Gonzalo Fragui
El loco de Calderas
A Livio Delgado
En Calderas había un loco, un loco muy alegre y servicial. La gente lo quería y las muchachas se hacían pasar por sus novias. El loco hacía mandados y las señoras le regalaban ropa vieja y comida, y a veces hasta una moneda que alcanzaba para algún trago.
Un día los poetas del pueblo, encabezados por Orlando Araujo, escribieron una carta de una supuesta señorita que estaría muy enamorada del loco, y vivía en la vecina población de Altamira de Cáceres. El loco no sabía leer pero, como era amigo de los poetas, ellos estaban seguros de que, en cualquier momento, los buscaría para que le leyeran la carta.
Pasaron varios días y el loco no decía nada con su carta en el bolsillo. Los poetas se le acercaban para saludarlo pero él permanecía callado. Una tarde que se había tomado algunos tragos confesó, por fin, lo de la carta.
Los poetas acompañaron al loco a las orillas del río y allí le leyeron, como si no supieran nada, la carta que ellos mismos habían escrito. Bella carta. El loco suspiró enamorado. En seguida quiso responderle a la muchacha. Pidió a sus amigos que por favor escribieran lo que él quería decirle a la amada, y así lo hicieron.
A los días llegó de nuevo otra carta para el loco. Allí la joven enamorada agradecía a su amado la rápida respuesta a su humilde carta, confesaba estar un poco apenada por los errores ortográficos y esperaba, finalmente, que no fuera a pensar nada malo de ella por el atrevimiento. El loco respondió que no había problema, que él tenía sólo buenos sentimientos para ella, y así siguieron escribiéndose durante meses.
La mamá de Orlando se enfurecía cuando se enteraba de una nueva carta. Les decía que cómo era posible que se estuvieran burlando de ese pobre loco, que le estaban haciendo daño, ilusionándolo de esa manera. Orlando se defendía, “nada de hacerle daño, vieja, al contrario, no ve lo feliz que está”.
Pero, un día, el loco quiso conocer a la novia, y así se lo hizo saber en la siguiente carta. Problema inesperado para los poetas. Cuando empezaron con el juego no previeron que podría presentarse esta situación. Rápidamente Orlando y los amigos se fueron a Altamira de Cáceres. Allí conocían a algunas familias. Iban a ver qué podían hacer. Después de intentarlo con varias muchachas por fin una de ellas aceptó ser la “novia” de las cartas. Los poetas le explicaron más o menos qué se habían estado escribiendo, desde cuándo, en fin, todos los detalles. A la chica le daba mucha risa pero aceptó.
La cita se convino para el siguiente domingo. La amada le respondió que lo esperaría en la plaza Bolívar a las diez de la mañana. También le decía que se pondría su mejor vestido, uno blanco con pepitas, y que llevaría una flor de cayena en el pelo. Al final de la carta le rogaba encarecidamente que por favor no fuera a faltar porque ella se moriría de tristeza.
Llegado el domingo, los poetas ayudaron a vestir al loco, le prestaron unos zapatos nuevos, lo llenaron de agua de Colonia y lo enviaron a Altamira de Cáceres.
Desde lejos, y en otro carro, los poetas comprobaron que efectivamente el loco llegaba a la plaza y, al identificar a su amada, de inmediato se dirigió a ella. Conversaron un rato, fueron a misa de once, luego, al salir, disfrutaron de un helado, y se despidieron.
Al otro día los poetas preguntaron al loco cómo le había ido con la novia. El loco dijo que bien, que la señorita era una dama muy educada, muy bonita y muy religiosa. Pero no dijo nada más.
Pasaron las semanas, cartas van y cartas vienen, pero el loco no daba señales de querer volver a ver a la novia, cosa que tranquilizaba a los poetas porque la chica de Altamira había dicho que ella no se iba a volver a prestar para esos juegos porque le daba mucho pesar con el loco.
Un día, sin embargo, los poetas insistieron. Le preguntaron que si no quería volver a ver a la novia. El loco respondió que no. Los poetas no entendieron, quisieron saber si era que habían terminado. El loco los tranquilizó, les dijo que todavía seguían siendo novios y que estaban muy enamorados.
– Y entonces, ¿por qué no quiere verla?, preguntaron ansiosos los poetas.
Y él respondió:
– Me gusta más cuando me escribe.
El loco de lo que se había enamorado era de la poesía.
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Gallegos y Carlos Augusto León
Un día, siendo Rómulo Gallegos presidente de Vene-zuela, el autor de Doña Bárbara llamó al poeta Carlos Augusto León para confesarle algo y pedirle un favor. Por esos días el escritor norteamericano William Faulkner había ganado el Premio Nobel de Literatura y prometía venir a Venezuela. Gallegos estaba muy apenado porque, siendo él también escritor, no había leído nada de Faulkner. Llamó entonces a Carlos Augusto.
—Carlos Augusto, tú no tendrás por ahí algo de Faulkner, quien parece que va a venir por ahí en estos días, y yo no he leído nada de él.
El poeta Carlos Augusto, comunista y sin complejos, le respondió al otro lado del teléfono.
—¿Y tú crees que él haya leído algo tuyo?
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Benito Mieses
Una mañana el “ratón” apretaba y estábamos todos s-dientos. De pronto vimos a Benito Mieses con una botellita de agua mineral. Todos nos miramos. Inmediatamente íbamos a pedirle que nos regalara un poco de agua, pero conociendo al personaje, sospechamos que lo que podría contener la botellita sería cocuy. Por un rato permanecimos expectantes y con la duda.
El enigma se disipó cuando Benito se dispuso a tomar un trago y alguien dijo:
—Si arruga la cara es agua.
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Sardio: hijo de Apocalipsis
Comíamos con Edmundo Aray, y alguien preguntó sobre el nombre «Sardio» del famoso grupo literario vene zolano. Codina dijo que en latín sardio significaba lápiz y sospechaba que vendría de allí. Edmundo dijo que Sardio era una de las piedras del Apocalipsis. Yo, que no entendía nada, pregunté de qué piedras hablaban. Todos me cayeron a piedra.
Pachi, por ejemplo, me dijo:
—¿Es que tú no sabes que allí caen piedras y las siete plagas? Meteoritos gritó otro.
Edmundo aclaró:
—En una oportunidad viajamos a Maracaibo a visitar al grupo Apocalipsis, integrado entre otros por los poetas César David Rincón, Miyó Vestrini, Atilio Storey Richardson. Al regresar a Caracas fundamos el grupo Sardio.
Al llegar a casa corrí en busca de mi Biblia y consulté inmediatamente el Apocalipsis. Todos, menos Edmundo, estaban equivocados. Sardio efectivamente es lapíz en latín. Lapis, lapidis, tercera declinación, que significa piedra, y no lápiz. De allí viene, por ejemplo, la palabra lapidar. Y sardio es en verdad una piedra, pero no una piedra que cae sobre los pecadores ni mucho menos un meteorito.
En el capítulo 21, en lo correspondiente a La Nueva Jerusalén, se habla de una ciudad resplandeciente que baja del cielo. La rodea una muralla ancha y alta con doce puertas. La muralla de la ciudad descansa en doce piedras de cimientos.
Los versículos 18 al 21 lo dicen de manera precisa: «Las murallas son de jaspe, y la ciudad, de oro fino como el cristal. Las bases de las murallas están adornadas con toda clase de piedras preciosas: la primera base es de jaspe, la segunda de zafiro, la tercera de calcedonia, la cuarta de esmeralda, la quinta de sardónica, la sexta de sardio…»
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Santiago
Lo conocimos en la librería Kuai Mare. Sus arengas sobre el anarquismo fueron rápidamente conocidas por los asiduos visitantes de la librería, quienes nunca compraban nada, pero iban allí por saludar a Yuraima.
Santiago nos contó de sus aventuras por Europa, de sus viajes, sus casas, sus idiomas, sus mujeres amadas. No había tema que no manejara ni gusto que no hubiera disfrutado. Sabía de literatura, filosofía, política. Vivía en hoteles y hablaba de su determinante decisión de no volver a trabajar nunca más. Tenía demasiado dinero. Para gastarlo iba a necesitar varias vidas.
Vino a Venezuela a hacer algunas investigaciones para sus novelas. Aunque su esencia era la de poeta, (me mostró un libro de poemas eróticos que me gustó mucho) estaba escribiendo unas novelas que serían el nuevo boom de la literatura latinoamericana. Prácticamente nos prohibió que volviéramos a publicar en este país y en ediciones pírricas de quinientos ejemplares. Vamos a cobrar derechos de autor en dólares o en euros, decía enfático.
Después realizó diferentes gestiones para conseguirnos algunas becas en el exterior. Sólo que los más avezados empezaron a sospechar de la veracidad de tales historias y promesas, y decidieron no regresar por la librería. Yuraima me dijo: «A lo mejor ni se llama Santiago».
Después de la estampida sólo quedamos algunos de sus amigos, sin estar muy seguros de sus historias, pero disfrutando de su amistad. Quién ha dicho que la verdad no puede ser decretada, quién dice que un poeta no puede adivinar u ordenar que las cosas sucedan a su antojo, que se muevan las montañas, que cambie el curso de los ríos, como Orfeo, o que se separen las aguas de los mares como Moisés.
En fin, cuando se marchó iba tras la estela de unos pescadores, ya que su novela así lo requería. Después perdimos su pista. Esperábamos, eso sí, que cualquier día pudiera llegar una postal con su firma desde Madrid, París o Roma.
Alguien me contó que vio recientemente a mi amigo Santiago en la isla de Margarita. Vendía billetes de lotería en un semáforo de Porlamar. Lo creo y no lo creo. Lo hacía para desaburrirse o para ayudar a algún compadre que a esa hora necesitaba almorzar. O simplemente no había tal fortuna. No importa. Para un poeta la realidad también está en su imaginación y en lo que sueña.
Yo, por lo pronto, sigo creyendo con mi amigo Santiago que escribiremos los mejores poemas, que estudiaremos en las mejores universidades, que amaremos a las mujeres más bellas, que libaremos los mejores vinos, que nunca nos faltará una moneda o un abrazo, y que su nombre debe ser efectivamente el de uno de los apóstoles de Jesús, así como su apellido bien podría ser aquél que habla de un campo de estrellas.
