Juan Manuel Parada
Elías
Las ramas de plátano le golpean el rostro y los bejucos enmarañados le van rasgando la piel. Corre en dirección al río; si Pedraza lo cogiera ahora, le revienta la cabeza. El ladrido de los perros, la algarabía de los hombres y el trote de los caballos le llegan a los oídos como el clamor de su muerte, como un murmullo burlesco anunciándole el final. Pero Elías suprime el temor con la certeza de que pronto llegará al río y cuando alcance la orilla opuesta, nadie podrá capturarlo.
La noche anterior, sentados frente a la batea de pescado frito que Calistra les sirvió, prometieron reunirse al otro lado del río si se les caía el plan. Numas fue tajante cuando ordenó que escaparan como fieras, internándose debajo de los pantanos si era preciso. Elías se acomodaba una porción de chimó detrás de los dientes mientras le oía. Le había costado confiar en Numas, pero a escasas horas de la rebelión era distinto. Además, Calistra le miraba con tanta fe, que era improbable alguna traición. La esperanza con la que Calistra miraba a Numas, hacía que Elías se tranquilizara. De hecho, cada lugar o cosa donde ella posara sus ojos, o que fuera mencionada por sus labios, ganaban para Elías una luz tenue, como si el significado de siempre se llenara de matices que le hacían lucir más vivo.
Huele a tierra húmeda y el rumor del río bate en el aire. Los perseguidores están a doscientos metros, pero Elías corre como si le pisaran los pies. Hace muy poco que amaneció y el sol está replegado por la sabana, borrando cualquier relieve de la superficie. El sudor le empapa la camisa, lo que hace más doloroso los golpes de las ramas en su pecho.
La imagen de Calistra le inunda la mente, la piel y los ojos. Es ella que viene por el camino del huerto, con unas ramas de orégano en la mano. O ella que llora mientras pica cebolla y canta un pasaje. Calistra se apropia de su plenitud. Esa mujer que le inyectó vida a los despojos de su alma, podría ser su madre, pero es su mujer; negra de anchas caderas y espalda erguida que le espera en su rancho después de las once.
Y recuerda la noche que le pediría vivir juntos y se regodeaba recreando la escena: en la hamaca, envueltos en la oscuridad del rancho, le diría, hundido en su pecho, ese pecho desnudo oloroso a leña, que se fueran a su casa, que él cuidaría de ella y de su nieto. Cuando cruzó la puerta de lata, encontró a la negra sentada en una banqueta con los ojos dilatados sobre el fuego de una vela, a su lado, tendido sobre la mesa, el cuerpo del nieto reposaba inerte. Elías quedó pasmado cuando ella se redujo a pedirle, con toda frialdad, que le ayudara a enterrarlo; estaría mejor en el cielo que en esos campos mezquinos.
Ahora le avergüenza haber usado esa historia para convencer a los compañeros de sumarse a la rebelión. Recuerda los rostros contraídos de quienes le oyeron y cómo apretaban los puños. Todo cortero de caña, pescador o tractorista, había comido su sopa o tomado su café. Era una mujer querida, admirada y respetada. Su sola presencia infundía paz, pero también alegría. Por eso, cuando Elías contó de cómo murió su nieto, borró las dudas de quienes aún no se decidían a apoyar el alzamiento. Habían fracasado tantas veces en ocasiones pasadas y habían oído tanto del asesinato de campesinos, que les costaba creer en la posible victoria; por eso Elías aludía a cualquier artilugio con tal de persuadir a los compañeros.
El propio Numas se admiraba con la historia. Desde que volviò de Europa se interesó por las luchas campesinas. Algo leía en la prensa, de cuando en cuando, una que otra noticia aludiendo a crímenes impunes, asaltos, invasiones frustradas… pero nada profundo, solo esbozos de una realidad que parecía ajena. En su afán de escribir una novela genuina, alejada de la odiosa estética urbana que había saturado la literatura, Numas descubrió, al volver a casa, una posibilidad que según él ningún escritor contemplaba: el hombre de campo, sus angustias y contradicciones. Se preguntaba Numas: “¿Acaso no ama el campesino? ¿No le angustia la omnipotencia de Dios? ¿No sufre al saberse mortal?”. Y decidió escribir una novela que explorara esa realidad, poniendo el acento en la “cosa humana”. Pero a Elías, desde esa mañana de domingo que Zapata los presentó, tan rosadas las mejillas y suaves las manos, le dio recelo. “Un hombre verdadero no pregunta solo para saber”, se decía Elías, “si pregunta es para involucrarse y actuar. Saber por solo saber, es masturbarse”, pensaba, y como Numas inquiría tanto, se le hizo más odioso.
Minutos antes de la invasión Elías miraba la llanura cubierta de charcas. Recordó de pronto a su padre, entre lástima y respeto. Nunca entendió cómo pudo aguantar tanto, tan sumiso, tan que se dejó robar la vida, hasta ese último instante, cuando enfermo y jorobado, le dijeron que se fuera a descansar y a cuidar de la familia. La brisa húmeda le corría por el cuello y las axilas; estaba apoyado sobre el culo de la escopeta y miraba el llano sin mirar. Su padre constituía el tejido de lo que pensaba y sentía. Aquel padre que reía, sin embargo, que le enseñó a pescar y a leer el clima en el canto de las guacharacas. Le recordaba, con la camisa planchada, los pantalones caqui y el sombrero limpio, llevándolo al culto evangélico los domingos en la mañana. Y el pastor gritando: “El reino de Dios es de los pobres, los ricos no pasarán”. Y Elías, a punto de lanzarse contra los ricos que le quitaron las tierras, sentía asco por ese pastor que les llenó la cabeza de mierda. El reino era acá, en el regazo de Calistra, con gallinero y marranos, tierras propias y maíz. Justo allí se le acercó Numas y le palmeó un hombro, jamás sintió tanta confianza por un hombre. Quiso decírselo, pero prefirió callar y ofrecerle chimó.
El río aparece ante él más imponente que nunca y se zambulle. Nada por debajo del agua poco menos de un minuto y, al salir, se deja arrastrar con la certeza de haberse librado, por ahora, de las garras de Pedraza.
Pero no es así, nunca llegó a ver el río más que en ese último delirio. Oye los pasos de los caballos que casi le caen encima, y gritos, maldiciones y amenazas. Un disparo en la espalda lo había derribado y ahora yace sobre su sangre. Abre los ojos y ve a Pedraza, con esos bigotes espesos, mirándole desde arriba. Vuelve a cerrarlos, no por miedo, sino queriendo llevarse una última imagen de Calistra, no de ese hombre a quien tanto odia.
Están en la hamaca, desnudos, y ella le acaricia el rostro con su mano olorosa a ajo. Luego, en la puerta, los despide a él y a su nieto besándoles en la frente. Cuando los tragó la llanura, la negra volvió a su rancho, el sol se tornó púrpura por el cielo del oeste y el silencio de la sabana fue rasgado por un disparo que alborotó el descanso de los animales.
***
Zapata
Dos niños le saludan desde el rancho que emerge en el horizonte, de súbito, luego de recorrer un largo camino bordeado de fincas, donde las máquinas cosechadoras parecían animales tragándose la llanura. Numas enciende un cigarro y sigue mirando el retrovisor. Imagina que dentro del rancho una mujer cocina sus penas para darles de comer. Los niños siguen saludando, sonrientes, distorsionados por el vapor de la carretera.
Conduce al botiquín de la Colombiana a encontrarse con Zapata, a quien entrevista para investigar “en torno a las luchas campesinas, al sicariato orquestado desde el latifundio y la toma forzosa de tierras que llevan adelante los pobladores”, tal como había escrito en su libreta de notas. Si Zapata sigue creciendo, se dice Numas, será el eje de la novela. “Personaje mítico, heroico, que cuando niño fue mensajero de las guerrillas de Gabaldón, y que sin haber pasado del quinto grado conoce de teoría económica porque se formó con los comunistas. Sembrador de caña y conciencia. Zapata sabe que para levantar al pueblo es necesario politizarlo, de lo contrario serán arrastrados por el odio puro y esa emoción, sin conciencia, es destructiva”. Así se lo había dicho en su primer encuentro y este, admirado por su lucidez, tomaba nota, seguro de que escribiría una pieza cautivante.
Cuando venía hacia mí se veía tan pequeño en medio de la llanura que puse en duda lo de sus luchas. Quise detallarle el rostro pero estaba a contraluz. La camisa se le agitaba en el cuerpo con la cadencia de una bandera. Detuvo el paso, e incrustó la mirada donde se
funden cielo y planicie. Más tarde, cuando me habló de la urgencia de organizar las Milicias Campesinas pa’ que no nos jodan más, me crucé con la misma mirada con la que interrogó a la llanura minutos antes. Allí reparé en su tamaño, alto y huesudo; el ágil movimiento de sus manos contradecía su aparente edad. Nos citamos en el rancho de Calistra, luego que me comentaran sobre el tal Zapata que había enfrentado a un terrateniente, y yo, que ando tras la pista de las luchas campesinas, lo contacté para conversar.
Ahora volvía a su encuentro y Zapata le contaría alguna anécdota emocionante; como aquella de cuando unos helicópteros de la Guardia Nacional le atormentaron durante meses, sobrevolando su casa, por apoyar el movimiento rebelde que se escondía en el monte. O aquella otra, que los divertía mucho, de cuando él y Elías organizaron a los corteros para exigir mejor sueldo.
El caso es que pensaban emprender una huelga la madrugada que iniciaba la zafra. Elías y Rufino se encargarían de la adquisición de armas por si al patrón se le ocurría sofocarlos con matones. En eso estaban la noche anterior, buscando escopetas y chopos, gasolina y machetes. Se verían a las cuatro de la mañana, sembradío adentro, justo en el lugar donde el capataz les daría las instrucciones. Zapata y Calistra coordinaban la búsqueda de enlatados, harina de maíz, papelón y pescado seco. Tenían semanas preparándose y Zapata dizque: “Estamos juntos en esto, si alguno se raja, nos jodemos todos”. Y los compañeros atentos, con aquella convicción endureciendo sus rostros. Al filo de las tres y cincuenta, cuando llegó, consiguió que los hombres empinaban un cántaro de aguardiente y en sus ojos enrojecidos la antítesis de la convicción que profirieron ayer. Quiso persuadirlos de actuar, “porque ya basta de trabajarle a este cabrón y nuestros carajitos muriéndose de hambre”. A lo que uno de ellos respondió: “De hambre se van a morí si no nos ponemos a trabajá”. Y en eso llegaba Elías, con las armas encontradas. —Borrachos de mierda —dijo apuntando con su escopeta. Y como todos le conocían, se escabulleron sabana adentro.
Mire, Numas, este pueblo es víctima de la ignorancia y la sumisión; nos condenaron por tantos años que ya no somos ni agricultores: ¡Esclavos! ¡Mano de obra! ¡Máquinas en busca de pan! Nos convirtieron en bestias.
La carretera se extiende ante Numas, tan larga y recta que se le figura como la historia misma de los campesinos: inalterable, confinada a un destino que se vislumbra al final, diminuto, pero que se aleja en la misma medida en la que se avanza hacia él. La brisa caliente le golpea el rostro y el sudor le empapa la camisa por debajo de las axilas. La silueta de una mujer se le dibuja en el horizonte, a orillas de la carretera, caminando bajo un sol que evapora su figura. Numas detiene el vehículo. La mujer, o dicho con más precisión, la niña amujerada, le mira con rostro plano, como ausente de esperanza, alegría o sufrimiento.
—Mi hija se está muriendo —le dice, esbozando las palabras, y aprieta a la niña contra su pecho. Numas baja del automóvil y le abre la puerta. Hace que le indique dónde llevarla y conduce veloz. No se le ocurre qué decir; va tan callada la mujer y sus ojos, fijos en el horizonte, parecen ignorar todo.
—¿Y qué tiene la niña?
—Maldiojo… tiene tres días llorando.
Numas aprieta el volante para drenar la impotencia. Imagina que a la niña la aqueja un dolor, una colitis quizás, y le parece injusto que aún se sufra de esa manera. Cuando ella le pidió que la dejara en la entrada de un caserío, él insistió en llevarla al médico, pero la mujer dijo algo referente a una señora que cura el maldiojo gratis. Y como la niña ni se
movía, se resignó ensimismado.
Así se lo contó a Zapata en el botiquín de la Colombiana, acodado en la mesa plástica con los ojos fijos en la botella.
—En estas tierras, la muerte de todo el mundo lleva el nombre de Pedraza.
Mastica una rama seca y, luego de escupir en el suelo, me dice que no se trata de una reforma, ni de plata, ni de leyes; hay que devolverle la moral a la gente, acompañarla, porque en el campo uno está muy solo. Cuando estábamos en plena lucha me visitaron dos tipos, que por sus pintas eran sicarios. Pedraza mandaba a decirme que me quedara tranquilo… y me daba veinte millones más quince hectáreas de caña.
Mírate, Numas, ingenuo, pensar que con tu novela apoyarías a esta gente. Tan inútil es (enciende un cigarro y mira a través de la ventana los ranchos cubiertos por el velo rojizo del atardecer) que los poderosos a quienes pondrás en el centro de la denuncia no se verán afectados… porque una novela es inofensiva, divertimento de ociosos. En todo caso
lo haces por el deseo de abrirte paso, a codazos, levantándote sobre las espaldas de este campo y sus miserias. Admítelo, Numas (se sigue diciendo mientras empina la cerveza y Zapata lo mira con ternura) perteneces a una clase que no aporta nada a la humanidad, esa que peca por omisión y se arrastra por sumisión. Mientras escribes esta novela, a otras niñas se las lleva el maldiojo y quizá un terrateniente espera a que la termines para editarla de lujo. Admítelo, Numas… estás cultivando la desgracia ajena.
Zapata me estrecha la mano y se despide. A medida que avanza con la línea del horizonte crece en mí la sensación de no haber comprendido la verdad de sus palabras, y más aún, de sus silencios. La forma como me miró cuando ya estaba por irse, entre compasiva e interrogante, me dejó descolocado.
***
Calistra
Había tanto calor que el techo de zinc crujía como si lloviera. Más allá de la ventana, la noche cobija todo. Calistra cierra la Biblia y recogiendo su larga melena se recuesta a descansar.
Temprano, cuando vio pasar los camiones repletos de militares, se le derramó la sal. Quizá venían por ella, la única que se opuso a abandonar su parcela, pero siguieron de largo y con ellos su sospecha. La cobija ya está mojada y Calistra se despierta. También la bata está húmeda y su cuello sofocado. Afina la vista y, a través de la ventana, busca la montaña que se impone más allá. Se persigna varias veces murmurando bendiciones. Le había prometido a Josué, su hijo, que esperaría por él, aquella noche cuando apareció con la pierna ensangrentada. Estaba tan barbudo y flaco que Calistra se asustó antes de reconocerlo. Llovía recio, apenas le conoció por esa mirada suya, filosa, la misma que se había apagado en el rostro de su nieto cuando lo cegó la muerte. Apenas hablaron en una hora, suficiente para consolarse con la pérdida del niño. Aún así debía huir. “Haga lo suyo que yo lo espero”, y encomendándolo a Dios le vio desaparecer bajo el aguacero, el último que recuerda haya mojado estas tierras.
El día anterior vio desfilar familias que vendieron sus conucos. Caminaban encorvados, como si llevaran a cuestas la tragedia del verano. El calor los emborronaba en la línea del horizonte. En doce años no vio una sabana tan seca; los únicos espacios que verdean por la zona pertenecen a finqueros. A ellos vendieron todo, pero Calistra se niega, jamás huiría otra vez… y viene a su mente el recuerdo de cuando huyó de aquel rancho de la mano de su madre: No hubo tiempo de salvar nada, ni siquiera a sus hermanos que dormían en la troja. El fuego fue tan de pronto que apenas pudo salir. La imagen de su mamá batiéndose contra el piso mientras ardía la guadua, se le clavó en la memoria. Al tercer día de caminar, subiendo montañas, cruzando caños, llegaron a un caserío donde empezaron de nuevo… y de nuevo se marcharon para volverse a marchar; siempre huyendo, siempre andando. Calistra recuerda cómo el rostro de su madre se surcaba en cada huida.
Ella lo sabe, van por ellos, sobre todo por Josué, revoltoso y altanero, desde aquella madrugada en la que con ella y Zapata incendiaran los potreros de la finca de Pedraza: Se venían organizando para enfrentar al patrón y recuperar las tierras que antes fueran de sus padres. Pero estaban tan rabiosos y sin armas que en cosa de horas los sofocaron. Muchos murieron en la carrera, pero ellos huyeron en su canoa, silenciosos, rasgando la oscuridad del río. Calistra no quitaba la vista de las manos de Josué, quien apretaba los dedos como empuñando una rabia; la misma que días después llevaría en la mirada cuando se fue a combatir con los hombres de Argimiro.
—Vaya con Dios, mijo —le dijo Calistra en la puerta del rancho cuando ya Josué se iba. Yo le cuidaré al muchacho —y dibujó una cruz en el aire murmurando una oración.
Oye la voz de su madre aconsejándole irse, pero Calistra no huye, ya no volvería a huir. A veinte metros de la corteza agrietada abunda el agua en sus tierras, y cuando vuelva Josué cultivarán el conuco con ajíes y cebollas; las aves regresarán y de nuevo las gallinas, los marranos y los perros. Las muertes de Elías y el nieto no podían ser en vano, abandonar la parcela era matarlos de nuevo; si sus cuerpos se hicieron abono para este campo reseco, ella lo haría también.
Cierra los ojos Calistra y vuelve sobre ella misma bañándose en la quebrada. Su mamá lava la ropa encorvada en una piedra, y ella brilla bajo la luz, mojada, temblando de frío cuando la brisa de la montaña desciende y arrasa todo, alzando por los aires las sábanas blancas. Calistra intenta ayudar a su madre, pero está petrificada. Camisas, medias y paños se levantan por los aires, los pájaros huyen, el cielo baja. Ya no hay madre de Calistra, quedó sola ahí en el caño, con un frío tan intenso que le arruga los deditos.
Cuando oyó el sonido de las ramas secas crujiendo bajo las botas vino a Calistra el recuerdo de la sal que derramó y el camión de militares. Se sienta a orilla del catre y vuelve a coger la Biblia: “Él te librará del lazo del cazador…”. Mira las montañas a través de la ventana. “No temerás espanto nocturno…”. El crujir de las ramas es más nítido y cercano. “Ni pestilencia que acecha en la oscuridad…”. Una bola de fuego atraviesa la ventana. “Caerán a tu lado mil…”. El rancho de guaduas arde “… mas a ti no alcanzará…”. Calistra vuelve a acostarse abrazando al nieto y a Elías.
***
Rufino
Apenas Carmen le dijo al oído que había llegado Pedraza, al negro Rufino le viene a la mente la sentencia de su esposa. Se le enchumban las axilas de puro miedo. No tanto de que lo maten, sino eso de morir sabiendo que pronto sería padre. Sorbe la cerveza de un solo trago y busca en la mirada de Carmen una señal para huir: alguna puerta trasera, una ventana al costado; pero ella le mira con lástima, como se mira a un enfermo. Si le ayudara a escapar se lo cobrarían caro, y eso Rufino lo sabe.
Por eso su esposa lloró cuando le contó lo de la revuelta con los corteros de caña: Era viernes por la noche y el sudor de los jornaleros se había secado en sus ropas. Hacía tres semanas que no cobraban y el patrón pasaba de un lado a otro, gritando. Los corteros esperaban en cuclillas, mascando chimó, con la barbilla apoyada en el mango de sus machetes. La brisa caliente se confundía con el humo de los camiones, que salían al central, repletos de caña recién cortada. Nadie hablaba, pero en todos era común el rencor y la impotencia. De súbito, el negro Rufino gritó: “Le corto el cuello si no nos paga”, y entró a la oficina del jefe, respirando como fiera. Detrás de él se fue el resto, y el patrón, arrodillado, accedió a pagar la deuda mientras chupaba sus mocos.
“Esa gente no perdona”, gemía ella en su regazo; y a él le parecía absurdo que mereciera perdón.
El botiquín está repleto de hombres que recién salen de sus trabajos; algunos abandonados a la música ranchera, otros jugando dados. Pedraza ha tomado mesa con los dos tipos que le acompañan, y todos saben a qué ha venido.
Rufino, recostado en la barra, continúa su cerveza como burlando a la muerte, con esa postura arrogante que tanto enardece a Pedraza. Carmen sube el volumen al equipo de sonido y los hombres alzan sus vasos, aplauden, silban, se abrazan.
—¡Anda Rufino, corre! —le dice Carmen, señalándole la puerta que lleva al cañaveral.
El negro se lanza sabana adentro, corriendo agachado, con los brazos en el rostro para evitar el golpe de las hojas secas. Cuando oyó los gritos de Pedraza y sus matones, decidió parar y acostarse en una zanja, como esos animales que se camuflan en la naturaleza logrando engañar al depredador. Toma aire y se relaja, sabe que si se confunde con la tierra seca, como un montón de terrones, su buscador seguirá de largo, inyectado de odio, con la figura de su cadáver en los párpados. Cierra los ojos y ve a Rosario, su niña muerta. No entiende por qué de ella tan solo guarda esa fea imagen: acostada en la mesa de la cocina, con los ojos abiertos por unos fósforos, o en la caja de guadua que el compadre le hizo para el entierro. Rufino intenta recordar la sonrisa de Rosario, su mirada viva, pero no. Hasta aquella imagen de ella guindada en la teta de su mamá, mientras lo veía a él, se había borrado desde que el maldiojo se la llevó.
El jadeo de Pedraza se oye cerca y lo imagina empuñando el arma, temeroso pero altivo, motivado por la rabia que le provoca la humillación infringida por Rufino; a él, dueño de las tierras, los ríos, la vida y la muerte. En eso recuerda a Zapata, aquel que de cuando en cuando se reunía con los jornaleros para hablarles de injusticias; el mismo que, según se dice, estaba organizando otro movimiento armado para lanzarse contra el patrón. Le viene a la mente porque una vez, en el botiquín de la Colombiana, Zapata le dijo:
—En este monte, toda tragedia se llama Pedraza. La muerte de tu Rosario, la del nieto de Calistra… toda desgracia es él; la sequía, el miedo, acá lo malo lleva su nombre. Mi muerte, la muerte de la tierra y la de todos, están inscritas en él.
En eso se levanta y de perseguido se hace perseguidor. Sabe que ese jadeo ronco es del hombre que mató a su hija. “No te rindas, Cruz Pedraza”, se dice Rufino con la noche entera desbordándole los ojos, “búscame en el pajonal, detrás de una piedra, en las zanjas de riego”. Se desliza como un puma; la sombra de su presa atraviesa la línea de caña que tiene enfrente y podría jurar que le vio rezando. El cuerpo de Rufino se hace elástico y silencioso, su corazón se detiene y le brinca encima como una fiera; incluso le muerde el cuello desgajándole un pedazo. Pedraza cae boca abajo, Rufino le toma por el cabello y golpea su rostro en el suelo. Cuando logró quitarle la escopeta, se levantó y le dio chance para que hiciera lo mismo; no lo mataría de esa manera, quería verle los ojos antes de apretar el gatillo y hacerle entender que estaba vengando a Elías, a Rosario y a Calistra. El rostro de su esposa se repliega en su mente. Prefiere dejarla sola pero libre de Pedraza. Fue lo último que pensó, luego que una detonación le alcanzara por la espalda.
