su honda nostalgia suspiraba por un poco de nieve:
—¡Ver un poco de nieve, y luego morir…!
Ausentándose unas veces en alas del deseo, atendiendo otras veces a las travesuras de los chiquillos en el patio lleno de luz, la abuela sintió como unidas por un lazo invisible su propia infancia y la de sus nietos. De pronto sonrió, y sus labios, al sonreír, parecieron a la vez murmurar algunas palabras.
—¿Qué quieres, abuelita? — dijo, fijándose en ella, una muchacha de trece a catorce años.
—Nada, hija.
—Me pareció que decías algo.
—¡Ah, sí! Estaba pensando en una historia muy vieja, casi tan vieja como yo, pero que guarda, a pesar de los años, la frescura juvenil de los rostros como el tuyo. Es la historia de unos novios chiquitines.
—¿Por qué no la cuentas, abuela?
—No es muy alegre esa historia, hija.
—Cuéntala. No importa que no sea alegre. Te distraes. ¿Los llamo a todos para que te escuchen? —Y sin esperar contestación, llamó a todos los chicuelos que alborotaban en el patio.
La abuela se vio rodeada en seguida de muchas miradas curiosas, de muchas mejillas tersas, de muchos labios en flor y bucles indomables, y al verse de este modo, en estado de sitio, se rindió, sacudiendo por un instante su letargo y empezando a decir, como principiaba a menudo:
—Entonces tendría yo siete años, más o menos…
Invariablemente, cuando la abuela comenzaba así, aparecía en las caras de algunos de los nietos una expresión de incredulidad candorosa:
«¿Será posible que la abuela haya tenido nunca siete años?», parecían preguntarse aquellos incrédulos. Mas a la expresión de sorpresa y duda sucedía la expresión del contento, porque la abuela, cuando empezaba así, hablaba de su niñez y de su patria, y decía muchas cosas bellas. Decía de praderas alfombradas de margaritas y amapolas; de unos árboles muy hermosos, de follaje verde claro, llamados tilos, en cuyas copas cantan los ruiseñores; decía de una gran chimenea de piedra en donde gimen las brasas; decía de nieve, de brumas, de noches de escarcha, muy frías, tras de las cuales vienen mañanas también muy frías, pero claras, luminosas, de cielo azul transparente sobre los árboles vestidos de caprichosos trajes blancos.
—Entonces tendría yo siete años, más o menos. Mi hermana Elsa era menor que yo. A fines de primavera venían los tíos y con ellos los primos Juan y Rosa, para no volver a la ciudad sino a mediados o a fines de otoño. Y todo ese tiempo lo pasábamos juntos los cuatro primos, jugando a más no poder en el vasto jardín delicioso, a la sombra de árboles corpulentos.
—¿Eran tilos, abuela?
—Tilos y encinas…
—Y los tilos echan florecitas blancas, ¿verdad?
—Sí, florecitas blancas… Pues con esas flores y otras muchas flores engalanamos a Elsa un día de la última primavera que nos vio juntos a los cuatro. Jugábamos a novios, y a Elsa, la novia, la vestimos de flores, de la cabeza a los pies. En los cabellos, en el seno, por todas partes le prendimos flores de tilo, margaritas y rosas. Después de haberla ataviado, la aplaudimos mucho, porque estaba muy bella la novia de ojos azules con su traje en flor. Toda era flores la novia: flores el traje, flores ella misma, con sus ojos como violetas y sus labios como rosas.
»Juan había propuesto el juego; además, él ejercía sobre nosotras el doble ascendiente del sexo y de la edad, y se daba aires de tirano: nada más natural que él fuese el novio. Rosa fue la madrina, y yo…, ¡ah!, yo desempeñé un papel muy serio, el más importante en apariencia, en realidad el más tonto: yo era el cura, y como tal había de bendecir la unión de la novia adorable y el novio fuerte. ¡Nadie sabe cómo me arrepentí después, de haber sido cura! Algunos remordimientos de conciencia me costó el oficio.
»Bueno… Pues desde esa ocasión en que por primera vez jugamos a novios, muchas veces durante aquella temporada jugamos al mismo juego, y siempre, aunque Rosa y yo protestáramos, era Juan el novio, la novia Elsa, Rosa la madrina y yo el cura. Imposible trocar los papeles: Juan no admitía otra novia que Elsa, y ésta andaba un tantico orgullosa de las preferencias de Juan.
»En casa, nadie sabía de nuestro juego: de éste no hablábamos jamás delante de las personas mayores, por miedo a las burlas. Rara vez iba alguien hasta el rincón del jardín en donde jugábamos, a la casita de madera construida para nosotros al pie de un tilo. Nuestras chiquilladas y travesuras no las presenciaba sino el perro de casa, un perro muy leal, muy fiel y valeroso como un león. Mejor que ninguna niñera nos cuidaba ese perro: para llegar hasta nosotros era necesario toparse con él y, sin su venia, no era posible seguir adelante.
»Jugando a los novios, descuidados y felices, dimos inconscientemente ocasión de que brotara y creciera una chispa de un fuego raro e ideal, conocido de muy pocos. Juan llegó a tomar en serio su papel de novio, y, además de hacer cuanto agradaba a Elsa, permitióse forjar colosales proyectos, como el de construir, cuando hubiese estudiado lo bastante y fuese más hombre (porque ya él se creía un hombre), una casa grande, muy grande, como un palacio de reyes, y regalársela a su novia Elsa, con la mar de joyas, vestidos y dulces, muchos dulces.
»En otoño, los tíos regresaron a la ciudad, y Elsa y yo, apesadumbradas algún tiempo, nos consolamos pronto, viviendo con la esperanza fija en la primavera futura y en la futura vuelta de los primos.
»Mientras tanto, Juan vivía sin consuelo. Desde su llegada a la ciudad, su tristeza aumentó cada día, hasta alcanzar proporciones que alarmaron a todos los de su casa. Del antiguo carácter jovial del pobre chico no quedaron al fin sino indecisos relámpagos pálidos. Melancólico y displicente, el juego y el estudio no lo absorbían como antes, y su desgana era absoluta e invencible. Sólo hablaba con placer de nuestra casa, y suspiraba por ella, por el jardín y sus tilos, por nosotros y nuestra heredad plantada de manzanos. De las extrañezas melancólicas de Juan nos enteró una carta de los tíos que mi padre leyó en presencia de nosotras una noche de invierno, cerca de la chimenea monumental donde el chisporroteo de los tizones y los aullidos del viento en el cañón humero contaban un cuento lúgubre de frío, hambre y lobos. Todos comentaron la carta de los tíos y las tristezas de Juan, pero ninguno dio con el motivo de esas tristezas. A nadie se le ocurrió pensar que nosotras pudiéramos conocer la verdadera causa del mal humor del primo. ¡Qué iban a saber unas chiquillas!
»Sin embargo, mientras yo oía los comentarios de los otros, una convicción echaba raíces más y más profundas en mi cabecita de chicuela. ¡Ah! Yo sabía con seguridad por qué Juan estaba triste, por qué no estudiaba, por qué vivía pensando en nosotras. Esa convicción me alegró extremadamente; me encantó saber algo que las personas mayores ignoraban y guardé ese algo para mí sola. Ya empezaba yo a ser mujer, porque ya empezaba a sentir esa necesidad femenina, irresistible, que hace malas a muchas mujeres: la necesidad del secreto. Yo tenía ya mi secreto, y lo celaba como si fuese un tesoro o un secreto grave, muy grave, del cual dependiera la suerte de los mundos. Por nada me lo hubiera dejado arrancar. Además, de poco me habría servido el revelarlo: se hubieran burlado de mí las personas mayores, porque así somos casi todos los viejos. Maniáticos y egoístas, creemos que nuestra mezquina experiencia personal es compendio y resumen de todo el saber y desdeñamos a los jóvenes, con más razón a los niños. Afortunadamente, mi secreto no era grande ni malo; antes bien, era pequeño y puro como gota de rocío, como centella de oro, como grano de incienso.
»A la primavera siguiente los tíos volvieron en época anterior a la de costumbre, obligados a ello tanto por la tristeza incurable de Juan como por la muerte de Rosa. El invierno, el implacable rey anciano de barbas de nieve, se había llevado a Rosa a sus fríos palacios de columnas de hielo y techumbres de escarcha y granizo.»El cambio de Juan, a su llegada, fue muy brusco: de repente recobró la salud y el buen humor perdidos, y todos notaron la transformación con gran asombro y contento. En el jardín, bajo los mismos árboles, jugamos los mismos juegos, y para vivir como antes no faltaba sino Rosa. Aun puede decirse que ni ésta faltaba, porque la habíamos convertido en objeto de un culto noble. Nuestros labios la nombraban a cada momento, y cuando nos repartíamos los papeles de un juego o juguetes u otras cosas de regalo, a la muerta, a la compañera ideal, reservábamos un papel o una porción. En el juego de novios, y aun fuera del juego, ella seguía siendo la madrina, y los novios arrapiezos hablaban de ella y con ella, como si Rosa estuviera presente, al menos en espíritu.
»Así pasamos muchos días, y muchos más habríamos pasado de igual modo si la enfermedad y la muerte, incansables perseguidores de los niños, no hubiese de nuevo entristecido nuestras almas. Elsa enfermó, y hacia los comienzos del verano murió, víctima, según supe después, del mismo mal de Rosa. Entonces fue cuando mi secreto dejó de ser mi secreto, para convertirse en amarga evidencia de todos.
»Juan recayó en la tristeza y el dolor. Cuanto se hizo por distraerlo, por disipar la negra nube de su melancolía, fue inútil. Ni de mí hacía caso el pobre Juan. ¡Qué iba a hacer caso del cura, cuando la madrina y la novia estaban ausentes! Su dolor, decían, era como el dolor de las personas grandes, intenso y mudo. Al fin llegaron a temer por su vida, y su padre resolvió curarlo valiéndose de un remedio heroico, fácil de conseguir, conocido de los enfermos del alma: la fatiga del cuerpo. Casi diariamente se lo llevaban lejos, a través de los campos, hacia aldeas remotas, en excursiones cada vez más largas y difíciles, de las cuales volvía Juan rendido de sueño, laxitud y cansancio. En realidad, pronto pareció como si las fatigas ahogaran el dolor y desvanecieran las nubes grises del tedio. Y poco antes de irse a la ciudad con su familia, Juan llegó a casa, en una tarde purpúrea de otoño, muy risueño, casi alegre, mostrándonos con un gesto de triunfo de su mano izquierda, alzada al nivel de su frente, un racimo de dos manzanas maduras cortado en la heredad próxima, y después de mostrarnos el racimo, señaló con su mano derecha libre las dos manzanas, diciendo con expresión grave:
»—Una es para Elsa, la otra para mí.
»Luego suspendió el racimo de la cabecera de su cama.
»Nadie se fijó entonces en el acto ni en las palabras del primo. No se fijaron en ese acto y esas palabras, recordándolos bien, meditándolos con miedo religioso, sino dos meses más tarde, en invierno, cuando Juan se durmió, pálido el cuerpo, el rostro con manchas negras y azules, en un ataúd chiquitín forrado de blanco…
»Y el pobre cura, hijos míos, el pobre cura quedó solo, para contar, cuando llegara a viejo y estuviera cerca del último viaje, la historia de los dos niños candorosos que crecieron juntos y juntos maduraron como las manzanas del racimo.
Al terminar la abuela, el soplo de misterio desprendido de sus labios acariciaba todas las frentes, despertando, en las de los hijos y de los nietos mayores, pensamientos graves, pasando como un beso sin rumor sobre las de los chiquillos, demasiado tiernos para comprender la historia sutil de la anciana. En cambio, ésta se había serenado y estaba alegre, muy alegre, como si hubiera podido libertarse de toda su nostalgia, vaciándola — amor y belleza — en el molde casto y pulcro de aquel idilio triste, delicado y frágil como un pétalo, delicado y tenue como un matiz, delicado y penetrante como un perfume: el perfume de la niñez y de la patria.
Cuento verde
Yo meditaba, apoyado en el tronco de un árbol. Mi amigo, acostado en la hierba, de codos en el suelo, la cara entre las manos, me miraba de cuando en cuando con ojos cada vez más escrutadores. A pesar mío, sus ojos me penetraban como puñales. Y cada vez, después de observarme por algún tiempo, y como si quisiera libertarse de una obsesión, tendía su mirada, ya por el lago azul, dormido al pie de la Roca Borromea, ya por las viñas cercanas, entre cuyos pámpanos, aún verdes, los racimos, próximos a la madurez perfecta, empezaban a reír al sol con risas de oro y púrpura.
De pronto mi amigo empezó a hablar, y parecía como si sus palabras vinieran de muy lejos:
—Sé en lo que estás pensando. Piensas en lo mismo que hace días te trae meditabundo y caviloso; piensas en la Marzuchelli, esa italiana, reciente amiga nuestra, cuyo cuerpo es flor de gracia y perfume inefables. Pero no es la belleza de su cuerpo, sino la música de su voz lo que ha turbado tus sentidos.
“Es inútil negarlo: a mi experiencia no se oculta un solo repliegue de tu alma. Y, si no deseas caer víctima de un maleficio, escucha mis consejos. En tus oídos canta continuamente esa voz dulce y tentadora. Parte, huye, o el encanto de esa voz pasará a tus venas y emponzoñará tu sangre como un tósigo. ¡Ah! Bastante conozco esa voz de seducción y perfidia. Yo asistí a sus primeros balbuceos tímidos en la caña sonora de un instrumento rústico. Los labios de un dios la despertaron y esparcieron por bosques y praderas, y fue, al nacer, paz y alegría de pastores y rebaños. Inofensiva y pura, al resonar en las praderas y en los bosques, pasaba como una bendición por sobre los seres y las cosas; y nadie la hubiera creído destinada a ser la autora implacable de una venganza tremenda. Hoy, al resonar, suspende su hechizo como una espada de fuego sobre la cabeza de los hombres. Y como yo sé el secreto de su origen y el misterio de su conversión, por eso temblé por ti al reconocerla días atrás en la voz de Teresa Marzuchelli. ¿No recuerdas cómo se estremeció todo mi cuerpo al oírla cantar, en el ambiente perfumado del jardín, impetuosa y vibrante como alondra sedienta de luz? En mi memoria se alzaron, inacabable teoría de figuras resplandecientes, los recuerdos de una edad maravillosa y lejana. Entonces era yo uno de aquellos sátiros, divinos habitadores de la selva, más tarde fugitivos por ciudades y montes cuando el advenimiento del dios nuevo, ante cuyos altares te arrodillas. ¿No lo crees? Bajo mis apariencias de juventud palpita un alma casi tan vieja como el mundo, y dentro de mi feo disfraz de hombre del siglo se aburre un pobre sátiro medio muerto de pesadumbres y nostalgia. ¿Ríes? ¿Acaso no has visto cómo enarco las cejas cuando una emoción brusca rompe la monotonía de mis horas, ni te has burlado muchas veces de mi pie izquierdo, contrahecho y deforme?”.
“En la manera como enarco las cejas, conservo el recuerdo más fiel de mi antigua máscara sardónica, y mi pie deforme es el residuo viviente de mis primitivas pezuñas de cabra”.
“Pues bien, en esa época feliz, cuyas memorias guardo como si fuesen oro acendrado, era Pan el dios omnipotente de la campiña. Todos los seres y las cosas le rendían homenaje: los pastores le sacrificaban los cabritos más tiernos; para él criaba el campo azafrán y jacintos; para él danzaban las ninfas en los claros del bosque; los manantiales le decían, en su lengua pura y cristalina, los secretos de la tierra; y los árboles mismos, a fin de proteger el sueño del dios a la hora del bochorno, entrelazaban sus ramajes, haciendo mayores la sombra y la frescura. De Pan, soberanamente dichoso, fluía, derramándose por la tierra, el contento del vivir. El vino era alegre, y el amor no turbaba los corazones, como eso que llaman amor los hombres actuales”.
“Pero un día se interrumpió la placidez augusta de Pan y germinaron las tristezas. Una hija del hombre se atrevió contra el poder del dios caprípede. Se llamaba Siringa y era virgen montaraz y guardadora de cabras. De virtud áspera y fuerte como tronco de encina, su virginidad se conservaba sin mengua como la del mármol no acariciado ni por los besos de la luz en las entrañas del monte. Los ocios del pastoreo, Siringa los llenaba cantando con voz blanda y melodiosa ingenuas canciones. Y fue siguiendo el sonido de su voz como Pan llegó a ver, sin ser visto, oculto en la sombra del boscaje, el esplendor de su belleza. Entre zagalas y boyeros nadie recordaba hermosura comparable a su hermosura: eran sus ojos como agua de la mar, turbadores y verdes; sus mejillas, como rosas de Jonia; sus labios, rojos y dulces, como vino de Chipre y canto de cigarras; su garganta, como un torrente fresco y harmonioso; y cada seno, entreabierta magnolia henchida de rocío”.
“Pan amó a Siringa, pero esta desdeñó su amor divino y rechazó con repugnancia el abrazo de sus miembros velludos. Los desdenes incendiaron el pecho del dios, y con rabia, tristezas y dolores corrompieron la fuente de la antigua alegría. El furor de Pan, desdeñado por primera vez, no tuvo límites. Juró no darse punto de reposo hasta ver prisionera de sus brazos a la pastora temeraria; y la persiguió por valles y oteros, como antes a las ninfas por la espesura de las frondas. Lleno de furia y entregado por completo a perseguir a la humilde guardadora de cabras, Pan olvidó los placeres de la vida: en vano los campos le ofrecieron jacintos y azafrán, en vano los pastores le sacrificaron los cabritos más tiernos y lo invocaron las ninfas, tristes e inconsolables, a orillas de las fuentes. Pan no echaba de menos la belleza ni el amor de las ninfas; antes recordaba con náusea y hastío sus formas blancas, tersas, lustradas en la onda de arroyos impolutos. Sus deseos iban todos, como tropel de leones hambrientos y bravíos, detrás de los pies de Siringa, menudos y ligeros como pétalos con alas. Pero por más desenfrenados que corrieran, los deseos del dios no llegaron ni aun a rozar la piel de la hermosa fugitiva. Detrás de los árboles, detrás de las rocas, Pan espió los movimientos de la virgen zagala, esperando la ocasión oportuna para caer sobre ella; y cuantas veces intentó sorprender a Siringa, otras tantas, ágil y despierta, Siringa se le escapó de entre las manos, como una sombra”.
“Sin duda la virtud, como una coraza inquebrantable, defendía a la pastora esquiva y zahareña. Y el buen dios Pan, fatigado de una persecución larga y difícil, desbordante de cólera ante aquella virtud incapaz de ceder a ruegos, lisonjas ni violencias, imploró el auxilio de Júpiter, a fin de vengarse de Siringa y de la raza de Siringa”.
“Aún perseguida de Pan, Siringa se convirtió, por deseo y mandato de los dioses, en bosquecillo de cañas flexibles y verdes. Sonriendo con sarcástica sonrisa, Pan se llegó a las cañas, las cortó, y con desiguales cañutos, puestos en orden, uno a otro ligados, construyó su flauta famosa”.
“Pero si muchos conocen el origen de esa flauta, solo unos cuantos conocemos el mal de ella proveniente. Cuando los labios del dios le arrancaron un torrente de música, la naturaleza toda vibró alborozada ante el prodigio, y no vio en la venganza de Pan sino algo así como una venganza de artista, bella y generosa. Pan llevó por todas partes el hechizo extrahumano de la música nueva, y tan furiosamente apretaba la flauta con labios y dedos, que parecía como si el dios pretendiera satisfacer en la débil siringa de caña todos los deseos inspirados por la Siringa de carne, hecha de lirios y claveles. Bajo sus labios, y según los deseos del momento, la flauta cantaba, sollozaba o reía, pero siempre dulce y melodiosa. Y la naturaleza entera escuchaba sin comprender, extasiándose o riendo: dejaban de pastar los rebaños; las fuentes paraban su curso, tratando luego de remedar, en su murmullo fresco y delicioso, la canción de la flauta; y en los viñedos, entre los pámpanos, los racimos repicaban alegres como resonantes campanillas de oro”.
“Pero nosotros, los sátiros, penetrábamos el misterio doloroso y cruel de la música nueva; con toda claridad leíamos en el porvenir el destino de la flauta, y sabíamos todo lo que encerraba de desventura y dolor para muchos hombres. Abandonada de Pan, la flauta había de recobrar, con el tiempo, su primitiva figura de virgen montañesa; y este milagro se realizó cuando las señales anunciadoras del advenimiento de Jesús, el nuevo dios cuya ley domina al mundo”.
“Entonces, precisamente, fue cuando los semidioses, faunos y sátiros nos dispersamos por la tierra y el mismo dios caprípede huyó despavorido, olvidando, al pie de una encina, la flauta prodigiosa. Si algunos sátiros, proscritos de los perfumados bosques helenos, han sucumbido a la nostalgia, la mayor parte perduran, más o menos conformes con sus actuales condiciones de vida. Por ahí existen muchos disfrazados de poetas, disfrazados de labradores, disfrazados de políticos, y no falta uno que otro sátiro académico. Pero nadie sabe hoy de Pan: tal vez en el fondo de una gruta espera que vuelva a reinar, sobre tierras y mares, en ciudades y villorrios, la vieja alegría del paganismo”.
“En el momento de aquellas señales, Pan dormía a la sombra, descuidado y feliz, soñando con fugas de radiantes desnudeces de ninfas al través del follaje traspasado de saetas luminosas. Un clamor inmenso lo despertó, y sus ojos, dilatados de terror, presenciaron un espectáculo fatídico: en medio de un estrépito colosal se desgajaban los bosques; las montañas, vacilando sobre sus cimientos, parecían bailar como ebrias; la tierra era toda convulsiones, como un epiléptico; una gran tiniebla envolvía las cosas, y en el seno de la gran tiniebla caían rodando los soles como lágrimas de diamante”.
“Pan, sobrecogido de pavura, huyó dejando olvidadas las coronas de jacintos, la bermeja piel de lince y la flauta de sones mágicos”.
“Más tarde, ya en reposo la tierra, apagado el estrépito, inmóviles las montañas, desvanecida la sombra, se realizó el milagro previsto. Siringa, la virgen agreste, libre de los dedos y labios de Pan, volvió de su largo sueño harmonioso, bella como antes. Poseía los mismos ojos verdes y turbadores, las mismas rosas de las mejillas, los mismos labios dulces y purpúreos, la misma garganta como un torrente fresco, y los mismos senos como botones de magnolia, firmes y blancos. Pero su alma no era la misma, y en eso consistía la venganza de Pan. Este había transformado aquella alma, recia como tronco de encina, fuerte como el bronce, inexpugnable como una fortaleza, en alma de caña endeble o de rosales huecos, dispuesta a vibrar a cada instante. Lleno de ira contra aquella virtud orgullosa que siempre rechazó el abrazo de sus miembros nervudos y el beso de sus labios sensuales, Pan convirtió esa virtud, prisionera de su flauta, en música, sonido, rumor vano”.
“Poco después de tomar su primitiva figura, Siringa estaba condenada a ser botín de un soldado de Roma. Luego, de brazo en brazo y de caricia en caricia, había de ir, voluntariosa y fácil, caprichuda y liviana, sembrando por dondequiera una simiente maldita. Y de la simiente, sembrada con profusión, viene toda esa casta de mujeres de voz blanda como el terciopelo, suave como plumón de cisne, dulce y melodiosa como son de flauta, y de virtud quebradiza como el cristal muy tenue. Son criaturas hechas de fragilidad y harmonía, de gracia y de pecado, y, semejantes a las cañas frágiles y a los rosales hueros, al menor soplo ceden, cantan y se rompen. Guardan un eco para todas las voces, contestan a todo reclamo y, ejecutoras de una venganza cruel e injusta, esparcen con la música de su voz un filtro ponzoñoso. ¡Ay de aquel a quien halague y turbe esa voz hechicera! Víctima dócil del encanto, verá un día su destino encadenado para siempre al voluble y perverso de una hija de Siringa; envuelto en una red inextricable de maldad, irá tropezando de traición en traición, de asechanza en asechanza, hasta dar en el crimen o la muerte. Y ninguna de las voces de mujer que he oído hasta hoy recuerda tan bien las suavidades de seda, las frescuras de arroyo, las finezas de cristal y las dulcedumbres de miel de la voz de Siringa, como la voz de Teresa Marzuchelli. Por eso este viejo sátiro, amigo tuyo, te aconseja que partas; de lo contrario, el maleficio de esa voz penetrará en tus venas y quemará tu sangre, como un tósigo”.
Unas veces mudo de admiración, sospechando otras veces una falaz jugarreta del sabroso vino italiano, oía yo sin decir palabra la historia narrada por mi amigo.
—No dudo –me atreví por último a responder–, no dudo de la verdad de tu historia, delicada y sutil como rayo de luz, ni de tu origen y alcurnia celestes; pero he conocido y conozco mujeres de voz áspera y ruin, como la voz de las campanas rotas, y de virtud vana y deleznable como el vidrio. Ahí está…
—¡Ah, sí! –me interrumpió mi amigo el sátiro, considerándome a la vez con cierto aire ambiguo, entre enojado y menospreciador–. Esas de voz cascada y de virtud efímera deben de provenir de algún cañuto roto de la flauta de Pan, caída en lecho de piedras o guijarros mientras el dios trepaba, como solía, alguna cuesta penosa.
De improviso, muy cerca de nosotros, resonó, turbando el silencio y la calma del mediodía, la voz de Teresa Marzuchelli. Como de un solo resorte movidos, el sátiro y yo nos pusimos en pie y nos apresuramos a ir al encuentro de la italiana encantadora. En el mismo instante la brisa, hasta entonces quieta, sopló como obedeciendo a un conjuro; agitó, al pie de la Roca Borromea, la superficie del lago, como un sueño de amor agita el seno de una virgen dormida; acarició nuestras frentes, mojadas de sudor; besó nuestros labios, húmedos de vino, y penetró en la viña cercana, murmurando no sé qué discursos burlones. Y entre los pámpanos verdes, los racimos danzaban y reían al sol con risas de oro y púrpura.