literatura venezolana

de hoy y de siempre

Posmodernidad y catolicismo (la epifanía de la fraternidad)

Sep 8, 2022

Gustavo Fernández Colón

Las tesis sociológicas sobre el fin de la modernidad han señalado como uno de los rasgos más sobresalientes de la actual transición histórica, el desplazamiento de la racionalidad instrumental prevaleciente en las sociedades industriales hasta la Segunda Guerra Mundial por un primado inédito de la estética en la configuración cotidiana de la vida colectiva.

Se trata, sin embargo, de una estética entendida como manifestación del “sentir juntos” de los miembros de las tribus posmodernas, en cuyas redes efímeras han venido a reagruparse los restos del naufragio del sujeto cartesiano, según lo ha apuntado Michel Maffesoli (1990, 1996). Una estética en la que tanto los nuevos rituales como las viejas ceremonias resemantizadas contribuyen sobre la base de emociones e imágenes compartidas, a ofrecer identificaciones provisorias a los habitantes de un espacio urbano en el que conviven, se enfrentan o se mezclan lo local y lo global, la tradición y la innovación.

En este contexto, el sentimiento religioso condenado al exilio por los saberes empírico-racionales que sirvieron de fundamento a la teleología progresista imperante en Occidente desde el siglo XVIII, retorna a la casa de las ciencias sociales, la filosofía y el arte, y vuelve a ser reconocido como una pieza clave en los procesos de producción del sentido en el seno de las sociedades contemporáneas.

Desde la influencia del budismo en la corriente de pensamiento que va de Schopenhauer a Heidegger, la irradiación de la religiosidad hebraica a través de obras de tanto peso en el siglo XX como las de Martin Buber o Emmanuel Levinas, hasta la fertilidad del diálogo entre catolicismo y filosofía contemporánea emprendido por los teólogos de la liberación latinoamericanos; es evidente que la legitimidad de la experiencia religiosa, como fundamento de la relación del hombre con el mundo, ha querido ser recuperada por diversas manifestaciones del pensamiento de la llamada modernidad tardía.

Es precisamente en este clima epocal donde se inscribe nuestro interés por la reivindicación del sentire cattolico llevada a cabo en Italia por Mario Perniola, así como nuestra valoración de la productividad de su pensamiento como punto de partida para entablar un diálogo con la propuesta filosófica y literaria, también arraigada en la espiritualidad cristiana, contenida en la obra del escritor venezolano Armando Rojas Guardia.

El sentir católico

Continuador, al igual que Gianni Vattimo y Umberto Eco, de la escuela filosófica turinesa fundada por Luigi Pareyson, Perniola (2001) ha intentado un acercamiento a la tradición católica desde las coordenadas éticas y estéticas trazadas por el pensamiento posmoderno europeo. En la línea nihilista desarrollada por Heidegger y Vattimo, se aparta del territorio de las ilusiones metafísicas para adentrarse en las prácticas del “sentir ritual” que hacen del catolicismo un horizonte de sentido válido para el hombre contemporáneo.

Más allá de la cristalización de una ortodoxia y una ortopraxis defendidas por la institución eclesiástica en su lucha secular contra las ideologías de la modernidad, Perniola encuentra el rasgo esencial de la fe católica no en la sujeción a una regla moral prescrita por la teología ni en la experiencia interior de fusión del yo con la Divinidad preconizada por la mística, sino en la exterioridad de un sentimiento compartido en las formas del ritual. Se trata pues de una vivencia proxémica de lo Otro que, más allá de la dialéctica inmanente del Yo y el , hace posible la apertura de la conciencia a la diferencia constitutiva del mundo en su carácter de acontecer histórico imprevisible.

En su interpretación histórica del devenir de la Iglesia, Perniola distingue tres momentos o actitudes característicos del catolicismo. En primer lugar, reconoce la existencia de una tradición mística medieval que habría culminado con san Juan de la Cruz, caracterizada por la exigencia de anonadar o aniquilar toda imagen mental y todo deseo de la voluntad como disciplina preparatoria para la manifestación de Dios en la interioridad del alma (Fernández Colón, 1995).

Esta corriente contemplativa sería sustituida, a partir del Renacimiento, por dos tendencias contrapuestas: por una parte, el énfasis en la consolidación de un cuerpo doctrinal y una estructura organizativa (ortodoxia y ortopraxis) que permitiesen dar respuesta a los ataques de la Reforma protestante y, más tarde, de los partidos y las ideologías modernas; con el resultado de una desnaturalización del sentir católico causada por la asimilación reactiva, en el seno de la Iglesia, de los mismos rasgos seculares que se quería combatir. Por otra parte, estaría la vocación permanente de aceptación amorosa de la diferencia no sólo en la interioridad del yo sino en la exterioridad de la historia, codificada magistralmente por los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola (1991), con su metodología para el desenmascaramiento de las identificaciones transitorias a las que continuamente se aferran nuestra imaginación y nuestros deseos impidiéndonos la experiencia liberadora de lo Otro.

Para Perniola (1997), es justamente esta última alternativa la expresión más auténtica del sentir católico. Su mayor justificación como horizonte estético conferidor de sentido para el hombre tribal contemporáneo, atrapado entre los extremos de un individualismo devastado por las paradojas insolubles de la subjetividad moderna y una sensología idiotizante convertida en cultura hegemónica por el poderío tecnológico de los mass media.

Consumada la muerte del sujeto prometeico edificado por Lutero y Descartes, el sentir ritual en el que la forma se torna contenido, vuelve a brillar para una Europa Latina a mitad de camino entre el anonadamiento del yo en la contemplación panteísta de las religiones orientales y la fragmentación de una conciencia que ha perdido su centro en el espacio globalizado de las redes tecnológicas de comunicación. Se trata, según el filósofo italiano, de la reivindicación de Roma como espacio cultural de una experiencia posmoderna del mundo, ubicada en un punto equidistante entre los polos representados por Nueva York y Benarés.

La otredad sagrada

La obra ensayística de Armando Rojas Guardia irrumpe en la década de los ochenta, causando revuelo y admiración en el espacio doméstico de las letras venezolanas. Aunque ya era conocido por su oficio poético desde los tiempos del grupo Tráfico, su producción reflexiva termina de conferirle un peso específico de aquilatada valoración en las vitrinas, a menudo abarrotadas de bisutería intrascendente, del boulevard literario nacional. Y es que su prosa supo conmocionar por la factura profundamente lírica, la fineza filosófica y la inusitada transparencia de un erotismo pocas veces cantado con tan riesgosa honestidad. La belleza formal y la densidad espiritual de esta escritura transida de anhelo religioso, le han impreso al ensayo venezolano una huella indeleble por parte de un digno heredero del linaje inaugurado por Manuel Díaz Rodríguez, con el misticismo y la fragancia lírica de Camino de perfección (1908), en los albores del pasado siglo.

El Dios de la intemperie (1985) es el primer libro de temple ensayístico publicado por Rojas Guardia. Y decimos temple y no abiertamente ensayo, por tratarse de un texto formalmente polimorfo, en el que, sin embargo, la reflexión fraguada con intención estética constituye la fibra sustancial del discurso. En efecto, la primera impresión que suscita su lectura es la de estar asistiendo a una procesión religiosa (theoría la llamaban los griegos), en la que múltiples fragmentos de diversa naturaleza (poesía en prosa, poesía en verso, crítica, teología, confesiones…) transcurren acompasadamente ante los ojos desorientados de una conciencia habituada a formas menos indefinidas, mucho más uniformes. Pero inmediatamente esta apariencia se desmorona, se transforma, cuando ya no es el ojo sino el oído el órgano de la recepción: el texto se revela entonces como el habla melodiosa de una subjetividad palpitante, como un diálogo abierto al que sólo puede ingresarse no tanto en virtud de nuestra capacidad de ser lectores, sino más bien por nuestra condición de ser humanos:

¿Quién eres, tú sonoro al fondo de mí mismo?

¿Cómo te llamas, horizonte presentido, oscuridad ansiada, ápice del fin, paisaje último donde el gozo no puede saber sino a agonía, olor álgido de un páramo donde la nada hace vomitar y el ser marea, rayo de muerte que sin embargo incendia toda vida?

¿Quién eres? (Rojas Guardia, 1985, p. 25).

El carácter dialógico, interpelante de esta prosa, atraviesa toda la urdimbre del texto confiriéndole unidad de aliento a la diversidad temática y formal de los fragmentos que lo integran. Obsérvese, por ejemplo, cómo unas páginas después de la cita anterior es el verso la forma en que se encarna este diálogo proteico, en el que la palabra y el silencio constituyen, de un modo indisociable, canales y referentes de una comunicación poética únicamente audible en las honduras del alma:

Cuando tú vienes,

tengo prisa por decir,

por llamarte de algún modo,

por nombrarme

a mí también

para al fin reconocerme

en tu presencia

me abalanzo precipito

sacudo la quietud

mancho lo limpio

todo es tan vacío tan gota

inaprehensible,

tan exactamente nada,

tan silencio

(op. cit., p. 43).

Las resonancias metafísicas pueden transformarse también en incandescencia erótica, al voltear la página, sin que desaparezca el (humano, divino o ambas cosas) que sirve de grano de sal solidificador de lo volátil, aglutinante de lo disperso en la afanosa corriente del discurso:

Ya situado, por la sugerencia de aquel velo, en la grieta letal de la entrepierna, giro en el interior de la constelación abierta por la imago: me imagino, después de naufragar en aquellos climas selváticos —el trópico de tu anatomía—, colocándome debajo de tus piernas mientras tú vas a eyacular sobre mi rostro: ¿qué mapa vertical del espacio, qué minuto sincrónico del tiempo me hacen señales, desde tan cerca, al tensar todo mi cuerpo en la espera —en la expectación— del semen a punto de brotar? (op. cit., p. 74).

Lo erótico y lo religioso terminan confundiéndose en una síntesis sostenida no sólo por la estrategia discursiva de la referencia a un de múltiples rostros posibles, sino por la arriesgada propuesta de una teología en la que el dios definido como universal, como Otro interpelante a través de los otros, es capaz de sacralizar incluso un erotismo estigmatizado en nuestra cultura por considerárselo perverso.

El fundamento ideológico de la obra, cercano al pensamiento de Emmanuel Levinas (1993) es, en definitiva, una concepción (será mejor decir una vivencia) de la divinidad esencialmente cristiana, arraigada en las fuentes hebraicas de las Sagradas Escrituras.

Se trata de una tentativa de revisión de la tradición, con la intención precisa de despojarla de los influjos —alienantes, según Rojas Guardia— que la episteme griega, fundada en la vista como paradigma cognoscitivo, ha ejercido sobre el legado judaico de la relación con Dios a través de la palabra o, más precisamente, de la audición:

El “dábar” hebreo (que no es solamente “palabra”, sino también “historia”, “acontecimiento”), no puede ser secuestrado en la posesividad óptica del entendimiento. No visualizamos al interpelante, lo oímos, lo escuchamos. Frente a la palabra, en la que Diosconsiste, sólo cabe ob-audire, oír-lo- está-delante, obedecer… (op. cit., p. 34).

No es ésta una obediencia al contenido, a la norma transmitida por la palabra, sino una actitud reverencial ante el hecho mismo de la interpelación, ante el llamado del Otro que quiere ser oído en tanto que subjetividad dialogante, en una relación entre personas totalmente distinta al trato instrumental y objetivista propio de la ciencia occidental de raíces griegas.

Esta mística de la audición es pues el soporte de una estética que, en el texto mismo, se revela en la superficie del lenguaje en el polimórfico del que ya se ha hablado. Forma y fondo quedan así estrechamente acoplados, confiriéndole al ensayo aquella unidad indisoluble que es atributo de la verdadera obra de arte, según lo descubriera el formalismo ruso. El propio Rojas Guardia asume conscientemente esta intención de fundar su estética en la metafísica cristiana de la dialogicidad:

(…) la estética que nace de una espiritualidad judeo-cristiana privilegia la voz y no el simple signo. No es, por ejemplo, el sentido hierático, icónico de la escritura lo que le interesa, tal como se viene dando en la literatura occidental desde Mallarmé, sino el despliegue ante el lector de la presencia inasimilable del Otro encarnado en su palabra (op. cit., p. 40).

También una ética puede ser derivada de esta espiritualidad, sufrida lúcidamente como proyecto de liberación personal y colectiva por quien se confiesa un excluido, en virtud de su doble condición culpable de enfermo mental y homosexual. En este sentido, la noción misma de culpa llega a ser superada gracias a una lectura renovada de las cartas de san Pablo, en la que se descubre la promesa de la liberación del pecador a partir de la abolición de toda ley, y el descubrimiento del amor como sustento absoluto de la resurrección.

Se esboza así toda una concepción de lo religioso, encarnada en la vivencia personal de quien busca para sí mismo y para otros marginados como él la reivindicación de su Otredad, la reconciliación fraterna que lo libere a él y al mundo moderno de la represión y la injusticia: “Nadie puede celebrar un ágape cristiano si no invita a él simbólica y realmente al excluido” (op. cit., p. 105). De este modo, la reflexión sobre la propia condición se torna, necesariamente, un cuestionamiento de las instituciones a la luz de una interpretación religiosa de la historia y la política, que constituye una de las preocupaciones esenciales del texto:

(…) una semilla utópica indestructible esté sembrada en el corazón del cristianismo. Hace falta una buena dosis de arrojo para sostenerse en el vértigo que esa reserva utópica nos prepara. Siguiendo en esto algunas apreciaciones de José Miranda… desembocamos en la constatación de que la proposición ética de Jesús de Nazareth consiste en la apuesta radical por la transformación de la historia humana en orden a hacer de este mundo una fraternidad (op. cit., p. 107).

El ímpetu revolucionario (herético, diríase) de esta propuesta, no implica, sin embargo, la voluntad de asumir un nuevo dogmatismo desde el cual combatir a los discursos ortodoxos legitimadores de la injusticia. Al contrario, con una actitud afín a la differenza della storia remarcada por Perniola, Rojas Guardia asume la intemperie espiritual, el nomadismo del sentido, como único criterio sostenible en medio del derrumbe de la racionalidad falocrática de la modernidad. Por eso escribe:

Podemos concebir el arranque de la experiencia espiritual como una salida, como un éxodo. El que se resiste al viaje, a un cierto nomadismo mental que implica una constante movilización interna y una ruptura con respecto a la fosilización del pensamiento a la  que solemos fácilmente acostumbrarnos, no tiene el talante adecuado para emprender lo que, sin duda, es una aventura suprema (op. cit., p. 29).

El rechazo a la ortodoxia y la ortopraxis se asume entonces como un imperativo ético y epistemológico que sustenta, en última instancia, una posición crítica radical ante la modernidad occidental, asumida desde la inserción en un contexto histórico-cultural de crisis de los viejos valores. Se trata de una revuelta universal anunciada en la marea de los discursos marginales estigmatizados por el poder burgués, a través de los cuales se patentiza el retorno de lo reprimido: “el cuerpo (como ya he dicho) pero también, ligado a él, el ánima, la mujer en nosotros y todos los estallidos heterotópicos del eros “perverso”, que subvierten, clandestinamente, el reino de aquella Norma falocrática” (op. cit., p. 62).

Pero este radicalismo antimoderno no afecta para nada, en el caso particular de Rojas Guardia, su fidelidad a las raíces hebraico-cristianas de la civilización occidental. De tal manera que su sentir católico, heterodoxo y adverso a la tradición epistémica fundada por los griegos, estaría colocado en un territorio ideológico donde confluyen, paradójicamente, vertientes de espiritualidad pre y postmodernas, junto con un bagaje teórico crítico inconcebible sin la experiencia cultural de la modernidad. La irresolución de este antagonismo —generador de la constante tensión de su escritura— sólo parcialmente logra ser trascendida en la apuesta por vivir en la intemperie ética e intelectual de un voluptuoso misticismo con temple de herejía.

La diferencia latinoamericana

El calidoscopio de Hermes (1989) es el segundo ensayo relevante de Rojas Guardia. Prolongando las líneas temáticas del texto anterior, evoluciona aquí hacia una prosa más reposada, replegada sobre sí misma en un ejercicio autocrítico inscrito en lo que se ha denominado narcisismo literario. La clásica definición de Lukács (1975) según la cual “el ensayo habla siempre de algo que tiene ya forma”, se extrema en este caso si se tiene en cuenta que la forma previa de la que habla el escritor es su propia escritura, el mismo texto en el que se expresa el proceso de autorreflexión. De este modo, la forma, el contenido y la subjetivi dad del texto, se convierten en el tema de un diálogo metatextual (Genette, 1989) de la escritura consigo misma.

Ya en las primeras páginas Rojas Guardia se interna en consideraciones acuciosas acerca de su gusto por el género, como si quisiera sopesar el valor de su discurso desde el momento mismo en que éste empieza a producirse:

Amo la vocación de ensayista, pero sin el academicismo pedante que hoy suele acompañarla.

Ensayista de estirpe es el que recorre inteligentemente el cuerpo de su propia experiencia con la cultura. Es la carne de su propia existencia consciente —la de su conciencia en contacto vital con el mundo— lo que el ensayista verbaliza. Escribe para recorrerla sensual, parsimoniosamente; y, por la virtud de ese recorrido, llegar a ser lúcido (Rojas Guardia, 1989, p. 19).

Las opiniones de Theodor Adorno (1962) sobre el carácter asistemático, anticartesiano y libertario del género, son convalidadas por el autor venezolano y asimiladas por su lenguaje vigoroso, capaz de definiciones fulgurantes como ésta: “El ensayo constituye la fiesta subjetiva de la conceptualidad”.

La concepción dialógica de la escritura propuesta en El dios de la intemperie, se desplaza ahora hacia un acercamiento erótico al texto literario en el que se advierten los ecos (y el propio autor lo reconoce) del Barthes de El placer del texto (1991) o los Fragmentos de un discurso amoroso (1982). Se tiene la impresión de que el interpelante de la palabra escrita para ser oída, ha cedido el paso a la carnalidad de un texto que se ofrece para ser tocado, gozado sensualmente:

…la primera libertad, es decir, lo que la sociedad, y sus prefijados modos de producción del conocimiento y del lenguaje, quieren reducir al silencio. La irrupción libertaria del ensayo, con su pretensión de “decirlo todo”, nos devuelve la erótica verbal de la felicidad proscrita (Rojas Guardia, 1989, p. 54).

Desde esta perspectiva, la estética rojasguardiana toma conciencia de su naturaleza barroca, al optar por la sensualidad exuberante de una palabra electrizada de placer, olvidada en su éxtasis de la ilusoria seguridad de una razón incinerada por la soberanía del deseo:

Hay quienes prefieren, en materia de prosa y poesía, una pulcra higiene de hospital; yo me inclinaré siempre, en el juego lingüístico, hacia el cromatismo de un mercado del trópico, suntuoso dentro de su abigarramiento de sensaciones sinestésicas, sudorosamente opulento como la vida…

Y la clave de esta orgánica vinculación del barroco con el cuerpo es, por supuesto, erótica. Todo aquel que perciba cómo las palabras efectivamente imantan, condensan, fetichizan su deseo; todo aquel que sensorialice al lenguaje como uno de los espacios privilegiados de la felicidad, no podrá ser sino barroco a la hora de tratar con el idioma, no podrá sino escribirlo desde su propio eros (op. cit., p. 26).

El erotismo narcisista no sólo se regodea en el paladeo de las claves estéticas que le sirven de fundamento, sino que se atreve a palpar su propia presencia corporal en tanto que texto inserto en el contexto de la literatura de un país. A tal punto que Rojas Guardia se contempla a sí mismo como escritor que aspira ocupar un espacio en la cultura ensayística venezolana y confiesa los motivos de su trascendencia, las razones de su especificidad: “Quisiera contribuir a devolverle a la literatura venezolana, y en especial al ensayo, ese ineludible estilo de decir que remite a humanidad, a existencialidad, a subjetividad comprometida” (op. cit., p. 55).

Su formación intelectual, el marco filosófico desde el cual se organiza su discurso, es también examinado por Rojas Guardia en un afán por sacar a la luz todos los supuestos de su lenguaje, en un intento de entregarse sin reservas al diálogo íntimo con el lector. Asimismo, a lo largo de las páginas de El calidoscopio de Hermes densos trechos se dedican al análisis de autores fundamentales de la literatura nacional, como es el caso de la fenomenología de la conciencia implícita en la ascesis poética de Rafael Cadenas; o el misticismo naturalista de aquellas secuencias de Canaima (Gallegos, 1977) en las que Marcos Vargas anhela fundirse con la selva y olvidar la civilización criolla, a través del reencuentro con la arquetípica sabiduría indígena.

Entre estos fragmentos de crítica, llama especialmente la atención el concienzudo análisis que Rojas Guardia dedica a dos poemas escritos por él mismo, en el transcurso de una crisis psicótica sufrida durante una prolongada estadía en la ciudad de Mérida. Nuevamente el discurso del autor se mira a sí mismo para ofrecer una penetrante diagnosis literaria que, a partir de las propuestas de Bachelard, Eliade y Jung, trasciende lo poético para internarse, con lucidez y transparencia, en los dominios del autoanálisis existencial. De esta manera la plasticidad de las imágenes se desdobla, siguiendo los pasos de la senda introspectiva de Loyola, en clave hermenéutica para la comprensión de las más íntimas contradicciones psíquicas, vislumbre espiritual para la sanación de las más inconfesables desgarraduras interiores.

La modernidad occidental es también en este segundo libro objeto de las más severas críticas, si bien el acento se traslada ahora a la problemática de la cultura latinoamericana y sus intentos de supervivencia en el seno de un mundo gobernado por el poder técnico, político y económico del capital transnacional:

El rostro de la civilización burguesa, la fisonomía de la modernidad, tiene para los latinoamericanos un color concreto, el de la dominación, el de un totalitarismo del poder económico, apoyado en la ciencia y la tecnología, cuya sombra de iniquidad podemos comprobar en este continente todos los días (op. cit., p. 26).

No deja de ser cierto, sin embargo, que el tono fundamental de esta crítica, su razón última, la constituye la espiritualidad. Sólo que esta vez Rojas Guardia se muestra menos interesado en una teología (heterodoxa, por supuesto) construida a partir del redescubrimiento de las raíces hebraicas de la cristiandad, y más sensible a la diferencia de su entorno histórico inmediato, patente  en la religiosidad premoderna de nuestros pueblos, ligada a las cosmovisiones aborigen y negra.

Como era de esperarse, este cuestionamiento de la modernidad pasa por una fase de autocrítica en tanto que escritor formado en el seno de una clase y de unos parámetros intelectuales elitescos, negadores de la vitalidad espiritual de la cultura popular latinoamericana. En ese sentido, la propuesta se radicaliza en una dirección apenas perceptible en su libro anterior, lo que evidencia su renuencia a la fosilización ideológica, su incansable búsqueda de una vivencia de sentido plenamente comprometida con los excluidos por el orden burgués. Esta voluntad autocrítica lo lleva a afirmar:

…la integración a la órbita de las élites intelectuales de mi país no me hace considerar los contenidos y formas religiosas de la cultura popular como una rémora anacrónica en vías de extinción. Por el contrario, me los hace valorar como un rasgo cultural irrenunciable. Ellos —esos contenidos y esas formas— son modalizaciones legítimas de la atávica experiencia religiosa, más allá del hecho de que han sido objeto frecuente de manipulación ideológica. Ellos son, también, componente fundamental de la instancia crítica desde la cual hemos de juzgar latinoamericanamente la modernidad (op. cit., p. 37).

En resumidas cuentas, se trata del descubrimiento de que la crisis de la racionalidad de Occidente nos ha dejado de súbito en mitad de una intemperie espiritual, cuyas salidas más originales comienzan a vislumbrarse en el pensamiento y el arte latinoamericanos abiertos plenamente al reconocimiento de la Otredad. Y en esta tarea, la vivencia del sentir católico, asumida en la diferencia que le confiere nuestro universo cultural híbrido y polimorfo, constituye una matriz inagotable para la construcción de un horizonte de sentido arraigado en la tradición histórica y, al mismo tiempo, proyectado más allá de los confines de la modernidad.

Bibliografía

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2 comentarios en «Posmodernidad y catolicismo (la epifanía de la fraternidad)»
  1. Interesante esta disertación donde se toca la obra no poética de Rojas Guardia, sin que la misma deje de tener la trascendencia que se le ha dado en la literatura venezolana; ya que destaca aspectos que configuran un proceso de búsqueda hacia la espitualidad sin caer en lo netamente religioso…

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