literatura venezolana

de hoy y de siempre

Salitre

Sep 22, 2025

Arturo Briceño

Surcos gruesos cruzan el rostro tostado. Las cantas marineras juguetean en las arrugas, se escurren por la cara cuarteada de sonrisas para el recuerdo y se meten decidoras en el sentido. El agua también canta viva a proa, pasa alegre, toda arrullos, bajo la quilla, se estremece en la paneta del timón y se hace estela, toda gris clara. Cantalicio, el piloto, sonríe aún con la pipa apretada entre los dientes romos, expande el pecho, entrecierra los ojos pequeños y desde el puesto de mando caracolea sus años de capitán frustrado al compás de la canta del sobrino Pascual…

Marino margariteño,
come guamache atramao,
si estarás pensando en ella
como ella está en El Salao…

El Salao, puerto cumanés abierto a la franqueza del marino costeño. Aguas espejeantes ribeteadas de espumas. La cantina rebosando palabras y humaradas de tabaco y vapores de alcohol. Huele a algas, a mariscos. La negrita de nariz respingada, y senos duros y un temblor bajo el beso marinero. Beso bien criado. Robusto de continencia. Bocado gordo, caliente y redondo ovillado en el último trago de ron, cuando el brazo cincha la cintura y el lucero albeño es capitán de la playa. Cuando los pies lerdean y los pechos se escoran para ponerse a sonar corazón con corazón. Cuando los brazos pesados de horizontes y de rutas y de velas henchidas se cierran temblando súplicas y la carne morena se entrega al círculo cordial. Cuando El Salao sonríe a los hombres de todos los vientos y los barcos balancean sus figuras esbeltas sobre el verde claro de la mar marinera, entonces la cantina del “cuñao” Valentín es anhelo de arribo, y estancia feliz y partida tristona al paso inválido de la promesa errante. Playa ribeteada de arena menuda, flexible al pie, áspera al cuerpo, hecha para los pasos marinos, holgada y redonda como un sombrero margariteño.

Cantalicio, Carmelita, la copla y El Salao, todos metidos de golpe en “La Julieta”, calados de brisa, atravesados de tonada. Ya los ojos del margariteño dejan de sonreír por fuera. En el alma se metió el recordar.

Ay Cumaná quién te viera
y por tus calles paseara,
y a San Francisco fuera
a misa de madrugada…

Crujen los palos al templón de las velas. Tamborilean sobre las lonas los cabos sueltos. Pascual mete en el recuerdo de Cantalicio las coplas que él mismo sembrara mar adentro, cuando las embarcó una madrugada en El Salao para regarlas desde “La Julieta”…

Virgen del Valle aquí estoy
con mi esperanza en tu manto:
líbrame de temporales
de mal de amor y de espanto…

El recordar pone a vibrar la risa cascabelera de Carmelita. Cantalicio contrae los párpados a la brisa para escuchar los gritos de la Calle Larga.

—Viva el general Morales. ..!

Frente a la bodega de Chúo Antón caracolea un caballo. Las botellas de ron blanco dan brío. Carmelita está ahí, cerca de los brazos tatuados del marinero mozo. Mozo era Cantalicio y ya Carmelita iba a ser su mujer. Carmelita, la muchacha morena iba a ser de Cantalicio. Cantalicio quería ser Capitán. Capitán de goleta, hombre de puerto… Los ojos se buscan. Las miradas se encuentran y se aquietan en el mudo decir. Cantalicio empina el rostro y en la garganta robusta hace glu-glús de amor la caña blanca.

A caballo entró el jinete por la puerta de la bodega. La puerta angosta que da a la calle. La cabeza de la bestia, pasando el cuello sobre el mostrador, mordisquea en una piña que está en la armadura. El jinete se dobla sobre el arzón de la silla. Carmelita, coqueta y refraneando, se hace a un lado, casi cae sobre la ruma de carite huyendo al brazo que por poco no le toma la cintura.

—No te pongas mañosa, negrita…

—Negrita? jum. Qué vá. Yo no tiro pa el monte. Yo tiro pa la mar…

Y ríe a Cantalicio que, entre tanto, se rasca la nuca y hace un guiño a Chúo Antón.

—Pa la mar? Quiere decir que a tí te gustan los mariscos…

Puso en la frase amarga toda la mala intención. El palabrazo le sonó brutal, hiriente, a Cantalicio. De un salto se lanzó sobre el jinete, pero Chúo Antón logró contenerlo.

—Déjense de eso. Él no ha dicho nada para ofenderlo a usted vale Canta. Ni siquiera sabe que usted es
marino… Déjese de eso… Hágalo por mí…

Mientras tanto, Carmelita, que ha salido de la bodega, invita a Cantalicio:

—Vente, Cantalicio. Vámonos pa casa del cuñao…

Las cantas de Pascual refrescan la memoria del viejo marinero:

Lucero de la mañana,
rumbo de la madrugada,
en la playa hay dos caminos
Y para una sola mirada…

Carmelita… Olía a ostras, Carmelita. Olía a mar. Carmelita es todo el aire que el viento le trae en el mar
a Cantalicio. Carmelita morena. En las noches de calma, cuando “La Julieta” está a la capa, ciertos golpes leves de agua le reían en la mente como la garganta de Carmelita. La risa caliente y salada de Carmelita. Garganta de salitre, cuerpo amargo de arena. Alta la muchachota cimbreña. Carnosa la boca mulata. Carnosas las caderas. Toda ella era carne. Carne amoldada a la medida del deseo de Cantalicio…

Tal vez no sería así, pero ya el recuerdo y el ideal del marinero la habían hecho tal para su goce.

— Vámonos pa casa del cuñao. ..

Allá fueron. Allá fue…

—Eche ron, cuñao…

—Pa mí una limoná…

—Hija er diablo, bebiendo limoná ?

La copla erra y erra mar adentro. Cantalicio sorbe a la pipa su humo amargo. El recuerdo se acuna en la
emoción y el hecho está en pie…

—Ahí vuelve el condenao ese, Cantalicio, mejor es que nos vamos.

Pero no fue eso lo que dijo Carmelita. Carmelita sonrió al jinete y el jinete pidió dos rones.

—Traiga el mío y dele el otro a la muchacha…

Carmelita, sonriendo al jinete, toma la copa, luego vuelve los ojos para Cantalicio y le dice:

—¡Vamos a beberlo entre los dos!

Ya el jinete no lo es. Las espuelas ruedan las rodajas perseguidas por el ruido chirriante del pavimento. Ya
están a un lado de Carmelita.

¿Fue ella quién sonrió primero? Molesto el recuerdo. Cantalicio se soba el mentón. Mete la mano gruesa bajo el sombrero de palma, entre la greña rojiza.

Mal haya la noche negra,
cuando me encontré con ella…
Mal haya mi suerte perra,
mal haya mi mala estrella…

—¿Qué te parece, cuñao? A la muchachita esta le gustan los mariscos…

Todo el ron se le fue a la cara. Cantalicio aprieta las mandíbulas conteniendo las palabras. Carmelita esquiva el cuerpo a los brazos del hombre que insulta a Cantalicio.

Pero Carmelita se estaba riendo…

—Eso depende —contesta el cuñao Valentín— en cuestiones del gusto cada quien hace lo que mejor le
parece…

—Precisamente, por eso es que a mí me está pareciendo que lo mejor es que yo me lleve a esta muchacha…

Avanzó hacia Carmelita. Ya le rodea la cintura. Forcejea para ponerse los senos de ella sobre el pecho. Desnuda los dientes blancos bajo los labios golosos. La mano redonda sube y baja del costado a la cintura buscando apoyo al deseo. Carmelita sonríe y mira a Cantalicio. Cantalicio salta sobre el hombre. El hombre se lleva la mano a la cintura. El marinero golpea la lámpara con una botella. Más nada. Se perdió la luz. Se perdió la daga de Cantalicio entre el pecho y la espalda del hombre de las espuelas. Se perdió…

Madrugada porteña. “Las alpargatas, al paso medroso, escapan tufaradas de arenilla por las taloneras. En los ojos el trasnoche marino cierne arena salada. Bajo el sombrero de paja la luz comienza a dibujar puntos sobre el rostro tostado. En el recordar elástico se hace paso un salto para caer en la balandra de Carmito. La balandra de Carmito. “La Julieta”. Ágil y airosa como la carcajada de Carmelita. Se pasa el mar por debajo, raya el cielo con el palo grande, raya el horizonte con el bauprés, estruja el agua verde y hecha una estela fabrica pañuelos para adioses playeros.

La garganta de Pascual pone a volar los recuerdos del viejo margariteño.

Lucero de la mañana,
rumbo de la madrugada,
en la playa hay dos caminos
para una sola mirada. . .

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