literatura venezolana

de hoy y de siempre

Un mundo tapa amarilla

Nov 18, 2025

María Elena Lavaud

El avión que viajaba prácticamente lleno- se vació más rápido de lo que hubiera podido imaginar. Tal vez todos teníamos la misma ansiedad por llegar. Cada quien con sus propias motivaciones, por supuesto. Tuve la impresión de que ése era el último vuelo que se esperaba esa noche. El aeropuerto lucia prácticamente vacío. En el trayecto hacia «inmigración», pude ver, desde un piso superior, una primera panorámica: un espacio muy amplio, con ventanales de vidrio. Abajo, un pequeño café, salas de espera y algunos comercios sin ninguna ostentación, más bien sin ningún atractivo; parecían puestos allí con el único propósito de llenar un requisito o dar una impresión decorosa. Por supuesto, no había algún aviso comercial que reconociera: bienvenida al mundo tapa amarilla, es decir, de lo genérico y sin marcas, pues.

Debía caminar rápido si no quería apartarme demasiado del tránsito que llevaba el grupo de viajeros del cual formaba parte; luego de casi 12 horas de haber salido de mi casa, ya estaba algo cansada; sin embargo, la adrenalina me recorría espontánea y me hizo entrar en estado de alerta. Poco a poco nos fuimos aproximando al área. Esperaba ver un despliegue de oficiales militares, una presencia abrumadora, como tantas veces había escuchado decir, pero lo único que advertí fue a una oficial que indicaba que debíamos recoger las planillas de embarque/desembarque. Pregunté dónde y me hizo la indicación escrutándome con una mirada penetrante e impenetrable a la vez.

Estaba tensa, expectante, aprensiva. Recordaba la apuesta de mis amigos: «A que no te dejan entrar». Tuve todo tipo de fantasías: me separan del grupo; me detienen; me interrogan; me hacen abrir y deshacer la maleta; aparece algo que yo no había colocado en mi equipaje; me devuelven por contra-revolucionaria y enemiga del régimen; me piden visa de trabajo; me hacen esperar 10 horas en lugar de cinco; en fin, decidí seguir adelante e hice gala de todo el auto control disponible.

Cuando me dirigía hacia el display de donde los pasajeros estaban tomando las planillas, alguien pasó rasante por mi lado sin detenerse y me dijo casi al oído: «¡Grado 33!». Me asusté por la sorpresa del susurro inesperado, naturalmente, y por advertir que alguien, al reconocerme, hubiera preferido identificarme con el nombre del programa de análisis político y opinión que conduje durante 13 años en televisión y no por el mio propio. «Ya no», respondí absolutamente impactada al darme cuenta de que se trataba de aquel hombre de camisa azul a cuadros que me había estado observando desde el aeropuerto en Maiquetía.

Por unos segundos no le quité la vista de encima, esperando que dijera algo más que me permitiera sacar alguna conclusión; «Ya no», repetí rápidamente mirándolo con la expectativa de un diálogo, aunque fuera breve. Estuve a punto de decirle que ahora conducía un programa matutino de tendencias e información general; pero el sólo me miró profundamente y siguió su camino. Tenía taquicardia. Busque un lugar donde poder llenar la planilla cómodamente y hacer un esfuerzo por recobrar el ritmo normal de mis pulsaciones. Mientras lo hacia, trataba de imaginar qué habría querido decirme aquel hombre. Si sabe quién soy, ¿por qué no me llamó por mi nombre? ¿Por qué mencionó mi programa anterior y no el que estaba conduciendo al aire hacia año y medio para ese momento? ¿Sería una advertencia? ¿Será venezolano o cubano? En esa sola frase no pude advertir acento alguno: ¿Habrá querido decir que conoce el trabajo que he hecho y presume que a eso vine?

Con todas esas interrogantes me dirigí hacia una de las colas de inmigración. Al final del área donde nos encontrábamos había unos ocho cubículos funcionando delante de una pared que recorría el lugar de lado a lado. Era imposible adivinar que había detrás. En cada unidad de inmigración, en cada cubículo, había una puerta que conducía al pasajero hacia el otro lado, una vez que terminaba su trámite de ingreso a la isla, con el oficial respectivo.

Era la próxima en una de las filas. Salvo el misterio de las puertecitas en cada uno de los cubículos, para ese momento trataba de convencerme de que todo estaba resultando tan usual como la llegada a cualquier aeropuerto. De pronto, sin advertir siquiera de dónde había salido, un hombre de camisa amarilla me abordó sin contemplaciones. Se paró a mi lado derecho. Llevaba una credencial colgada del cuello con una cinta, pero el carnet que pendía de ella estaba dado vuelta a la altura de su estómago. No pude ver nada. Lo que si noté claramente fue su ojo izquierdo muy enrojecido. Cabello liso y castaño. Piel tostada. Ceño fruncido y muy pocas pulgas. Voz clara, bien audible y sin cortesías.

-Pasaporte!

-Aquí tiene, buenas noches, respondí.

-Nombre!

-Maria Elena Lavaud, y usted quién es?

No obtuve respuesta y enseguida recordé que Cuba es el país de las preguntas, no de las respuestas. Al escucharme, me sorprendí de mí misma. «¿Qué estás haciendo?», me dije. «Responde estrictamente lo que te preguntan y cállate», gritaba mi voz interior. Antes de comenzar a revisar mi pasaporte, el hombre me miró fijamente, siempre con el ceño fruncido y como adivinando mis pensamientos. De pronto una sensación de pánico me invadió. Recordé que en una de las primeras páginas de mi pasaporte, después de la hoja con los datos de identificación, está mi visa al estado de Israel. Había estado allí un par de años atrás para grabar un documental acerca del museo Yad Vashem de Jerusalén, que había recibido el premio Príncipe de Asturias a la concordia, como institución dedicada a rendir tributo a los seis millones de victimas del holocausto. «Ahora sí que no te salvas del interrogatorio a puerta cerrada», pensé. Pero enseguida me obligue a recobrar la calma recordando que días antes de mi partida de Caracas, una de las noticias más relevantes había sido una declaración de Fidel Castro haciendo un llamado al máximo líder de Irán, Mahmud Ahmadineyad, para que cesara de difamar a los judíos. Era una de las primeras entregas de una serie de reportajes que estaba publicando el periodista Jeffrey Goldberg de la revista The Atlantic y que marcaban el regreso del Comandante Cubano a las primeras planas de buena cantidad de diarios a nivel internacional. El hombre advirtió el visado de Israel y continuó pasando las páginas. También las preguntas.

-¿Dónde compró su boleto a Cuba?

-En una agencia de viajes.

-¿Viaja sola?

-Sí.

-¿Qué viene a hacer en Cuba?

-Pasear. Estoy de vacaciones.

-¿Algún cubano la espera? No. Ninguno en especial.

-¿Dónde se aloja?

-En un hotel

-¿Profesión?

-Comunicadora.

-¿Comunicadora? ¿Eso qué es? -dijo muy molesto y sorprendido a la vez- ¿Comunicadora de qué?

Se le notaba cansado.

-Soy Comunicadora Social. El titulo que me entregó la universidad en mi país dice así: Licenciada en Comunicación Social. Esa es mi profesión.

El hombre levantó la vista y me miró enfurecido. «Ahora si te volviste realmente loca», pensé. «¿Qué estás haciendo? ¿Buscando una noticia antes de llegar a tu viaje de turismo? Un escalofrío me recorrió por dentro adrenalina viajaba a millón por mi organismo de nuevo. Por fracciones de segundos pensé que aquel hombre interpretaría aquello como una provocación: evidentemente yo evitaba decir «soy periodista», algo que tal vez él ya sabia. pero que a mi no me daba la gana de decir. La campana me salvó de todas formas, o el cansancio y el ojo enrojecido de aquel hombre, o la mismísima virgencita de la Caridad, patrona de Cuba. En ese instante, se escuchó la de la oficial a cargo del cubículo ante el cual estaba ye haciendo la cola: «Siguiente», gritó. Con gesto interrogante mire descaradamente al hombre, que aún sostenía mi pasaporte. Mi ser racional no lograba comprender la lógica de mis actos un tanto desafiantes, como queriendo demostrar que no iba a ser fácil intimidarme. El a su vez miró un segundo a la oficial que me esperaba y con cierta brusquedad me devolvió el pasaporte. «Pase», dijo con un gesto perdonavidas muy agotado que nunca olvidaré.

Con las piernas aún temblando, avancé hasta ponerme frente a la oficial que revisaría mis documentos para ingresar formalmente a la isla. Era morena y llevaba el cabello impecablemente recogido y engominado, un lujo que allá muy pocas mujeres pueden darse, simplemente porque es prácticamente imposible conseguirla y porque no es un articulo de primera necesidad. Digamos que en este caso es parte del «good looking» reservado a aquellos privilegiados que trabajan en actividades vinculadas con el turismo.

Comenzó a revisar mis documentos. Me miró muy seria, observándome cuidadosamente. Volvió la vista a mi pasaporte. Leyó y pasó las páginas rápidamente. De nuevo me miró. Esta vez me escrutaba, al tiempo que desprendía la mitad de la famosa tarjeta o visa de turista. Creí que el alma se me saldría por la boca. No me había recobrado aún de la escena con el hombre del ojo rojo, seguramente un G2, es decir, parte del famoso cuerpo de inteligencia cubana. Creo que estuve aguantando la respiración todo ese tiempo del papeleo. De pronto, la mujer soltó una enorme sonrisa y dijo:

-¡Feliz cumpleaños y bienvenida a Cuba!

-¿Cómo? -Dije en los limites de mi sorpresa.

-¡Ya pasó la media noche! -dijo muy alegre. Hoy es 14 de agosto, día de su cumpleaños, lo dice su pasaporte. Que disfrute el viaje y de nuevo bienvenida. Siga por esa puerta.

Apenas pude balbucear las gracias. «Tan atenta», le dije. Estaba absolutamente en shock. Mira que esperar una requisa o un interrogatorio militar y encontrarse con un alegre «Feliz cumpleaños», eso si que fue de Ripley, eso si que es verdad que le resultaría poco menos que insólito a mis amigos que apostaban que ni entrar a la isla me dejarían.

En efecto era mi cumpleaños. El primero, de los 46 que llevaba hasta entonces, que pasaría sin mi familia. Abrí la puertecilla aún presa del impacto y la sorpresa. Creo que el corazón quería salirse de mi cuerpo, pero mi mente marcaba la pauta. «Respira. Tranquilita, avanza, vamos. Ya estás adentro» Comencé a seguir el rumbo a los pasajeros que caminaban adelante hacia la correa donde debíamos buscar el equipaje Creo que ese fue el único momento en el que extrañé tener alguien con quien compartir semejante balde de agua fría. Seguía caminando, lenta, porque en realidad lo que me provocaba era pararme y desternillarme de la risa, o de los nervios, da igual, y desahogar toda aquella tensión. El asunto es que me estaba resultando difícil coordinar mis impresiones.

Mientras caminaba, decidí echar un vistazo al pasaporte para revisar que todo estuviera bien. La oficial no lo había sellado, en efecto, pero si la otra mitad de la visa. Ahora que recuerdo, antes de darme el feliz cumpleaños, me advirtió que ese seria mi documento de identificación durante mi estadía. Que me cuidara muy bien de perderlo, y que lo llevara siempre conmigo. Decidí guardarlo en la cartera, para poder tener las manos libres y cargar la maleta. Cuando la abrí, noté que allí estaba la famosa tarjeta internacional de embarque y desembarque. Nunca la entregué. La había olvidado, y lo más curioso, tampoco me la pidieron.

En una de las curvas de la correa de equipajes, vi a la negrita pizpireta de nuevo. Me acerqué. Sentía una imperiosa necesidad de hablar con alguien; de lo que sea; solo por desahogarme.

-¿Todo bien? -le pregunté- Tienes cara de enamorada. ¿Te está esperando alguien?

-¡Si!-rió picara. Pero ya le dije que esta es la última vez que vengo este año. Ya está bueno. Tengo todo mi trabajo atrasado, qué va.

-¿Y el por qué no te visita alguna vez? Así se turnan.

-Él no puede. Tú sabes. Para salir tendría que casarse primero; con una extranjera ¿no? Entonces podría tener derecho a entrar y salir.

-¿Y no tienen planes?

-Nooo! Por ahora no dijo con una sonrisa cómplice para luego soltarme esta perla: Es que él es babalao y no sé.

Al instante siguiente y sin darme chance de preguntar más nada, salió azarosa hacia la parte inicial de la correa. Había visto su maleta y quiso acercarse para recogerla sin perder más tiempo. «Nos vemos!», me gritó alegre.

Me quedé allí absorta por unos minutos, esperando mi maleta y pensando al mismo tiempo en la prisión de los cubanos. Mira que no poder salir de su propio país libremente, cuando les provoque, es un horror, sin duda. Pocos días después supe que hay otras vías a través de las cuales los cubanos pueden lograr salir, pero todas, indefectiblemente, pasan por la venia del gobierno. Así que mientras en el primer mundo ya el pasaporte de la Comunidad Europea unifica a sus ciudadanos en esa identidad, y sin entrar a evaluar más allá los alcances de ese estatus a nivel de desarrollo y progreso, en la isla, la sola idea de salir hacia otros mundos es simplemente un sueño lejano o un viaje muy probable a la muerte, como ha ocurrido con tantos balseros que lo han preferido antes que el secuestro de su libertad o el chantaje político a cambio del disfrute de un derecho meramente humano.

En eso pensaba, distraída, mirando desfilar un montón de maletas, menos la mía, cuando de pronto escuché que alguien gritaba mi nombre a mis espaldas. Se escuchaba algo lejos; hasta creí que eran ideas mías. «Deja la paranoia, chica», gritó mi alter. Pero no, no era paranoia. Me quedé inmóvil, aguzando el oído, haciéndome la desentendida, y lo volví a escuchar: «María Elena Lavaud», así, tal cual se escribe, porque se pronuncia es «Lavo», con acento en la ó y sin pronunciar la última letra, por francés, aunque en verdad parte de mis raíces directas quedaron enterradas en La Martinique cuando en 1902, el volcán Monte Pelée hizo erupción y destruyó casi por completo Saint Pierre, el primer asentamiento europeo de aquella otra isla, de donde llegó mi apuestísimo y elegante abuelo paterno.

Ahora si que estoy frita pensé enseguida de ésta si que no me salvo. Interrogatorio seguro. «Ahí tienes pues, periodista. Por descarada». Cada vez escuchaba el grito de mi nombre más cerca. «Reacciona mija, o van a pensar que te estás escondiendo». De nuevo mi alter hizo de las suyas. «A la orden!», dije en un tono marcadamente militar, y al mismo decibel de la voz que me llamaba. Lo hice levantando la mano y dándome vuelta al mismo tiempo. Los pasajeros que estaban a mi lado soltaron unas risillas disimuladas. Entonces me encontré frente a frente con una mujer de baja estatura; traje sastre azul, y camisa blanca. Sostenía un papel con mi nombre escrito a mano en letras bien grandes.

-¿Usted es Maria Elena? preguntó.

-Yo misma. Dígame.

-La estamos esperando afuera.

-¡Andaaaa! -sentí un hueco en el estómago.

-Somos los mayoristas de turismo encargados de su traslado al hotel.

Tuve que hacer un esfuerzo por reprimir una carcajada que con muchísimo gusto hubiera soltado junto a una palabrota.

-¡Qué bien! -dije educadísima-. Muchas gracias, pero todavía no ha salido mi equipaje.

-No se preocupe. La esperamos afuera. Saliendo por la puerta del fondo, a mano derecha encontrará nuestra oficina. Allí estará el chofer que la llevará a su hotel.

-Entendido. Muchas gracias, dije aún bastante risueña para aquella circunstancia tan corriente.

Sinceramente «mucho con demasiado», pensé. Para ese momento estaba agotada por el sube y baja de toda aquella montaña rusa emocional. Me froté la cara con las manos para despabilarme y en ese instante apareció por fin mi maleta; la misma que embarqué en Maiquetia y que ahora sin embargo apenas podía sacar de la correa. Mis energías estaban completamente disminuidas.

Sobre la autora

*Fragmento del libro «La Habana sin tacones»

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