literatura venezolana

de hoy y de siempre

Tres ensayos breves de Luis Alberto Crespo

Ago 14, 2022

La tarea de Rubi Guerra

“Yo quisiera estar entre vacías tinieblas”, exclamaba un hombre alcanzado por los relámpagos del insomnio; un hombre en blanco y negro, como todos los seres cabizbajos, que tuvo por país una biblioteca escrita en latín y griego, entre el olor a azahar de Arabia y a sahumerio marino que la ventana tapiada sustraía de la resolana de Cariaco. Yo fui a su osario, puesto sobre una colina. Allí leí casi su nombre, borrado por el moho y el escarapelado quicio que pisa lo que alguna vez fue su cuerpo.

Antes de decidirse por la muerte afanándose con el veronal, estuvo cierto que sería nombrado mucho después del gomecismo, mucho más tarde, más allá de 1945. Y no mintió: hoy, José Antonio Ramos Sucre transita por la loa de los críticos, frecuenta ediciones y traducciones y es inevitable cotejarlo con Borges o con lo borgeano.

De pronto, hace unos meses cuando más, Rubi Guerra, uno de los escritores con mayor relieve en nuestra narrativa, concluyó una breve novela en la que el gran cumanés es personaje mal disfrazado. Titúlase La tarea del testigo, editado por El Perro y la Rana, del Ministerio del Poder Popular para la Cultura y ganadora del Concurso de Novela Corta “Rufino Blanco Fombona”. Trata de “un falso Ramos Sucre”, me advierte en la cariñosa rúbrica que ha estampado en la dedicatoria. Sólo que su desdicha lo denuncia, su calvario y las cartas apócrifas que dirige, mientras cae nieve sobre Europa, al “querido Alberto” de su alta estima desde los sanatorios de Hamburgo, Merano y Génova, como aquella donde se duele y se culpa del abandono de Cruz Salmerón Acosta, devorado por la lepra en la tierra crispada de Araya y apenas escondido tras el nombre de “Alejandro”.

Es de noche siempre en esta novela, aún si amanece, como la mirada sin sueño del poeta de Torre de timón, Las formas del fuego y Cielo de esmalte, a quien Rubi Guerra le atribuye dones de narrador sin distraerse en demostrarlo, ni en consignar pruebas, como tampoco en advertirnos cuándo ocurre la intrusión del desvarío y la alucinación o menos si la vida retoma su certidumbre. La estructura novelística no hace caso de la tramoya de los planos narrativos: a la prosa epistolar del desesperado, Guerra acerca la suya propia, la de la ficción, por lo que ambas, en cierto modo, se confunden y se atribuyen una misma semejanza en la irrealidad: la alterada biografía del personaje le sirve de pretexto para librarse de verificaciones y holgar así de los recursos del género, mas sin descuidar la entonación testimonial, la acción de gracias admirativa hacia el prisionero de la noche interminable.

Un Ramos Sucre novelado nos propone esta novela (a la que acompañan algunas narraciones como prueba de destreza y de versatilidad temática), cuyo habitante del semisueño y la pesadilla es partícipe cierto y fingido de una aventura propia de la literatura gótica, pero siempre igual a sí mismo, trajeado de Cónsul y de hospital, la mirada sin párpados de quien nunca duerme y espera lograrlo en el suicidio. Hasta su casa —una casa real y metafórica— nos conduce Rubi Guerra en las páginas finales:

“Me sorprendo de cómo se ha encogido tu cuerpo, desaparece en las sábanas en un gesto de infinita discreción (…) Tú abres una vez más los ojos y me miras con serenidad, con extrañeza, tal vez con afecto, como desde el otro extremo de un puente muy largo”. Años antes, Ramos Sucre había vivido ese preludio. Su Preludio: “Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras”.

La nieve, los lobos y la muerte del brazo de la belleza blanca de la amada dantesca entre el paisaje simbólico y la colina ardida del antiguo cumanés cubren la escritura del poema, esa tarea del poeta, del testigo.

***

Oficio de nobleza

Carlos César Rodríguez es su mirada melancólica, después es su modestia y casi enseguida su voz baja, que es murmullo, como su andar. Todas esas virtudes forman su presencia y el recuerdo que nos deja apenas se aleja de nosotros. Profesor de la Venezuela de adentro (en los Andes fundó hogar y aula y fue decano fundador de la Facultad de Humanidades de la ULA), poeta, cronista, biógrafo, escritor de revistas y periódicos, vive como su sombra, asido al mundo, acaso para no distanciarse demasiado de los seres y los espacios por los que tanta estima siente su poesía, atenta al verso y a la rima, a la imagen y a la estrofa libre. Tales seres y tales espacios se hallan tocados por ese modo suyo de asumir la vida desde la añoranza de lo que ama y cuanto le es y ha sido, sabe remoto: la tierra humana, la tierra sola, el amigo, el hijo, la mujer, el lugar y cuanto es y ha sido íntimo antes de volverse materia de evocación y alabanza.

El tránsito de su poesía por la existencia cotidiana se detiene a menudo en regiones que definen a su patria afectiva. La aflicción y el desgarro que en ella ha conocido no logran ensombrecer su voz. Ella resiste a lo que intenta mortificarla. De allí que sobreviva a toda tristura, conviviendo con ella, aceptándola como necesaria para su entendimiento con la terredad. De allí el aire de sosiego que respiran sus motivos poéticos con los que evoca al próximo de su amor y de su afecto, al que dura aún en nuestra mirada y en las palabras y al que dejó de tardarse en ellas. Si el mundo en nuestros sentidos es efímero, si el frío y la desnudez del fin nos aguardan, todavía hay tiempo, parece decirnos la poesía de Carlos César Rodríguez, para contemplar la última hoja verdecida, el renovado canto final del pájaro, la intensa luminosidad del ocaso.

Desde antiguo, esa ha sido la prioridad de la palabra poética: su poder de conjuro frente a aquello que nos derriba y nos olvida en el polvo. Es improbable que hallemos en su obra motivación alguna que ceda al pesimismo, al desaliento. Siempre habrá en ella el hálito de lo renaciente, lo restablecedor. La muerte suele visitarla, la voluntaria y la ineludible, también la pérdida del deleite, la mácula de la ilusión, el acoso del desconcierto y la pena, pero más pueden el mar, las nubes, los senderos, la luz y el espacio nunca vacío porque lo ocupa la vida, la vida propia y la común que en Venezuela, el país que tiene nombre de montaña y colina, costa y llanura, horizontes de agua y suelo largos. Hay una hoja amarilla en unos de los poemas que reúne toda esta poesía titulada Anubizajes, editada no ha mucho por el sello Mucuglifo de Mérida, una hoja amarilla, digo, que guardo conmigo y quiero compartirla con mis amigos en esta mañana. Es esta:

De todo el sol de otoño
sólo queda
en la más alta rama
una hoja amarilla,
y tiene miedo
de ondular en el aire
y extinguirse
en la hojarasca silenciosa

El tiempo es el nombre casi secreto de este poema. La hoja que ha perdido su verdor y quiere aferrarse aún a su precariedad. Sabe que al menos se estremece, que palpita. Teme la definitiva mudez, la nada de allá abajo.

Alguna misiva de Vicente Gerbasi refería en 1944 las virtudes del entonces joven poeta de Guanta. “Él viene saliendo de su propio misterio, entrando en su propio misterio, como un viajero enigmático, entre las señales de la eternidad”, observa el gran poeta de Mi padre el inmigrante y Los espacios cálidos. Más luego, a comienzos del año sesenta, Mariano Picón Salas recibe como obsequio de Carlos César Rodríguez el poema “El Girasol”. Después de tenerlo consigo y expresar su agradecimiento, el alto ensayista merideño festeja lo que oculta esa flor que vive pendiente del sol. “Usted ha hecho mucho más que redimir el follaje. ¡Qué falta nos hacen en Venezuela los redentores del follaje! Ud. está logrando la clara y pequeña perfección de la flor”.

Hoy, en la alta edad de su vida, el poeta de Anubizaje nos invita a entender el mundo con su espina y con su rosa. Ambas se aman. Una y otra son la misma rosa.

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La selva de cada quien

Quien ha mirado al águila arpía cautiva desde hace años en su ergástula del Parque Francisco de Miranda o la ha divisado en las cumbres de los árboles de nuestras selvas del sur, entiende lo ajustado de su nombre: esa apariencia de criatura terrible de la mitología griega, menos ave que creación antropomórfica en la que se juntan el depredador volátil con el monstruo imaginario que describe largamente el viejo Ovidio, la mirada del cancerbero, las garras del felino, el penacho y los picotazos de la Quimera de Arezzo. Acaso el embustero Walter Raleigh, quien jurara ante su Reina filibustera que se había topado en la manigua de Las Indias Occidentales con seres humanos de cabeza en el pecho y viandantes de un solo pie, quedó deslumbrado frente al gran pajarraco de nuestras selvas, uno de los más grandes del mundo y sirvióse de su hermosa monstruosidad para remendar a sus seres y sus bichos en apretado embrollo de dragones, hipogrifos y unicornios tropicales.

Pienso en nuestra arpía criolla después de transitar la selva escrita de Wilfredo Machado en la novela o conjunto de relatos monotemáticos que él ha titulado Diario de la gentepájaro, ofrecido en atractivo diseño por el sello de El Perro y la Rana del Ministerio del Poder Popular para la Cultura, casi en el crepúsculo del año 2008. Selva, dije, porque tan pronto nos internamos en su anécdota nos rodea un follaje continuo, la noche diurna de su desmesurada fronda, el vacío verde, el quejido y la ronquera de los saltos, y el calor y la humedad y la algarabía pajarera. No, aclaro, selva geográfica, no la de la cartografía realista. La de Wilfredo Machado es selva alterada por la fantasía o, mejor sería, por lo mistérico, saldo, supongo, de la biblioteca y la imaginería gráfica que consultara mientras apuntalaba la estructura narrativa del libro, en la que han intervenido las desaforadas ilustraciones de De Vrie, el dibujante del Discovery de Raleigh, y las alucinadas crónicas de los biógrafos de la anaconda, la araña mona, el mico caparro, la hormiga león y los indígenas acusados de almorzar carne cristiana, con algo de Hitchcock y sus pájaros apocalípticos, y con mucho del talante poético a que nos tiene habituado Machado las veces que elige la prosa para encantarnos con sus inventos prosódicos.

Uno columbra que nuestro amigo se ha adentrado un buen rato en la espesura amazoniense, que ha bogado por el Orinoco de más arriba, porque de allá trae harto alijo de nombres, comarcas, soledades y bochorno, pero en descuidada mezcolanza, poniendo cataratas donde transcurren ríos soñolientos o ubicando caseríos y poblados que distan leguas del istmo de Pimichín, el río Guainía, el Fuerte Solano en el Casiquiare, manglares sin mares que no hallan con qué vivir en medio de caños y cursos de aguas insípidas, porque lo que persigue Machado es la pérdida de orientación y la sensación de no man´s land que se apodera de quien se aventura en el magma selvático, suspendido entre agua y cielo por el espejismo de la corriente inmóvil, la mirada cruzada de pájaros de innúmera apariencia e inexplicable plumaje y canto, cuyo abundamiento suscita, junto con la memoria del ojo lector y el ojo gráfico, la presencia de personajes-pájaros en quienes conviven lo humano y lo animal como sortilegio de una pluma de colibrí y una garra de águila arpía, entre la varia industria transmutadora que tanto nos entretiene.

La excusa de la anécdota o asunto es la lectura de un diario de travesía ocurrida en el siglo de Humboldt y de sus seguidores reales o reconstruidos, con ratos de digresiones, desechos de camino real, veredas, vivaques, intrusiones de historias vidas y otra vez la maleza,el agua atormentada por los chubascos, las centellas y los saltos, y además el presentimiento de bestiarios y la irrupción de la gente-pájaro, con nombre y sin nombre, Marcela, Irk, el narrador, de pronto los Ewaipanomas de Raleigh, los centauros de Grecia y súbito El Dorado, el lago argénteo de Manoa, la ciudad que se llama que no se llama Caracas o alguna otra bajo la nieve y alguien es Charles, el viejo Charles, científico y dios rana surgiendo del agua y todo es selva, la selva en el sueño como fascinación y pesadilla de pluma, augurio de la transmutación de la apariencia humana en gente-pájaro, en pueblo emplumado con hábitos y apariencias nuestras. En las postrimerías del libro, Wilfredo Machado o su personaje nos lee su confesión, testimonio que transcurre entre dos realidades, la fantástica y la convencional, sin que ni una ni la otra logren entorpecerse. Un pájaro de hierro se desbarata sobre la cima de un árbol, el vientre roto ahíto de alijo de droga. Se escucha el canto agorero del yacabó, una pluma de colibrí tiembla en el aire selvático y la realidad lineal se fractura. Irk, el hombre-pájaro mutilado, reaparece, recupera su garra de arpía, la garra de los sortilegios sanguinarios. “Entonces —observa el narrador— dio dos o tres saltos entre la fronda de los grandes árboles, perdiéndose en el cielo nocturno, lanzando gritos amenazadores en la oscuridad que atemorizaba a todos. Su canto ronco y lujurioso era casi humano”.

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