literatura venezolana

de hoy y de siempre

Palagremas (selección)

Nov 28, 2025

Duglas Moreno

La caída. Blanco Puenteviñal

Cuando notamos que una persona cayó desde el puente y se encajó entre la blancura pétrea del agua, queríamos salir volando del río. La última vez que fuimos testigos de un suicidio, estuvimos varios días retenidos en la policía.

Nos dijeron que, si le hubiésemos prestado auxilio inmediato, al joven Imanuel Nebreda, quizás, lo salvamos de la muerte.

Aquel golpe noble, contra las piedras que sobresalían en el serpentinaje de la corriente, nos detuvo. Ante el asombro de todos, el hombre se levantó, logró caminar hacia la orilla y subió la barranca; pero no supimos quién era, nunca nos dio la cara.

—Santo Dios, no le pasó nada, está vivo —dijimos—.

Los muchachos siguieron jugando. Y yo, como si un impulso desconocido me incitara, llegué al sitio preciso de la caída. Allí, en una roca grisácea, estaba el sorpresivo adiós de una mirada; esa imagen me estremeció.

No dije nada y me fui llorando para la casa. Mi madre me contuvo. ¿Qué te sucedió, hijo? Casi no podía hablar. Solo pregunté ¿Y mi hermano, mamá? Hijo, cálmate, no me asustes. ¿Mamá, dime dónde está mi hermano? Bueno, hace como una hora, sentí que salió. Tú sabes que a él le gusta contemplar y hacer dibujos para los bañistas de Puenteviñal, debe estar allá. Y en la cama dejó tiradas varias pinturas, son recientes. Hay un autorretrato, con una mirada extraviada, que desconcierta; te lo voy a buscar. No vayas mamá, no es necesario; hace un momento que lo vi.

El tapabocas negro. Pandemia

Era un vecino cascarrabias. Llevaba siempre el mismo tapabocas negro o tal vez tenía varios del mismo color para protegerse de la pandemia. No sé ni por qué decidí espiarlo. Un día toqué en su casa. Estoy en el baño, respondió. Al salir noté que caían gotas de agua del tapabocas. Busco a mi perro, le señalé. No lo he visto, gruñó. Me despedí y pensaba: ¿Será que hasta duerme con esa cosa puesta?

Solo había un modo de averiguarlo. Violentar las cerraduras de su casa. Con un cerrajero amigo, una madrugada, forzamos las puertas. Y vimos que dormía con el tapabocas puesto. Consideramos que era suficiente y nos fuimos.

A media mañana se supo la noticia: el hombre amaneció muerto. La policía informó que, seguramente, unos ladrones lo asfixiaron.

No quería ir al velorio. Era inocente, aunque me sentía culpable. Pero mi esposa insistió. Llevemos tapabocas negros.

Allá hablé con el cerrajero. ¿Lo viste? Sí. Aún tiene el tapabocas. No te creo. En la funeraria me explicaron que no pudieron arrancárselo. Busqué a mi mujer y casi en silencio, le exclamé: vámonos. Déjame acercarme a la urna, suplicó. Ve; pero rápido. Me asaltó un temor siniestro al confesarme en la carretera que el vecino se fue feliz, pues hasta una leve sonrisa tenía en su boca. Al llegar a casa le dije: quítate ese tapabocas. Se llevó las manos a la cara y desesperada gritó: no puedo.

Otra mosteja. Alas cenizas

Como la biblioteca aún no abría, opté por recorrer uno de sus costados solitarios. Esa quieta soledad es la que nos atrae y envuelve. Tal vez funcionaba como una salida de emergencia por las numerosas rampas adicionales con boquetes disimulados con madera. Debe estarse preguntando por qué tantos pasadizos. De pronto, una de las tablas se levanta y del agujero sale una sombra animal. ¿Oyeron? Sonaron las bisagras. Me detuve un segundo e inmediatamente reanudé mi andar, pues dije: tiene que ser un zamuraco; pero lo detallo más y me percato de que nunca había visto un ave tan extraña. No sé cómo se orientaba, pues no tenía ojos, al menos apreciables, solo un rayado negruzco de forma triangular en cada una de sus cuatro alas. Ojalá no pretenda quedarse con ella. Traté de agarrarla; pero voló nuevamente hacia su escondite. A pesar del miedo decidí seguirla. Se encarriló por un torcido socavón. Corrí hasta allá y me paralicé cuando descubrí que en unos frajeles secos, esos pajarracos se consumían entre sí. La crueldad con la que se atacaban me permitió corroborar su absoluta condición de ceguedad. ¿Ustedes creen que lo traigan para acá o lo devoren? Mientras intentaba retroceder escuché voces que venían de más abajo. Ya sabe que estamos aquí. Comprendí que el animal de forma hábil me había llevado a su guarida. Han comenzado a lamerse las pezuñas, ya sus brazos caen entre los quebrachos encendidos, éste sí que será un festín para esa animaleja.

Lejanías rotas. Frajel de recuerdos

Imariel, siempre había buscado en el aire, destellos de su pasado. Sé que allí veía transitar la vida como en un espejo roto, mostrando a destajo, los más felices momentos; pero también, aquellos pasajes amargos junto a mí.

A veces, bajaba la mirada, como si buscara o viniera de otro mundo y luego se ponía a contemplarme de soslayo, con esa tristeza que me quebraba el alma. Con mi pañuelo secaba un tanto sus mejillas. Creo que el llanto tenía relación con la imposibilidad de reconocerme. Ella, levemente, tomaba mi mano y entonces, volvía a esa memoria lejana, donde yo, quizás, me desvanecía en su tenebrosa vaciedad. Y después, se asomaba a sus ojos ese cristal negro, brillante como un frajel de cannarelas, que le duraba casi una eternidad.

Pero sucedió el milagro que por años esperé.

Anoche fue a la cocina y trajo dos copas de vino. Se me acercó temblando. Tiernamente dijo:

—Brindemos, es nuestro aniversario de bodas.

Lloré de alegría, pensé que nunca más recordaría que era mi esposa. Besé su cabello y nos quedamos sentados allí, como dos sombras de un mismo recuerdo.

Toro con cara de saco. Los talancos

A Casimiro Ramos, mi abuelo

El toro viene jadeante. Le han tapado la cara con un saco. Su trote es inseguro. A veces marcha de forma violenta, en otras casi se detiene. En la trompa se le ve una baba blanca. La nariz es una carnosidad negruzca y brillante. El animal tiembla.

Un compadrito lo sostiene con una soga. Ya no hay más gritos. Le dan la vuelta a un botalón que está en el patio y el toro cede un poco. Sin embargo, sigue bufeando. Mueve la cabeza hacia muchas partes como buscando escapar. Sale de barajuste y la cuerda se trenza como una espada y le raspa el cuero del pecho.

Parece que quisiera volar los talancos. Un chorro de sudor grueso le baja por las patas. Los cascos vacilantes se clavan en la tierra, pero no cae al suelo. Un niño se le acerca al otro compadrito y le pregunta. ¿Por qué le han tapado la cara? El compadrito le mira y no responde. Sigue esquivo en su tarea. Después llega el matador.

Ahora sí hay un grito de muerte. La sangre que le brota al toro por el cuello, se desliza entre los mecatillos y entonces la máscara de saco se vuelve una coraza seca y rojiza.

Desde los naranjales blancos vemos el silencio junto al toro. Y en esa tarde lejana que huye ahora por la apartada infancia, andamos todavía los niños por los maizales, jugando con nuestras caras de saco.

Falso estrés. Muñecos bajo cuerda

No andaba ese día para tantas sorpresas. Primero, el obrero en la ventana del edificio gubernamental, amenazando con lanzarse al vacío. Segundo, la pesada caja de herramientas cayendo exactamente en mi pie izquierdo y ahora el hombre muerto debajo de mi auto. Me mantuve apretado al volante. No deseaba ver nada.

Siempre ando retrasado y con un estrés maldito que me está modelando esta lustrosa cara de perro. Intentaba llegar temprano, al menos una vez, a mi trabajo y no pude frenar; le di con todo.

—No podía estar vivo —pensaba—.

La gente me pedía que moviera el auto para sacar el cadáver. Temblando bajé del carro y lo vi. No sangraba por ninguna parte. Ni un moretón tenía.

Varios niños reían entre sí. Entonces halaron el muñeco con una larga cuerda. Lo levantaron, lo limpiaron, le hicieron ajustes y lo prepararon para una próxima víctima. Pensé en retroceder y enfrentarme a ellos, pero eran unos pobres chicos.

Llegué tarde a la oficina. Iba a decir que atropellé a alguien: pero me contuve. Después, frente al computador, me reía porque la cara del muñeco era igual a la de mi jefe. No puedo negarlo, ahora paso a una velocidad endemoniada por donde están siempre los muchachos, para ver si hago trizas al bendito muñeco.

Aquí Dragonia. Lágrimas en el fuego

La madre-dragona esperaba a su cachorrillo desde el amanecer. Tenía medio rostro en la ventana y el alma completica en los altares de Dios. Casi dejaba los ojos en los frajeles zigzagueantes de la calle.

Todo el mundo sabe que Dragonia se ha vuelto muy peligrosa. La noche había sido una angustiante espera. Hasta que unos vecinos le gritaron que su dragoncito estaba tirado en una acera. La mujer, corrió sobre sus lágrimas por toda la ciénaga. En la curva de una fangueta encontró a su hijo-dragón. Aún, la pobre criatura estaba viva. Una vez, entre los brazos de su vieja, le dijo:

—Madre, no te preocupes, estoy bien, solo me robaron el fuego.

Sobre el autor

Deja una respuesta