Por Jaime Tello
“Por la calle entre Llaguno y Bolero, que gibada y populosa va a caer al centro de la ciudad febril, suben a pie Damián y Juan Pablo. Van charlando con animación entre el río de gente que el sol vespertino ilumina con un toque mágico. Todo se dora, así sea levemente, a las seis de la tarde, en Caracas. Todo luce por un breve instante —el del rápido crepúsculo tropical— refulgente como un vitral nuevo, recién bruñido. La pobreza toma un halo poético —hecho todo de sol— y la riqueza se suaviza, se difumina, pierde su borde duro y cortante, bajo las sombras que empiezan a caer. Es la hora azul, verde, oro, la hora misteriosa en que la ciudad se entrega toda, como una fruta madura”.
Así comienza esta novela de Gloria Stolk, y ese comienzo ya puede asegurarnos, por lo menos, de que la autora posee un bello estilo, una hermosa prosa, y un poético sentido de la descripción. Si solo fuera esto ya bastaría. Sin embargo, esta novela nos da más —mucho más. Escrita sin pretensiones ni audacias de técnicas novedosas, Cuando la luz se Quiebra es una novela de técnica tradicional, muy en el estilo de Bourget o de Bordeaux. Y aunque es lógico que de un escritor de este tiempo se espere algo novedoso en cuanto a técnica, teniendo tantos antecedentes conocidos en la literatura del siglo veinte, no es esta una novela que defrauda. Por el contrario. La trama es consistente y lógica, los personajes son reales, y sus reacciones verosímiles. El diálogo es fluido y realista, el paisaje está cabalmente interpretado.
El relato se desenvuelve con naturalidad y facilidad, y el ambiente nunca es artificioso. Por otra parte, el conflicto es perfectamente posible. Lo que acontece en la novela bien puede haber sucedido, no una, sino muchas veces en este crisol de razas que es Venezuela. El problema psíquico que aqueja a Magda, la protagonista, es no solo lógico, sino probable, si se tienen en cuenta los tremendos aconteceres de la Europa Central en nuestro tiempo.
Posee, además, esta novela, un preciso ritmo interior, un tempo perfectamente adecuado al problema y a su solución, que no es en modo alguno forzada, sino la natural y lógica solución que el problema —como todo problema— llevaba implícita.
Tal vez en la frase final esté también implícita la actitud de la autora: “Este es el gran milagro —dijo Juan Pablo pensativo—; y como todos los grandes milagros, es cotidiano y está lleno de humildad”. También esta novela es cotidiana y llena de humildad. Gloria Stolk no ha sido presuntuosa ni en la concepción ni en la realización de su novela. Ama a sus personajes, y está llena de ternura por ellos. Su novela recuerda la mansa corriente de un río cristalino y lento, seguro de su destino irremediable.
Quizá lo único que habría que anotarle a esta novela serían algunas fallas accesorias —la grafía de los nombres húngaros, que no es la correcta (Sándor se escribe con S y no con Z), y afirmar que una húngara sea eslava, lo cual para un magyar es algo más que un insulto. De resto, aun corriendo el riesgo de que se me considere sentimental y anticuado, bien puedo afirmar que esta novela me ha conmovido, y me ha parecido hermosa y muy interesante —algo que no siempre puede afirmarse de todas las novelas que a diario se publican.