literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dámaso Velázquez (capítulo I)

Ago 10, 2025

Antonio Arráiz

El mar es como un potro vigoroso

El mar es como un potro vigoroso: ama los espacios abiertos; pero, al mismo tiempo, gusta de encontrarlos sembrados de obstáculos, en los cuales poner a prueba sus bríos y su agilidad. Por eso se halla a sus anchas en las azules extensiones del Caribe, abundante en islas: por allí puede hacer que discurra, a su antojo, la fantasía salvaje de sus huracanes. En algún punto imprevisto y variable, cerca de la linda Guadalupe, al pie de Barbados o al noroeste de Trinidad, los engendra en su vientre insondable. Rápidamente les insufla su poderosa vitalidad. El barómetro ha caído como herido por un negro presentimiento; después sube de repente. El calor es infernal. La atmósfera está pesada e inmóvil. Más tarde comienza a soplar un viento norte que puede durar un día, hasta dos. Una opaca, densa, tétrica nube ocupa el horizonte al noroeste.

Entonces el mar suelta el ciclón y lo deja tundir las Antillas. Así como un habilísimo bailarín que, desde un extremo del foro, se acerca poco a poco al proscenio, en tanto que gira vertiginosamente sobre las puntas de sus pies, roza casi las candilejas y luego se devuelve, describiendo un ángulo recto, para desaparecer por la esquina opuesta, sin que por un instante haya disminuido su alucinante rotación: así también el huracán hace su aparición en el escenario del mar de los trópicos, se aproxima con lentitud a la América Central, envuelve a Jamaica, cruza sobre Cuba, sorbe en sus labios ardientes la tierra fértil de Honduras o la Península de Yucatán, se interna en el Golfo de México, y pronto se vuelve al noreste para ir, por sobre la Florida o por sobre el Cabo Hateras, a perderse en algún punto imprevisto y variable del Atlántico septentrional.

Por la misma razón ama el mar las costas luminosas de Venezuela. A lo largo de ellas tiene sitio por donde galopar alegremente, impulsado de este a oeste por la corriente equinoccial, con un movimiento persistente y alongado que tiene algo de beso goloso o de lascivo lamido. La femenina tierra queda extenuada con esta caricia agotadora: hay que ver lo pálida que está, y cuán oscuras ojeras. En cambio, el mar cabrillea de júbilo. Los vientos alisios se acuestan sobre sus rizadas espaldas, le hacen cosquillas y le murmuran frases excitantes. El mar se desvía con disgusto ante las defensas que le oponen Trinidad, Tobago, Margarita; apenas las deja atrás, se echa de un modo incontenible sobre su presa. Cualquier angosto pasadizo que exista entre Tortuga y la Orchila, entre la Orchila y los Roques, entre los Roques y las Aves, entre las Aves y Bonaire, lo aprovecha para acortar la distancia que lo separa de aquélla. En llegando a su vera, se arremanga en las tibias ensenadas donde la arena es dulce como fruta; y de allí sólo lo saca el recuerdo de los viajes maravillosos.

Pero si se encuentra encajonado, el mar no tarda en expresar su enojo. Es lo que sucede, por ejemplo, en el Golfo de Paria. Cristóbal Colón lo llamó Golfo Triste, porque las más de las veces sus aguas aparecen adormiladas. Pero no sería propio de un navegante experimentado el fiarse de esta tranquilidad. También una bestia feroz, un tigre de las llanuras del Apure o una pantera negra de las selvas de Guayana, una vez que ha comprendido la inutilidad de sus esfuerzos por salir de la jaula, finge amañarse a ella, se tiende en el suelo, bosteza, apoya la hermosa cabeza en las patas delanteras, cierra los ojos, y tan sólo de tarde en tarde se espanta las moscas con la cola. El Golfo de Paria tiene tenebrosos furores. No muy lejos desemboca al océano el formidable torrente del Orinoco, y su turbio caudal se mezcla a las escondidas intenciones de aquél, suscitando remolinos. Cuando menos se piensa, puede desatarse una de esas ráfagas del sudeste, a las que los marineros llaman refriegas, que mandan hasta diez nudos y ponen en peligro una embarcación. Con la marea menguante, es como si el golfo entero se desaguase por las cuatro bocas del norte. El agua fluye pausada, uniforme, en ritmo regular de sangre que mana por una ancha herida abierta, entre los islotes de Monos, Huevos, Chacachacare, la isla de Trinidad y Tierra Firme. Esta es la hora propicia para salir al Caribe; basta con dejar que la nave se deslice a la deriva, suavemente impelida por la corriente. Pero si aguarda a la creciente, costará Dios y su ayuda para que un barco de vela logre contrarrestar aquellos caudales espumeantes que se precipitan dentro del gol- fo como los chorros de vapor por la válvula de una caldera. Y es lo que traía desasosegado al viejo Anselmo a bordo de la Sidra, y le ponía más agria que nunca su curtida cara amojamada.

—¡No hombre! Nos vamos a perder de la bajante — refunfuñaba.

Después de lo cual lanzaba por entre los colmillos un impaciente escupitajo que iba a caer al mar.

—Y sabroso que está soplando el sureste asintió a su lado Jorge Marcano, en tanto que contemplaba las nubecillas bajas que resbalaban con vivacidad a ras del horizonte. Si fuera yo, alzaba la mayor, aprovechaba el brisote, y ya a esta hora estaríamos pasando frente a Chaguaramas, o, por lo menos, a la altura de Puerto España.

Ambos estuvieron un rato observando ora las nubecillas, ora el foque, que se henchía de viento como un seno joven de mujer. Luego volvieron los ojos, a hurtadillas, al capitán, quien permanecía, inmóvil y ceñudo, al timón, sin hacer el menor caso de sus comentarios.

—¡No hombre! — rezongó de nuevo Anselmo, con otra escupidura.

Y bajó malhumorado a la bodega, a echarse sobre un rimero de plátanos.

Cualquiera que, desde el litoral de Trinidad, estuviese entretenido en esos momentos en observar la marcha de la Sidra, por escasos que fueran sus conocimientos de navegación, no podría menos de sentirse intrigado. No era sólo el hecho apuntado de su deliberada lentitud. De haberlo deseado, navegaran a toda vela, con el próspero viento en popa. ¿Por qué, entonces, se mantenían casi a la capa, utilizando únicamente el foque, mientras que la mayor yacía cargada sobre la larga y encorvada entena? Además existían otras circunstancias no menos sospechosas.

La derrota natural de un buque que parte de la costa occidental de Trinidad rumbo al Caribe, es, sin duda, buscando primero el centro del golfo, y luego al norte un cuarto al oeste hacia la Boca Grande, para lo cual no tiene más que guiarse por las alturas de Mejillones y Patao, que sobresalen en la Península de Paria, a la izquierda, y por las de Tucucho y Arino, en Trinidad, a la derecha. Así, aprovechando mejor el viento que sopla con más intensidad en el medio del golfo, evita los bajos y rompientes de la orilla, y acorta distancia.

Pero la Sidra se mantenía laboriosamente a tiro de fusil de Trinidad, cuya arqueada costa iba siguiendo.
Y por fin, el punto y la hora de salida también llamaban la atención. No había zarpado de Puerto España, ni tampoco de San Fernando, que, al sur del primero, tiene asimismo una excelente bahía y un buen fondeadero. Se dio al mar en algún lugar indeterminado de las playas de Punta Galba; y aunque el viento levantó temprano, esperaron la tarde para levar anclas.

Todo parecía indicar, pues, que la Sidra procuraba apartarse en lo posible de Venezuela, y llegar cuanto más tarde mejor a su destino. Insensible, al parecer, a la prisa, a la inquietud, a la vivacidad, al gozo de largar las velas y de hender con ligera quilla el agua, Dolores Merchán, el capitán, sostenía con robusta mano la caña del gobernalle, y ni un músculo de su cara se movía. Jorge Marcano había seguido el ejemplo del viejo Anselmo. En la proa sólo permanecía la en deble figura de Alfredo, el menor de los Merchán, quien, acostado perezosamente sobre la borda, contemplaba con lánguida mirada el romperse de las olas sobre el casco, pintado de rojo, de la piragua.

Los hermanos Merchán
son seis marinos.
El que no es capitán
está en camino.

Así decía la copla que les habían dedicado.

—Pero este muchacho como que va a ser el gallo pelón de la familia. Este como que no tiene sangre de Merchán -pensó su hermano, disgustado por aquella actitud de abandono; y alzando la voz, lo requirió:

—Oye, tú, Alfredo; atiéndele al foque.

Despabilóse el chico, se volvió con presteza a la vela, tomó la escota, atento a cumplir lo que se le ordenaba. Pero con el foque nada había que hacer: la brisa lo henchía que daba gusto, y la piragua avanzaba cuanto era de esperarse con ese trapo. Así, que dejó el cabo, y tornó a sumirse en su ensimismamiento.

Sintiendo su irritación en aumento, Dolores buscó otra cosa que encomendarle.

—Oye, tú —le gritó por segunda vez —. Amarra mejor ese barril que no está bien sujeto.

El tonel de agua estaba sólidamente trincado; sin embargo, por disciplina, Alfredo desató los nudos y se esforzó en hacer lo que se le ordenaba; pero en este conato fracasó por completo. Sus débiles manos nunca lograron igualar las firmes ataduras hechas por Anselmo antes de zarpar; de suerte que, cuando regresó a proa, dejó el barril peor que antes.

Todos sus movimientos seguía el hermano con creciente enfado. Ya meditaba una nueva tarea con que sacarlo de su inercia por tercera vez, cuando un súbito golpe de viento, una refriega, vino a darle pretexto para desahogar su cólera. La Sidra se balanceó inesperadamente, dio una brusca guiñada; la pipa, mal sujeta, vino abajo, se salió el tarugo de la espita y el precioso líquido comenzó a derramarse.

—¿No ve? Ya se cayó el barril. ¡Ah valse, caramba! Usted no va a servir para un cipote. Levante ese barril que se nos bota el agua.

Gritaba esto Dolores Merchán con el rostro congestionado por la ira, pero sin soltar el timón, contra el cual hacía presión el sacudido mar.

Aparecieron Anselmo y Jorge, quienes, el uno al tonel,» el otro a tesar la escota del foque, vibrante en ese momento con la racha, acudieron a reparar el percance. Amoscado y confuso, Alfredo no sabía a cuál ayudar.

—Digame eso: un marino que no sabe amarrar un barril —continuó Dolores—. Este muchacho como que no tiene sangre de Merchán. ¡Qué va! Lo que soy yo lo dejo de pasada en Punta de Piedras. Otro viaje no me tiro yo con ese virote.

El muchacho, monino, fue a sentarse de nuevo a proa, cerca de la amura del foque; sus desnudos pies descansaban entre los gruesos cables.

—¿Qué no tengo sangre de Merchán? — rezongó—. Más sangre de Merchán que tú. Más marino que tú.

—¿Qué estás tú diciendo? — le preguntó su hermano.

Alfredo no contestó.

—¿Tú como que te estás creyendo que porque eres mi hermano vas a venir a flojear aquí? — increpole—. Aquí no me flojea nadie, y un hermano mío menos que nadie, porque un Merchán no tiene derecho a flojear en ninguna parte. Aquí todo el mundo me va a andar derechito, y nadie me va a estar mirando las tijeretas como un mismo bobalicón.

—Que no sirvo para marino… que no sirvo para marino… —reflexionaba el niño—. Bueno, ¿y qué? Si no sirvo para marino me meteré a cualquier otra cosa: a mecánico, o a chófer de un camión, o tendré una cría de chivos como Guacuco, que dice que no quiere tener nada que ver con el mar.

Pero al momento reaccionó, replicándose él mismo.

—¿Cómo que no sirvo para marino? Más marino que tú. Más sangre de Merchán que tú.

Ambos terminaron por apaciguarse. Anselmo, que había permanecido atento al contrapunteo, pero sin intervenir en él, interrogó al fin:

—¿Quieres que me quede para ayudar en la maniobra?

—No —le respondió Dolores—. Anda vete a dormir, que más tarde vas a hacer falta.

Alfredo atiende al foque. La navegación continuó sin nuevos incidentes por el momento. Una hora larga siguieron así, en silencio; los dos marineros abajo, dormitando sobre los plátanos; Dolores al timón, con el entrecejo fruncido; su hermano en la proa, distraído con las mil exhibiciones del mar. ¡Cuán hábiles juegos, y qué incesante prodigalidad de visiones de prodigio, que se insinúan apenas, que desaparecen en seguida, dejando el gusto a medias satisfecho y el deseo a cada ocasión más excitado! El mar no hace sino sugerir. Anuncia con gran ostentación combinaciones nunca vistas. A juzgar por el derroche de colores y de formas y por el boato acumulado, la escena resultará inolvidable. Pero, ¡ay!, antes de que el ojo lento tuviera tiempo de gozar la prometedora maravilla, he aquí que se ha desvanecido, y multitud de otras insinuaciones semejantes están llamando la atención por todos lados.

Una faja, de un verde parduzco allá, al borde de la costa; otra de un verde grisáceo paralela a ella; una tercera de un verde amarillento. Luego, la zona de rutilante esmeralda. Entonces, sin transición, entrada a la gama de los azules. Primero, la franja del celeste, tan dulce y amoroso como si estuviese aún acariciado por el contacto tierno de las playas. Después, la ancha veta del azul oscuro, como acero. Y por último, aquí, a los costados del buque, el azul profundo y misterioso en que se deslíen vagas manchas violetas y reflejos de turquesa y lapizlázuli. ¿Quién ha visto los siete colores del mar?

—Hasta que ustedes no conozcan los siete colores del mar no podrán decir que son marinos — solía advertirles el viejo Pañol cuando formaban ruedo en torno suyo para que les relatara historias, allá, en Punta Tarquina.

Lo que afirmaba es verdad. Aquí están, desplegados como en una bandera. Si se les observa con una mirada superficial, se los verá hervir en un sinnúmero de escamas de plata y de uñas de oro, de chispas, monedas y lentejuelas que brillan durante una centésima de segundo y en ese brevísimo momento tienen fuerza para encandilar con el resplandor de un sol.

Pero si, cambiando de sistema visual, se enfoca el mar de otro modo y se trata de horadar su lumbre, entonces es otro universo de imágenes y de tonalidades el que se va descubriendo a medida que la pupila se adapta a esta nueva función. Los siete colores del mar se aprecian ahora en orden de profundidad, y son distintos, más complejos, entretejidos unos en otros e imprecisos por virtud de los fantásticos efectos de la refracción. Pasan las sombras lilas, las castañas, las de color de índigo, de malva, de jacinto, el albín, el cinzolín, la sepia, el bermellón. Es lo que Homero llamaba el vinoso mar. A cada momento se desenvuelven en ellas cintas negras con reflejos plateados, como cabellos destrenzados de mujer, o las atraviesa la rauda cola de un pez.

De vez en cuando, recordando el enojo del patrón, Alfredo ponía atención al foque, y miraba luego de reojo a aquél. Ni una palabra más habían cruzado entre los dos. Un sordo resentimiento separaba a los hermanos.

De este modo huyó la tarde, y se vino encima la noche. Rápidos ejércitos de nubes desfilaban hacia el norte, en tanto que por detrás de Trinidad iban subiendo estrías oscuras, las que en breve se apoderaron del firmamento. Hacia el crepúsculo el viento amainó, preparándose para ceder el turno a los terrales que se alzarían más tarde; a tal extremo que hubo un momento en que la Sidra se encontró cabeceando desidiosamente, detenida en medio de la extensión del golfo; con gran contrariedad de Anselmo, quien, tendido en la bodega, no cesaba de maldecir.

—¿No ve? ¿No lo decía yo?

Luego aquél levantó de nuevo; pero era ahora un brisote intermitente y variable, que se había corrido al norte; Alfredo tuvo que abandonar su apatía, largar la mayor, y maniobrar constantemente al empezar a bolinear. Así pasaron frente a las luces distantes de Puerto España.

Ya iban cerca de Boca Grande, a boca de noche, cuando ocurrió un nuevo contratiempo. Alfredo, que había cazado la escota del foque a estribor, se dio cuenta, antes de que su hermano se lo dijera, de que era necesario cambiar vela a fin de dar la bordada. Pero la gaza que él mismo había hecho un momento antes se resistió cuando quiso deshacerla de un tirón, y en lugar de aflojar se convirtió en nudo.

—¡A virar! ¡Afloja escota! — le gritó Dolores.

Era tiempo; falto del viento que lo venía animando, el foque flameó durante un par de segundos. La se detuvo del todo, indecisa; balanceó con más fuerza; no obedeció al timonel. Parecía una cabalgadura dotada de inteligencia y voluntad, rebelde de pronto a la mano del jinete.

Las manos de Alfredo atafagábanse en vano, nerviosas, contra la apretada atadura. El cabo estaba mojado y duro como un palo y no cedía.

—¡A virar te digo! ¿No oyes?

—¿Y no ves que no lo puedo soltar?

—¿Quién te manda a no saber hacer ni un nudo?

—Ven y aflójalo tú mismo — respondió Alfredo, atufado, y dando la espalda a la amura, se desentendió del asunto.

—¿Conque yo mismo? ¿Conque yo mismo?

Lleno de furor, Dolores abandonó también la caña del timón; corrió a proa, recogió de paso un chicote, y usándolo a modo de látigo, lo descargó con todas sus fuerzas sobre las espaldas del zagal, que se cimbró junto al bauprés.

—¡Ay mi madre!

—¿Conque yo mismo, eh? ¿Conque yo mismo?

Alzó por segunda vez el cabo; pero no consiguió propinar el segundo azote, pues el chico, en inesperada sublevación, se incorporó y antuvió sobre él, empujándolo con tal ímpetu con cabeza y manos y con todo el cuerpo que lo tiró de espaldas. Ambos hermanos rodaron abrazados.

A esta sazón, la racha, como la manotada de un gigante, cogía de través a la Sidra. Al garete, la piragua recibió de lleno el embate, se escoró peligrosamente a babor, una buena cantidad de agua entró por la borda de sotavento y por un instante puso en los ánimos el temor de zozobrar. Por fortuna, Anselmo y Jorge Marcano aparecían, alarmados,y atendiendo ya al timón, ya al foque, remediaron como antes la situación.

—Ya vas a ver, carrizo. Ya vas a ver.

Habíanse puesto de pies nuevamente. Dolores con la guindaleza, Alfredo con un asta de leña que encontró al azar, y se medían con llameantes ojos.

En ese momento una inquietante circunstancia requirió la atención de los marineros. A los últimos fulgores del atardecer sus ojos perspicaces divisaron un barco que izaba velas en uno de los recodos formados por la costa sur de Paria, se desprendía del litoral y se ponía en marcha a toda prisa hacia ellos.

Instantáneamente los cuatro tripulantes suspendieron toda acción, quedaron inmóviles y silenciosos, pendientes de aquel síntoma, y el pulso de sus corazones se aceleró.

—La Wilson — silbó Jorge Marcano.

Y como para aseverar su presunción, un fogonazo rasgó la atmósfera, y una detonación resonó en el aire.

—¡Un salto de escotas! — gritó el capitán.

¿Quién se acordaba ya de la disputa anterior?

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