literatura venezolana

de hoy y de siempre

Mutaciones, arquetipos y alteridades en «Wald»

Ago 31, 2025

Por: Wafi Salih

Escribir sobre de quien tanto se ha escrito y tan bien, no es tarea fácil. Pero la fascinación que desde siempre me ha producido especialmente la narrativa de Gabriel, me da licencia para el arrojo y la poca humildad. Para nadie es un secreto que es el maestro del cuento breve en el país. Y que las variaciones muy suyas al género, son un magnetismo para el lector. Es uno de nuestros autores más leídos, en él se conjugan su don de gente y su oficio de escritor incansable. Su obra, recogida en más de treinta libros, abarca poesía, cuento, novela, crónica y ensayo. Este ejercicio de la palabra escrita, que en el canta armoniosamente en su garganta y en el papel, le valió innumerables premios, entre ellos el Nacional de Literatura, tan justificadamente merecido. A alguien como yo, cuando tiene mucho que decir, se le apelotonan las palabras. Así pues, respiro hondo, y escojo como quien mete la mano en un recipiente con muchos números, para obtener un ganador. El premio en este caso es hablar de una de las novelas de Gabriel. Cualquier papelito que se substraiga es acertado, porque sin duda, su obra en general, guarda un nivel que se sostiene en el grado de la excelencia.

Aun cuando no soy semióloga, intentaré este abordaje con algunas incursiones en otros métodos de análisis, o mejor, como me gusta decir, acercamientos. Es este caso tomaré una novela breve que desde hace rato me incita a dialogar con ella, de ella y sobre ella, espero que resulte al menos algo medianamente interesante.

WALD una de las más recientes obras narrativas de Gabriel Jiménez Imán, se erige como la vida misma, sobre un sistema de signos en permanente mutación. El protagonista, Wald, no es solo un personaje; es un arquetipo, que se va trasmutando, y no solo experimenta cambios físicos, gracias a una crisis existencial, también vive cambios por su discernimiento del yo y de lo circundante, en pugna desesperada por la trascendencia.

Comenzando la novela, se nos presenta a Wald y su configuración simbólica, signo de la enajenación social, las rutinas asfixiantes, que hacen replantear los márgenes entre la realidad y la ficción.

En la Agencia de Ciudad Topacio, trabaja nuestro protagonista como redactor, nada interesante hace que su existencia deje de estar marcada por la monotonía, se agolpan los días tras la puerta, sin diferencia uno del otro. El señor Anderson es su jefe, en él todos los derroteros de la felicidad se asilaron en la tierra de los bostezos y la desesperanza. Para un creativo, este es el ambiente propicio para huir, pero a dónde, en que no esté sometido por la fingida sonrisa de un jefe que lo explote exigiéndole las horas del sueño y el goce por ese placer casi morboso que tienen los que ostentan algún poder sobre los otros. ¿Dónde huir? Si su amor por Vanessa Turner, como todo amor marcado por el romanticismo, es trágico y en el mejor de los casos indiferente, acá me permito aquel famoso poema de Borges: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca/, aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”. Es que siempre queremos ser otro, ese que pensamos tiene la vida que merecemos y que, por algún oscuro designio, nos fue arrebatada.

¿Existe una locura lúcida? o “todos necesitamos alimentar en nosotros cierta vena de demencia para que la realidad se nos haga soportable”, como diría Marcel Proust.

Wald nos muestra los estados alterados de la conciencia en sus cambios radicales. Bueno, ya en Las mil y una noches se narran episodios donde los genios transforman a un humano en animal, y los griegos eran especialistas en convertirse en plantas o cualquier otra cosa por mano de los Dioses. Pero en este caso, estos fenómenos pertenecientes a la ficción, obviamente, no tienen intervención divina, están dictados por el deseo del mismo protagonista, inconforme con el momento histórico que le tocó vivir, con sus circunstancias personales, con su aburrimiento tan imperante que antes de buscar la muerte y convertirse en un poeta maldito, muta en perro, gato y hasta pájaro.

Largas orejas de perro, llenas de pelos, hocico húmedo, babeante, tal vez metáfora de cómo andamos sobre el mundo. Luego se viste con el cuerpo de un gato, se me antoja pensar que es estrategia para esquivar las patadas recibidas en su cuerpo de can. Recuerdo una expresión tachirense que me causa gracia y apatía al mismo tiempo. Cuando se pregunta ¿cómo está?, y la gente quiere expresar malestar, decadencia o la última escala de la miseria, responde, automáticamente… ¡Pal perro!

En vista de lo doloroso que puede llegar a ser un perro, nuestro autor le da la oportunidad de ser felino a Wald: garras y donaire, indiferencia y libertad, o también puede ser una intención más profunda, en palabras de Julio Cortázar: “Si uno mira un gato a los ojos, percibe una historia que atesora como un secreto en su interior”. Pero mirar a los ojos a un animal que en cualquier momento te da un zarpazo con su pata enguantada de uñas, es algo temerario. Pero, bueno, en la osadía y el riesgo está el encanto de existir.

Prefiero darme por enterada y acuñar para mí la frase de Bill Dana: “Me habían dicho que el procedimiento de entrenamiento con los gatos es difícil. No es así. El mío me entrenó en dos días.” Sabia y prudente reflexión, de quien entiende que ellos son los dueños de la casa, y nos emplean para servirles, solo por verlos mover la cola o pasarla por entre nuestras piernas, y con suerte que se hagan una bola de pelo en nuestro regazo. Toca entender que son como un amor prohibido, que llega y se va, sin más…

Pero no hay conformidad en la imaginación de Gabriel Jiménez Emán, imposible encontrar puertas cerradas, en una mente lúcida como la de él, pero sí situaciones liminares entre sus personajes. Lo observamos en los múltiples cambios de Wald, que pasa de ser un perro, a un felino, taimado, telúrico y domesticador, más que domesticado, salta luego a un chupasangre, que recrea mitos antiguos, pero que también de una u otra forma imperaba en otras latitudes, donde se comían el corazón de los guerreros, para ser más fuertes, o se derramaba la sangre de un cordero para quitar pecados, como bien lo explica el Antiguo Testamento. Son variantes, a mi juicio, del anhelo irracional del humano por poseer lo que a un congénere le pertenece, fuerza vital, personalidad, encanto. Chupar la sangre, es la cruel representación de nuestra malsana envidia.

Ya Plauto se refería a esto: «lobo es el hombre para el hombre.» Como este diálogo con el texto es abierto, y yo soy feminista, me permito elucubrar. Este acto de vampirización lo traslado a esos hombres conquistadores de oficio, que van robando la energía de sus parejas, restándoles alegría, atendiéndolos, dándoles de sí su hálito de vida, nutriéndolos con su esencia, robusteciendo su espíritu, y ellos en paga consolidan su práctica de depredadores.

Rumia este publicista de nuestra novela su placer oculto de llegar a ser lo que sueña, y quién no, en un entorno tan hostil como lo es la sociedad contemporánea, donde los tratos comerciales son más importantes que los vínculos del afecto, y la soledad es compañera de viaje, se monta en el autobús, va al mercado, está en una plaza repleta de anónimos. Asalta, en este momento, mi memoria, una de las escenas de pareja abierta, de Darío Fo. La esposa lo increpa: “¿Sabes a cuánta gente se conoce en el vagón del metro?” Él guarda silencio, y ella interviene de nuevo. “A nadie, no se conoce a nadie”. Bueno, estoy parafraseando, algo que me impactó cuando hacía teatro y tenía veinticinco años, hoy esa oración, es solo un presagio cumplido, esa señora, llamada soledad de las multitudes, es mi fiel amiga. Me ensordece con su silencio, y al igual que Wald, quisiera despedirla, en mi caso, para volver a ser niña, con la casa llena de familiares y amigos, o adolecente en un patio del liceo.

He paseado por las líneas de esta narración como quien va descalzo mirándose por dentro, tal vez he pecado de anecdótica, porque se espera de mi un juicio más literario, pero suele costar mucho otra lectura cuando se tiene un trasfondo que conecta con tu propia naturaleza de escritor que no encuentra asidero en las rutinas burocráticas o personales: «Echa los huevos en la sartén con cebollas, ajos y aceite… Los come… Luego se viste, arregla unos papeles…”. Y así, cada día, apagando cada uno, como fósforos en cadena, idénticos, sin más esperanza que el escape de la realidad inventando una alteridad animal y salvadora.

Ilustración: Aníbal Ortizpozo

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