literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Alfredo Armas Alfonzo

Oct 31, 2021

Santo de cabecera

I

—¿Entonces usted cree, Pacheco, que me salga?

Los dedos largos, de uñas romas, del platero, extendían sobre la palma de la mano pedacitos de oro.

Se quitó el cigarrillo de la boca y abrió una gaveta de de la mesa, esterada de ruedas y piezas de un viejo reloj que, más allá, en el rincón de la derecha, junto a una vieja lámpara de bronce, con la figura de un Cupido gordinflón en actitud de danzar sosteniendo una lámpara con la visera quebrada, y ente tablas y peroles viejos, mostraba a través el cristal redondo, lleno de lamparones, una hora irremediablemente caduca.

—Ahí hay unos treinta gramos —se atrevió a aclarar la mujer.

—Eso es lo que voy a ver —repuso él. Extrajo un peso pequeño de la gaveta y lo acomodó en la mesa. Después, con una gran tranquilidad, depositó el oro en uno de los platillos, haciendo que el otro subiera bruscamente. Logró el equilibrio del fiel poniendo uno tras otro pedacito de plomo en el platillo vacío. El cigarrillo casi se le caía de los labios.

—Bueno —dijo, mientras el humo le rastreaba la cara— No hay ni veinte gramos. La robó el que le vendió este oro.

—Yo lo tenía guardado desde hace años. Se lo cambié a un quincallero por seis gallinas. Entonces tenía un patio lleno de gallinas. Pero de esto hace mucho tiempo. Tuve que salir de ellas porque me acababan las matas. Me dijo que había veinticinco gramos justos. El reto era de una orificación que se me cayó— La mujer hablaba despacio y parecía complacida con la explicación

—De todos modos le sale la pulserita. —El oro había vuelto a la mano apuñada del platero y los dedos de su diestra, hundidos en el cuenco, se ponían aún más amarillos—. ¿Quiere que le grabe su nombre? Es más trabajo, pero le quedará más bonita. Y, total, como no le va a costar más. Eso sí, le advierto que le va a quedar muy delgadita.

Diciendo esto miró la muñeca de la mujer y demoró un rato en hablar, como si no atinara con lo que quería decir

—No es para mí —rebatió ella, escondiendo las manos tras la espalda, repentinamente apenada—. Es para un regalo.

El hombre se levantó y caminó hasta el otro rincón. Agarró una pimpina pintada de azul que estaba sobre una repisa y la inclinó sobre un vaso.

La mujer no le quitaba la vista de encima. Tenía una nuca flaca y un cuello demasiado largo. Las orejas eran largas y el pelo le caía sobre la camisa. Los brazos también los tenía largos. Se veía a leguas que él mismo tenía que arreglarse su ropa. Ese feo remiendo en la camisa no había sido cogido por ninguna mujer. Parecía sediento y bebía agua a grandes tragos, haciendo mucho ruido.

—Yo siempre creí que usted era una mujer sola-—. Seguía de espaldas todavía y ella no hacía sino mirarlo, de pies a cabeza. La cabeza era lisa y aplanada por detrás. Tenía un lomo en la espalda.

— ¿En qué piensa, Débora? —El hombre estaba de frente a ella, y la contemplaba a su vez.

—Le pregunté si usted vivía sola —y arrugaba los labios, en una sonrisa forzada.

—Tanto como sola, no —por la manera de hablar parecía confundida—. Me acompañan dos mujeres que crió mamá en casa, desde chiquitas — Le habían dejado de temblar las manos.

—No. Yo no me refería ellas. Yo me refería otra cosa —y caminaba hacia la mesa.

—Ah, ¿ya usted se enteró de esto?

—Uno sabe la vida ajena sin estarla preguntando. ¿Qué es lo que no se sabe en un pueblo? —al inclinarse para tomar asiento, ella sintió la respiración de él en el brazo.

—Apuesto a que usted también conoce la mía —y subía una mirada risueña hasta la cara de la mujer. Así sentado, con una pierna montada sobre la otra, se veía pequeño y ridículo.

—Bueno… Tanto como saberla de un todo, no. Lo que sí sé, porque anda en boca de todo el mundo, es que usted está… ¿cómo diría yo? —y vacilaba, turbada hasta la exageración— bueno, separado de su mujer, por decirlo de algún modo, usted me entiende… —Evidentemente, le había costado un trabajo inmenso salir del paso y a él le había causado mucha gracia, tanto que se puso a reír mirando el suelo.

—Ahí se pelaron —y todavía se reía, con una risita gutural que le abultaba la manzana del cuello, encarnada como la piel de un gallo de pelea —: Ni pasé nunca por ante cura ni tuve… ¿cómo fue que usted dijo?… una mujer. Nunca fui hombre de hogar y nunca calenté silla. Ahora, usted ve, ya es distinto… Me están pegando los años y siento más que nunca la necesidad de una compañera que me haga más llevaderos estos últimos años de mi vida.

Ella, al principio, había querido tomar todo esto a broma y hasta celebrar la ocurrencia, como él lo había hecho hacía un rato. Pero la intención se la frustró un nuevo acaloramiento que le puso tensas las rejas y le devolvió el temblor de las manos.

—¿Viejo? Viejos son los caminos reales…

Fue sin querer como lo dijo. Y después de dicho, quedaba en piel insinuación inevitable.

Los ojos de él se animaron con un brillo cálido e inusitado. Y toda la cara se le llenó de una alegría candorosa. Por un momento, a los ojos de la mujer desaparecieron aquellos profundos canjilones de las mejillas, las arrugas de los ojos y los negros puntos de las espinillas que le cubrían toda la piel. Se le perfiló solemnemente la nariz, que le caía como un moco de pavo sobre la boca grande. Hasta el mismo pelo, reteñido de amarillo, como los dedos, cerotudos de aceite y tiempo, parecía cobrar lustre.

—Usted, Débora… Usted, Débora, ¿sería capaz de casarse entonces con un hombre como yo?

Nunca, en sus 46 años, Débora Álvarez había oído proposición. Cerró los ojos, trémula, arrebatada de dulcísima lasitud.

—¿Es capaz, Débora? ¿Se casaría usted conmigo?

Una mano áspera, sudada, ávida, caliente, le agarró la suya, temblorosa, fría, y, lo que era más raro, ásperamente callosa. Siguieron cayéndole las palabras vehementes en el oído.

—Dígame que sí, Débora… Dígame que sí.

—No, no, Pacheco —y casi la ahogaba la emoción—. Tendría que pensarlo con tiempo… Usted me ha cogido de sopetón casi. ¿Qué diría la gente del pueblo si nosotros resultáramos casándonos de la noche a la mañana? ¿Qué diría de mí la gente? Se burlarían de nosotros… ¡Quién sabe cuántas cosas serían capaces de decir!

—¿Por qué, Débora? ¿Por qué? ¿No es usted una mujer libre? ¿No soy yo un hombre libre? Todavía estamos a tiempo… ¡No me diga que usted creyó ese cuento de camino de mi… esposa! ¿Qué pueden decir de nosotros?

Mientras la mano izquierda de él acariciaba la de ella, la otra trató de escurrírsele sinuosa y ágil, entre ahogos de respiración jadeante, forzando la botonadura, bajo la cota de cretona estampada y allí resbalaba, sin que nada pudiera detenerle, como fuera la gruesa costura del túnico y la perceptible dureza de las costillas. La sala se llenaba de acecidos.

Ella sentía que su cuerpo se rendía a la caricia turbia de las manos. El repugnante mal olor del cigarro le llegó a la nariz, mientras la quijada dura y áspera de pelos canosos sele apretaba contra el hombro y la saliva, gruesa como nata, le mojaba las mejillas.

—No, no, Pacheco. No haga eso. Deme tiempo para pensarlo

La mano trepadora le mordió la blanduzca y apagada forma del pecho. Y ella tuvo miedo entonces del avance de aquella caricia porque sabía, desde las trastiendas de largas noches torturadas, de lo que era capaz de moldear una mano enardecida. Se sacudió, violenta:

—Eso sí que no, Pacheco. Eso sí que no.

El platero, casi doblado sobre sus piernas temblequeantes, la vio abandonar la sala, con un aire de dignidad ofendida, presurosa, a cabeza levantada, taconeando fuente. El último sol de la tarde caía sobre los cogollos de los árboles de la plaza y moldeaba los troncos rugosos. Por entre los balaustres de la ventana divisó un techo de paja, una pared amarilla y un burro, con una enorme matadura en el lomo, que pastaba, tranquilamente, junto a una alta cruz de madera, con las orejas también llenas de la desmayada luz del crepúsculo.

II

Débora Álvarez se debate en su cama, mientras la luz de la lamparilla de aceite va sacando de la pared, con chisporroteos intermitentes, del marco dorado mismo, la sanguínea faz de un Jesús de litografía. Sube el resplandor, gradualmente, y aviva en el dorso de la mano la roja herida del clavo y, al extremo de los dedos, como sostenido por ellos, un corazón que arde en fuegos violetas, ceñido de una corona de osas. El oro de la cañuela tiembla y parece estirarse, Ella ve, sobre las puntadas de sus pies el reflejo de la llama en el vidrio del cuadro, y se le antojan las dos luces oscilantes el inmenso brasero del purgatorio. Si hasta siente que le lamen las uñas de los pies.

Culmina así una noche de pesadilla, estremecida de asqueantes náuseas donde naufraga la madura virtud de tantos años, Ha sido ésta un sólo dar vueltas y más vueltas en la cama, para seguir hallando, en cada arruga de la sábana, algo del caliente resplandor de la lamparilla, Volteaba y volteaba la almohada. Y era el de la cabeza un dolor latente como de espinas que e taladraran las sienes. Y era la lágrima que le tostaba los ojos. Y era aquella sensación indefinible, vaga y patente a la vez que le subía desde las corvas hasta la garganta y le rodeaba la cintura en rara mezcla de caricia suave y mordisco doloroso.

Para completar, una lechuza la había cogido por pasar una y otra vez por encima. de la casa, haciendo aquel ruido que parecía el de tijeras presurosas rasgando una tela de mortaja. Pasaba y volvía a pasar el graznido sobre la casa, como si la tijera nunca acabara de encontrarla otra orilla de la tela.

—Riquirriquirriquirriqui.

—Riqui—riqui—riqui…

—Riqui..riqi..riquiriquiriqul

Un perro aulló, medroso, en el medio de la calle, Y se hizo profundo el silencio.

—Riquirriqui

Se sintieron ruidos en la cocina. Alguien sacó agua de la tina. Alguien se puso a enjuagarse la boca. Alguien hundió una totuma en el bongo del destilador, Ella sintió una brusca frescura, como si hubiera empezado a llover o fuera ráfaga de brisa la verde claridad del día que se colaba por la rendija de la puerta que daba al patio. Oyó, claramente, cuando la gota de agua se desprendió de la piedra del destilador y cayó, resbalando entre los helechos, Estaban bonitos, por cierto, y apretados de hojas. Cada retoño era como un gusano verde, retorcido, lleno de pelusa blanca. Todo el mundo tenía que hacer con ellos. También había un sabroso olor de diamelas. Debía ser que estaban abriendo los treinta botones que ella le contó ayer. En una sola rama había trece solamente. Estarían abriéndose, blancos como papel decanta y fríos, con blancura y frialdad de pared de cementerio, ¿Por qué la obsesionaban estos pensamientos? No iba a pensar más en nada. Sólo iba a dormir. Sólo quería dormir y descansar.

Se despertó al cabo rato, como a las dos horas. El corredor de la casa estaba lleno de voces abismadas. Una, que al principio no supo de quién era, e llenaba la boca de cruces.

—¡Ave María Purísima! Se cuenta y no se cree. El pobre estaba en calzoncillos con todo el cuerpo fuera del moriche y el chorro de sangre salía la calle, Por eso fue que supieron, porque si no ahí se pudre, Cuando la gente entró ya estaba tieso. Miren cómo se me ponen los pelos todavía.

Débora siente embotada la cabeza y está reacia a todo pensamiento concreto. Pero aun así puede medir el alcance de aquel hecho insólito donde —lo presiente con un repentino frío en el corazón— acaba de sellarse su horrez, Y como de alegría y pudor violentado hace apenas unas horas, ayer tarde nada más, hoy el dolor le moja, con lágrimas amargamente saladas y angustiosas, los contornos de sus ojos afiebrados.

—Ya trajeron el agua, niña . El sol está alto y se le hace tarde para regar las matas.

Pero ella está sorda y ciega a cualquier otra voz que no sea la de su dolor; insensible al reclamo de su jardín, obra de sus manos, hechura de su ternura de mujer inconforme, suspirante , una Sola, una sola vez correspondida.

Tendida en la cama, como deslumbrada, los ojos cerrados, se complace en torturarse imaginando aquel momento de la caricia, aquel rostro suplicante, aquel contorno de la nuca, aquellos dedos amarillos, aquella nariz, aquella boca, aquellos ojos. A ratos, la importuna el recuerdo de las treinta flores de la mata de diamela.

III

Sintió pasar el entierro por la calle, crujiente la urna que debía ser larga y angosta, pegostosa todavía del charol fresco, cruzada de plateadas chapas que semejaban ramos de laurel, y una cruz con tres puntas redondas a la cabecera, oculta bajo el pequeño ramo de las treinta diamelas amarradas con larga cinta blanca que flotaría en el viento con tristeza de despedida, Fue lo único que hizo todo el día, aparte de llorar. Salir al patio y cortarlas flores de la diamela, amarrarlas con la cinta y encomendarle a Dominga el encargo de dejarlas sobre la tapa de la urna. Ya estarían marchita, con ese color sucio que la muerte les deja a las flores, con ese oscuro color, cada vez más oscuro, cada vez más feo, que el silencio pone en los rostros y en las manos de los muertos. Así pasaría, ceñida de sombras, la cara de él, bajo la tapa, bajo las flores, bajo la cinta. Así pasarían sus manos, cruzadas sobre el pecho, tiesas como un palo, llenas también de muerte y del color de las diamelas marchitas, frías y vacías de vida, ciegas de caricias arbitrarias, pero todavía ungidas de una. gran pasión desesperada y del recuerdo de aquel único gran amor de sus vidas Adelante iría el cura, cerrado de paños negros, rezando frases en latín, recargado de encajes y de salmos, ignorante de que llevaba a enterar el corazón de ella, Y él, en su urna de madera encharolada, pensando en ella, con la imagen de ella aprisionada en sus ojos cerrados, como en un espejo que nadie descubriría, con el corazón de ella entre sus manos, como una lámpara, y a la sombra de sus treinta diamelas. Nadie, más que ella, lo había querido en su vida, y ahora nadie lo iba recordar en su ausencia porque él se llevaba consigo todo su pensamiento.

IV

La descubrieron tendida sobre los ladrillos, sin aliento y sin calor, colgada del techo la mirada vidriosa. La soledad cerraba una inmensa puerta de piedra sobre su pecho.

Estaba livianita como una pluma. Dominga, que era quien más se ocupaba de ella, la cogió por llorar, viéndola en ese estado,

Le sostuvieron la cabeza con almohadas y le hicieron beber de un agua donde habían echado catorce gotas de tintura de acónito, después de friccionarle el cuerpo con una mezcla, del color de un vino, del que se desprendía un fuerte olor de jengibre, clavoespecie, guayabilla, canela y ron.

Por un rato largo el rostro mantuvo su afilado perfil estático y la repulsiva mirada de vidrio roto. Después, los ojos adquirieron brillo y movimiento. Tembló la sábana en el lugar de las manos. Los labios, de descoloridas líneas lilas, se abrieron lentamente, Parecía que quería decir algo. Y no decía nada.

El pulso se hizo regular en los dedos rugosos, blancos de jabón azul, de la desconsolada Dominga.

— ¿Se siente mejor, niña Débora? ¿Qué es lo que tiene? Dígamelo a mí, niña; a mí solita,

Unos ojos duros, desmesuradamente abiertos, cercados por la lisa cabellera entrecana y apenas sostenidos en el aire por las negras ojeras, se  levantaron de entre las almohadas. Las profundas comisuras de los labios apretados, extendidas a los propios lacrimales, parecían apuntalar aquella repentina luz áspera como lija. Las manos, entretanto, andaban bajo las sábanas con sigilo de arañas.

Seguía moviendo los labios en un balbuceo hecho de aire y rito apagado, sin voz, sin acento. Encogía el corazón verla.

Lo que quedaba de ella era la sola presencia alucinada: los ojos, que viraba en tomo de su propio cuerpo. Primero los paseó por los rincones y la oscura masa del techo de viguetas. Lentamente los fue bajando hasta que dio con el altar, donde parpadeaba la luz de aceite, y allí se clavó, casi con miedo, cubriendo la mano traspasada, el corazón hirviente, la barba lisa y limpia, los labios dulces, los ojos donde la fe había puesto tanta bondad.

Después de absorber toda la tina de la antigua litografía, la mirada se hizo pestañas y párpados cerrados.

El sueño entró a elaborar livianas arquitecturas: borró el rictus agrio de la boca, alisó la ancha superficie de la frente, redujo los alargados planos de las mejillas ya marchita.

—Es mejor que duerma.

La luz se quebró en la boca de Dominga y se hizo la sombra en el cuarto,

V

Bien avanzada la mañana la vieron salir, el pelo suelto, flotante al caminar, la ancha bata blanca, y perderse entre las matas del patio, vaga como un ánima.

Y la vieron llegar, después, a la puerta de la cocina, entrar sin decir nada, y tomar un machete del rincón.

—¿Qué va a hacer, niña Débora? —le preguntaron.

La vista se le volvía ceniza.

Otra vez la escondieron las ramas. Se miraron una a otra. A poco, oyeron golpes.

Trataron de mirar por las claraboyas de la cocina y no veían sino los pesados gajos de las berberías, el profuso color violento de las trinitarias, los blancos mazos de amapolas en el tope de las varas, la fina fragancia de los alhelíes, las rosadas rosas de Alejandría, las carrubias rosas mineras, las enredaderas de coronillas, los bosquecillos verdiblancos de azahar de novia, los macizos de reseda, las ramas retorcidas de las diamelas y, esterando el suelo, las siemprevivas, las cuarentadías, los lirios. Cubriendo la empalizada estaban los gajos de blancos jazmines de Arabia, grandes como estrellas de papel dorado y, al fondo, una frondosa mata de cautaro, toda amarilla de flores hasta la copa, alta, de verdes guías rectas.

Al pie de él estaba, tratando de derribarlo a golpes de machete. El filo iba y venía abriendo anchas cicatrices en la corteza.

—¿Qué va a hacer, niña Débora?

La mano, armada del machete, tajaba el tronco.

—Por más que usted se mate no va poder, niña —insistía Dominga—. ¿No ve lo duro que es? Yo le voy a llamar a Ramón. ¿Se lo llamo? Él, sí. Él está ahí mismo y viene en un momentico. ¡Ah, Ramón! Que vengas acá, te dice la niña Débora.

Apartando las ramas llegaron unos gruesos brazos morenos, una franela blanca y una cara redonda de indio.

—Es para que le tumbes este cautaro a la niña Débora —con los ojos, la mujer le hacía señas al peón. Y él pareció entenderlas, cuando dijo, respetuoso y decidido:

—Deme acá el machete, señorita.

Una mano pálida se apartó para hacer sitio al brazo moreno, y entonces sí se estremeció el árbol, mientas el machete abría surcos cada vez más hondos en la corteza, haciendo volar las astilla. Y cayó, sobre la empalizada, entre una lluvia de flores y hojas, y un estrépito de ramas quebradas.

— Ahí lo tiene, pues. ¿Se lo desramo como los otros?

El filo volvió a hendir el tronco. Con el mismo machete, engarzándolas por la horqueta, el hombre apartaba las ramas.

—¿Y ahora? —apenas la miró con el rabo del ojo.

Con un movimiento de la cabeza, la mujer señaló la casa. El peón correspondió al gesto echándose el tronco al hombro y siguiendo tras la mirada imperiosa. Se enredaba en las ramas y no le quedaba entonces más remedio que retroceder y seguir de nuevo, y aun así no podía evitar que el tronco se engarzara en algún bejuco y se lo llevara por delante,

Llegaron al corredor. El se detuvo, indeciso, hasta que otro movimiento de cabeza le mostró la puerta de la galería, contigua a la sala, de la cual lo único que sabían era que se comunicaba con ésta por una puerta pequeña por donde apenas podía pasar una persona.

El no se decidía a avanzar. La mujer repitió el gesto imperioso por sobre su brazo. extendido. No había para dónde coger.

Con cara de asombro, desde la cocina, las mujeres vieron al hombre dirigirse hacia la galería y, una vez enfrente de la puerta, dejar caer el tronco en el suelo y volverse, callado y silencioso. Vieron cuando la niña Débora entró a su cuarto y cuando abrió la puerta de la galería y cuando arrastró el tronco hacia adentro. Y vieron, por último, cuando aquellas puertas pesadas, sobre cuya madera se hacían más pálidas las manos de la niña Débora, volvieron a cerrarse, con estrépito.

Y fue, entonces, aquel incesante golpetear tras las paredes, todo el santo día. En vano la llamaron desde el lado afuera, a la hora del mediodía.

—¿Es que no piensa ni probar bocado de nada, niña Débora?

El martilleo —porque era con golpes de martillo —seguía, incesante, incesante, incesante. Martillazo tras martillazo.

Era muy tarde ya: las dos de la tarde. Insistieron frente al ojo de la llave. Nada. Dominga trató de empujar la puerta y tenía pasado el aldabón.

—Coma algo, niña, y después termine. Es que no puede seguir así, sin tomar ni siquiera café

Y de adentro sólo llegaba el golpetear incesante.

Toda la noche lo estuvieron oyendo y entonces el silencio lo elevaba y le daba eco. Toda la mañana del otro día lo siguieron oyendo. Y la tarde del mismo día.

Al anochecer persistía, pero ya mediaba tiempo entre uno y otro golpe. Y a las nueve era débil, apagado, como a través de dos paredes seguidas. Casi ni se percibía, ni aun pegando la oreja de la puerta.

Dominga, seguida de la otra, fue en busca del peón.

—Nadie me quita de la cabeza que algo le está pasando a la niña Débora. Vamos a forzar la puerta. Yo no me perdonaría nunca si, por nuestra culpa, la dejamos cometer una locura. La niña Débora ha dado demostraciones muy raras estos últimos días —y se mostraba encalamocada.

Bastante trabajo costó hacer saltar los goznes. Lo consiguieron con la ayuda de una chícura y sólo después de agotantes esfuerzos. La niña Débora le había metido una tranca por detrás, además del aldabón, además de pasar la llave. Fue por eso por lo que apenas consiguieron hacer un estrecho boquete entre el marco y la hoja. El peón entró de primero, encogiendo el cuerpo.

—Esto aquí adentro está muy oscuro. Traigan acá una vela.

Tras la luz, que temblaba en la mano de Dominga, entró ésta, siempre seguida de la otra.

La niña Débora estaba tirada en el suelo, abrazada al largo tronco del cautaro, en cuyo extremo, reciamente tallado, emergía el rostro de un hombre con un enorme parecido al difunto platero.  Las manos, hinchadas y sangrantes, lo iban llenando de lentas caricias y del viscoso color de que estaban sucias.

—¿Verdad, mi amor, que ya no te vas? —era un susurro la voz, gruesa y ronca, y la boca dolorosa inventaba besos apasionado—: Júrame, mi amor, que no te irás y me dejarás sola… ¿No comprendes que yo tenía que pensarlo—y el cuerpo ceñía el tronco con ganas de muerte voluptuosa.

Las dos mujeres estaban clavadas en los ladrillos, sin poder comprender aquello.

—Júramelo, mi amor… Júrame que no me vas a dejar sola —y el cuerpo era como una culebra voluptuosa que se enrollaba al palo.

El peón dio un paso hacia atrás y la luz abrió la pequeña puerta de la galería. Lo que tenían eran ganas de correr.

Y entraron, con el miedo hereje en el cuerpo, a la galería. Pero no dieron sino un paso. Toda la pared, por los cuatro lados, estaba llena de figuras colgadas por mecates de gruesos clavos enterrados en la lisa superficie encalada. Eran rostros de madera, nucas blancas, formas humanas duras, que flotaban en la penumbra como desasidas de sus cuerpos. Ojos, de negras pestañas inmóviles. Bocas pequeñas y sangrientas, como la herida de la mano del Cristo. Narices torcidas, curvas, redondas, perfiladas. Rosadas mejillas flacas y gordas. Quijadas puntiagudas, cuadradas, precisas o imprecisas, Gestos distintos. Bigotes anchos, caídos, espesos.

A algunos el pincel le había negado una pupila o una ceja, un pedazo de labio o un párpado. Otros ni siquiera estaban pintados, y eran del solo color de la madera, blancuzcos o terrosos. Y había cabezas donde el cincel sólo había formado bien una nariz, bien una boca, un ojo hondo o como volcado de la órbita, bien una oreja, bien las sienes.

Pero todos tenían los cráneos mondos, como esperando que la mano artista, aquella paciente mano creadora de mujer les completara su atavío físico. Una sola escultura estaba completa trajeada de morada bata orlada de encajes de oro, calzada de peluca rizada, barba de palo las manos estirada, como aguardando abrazo o cruz, los pies descalzos sobre peana verde. Y éste aun bajo aquellos rasgos inconfundibles, tenía algo de la niña Débora.

Ahora les estaban encontrando parecidos. El rostro del rincón, bofo y abombado, bigotudo, era el de musiú Vicente. Lo único que le faltaba era el cajón de quincalla. El de la derecha era el padre González. Lo sacaron por la nariz fruncida, como fruta de merey. El de más acá era el del viejo Ramos, que puso una escuelita en la casa al lado del mercado, hacía casi veinte años, o quizás más. Y esta manera  de arrugar la boca era del pulpero que vivía en la casa de teja de la esquina de la plaza, que ya se cayó, debido a los aguaceros. Y este otro era el barbero, aquel hombrecito chiquito y nervioso, a quien mató la hematuria. Era de él la mirada resbalosa. Y el de más allá, boquineto con aire abobado, Valero, el viejo cargador de agua. Había más. Pero eran facciones que se comió la tierra o la ausencia. Nombres ya extintos y olvidados.

Las mismas caras del peón y de las dos mujeres parecían de madera. De madera dura y amarilla.  Las expresiones suyas, de verdadero pánico, eran las únicas de que carecía aquel espectacular cementerio desenterrado, por la luz, en la vasta galería de la señorita Débora Álvarez.

La niña de cundiamor

Ese año la escuela no comenzó sino en abril, porque mamá, advertida por doña María Marrero de que la supervisión de la zona de Barcelona había nominado a un maestro, que era hermano masón, para atender las clases, le escribió al obispo, y éste a su vez se movió ante el ministro de la instrucción y logró aplazar aquella elección perjudicial para la formación cristiana de los hijos, según logró leerlo el hermano mayor en un borrador descuidado en una gaveta del escritorio de la biblioteca. Nosotros ya estábamos familiarizados con esa letra, que copiaba el modelo de la cursiva inglesa, pero aún más adornada con signos en forma de zarcillos, semejantes a esos de que se valían algunas especies de enredaderas del monte para sostenerse sobre el arbusto al que trepan, cuando no era la letra inicial la que se desplegaba en el espacio como una lazada. Había signos que remedaban el vuelo de la garza en el cielo de agosto.

El forzado tiempo de las vacaciones que otros alumnos ocuparon en los hechos corrientes de aquella sociedad rural, y que iban desde las ociosas mañanas y tardes del río y la cacería de animales contra los cuales volcaban sus instintos, en cambio a mí me impuso solitarios viajes por paisajes de las afueras que de otra manera nunca, jamás, mamá me hubiese permitido recorrer. Portaba conmigo una libreta hecha de hojas cortadas del papel que venía envolviendo los paquetes de periódicos que llegaban en las valijas del correo con membrete impreso dirigido a papá. Yo mismo me cosía los cuadernos. La manía de entonces de mamá tendía a aficionarme al dibujo artístico, del que eran finos cultores sus propios hermanos. Apuntes del natural, como ella insistía, de los ásperos contornos del paisaje entre cuya floresta descollaba la iglesia de bien altos muros de piedra de cantería, los terrenos arcillosos erosionados por los aguaceros torrenciales, donde apenas crecían elementos del espinar, siempre visitados por conejos silvestres que dejaban sus deposiciones en un solo sitio. Además, el silencio de esos derredores me predisponía a reflexiones que no me hubiesen sido posibles entre la burla de condiscípulos de distinta educación a la mía.

Papá nos había enseñado que los conejos montaraces siempre acuden por las noches a un lugar, sea éste el pie de un yaque, el contorno de unos pichigüeyes, un pequeño caracueyal de hojas amarillas, un bosquecito de tuna, un cardón caído, y que ese cagadero no lo cambiaban a menos que ocurriese algo que afectara Au costumbre; podía ser también que no volviesen más porque esos animalitos fueren presa de un cazador que buscaba en tal entretenimiento un recurso para el escaso sustento de su hogar, Coa siempre mantenía extendidas en la culata de su cuna, secándose al aire, pieles de conejo. Coa les ponía trampas, y cuando no estaba haciendo esto, cebaba caimanes en las pozas del río y a los que mordían el anzuelo los mataba a palos dando grandes gritos. Los mataba por los viriles.

Papá también nos convenció de que el mejor estado del hombre era la soledad, porque así podían ejercitarse mejor los recuerdos y reservar sólo los más satisfactorios. Una persona sola, a la que le guste caminar por extremos del campo donde no transiten los demás, está además en condiciones para juzgar sobre sus propias acciones y determinar en qué momento ha cometido yerro o ha faltado a las obligaciones de la amistad o del deber con los demás.

Una de esas picas de los aledaños fue la que me condujo, en un mediodía muy alumbrado por el caliente sol de abril, al acceso del ancho muro del cementerio de abajo, fracturado y medio derruido debido a una escorrentía que venía desde adentro. En la ancha grieta podía verse una sección de un cráneo con todos sus molares intactos y otro hueso del extremo de una rótula. Desde ese punto se apreciaban unos panteones blancos, uno con un ángel y otro con una cruz con un santo. En el cementerio de arriba todas las tumbas tenían cruces de madera, y, cuando venía el tiempo de sequía y se prendía el pajal, los muertos se quedaban sin su marca y los familiares perdían el rastro de su deudo. Así pasó con María Amaricua y con la mamá de Joseíto Carpabire, que era compañero de uno en la Escuela Federal de Varones.

 

Trepé sobre la piedra suelta hasta alcanzar la parte superior de la ancha pared que separaba a los muertos ricos de las tres casas pajizas que se veían del extremo de abajo, en la dirección del río. Ya yo sabía que después del cementerio lo que había era un varejonal de guatacaros, cinco boleperros y unos cuantos olivos jóvenes. El monte bajo se componía del escobillar que tanto abunda. Después venía aquel curso barroso, de superficie colorada, y los barrancos, esterados de huellas del ganado sediento.

Caminando hacia los ranchos, aparecieron los patios de ciruela. Todos los tres Tondos estaban llenos de matas de ciruela, y éstas no tenían un solo lugarcito de sus ramas donde no hubiese fruta a punto de madurar, en ese estado entre verdusco y morauzco que antecede a la madurez y la mayor dulzura de ese regalo con que Dios compensó la aridez de los suelos desde los roquedales salinos de Píritu. No había cerca entre los tres solares, como no fuera una enramada de cundiamores aferrada a unos alambres correspondientes a la casita intermedia. No sé si por la naturaleza de la historia, las ciruelas de ese lugar me parecieron a los ojos las de mayor tamaño y más atractiva forma, señales anticipadas de su suculencia.

Hasta ese momento no había advertido tras de una de las puertas, entre miedosa y tímida, a una jovencita de mi parecida edad, el pelo liso revuelto y sin peinar, los grandes ojos azorados, el camisón desgarrado sobre los hombros. La imagen que siempre he guardado de ella preserva una belleza poco común y un tono de melancolía que nunca he vuelto a sorprender en ningún otro ser humano.

Así como se aparecía, medio en penumbra medio en la luz, así desapareció. Ese día anoté en mi guía de amistades a María Campos. Nunca he podido recordar quién me dio su nombre.

Miércoles 14. A mediodía. M.C. se parece a la Bernardette de la gruta de mamá, pero esto nadie debe saberlo. Jueves. No salió. Los pájaros azulejos están atacando las ciruelas de mi amiga secreta.

Sábado. Me sonrió una sola vez. Sábado también, en la tarde. Vino caminando hasta cerca de la pared donde yo estaba parado. Me sonreía de nuevo. No se pone ni zapatos ni alpargatas.

Lunes 19 de abril. Le llevé una banderita nacional que le hice con papel, y se la tiré hacia donde ella estaba. La cogió y se fue corriendo para dentro.

Lunes en la tarde, a las 4. Me devuelve la banderita, porque su papá no se la deja tener. Tiene señales de lastimaduras en la cara y debe de haber llorado.

Martes. Perdí el viaje. No salió ni un momentico, ni se abrió siquiera la puerta que da hacia el patio de los cundiamores. Hoy había más azulejos picando las ciruelas.

Jueves. Debe de haberse mudado. Le hice una cartica donde yo le decía que quería ser amigo de ella, le pinté un trébol de cuatro hojas al lado de la firma y se la dejé lo más cerca de donde ella pueda encontrarla.

Sábado 24. El papelito estaba en el mismo sitio, entre los dos ladrillos de tierra cocida. La vi pasar de un cuartico de tablas del fondo, que parece un lavadero, y caminar apurada hacia la casa. No se volteó para verme. Llevaba un canarín.

30. Salió y cerró detrás de ella la puerta. Tiene puesto un camisón azul que le queda corto. Sigue descalza. Desde lejos me hizo señas con las manos que me fuera. Me parece haber oído una voz gruesa.

31. Parecía estarme esperando. Salió, y, mirando hacia los lados, corrió hacia donde yo me encontraba y me lanzó una piedrita a la que había atado un hilo de pabilo, y al otro extremo de éste, a su vez, un paquetico hecho con papel de estraza viejo. Parecía aterrada de algo. El envoltorio contenía cinco ciruelas de las de teta.

Domingo 8 de mayo. Yo me había sentado en el muro del cementerio y mecía las piernas. Todo aquello estaba solo. Se apareció, pero no por la puerta del fondo, y caminó a lo largo de la cerca de cundiamores, con la cabeza doblada hacia abajo, como para que no la viesen de la vivienda vecina. Llegó hasta mí y me dijo una frase muy agitada y dicha de prisa, que yo he interpretado como «Tú eres mi amor querido», pero acaso yo divague, o haya escuchado mal.

Miércoles 11. En todos estos días no la he visto. La casa parece vacía. Alguien cortó las ramas del ciruelo que estaba más próximo al cementerio.

Viernes 13. Tiempo perdido. Hoy enterraron a un viejo avaro que se ahorcó de una solera. No le trajeron flores. Lo enterraron, y después, Isaac Sifontes, luego que él y otro hombre palearon toda la tierra que habían juntado en un borde de la fosa, se puso a saltar sobre la sepultura para asentar el relleno. Alcancé a leer el nombre en la lápida del panteón al lado, que ocultaba a un señor que ocasionó la ruina comercial de papá y la pobreza de todos nosotros. Me fui a casa con ganas de llorar, y Renato Chacín, un primo de papá, que me ve llegar, me regaña, porque llorar no es cosa de hombre.

 

Estaba colgando mi bulto del gancho donde papá nos ha enseñado a dejarlo, cuando oigo que el agente viajero Lucién Pedauga, quien lleva dos días alojado en el hotel que mamá ha abierto usando la casa de abajo donde siempre salen muertos y se oye que ruedan cadenas de las que usaban en las cárceles españolas, le comenta a mamá, que le está sirviendo el almuerzo, que qué llevaría a esa muchacha a eso. La palabra es la clave de un horror que yo presiento.

Echo a correr desde la calle El Sol, donde queda ahora el Hotel Familia, y paso por la casa de doña Anita, por frente a las ventanas del telégrafo, bajo por la acera de doña Fidelia de Medina, por ante el tamarindo de las Requena, y ahí cruzo hacia Los Ciruelitos. Al llegar advierto que todo el sector, hasta el camino que lleva al río, está lleno de gente. Como puedo, me abro paso hacia la puerta, pero me lo impide materialmente la muchedumbre curiosa. Me agacho y empiezo a gatear a través de las piernas del gentío. Más de uno me suelta una palabrota o me golpea con los pies, pero aun así, decidido, alcanzo el quicio ante el cual se detiene la avalancha humana. Traspongo la puerta doblado sobre la sección de madera ya gastada por el uso, y ahí la veo, cercana ante mis ojos.

Mi amiga yace sobre una cobija marca Cristóbal Colón cuidadosamente extendida sobre el piso de tierra. Es de Telares Los Andes, y en la etiqueta de la marca, donde se ostenta una bellota de algodón abierta y entre las hojas, haciéndole un marco, aparece impresa en colores la escena del desembarco del descubridor en la playa de Guanahaní; está cosida al borde del tejido, casi debajo de la cabeza de María. Tiene el pelo liso y negro peinado y sujeto a cada extremo por dos ganchitos, los ojos entrecerrados, las pestañas muy largas, los labios extremada mente blancos, el pecho desnudo y, junto al ombligo, la boca oscura de un balazo venadero. De la tela de moteado gris y rojo se desprende el olor inconfundible del producto textil nuevo, que desde entonces signa, junto a una fragancia de ciruelas de hueso maduras, como un estigma doloroso, el recuerdo de mi infancia. Alguien en la misma salita detallaba a otro, que debía ser el juez del distrito, que se había disparado una de las cargas de la escopeta morocha de su padre, usando un gancho preparado con una rama de palosano, y mostraba el palo cuidadosamente despoja do de su corteza. A mí se me ha antojado cada vez que evoco esos días, cada vez más lejanos, un hueso de un esqueleto de morrocoy.

De rodillas en la galería del tanque, me he echado a llorar ante las imágenes de San Expedito, ante Santa Rosa de Lima, ante Santa Lucía, ante Santa Inés, ante el Sacratísimo Corazón de María, ante San Ramón Nonato, ante Santa Bárbara, que son las advocaciones de las mujeres de la familia allí colectadas y veladas, hasta que ante mis ojos se desdibujan el cuervo pisoteado, los manojos de rosas rojas, los ojos arrancados por la tenaza del verdugo, la llamarada del amor ofrendado, la mano con la palma del sacrificio, el halo fulgurante de ángeles y serafines. Ya no me cabe más sufrimiento bajo mis costillas oprimidas por el duelo, y Lourdes, mi hermanita, va a traer a mamá para que ella sea quien me proporcione aliento para la resignación. Mamá viene y se abraza a mí, cálidamente tierna. «No, Sixto —me reclama—, deja esas lágrimas para cuando yo me muera».

Alumbrado por las velas de los santos, huyendo del miedo entre los representantes del poder de Dios, en el borde de la duermevela, siento pasar el entierro apresurado de una caja de tabla verde donde reposa el misterio de cierta dulzura. No lleva acompañamiento ni la van a llevar antes a la iglesia para que San Antonio le abra las puertas del cielo, porque ése es el castigo de la sociedad para el suicida. Tampoco le proporcionarán la luz del día. La urna deja escapar un ruido de fricción de madera mal clavada. Envuelto en la sábana, me llega además el comentario de Natalia, que le trae a los de mi casa la espantosa noticia de que el hombre del ciruelar de allá abajo, en la vía hacia el río, ha amanecido ahorcado en una alcayata de la jefatura. Papá ha mandado que no se hable más nada de ese suceso frente a las rosas berberías cuyo perfume da a los cuartos y que se le guarde respeto a la muerte ajena. Mamá, por su parte, manda a Isidro a traer aceite para que la lámpara que siempre arde en la repisita del rincón para que las almas no penen, para que los infiernos de la tierra se apaguen, para que ningún hijo de mujer vuelva a ser crucificado, cargado de una cruz y escarnecido, Santo, Santo, Santo, para que la verdad sea la que resplandezca siempre entre los papeles de los códigos, Señor Dios de los Ejércitos…

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