literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Slavko Zupcic

Unicornio perdido en enero

a Ana Bella Guillén

Nunca pude observar cómo llegaba su estuche envuelto en papel de regalo o en un paño de fina seda. Sencillamente siempre estuvo allí, su caja negra revestida internamente de raso rojo, junto a la biblioteca de la casa, en la mesa colocada allí sólo para sostenerlo. Algo natural y sencillo como una de las butacas del recibo o el retablo ruso de la virgen en el cuarto de mi hermana, pero maravilloso e imponente al mismo tiempo.

Debió ser después, a los tres o cuatro años de su estancia vigilada por mí en la biblioteca de la casa, cuando me fue concedido el privilegio de develar el contenido del misterioso estuche y sostener entre mis manos el violín Antonius Stradivarius, Cremona, feccit anno 1731. Si alguna vez había sido sólo un mueble de respeto diez veces más grande que un libro, pero mucho más pequeño que un piano, ahora se trataba de un Stradivarius guardado religiosamente en el estuche de cuero negro que yo limpiaba todas las tardes con un paño aceitado, no importaba que no supiera el significado de su nombre en realidad. Luego alguna enciclopedia me lo aclararía todo repentinamente: «Antonius Stradivarius, incomparable fabricante de violines, n. en Cremona (¿1644?—1737)».

Dos o tres años más tarde comenzaron los estudios de violín en el Conservatorio. Recibía clases de un anciano polaco de apellido Sienkewicks con otro violín, hermoso también, pero nunca como el Stradivarius magnífico de la casa. Era una lástima no poder llevar nuestro tesoro al Conservatorio y tener que hacer los ejercicios de rigor con el pequeño Guarneri de mi tía. De todas maneras, el Profesor Sienkewicks pudo conocerlo una vez terminadas las clases del primer curso. Aún recuerdo sus brazos elevándolo, sosteniéndolo. Su barbilla afincada en la madera de cedro. Todavía recuerdo su voz.

—Es tan suave. No hace falta almohadilla para tocarlo.

Todo mientras sus manos acariciaban las cuerdas lentamente, un momento antes de buscar el arco en la parte superior del estuche y comenzar a tocar repentinamente los más bellos compases de Mendelssohn en su Concierto en Mi menor.

Su visita marcó el inicio de mis presentaciones. Cada vez que después de esa noche llegaba alguna visita a la casa, mi hermana me invitaba a tocar violín desde el medio de la sala. Yo caminaba lentamente por el pasillo rumbo a la biblioteca, abría la puerta del cuarto, encendía la luz siempre a la izquierda, alcanzaba la mesa de caoba y me detenía cinco o diez segundos contemplando el estuche. Retiraba cuidadosamente el paño que lo cubría, lo doblaba con calma, abría la cerradura con la llave que me había sido entregada previamente y alzaba el violín. Una voz sonaba en el cuarto de al lado, yo salía ceremoniosamente a la sala y la visita respondía sorprendida.

—Un Stradivarius, un Stradivarius.

Era como si ninguna otra cosa en el mundo importara aparte del maravilloso trozo de madera que sostenían mis manos. Luego se acercaban lentamente sin atreverse a tocarlo. A mí me bastaba con tocar dos o tres piezas y pronunciar luego algunas palabras.

—Antonius Stradivarius nació en Cremona…

Fue en un momento como ese, cinco años después de la primera presentación, cuando uno de los visitantes, casualmente ingeniero musical, se levantó de su asiento y se atrevió a tocar con sus manos el violín antes de pronunciar la terrible sentencia.

—No es un Stradivarius. Es una imitación. Todo antes de explicar que la madera de la tabla superior no era de haya ni de arce y otras cosas que he preferido olvidar, simplemente porque a partir de ese día, aunque el violín, su estuche y la fina llave de borde dorado me fueron entregados definitivamente, nunca volví a ser llamado para tocarlo en la sala, en las horas de visita.

Días de suerte

—Juéguese el cuatrocientos cuarenta y ocho —dijo para mi sorpresa la cajera de la panadería cuando terminó de darme el vuelto.

Yo le había pagado con un billete de diez mil y ella no sólo me daba dos o tres billetes y algunas monedas, sino que también un número para jugar en la lotería, como si supiera que yo estaba a punto de presentar un libro con textos ludopáticos.

—Gracias —fue lo único que dije—. Muchas gracias. Cuatrocientas cuarenta y ocho gracias.

—No hay de qué, mi amor. Pero que sea por la lotería de Caracas. En el sorteo de las once de la mañana.

—Okey —le dije esta vez y caminé torpemente hacia el carro: tenía que ir a lo del libro.

Antes de entrar en la autopista, el anciano que pide dinero en el semáforo me lo volvió a repetir. A cambio de las monedas que la cajera me había dado, claro.

—El cuatro cuatro ocho. Lotería del Táchira. Sorteo de las siete.

Eran las siete y cinco y el bautizo estaba pautado para las siete y media: ya lo de la lotería sería para el día siguiente. Era necesario llegar al museo. Que si patatín, que si patatán. Los saludos de rigor, algún discurso. Se trataba de una presentación colectiva y el único libro ludopático era el mío.

Mientras presentaban la colección, como había mucha gente y demasiado calor, me senté junto a las plantas, aproximadamente a diez metros de la tarima. Inmediatamente se acercó una morena, interesante aunque con el pelo teñido de amarillo y un libro de Fernández Retamar en la mano izquierda.

—¿Puedo? —apenas dijo en lo que yo entendí como una pregunta destinada a saber si podía sentarse a mi lado.

—Claro, ¿cómo no? —le dije apretando las piernas y haciendo desaparecer los codos. Ella se sentó y comenzó a abanicarse con el libro. Luego lo colocó sobre sus piernas, lo abrió y se detuvo en una página en blanco, donde estaba garabateada la dedicatoria.

—¿Es del autor? —le pregunté.

—No sé, el libro no es mío, es del amigo con que vine —dijo mostrándome un centímetro de papel donde decía clarito: “Retamar”—. ¿Tú también lees?

—Un poco, sí.

—¿Y escribes?

—Un poquito menos.

—¿Y tienes suerte?

Le iba a responder, pero en seguida me llamaron para que me tomara una foto con el libro en la mano, como si fuera un diploma. A los dos minutos regresé.

—Tengo suerte a veces, depende de la compañía —le dije pensando en un amigo que siempre ocasiona desgracias, verdaderas desgracias.

—¿Y llevas dinero contigo?

—Es posible, creo que sí.

—Entonces llévame a un bingo.

—¿Y tu amigo?

—No importa, yo le devuelvo el libro.

Todavía no sé muy bien por qué, pero inmediatamente salí del museo con la morena de pelo pintado. Retroceso, primera, segunda, en apenas cinco minutos llegamos al bingo y, en uno más, estábamos junto a las maquinitas.

—¿Tú sabes que en el libro casualmente se habla de estas máquinas?

—Ah, ¿sí? Yo me voy a meter en esta máquina. La máquina en cuestión estaba decorada con carritos y flores.

—Si me tocan los tres carritos, me da quince jugadas gratis —dijo mientras metía el segundo billete en la ranura tragabilletes.

A mi lado, un desdichado peleaba con una máquina llena de muñequitos de Disney:

—Que me toquen tres Barneys, por favor. Que me salgan los tres Barneys.

No pude evitar girarme completamente para ver su rostro. Lo que vi justificaba la visita al bingo. Era mi profesor de historia de la psiquiatría, un médico de Maracay que se había educado vendiendo panelas de San Joaquín. Fingí no reconocerlo y continué dándole dinero a la morena de pelo teñido. Cuando el dinero estaba a punto de acabarse, aparté un billete de veinte y lo introduje en uno de los bolsillos de la chaqueta.

—¿Por qué haces eso, papi? Mira que trae mala suerte.

—No te preocupes, mi vida. Es para pagar el estacionamiento —le dije pensando que antes de doce horas jugaría el vuelto al cuatrocientos cuarenta y ocho.

Sobre el autor

*Publicado en: https://entreshandysybartlebys.blogspot.com. Imagen: https://unsplash.com-

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