literatura venezolana

de hoy y de siempre

Última carta de Ambrose Bierce (y otros textos breves)

Gabriel Jiménez Emán

Última carta de Ambrose Bierce
                    
A Víctor Valera Mora
Esta es la última carta que te escribo. No porque quiera, sino porque materialmente no puedo hacerte otra. La tinta está cara, lo sé, y tampoco ahora fabrican los lápices que me gustan. Ya no hay cuadernos como los de antes, muy anchos y de páginas blancas y suaves. Las estampillas han subido mucho, pero de cualquier modo ahora no las necesito, ni siquiera un sobre para meter la carta cuando esté terminada, porque en verdad ahora lo urgente es el tiempo, se acaba el tiempo y todavía no he empezado a escribir todas las cosas que debo decirte, aunque me exijo un enorme esfuerzo para mover las manos y sacarme el lápiz y el papel que llevo en los bolsillos.
Me cuesta solamente intentarlo, pero todo estará recompensado sabiendo que leerás mi carta como si fuese la primera misiva de amor que te envié desde aquella ciudad remota cuyo nombre olvidé; además en este instante todo se me borra en la memoria debido a la escasez del aire y a cierta incomodidad que no debiera representar un problema en un momento tan importante para nosotros como éste.
También me apena molestarte porque debes ser tú la que debes venir a buscar la carta, pues a mí me da vergüenza presentarme con esta corbata y este traje negro que no me pertenecen. Perdóname, desde el comienzo no he hecho más que lamentarme y hay tantas otras cosas en las cuales no es justo culparte de nada, pero has debido fijarte bien, cuando me viste en la cama no estaba muerto sino dormido, y delante de ti me taparon y metieron en este ataúd donde me cuesta mucho escribirte porque no hay luz y es bastante incómodo gritar en esta posición y sin el aire suficiente para rogarte que me saques de aquí. 

Archivo de olvidos

A todos nos llegará el tiempo de la memoria, y cuando le llegue a Ernesto va a ser muy difícil para él. Vive recordando que tiene que olvidar su pasado, y no piensa en el futuro porque le asusta la idea de olvidar los recuerdos que le deja el presente, su terrible presente, su archivo de olvidos.
Por eso, cuando llegue el tiempo de la memoria, Ernesto va a verse en el enigma de recordar lo que siempre ha tenido que olvidar.

 

Pequeño cielo

Cuando muera, no quiero ir a un cielo grande, de extensión inmensa y promesas cumplidas. No me engaño al saber que lo merezco: he sido bueno, he sacrificado mi vida por los demás y nunca he hecho mal a nadie, ni siquiera por olvido u omisión. He sido fiel a mi mujer y he creído en el Señor hoy, antes y después, por encima de todo creo en el Señor Todopoderoso, y que alguno de mi familia ha de seguirme.

Por todo ello, pido cuando muera ir a un cielo pequeño, privado, donde vuelva a encontrarme con mi padre y mi madre y ver cómo ellos se besan y aman, y entonces yo vuelva a estar en el vientre de mi madre, chupando con fruición el pequeño cielo de mi dedo pulgar.

 

Inundación

Una mañana, la mujer de Tesalio lo despertó para decirle:

—Mi amor: estamos inundados.

—No importa— respondió Tesalio entre dientes, dando vueltas en la cama y sin poder abrir los ojos.

—Sacamos el agua y asunto arreglado.

—Es imposible— replicó ella. —Estamos en el mar.

—Ah, entiendo— dijo Tesalio sin abrir los ojos.

Y se ahogaron.

 

Los dientes de Raquel

Raquel mordió una manzana, y todos sus dientes quedaron en ella. Fue a su casa con la boca sangrando a avisarle a su mamá. La mamá vino corriendo asustada a buscar los dientes de Raquel, y cuando llegó, los dientes se habían comido la manzana.

La mamá quiso recogerlos, pero los dientes se levantaron y se comieron a Raquel y a la mamá. Después, los dientes volvieron a la boca de Raquel, quien muy hambrienta corrió a pedirle a su mamá que le comprara una manzana.

El hombre de los pies perdidos

Un día un par de pies que habían perdido su dueño entraron a un bar a tomar cerveza.

—Disculpen— dijo el portero. Aquí no puede entrarse sin zapatos.

—Ah, es verdad— dijeron los pies, y se regresaron a una zapatería. Ahí fueron muy bien atendidos: encontraron a unos zapatos que les calzaron de maravilla. Entonces se dirigieron nuevamente al bar, y el portero se alegró mucho de que los pies estuviesen ahora protegidos y elegantes.

El hombre que había perdido sus pies estaba muy incómodo, pues los necesitaba para ir a tomar cerveza; era mediodía y hacía un calor terrible.

El hombre se las arregló para llegar hasta un taxi, y pedirle lo llevara hasta donde quería ir. Al llegar a la puerta del bar, el portero le dijo:

—Disculpe señor. No se puede entrar sin pies.

—No puede hacerme esto— dijo el hombre. Es muy difícil encontrar unos pies a esta hora.

—No lo es— respondió el empleado. —Hace poco entraron unos aquí.

—Entonces deben ser los míos. Solemos tomar cerveza a esta misma hora. Déjeme entrar.

—No puedo— replicó el portero. —Mejor se los llamo. Espere aquí.

El portero se alejó a buscarlos, y el hombre pensó que era una gran suerte haber coincidido en aquel bar. Cuando el portero y los pies regresaron, el hombre no pudo reconocerlos, pues traían puestos unos extraños zapatos.

—Qué desea?— preguntaron los zapatos.

—Quiero saber si esos son mis pies— respondió el hombre. Los necesito para entrar al bar.

Entonces los zapatos comenzaron a desamarrar sus trenzas.

Al instante, los pies estuvieron descubiertos, y con gran sorpresa el hombre vio que no eran los suyos. Los pies volvieron a calzar sus zapatos y, muy contentos de no pertenecer a nadie, regresaron al bar.

El hombre aún no ha podido tomarse esa cerveza.

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