literatura venezolana

de hoy y de siempre

La genealogía torcida

Ago 19, 2025

Cristina Gutiérrez Leal

En toda genealogía
hubo un diluvio.
Cristina Peri Rossi

I.-

En la obra poética de la escritora venezolana de origen judío Jacqueline Goldberg (1964), el tema de la genealogía se disemina en una constante reflexión. A lo largo del recorrido por sus poemarios es posible encontrarnos con escenas donde la herencia, como noción vinculada a lo genealógico, se enuncia con más fuerza y otras donde apenas se asoma. Los libros publicados por la poeta despliegan una serie de procedimientos estéticos muy diferentes entre sí, lo cual proporciona cierta complejidad discursiva que da noticias de una búsqueda por formas de nombrar lo real y la memoria. A sabiendas de la constante aparición del tema genealógico y la diversidad de recursos poéticos utilizados en su obra, me pregunto, ¿cuáles especificidades pueden ser leídas a lo largo de su producción poética en relación con el tema que me interesa? ¿cuáles llaves de lecturas nos permitiría pensar tales especificidades? A continuación, esbozo algunas ideas que, espero, sirvan para responder, aunque provisoriamente, a estas interrogantes.

Desde su primer poemario, Treinta soles desaparecidos (1986/2007), es posible rastrear la presencia de la herencia como leit motiv. Asumiendo la brevedad que ha identificado la mayor parte de la poética de Goldberg, este libro nos muestra una colección de versos herméticos, con la intromisión de ciertos elementos simbólicos que hacen de su lectura una empresa difícil de acometer. A diferencia de sus siguientes propuestas estéticas, no hay un yo poético que pone de manifiesto, explícitamente, la necesidad de indagar su genealogía, pero sí una necesidad de remontar su historia: “queda manifestar/ aquel sueño/ de vírgenes sentadas/ en el costado de la espiga/ —¿mi origen?—” (2007: 399).

Esta primera mención de “aquel sueño” revela la inquietud de la voz poética por lo que de su origen necesita identificar y comprender. Estos versos fundacionales manifiestan una clara voluntad —“queda manifestar/ aquel sueño”—: la voluntad que tiene la poesía de Goldberg de transitar y tantear las formas de explorar el pasado: “¿mi origen?”. Preguntarse por el origen a través de la poesía es abrir la ocasión de asirse a nuevas posibilidades de nombrar esos primeros momentos desde la sospecha. Gina Saraceni en Escribir hacia atrás. Herencia, lengua y memoria (2008) reflexiona, entre otras cosas, acerca del origen, considerándolo no como punto de partida irresoluto sino como un ente “abierto y en-el-tiempo (…) que se articula a partir de fallas, ´puntos de ausencia´, errores, hundimientos, desviaciones, accidentes, que borran toda posibilidad de una verdad del origen y de la herencia o de pensar el origen y la herencia como verdades solemnes” (2008: 17). En sintonía con esta premisa de Saraceni, es oportuna la conexión con otro de los atisbos presentes en este primer poemario de Goldberg que precisamente hace referencia al origen como algo por descubrir: “Del origen/ al centro/ treinta columnas /treinta soles desaparecidos” (2007: 395). Estos versos que abren la pregunta sobre el pasado familiar señalan la imposibilidad de un trayecto seguro de la memoria. El regreso no puede hacerse con las sendas descubiertas sino a hurtadillas, pues el camino, sus fronteras y territorios no son más que recuerdos huidizos.

Tal como se observa en los párrafos anteriores, la pregunta por el origen ha sido relacionada con la duda. Michel Foucault, por ejemplo, en Nietzsche, la genealogía, la historia (1971), cuestiona el hecho de considerar el origen como dispositivo que contiene la esencia de la genealogía. Según su perspectiva, la comprensión de los procesos hereditarios no se podría clarificar mediante la búsqueda del origen, pues el origen mismo constituye un problema en tanto es lugar de desencuentros y tensiones: “Lo que se encuentra al comienzo histórico de las cosas, no es la identidad aún preservada de su origen, es la discordia de las otras cosas, es el disparate” (Foucault, 1971: 2). El origen es entonces un territorio donde el sujeto está a la intemperie, por tanto, buscar en él las posibles configuraciones iniciales del legado es también aproximarse a un campo de interpretación donde los sentidos se descolocan y se tornan inciertos.

En los próximos poemarios de Goldberg el tema reaparece con registros breves y comprimidos. Tal es el caso de De un mismo centro (1986/2007), en el que la vuelta a la memoria se manifiesta como en una leve senda a ser transitada: “Desenredo túneles/ vuelvo/ a la edad temprana” (2007: 379). La escritura de la memoria es clave para entender los procesos legatarios en la poesía de Goldberg, pues hay una intermitente vuelta al pasado, una voz poética que retorna, que recorre la vida hacia atrás. El regreso a la “edad temprana” se presenta como una encrucijada, un destino cuyo camino se recorre través de túneles, que revelan el carácter oscuro del origen y las raíces. Así pues, la memoria es una “experiencia actual de aquello que no está” (Saraceni, 2008: 14), renovada a través de la escritura que actualiza los recuerdos y los trae de vuelta a la existencia. En el caso de Goldberg esta experiencia responde a una zona de su poesía en la que “crujen/ nudos hechos al azar” (Goldberg, 2007: 379), un espacio donde recordar es un canto a la errancia. La palabra poética representa un espacio que abriga la dimensión opaca del origen. Mediante la escritura se pueden nombrar los quiebres y soportar el peso de una identidad que se articula a partir de incertidumbres, nudos, inconformidades.

En En todos los lugares, bajo todos los signos (1987/2007), el origen se hace presente como una queja, un reclamo: “Merecemos otro origen/ —la palabra quizás— cuesta mucho/ saberse hierro/ máquina forjada/en una madrugada de ceniza” (2007: 373). La voz poética enuncia el hartazgo, habla con un dejo de amargura y dolor. Es un yo dicho en plural que pudiese interpretarse como voz colectiva, como la voz de una nación ¿es el pueblo judío el que merece otro origen? La certeza de que pesa “saberse hierro/ máquina forjada” hace alusión a una estirpe que sobrevive pero que ha devenido hierro, máquina; un ente que, por estar forjado desde la dureza y el mal, desde el aniquilamiento y el despojo de sus derechos, ha tenido que lidiar con una identidad problemática y pesada. Pretender merecer la palabra como origen es acercarse contundentemente a la búsqueda de algo que pueda reescribir el relato de su genealogía. A través de la duda que introduce el “quizás” se percibe la necesidad de revisitar el relato identitario, buscando otras formas de experimentarlo desde su deconstrucción, padecerlo de otro modo, de ese otro modo que la poesía propicia al mostrar la cicatriz, hacerla palabra.

2.- A Luba Kapuschewski, mi abuela, por lo que soy

No soy hija de la guerra, suspiro…
Soy nieta.

Hanny Ossott

Quizás sea Luba (1988) el poemario de Jacqueline Goldberg que trata con más contundencia el tema de la herencia, la pertenencia y el origen. Escrito con la misma brevedad que caracteriza a su obra, se construye además en términos narrativos, pues el lector se encuentra frente a un texto poético a través del cual conoce el personaje de Luba, una abuela judía. El constante autoconocimiento se configura sobre la base de la de la memoria acerca de esa abuela, como si, tal como dice la dedicatoria del libro —que pudiera leerse como un guiño al lector para entender la poética de ese poemario—, la poeta es gracias a lo que recibe de ella.

A partir del primer poema se puede entender el proceso legatario que atraviesa todo el poemario “tomo su herencia/ de edades en quiebra/ los oficios tristes del abandono/ sus muertos” (2007: 343). En primer lugar, porque, pensando con Derrida en Los espectros de Marx (1993/1998), “aprender a vivir, aprenderlo por uno mismo, solo, enseñarse (…) ¿no es para quien vive, lo imposible?” (1998: 11). Entonces, ¿cómo aprende a vivir la voz poética-nieta a través de la herencia de la abuela?, ¿qué significa heredar “edades en quiebra”?, ¿cómo podría configurarse una vida que ha heredado la herida, el dolor, los muertos? Desde la imposibilidad de forjarse una identidad o inscribirse a una estirpe de forma autónoma, se puede pensar cómo la enunciación poética del proceso hereditario permite procesar esa herencia negativa marcada por la errancia y la pérdida. Recibir la herencia en Goldberg no es solo copiar el gesto fundacional que se trasmite, es además asumir lo que de la herencia está en falta: “edades en quiebra/ (…) sus muertos”.

Esta recurrente marca espectral, que define la herencia recibida de la abuela, podría abordarse también con Derrida, quien explica la herencia fundamentalmente a través de la noción de espectro: “no se hereda nunca sin explicarse con algo del espectro” (1998: 35). Así pues, en este poemario no es posible heredar si no es a través de la inminente presencia espectral de Luba, que se transforma en un punto de convergencia entre su vida y la de la nieta. La voz poética se forma a través de su imagen, convirtiendo a la abuela en un espectro, pues “el espectro también es, entre otras cosas, aquello que uno imagina, aquello que uno quiere ver y que proyecta” (1998: 117). Luba deviene espectro toda vez que su recuerdo “es la frecuencia de cierta visibilidad” (1998: 117), es el espectro que a través de la poesía vuelve para recordarle a los vivos la responsabilidad que tienen ante la deuda con su memoria, pues la herencia es siempre un asunto de deudas impagables. Así pues, la voz poética se construye sobre la base de la interpelación al espectro a quien se debe confrontar asumiendo la responsabilidad ante lo recibido.

Si bien ese primer poema parece señalar a una nieta-legataria que reflexiona sobre la herencia ya recibida, el rastreo detenido por todo el poemario otorga los indicios para considerar que se trata de una herencia en proceso, que se va fraguando a partir de escenas donde quien recibe los legados es siempre “diálogo de pasillos diurnos/raíz/memoria” (Goldberg, 2007: 343). En este sentido, pienso, nuevamente con Saraceni, que “este mirar hacia atrás (…) sirve no sólo para analizar la propia historia sino también para procesar la experiencia de la pérdida, como si se tratara de elaborar un duelo a través del ejercicio literario” (2008: 83). Es pues la poesía el espacio donde la herencia tiene lugar, es a través de la escritura que la nieta se hace cargo de su legado y procesa la pérdida.

Las referencias de la estirpe judía son recurrentes en Luba —“su país de trasnocho” (344); “mordida por un quejido de gases” (344); “alza el viejo candelabro (…)/ “sitio de gloria/ muro/ ceniza” (346); “sábado merodeador” (349)—. A través de ellas, la voz poética identifica los agujeros que la componen. Acude a su pasado, a sus espectros, asumiendo ya una pertenencia caracterizada por su quiebre y fractura. Lo que hereda es precisamente esa fractura, la diáspora de su pueblo, sus muertos y pérdidas. La nieta tiene entonces la responsabilidad de torcer su legado para hacer productiva sus faltas, para darle el posible sentido que solo a través de la poesía adquiere. Atravesada como está por “su recuerdo/ su patria de trasnocho” (344), Luba va adquiriendo a lo largo del poemario los rasgos de una figura triste, desgajada, incesantemente nostálgica, que vuelve al pasado en busca de lo destruido, lo que su historia cuenta como ausencia.

Debido al abandono obligatorio del pasado, la abuela vive en una intermitente rememoración de lo perdido y surge como un sujeto encerrado en aquello que la guerra, la historia, “la barbarie” le arrebataron: “para ella todo es escombro/ tiempo de elegidos” (344), “busca el tiempo/ en que perteneció a la tierra” (346), “esperaba una carta/ un desafío/ su eternidad” (347). Como es evidente, la abuela triste, pretérita, tiene una conciencia temporal que la obliga a saberse parte de una temporalidad que no es la suya, que perdió vigencia, aunque sea la única que habita; entonces busca “su eternidad”, la trascendencia de su estirpe de “elegidos” que para ella será un constante exilio, una involuntaria huida. Luba “vino de muy lejos/ sus ojos arrastraban/ una fuga de pieles y derrotas” (345), carga con la herencia de su familia y su pueblo a cuestas. Así pues, los símbolos de la religión judía aparecen inscritos en su angustia:

alza el viejo candelabro
repitiendo las plegarias
de nuestras fiestas más temidas

hunde en su frente el amargo pudor
de haber sido una extraña
sitio de gloria
muro
ceniza
(Goldberg, 2007: 346).

Los rituales judíos ofrecen una suerte de salvoconducto para asirse a su estirpe. La abuela repite plegarias y ritos como un modo de reafirmar su genealogía. Igualmente, la nieta sabe que es parte de la misma estirpe y que le pertenecen las ceremonias espirituales judías, es decir, la cultura de su familia: “nuestras fiestas más temibles”. La voz poética también reproduce su pertenencia, pero desde la escritura: recibe el gesto, lo reproduce y lo tuerce mediante la poesía. Es una escena de familia donde tanto la legadora como la legataria acceden a sus capitales religiosos para rememorar el “sitio de la gloria” y además fruncir el ceño ante el “muro/ceniza”, frente a eso que las nombra desde un origen tan glorioso como fracturado.

En Luba, las más de las veces la herencia se aprehende desde el deslave:

cambia de sombra
para obligarme a padecer
una herencia a la que sólo se pertenece a ratos
con el cuerpo a cuestas
intentando siempre un segundo desvelo
una estancia en otro lado

(Goldberg, 2007: 344-345, énfasis mío)

En estos versos, Goldberg asoma una suerte de poética de la herencia afirmando que se trata de un patrimonio intermitente (“a la que solo se pertenece a ratos”), que no asegura nada sino que produce desvelos. Derrida explica que “El espectro se convierte más bien en cierta cosa difícil de nombrar” (1998: 20), y en tanto representa dificultad es también sombra y padecimiento para el sujeto que lo vive. El espectro es en este poema la presencia que reclama al legatario la necesidad de que su cuerpo esté siempre a la espera, dispuesto a llevar/padecer/soportar el peso generacional, a ser un eslabón de la cadena, “el segundo desvelo”, repetir y desacomodar la mueca que parece ser la marca de pertenencia familiar. Ante la infinita tristeza de la abuela —sus muertos, su pasado angustioso necesariamente convertido en olvido pues no hay tierra donde volver a buscarlo — la voz poética reacciona desde su sensibilidad, desde el inexorable dolor que significa obedecer el mandato de la herencia, recoger las grietas de Luba y plegarse a ellas: “duelen estas ganas de luto/ de amanecer recogiendo plumas/ en patios ajenos/ ganas de ser ella” (Goldberg, 2007: 347-348), y además parece quedar en evidencia la voluntad del sujeto poético de cargar con el peso hereditario de Luba, esas “ganas de ser ella”.

“Pero ¿qué se produce entre las generaciones?” (1998: 19), me pregunto con Derrida. Entre esta generación abuela-nieta hay una “omisión, un extraño lapsus” (19) pues la patria de la abuela es también la de la nieta, pero esta última no la vivió directamente, sino que a padece ahora vicariamente a través del peso de la falta que es la memoria de la abuela judía marcada por la pérdida del lugar natal. Julia Kristeva, en su análisis sobre Hannah Arendt en El genio femenino (1999/2003), afirma que “La judeidad es uno de los dones que se reciben al nacer (…) y que conviene pensar y juzgar” (2003: 123). A partir de esto, podría decirse que Luba es el poemario de Jacqueline Goldberg donde se despliega y decanta esa judeidad. El dolor causado por las “ganas de luto” es un indicio fundamental para observar la experiencia del duelo que vive la nieta. “El trabajo del duelo no es un trabajo como otro cualquiera” (Derrida, 1998: 114), en este sentido, vemos en los demás poemas del libro, cómo el luto produce en la heredera una suerte de sensibilidad especial hacia su vida que, al parecer, depende del espectro siempre al acecho. El luto que habita a Luba es heredado por la nieta, quien vuelve a sufrirlo cada vez que la abuela abismada en los recorridos de la memoria, revive y actualiza el pasado. De esta forma, los muertos, los fantasmas del propio espectro, aparecen para ser dolidos, para que la nieta reescriba el pasado y lo lleve hacia otro espacio del sentido: el literario. Hacer el duelo es entonces escribir desde la grieta, vestir de luto a la poesía para actualizar al pasado, resignificarlo, pues “el duelo consiste siempre en intentar ontologizar restos, en hacerlos presentes” (Derrida, 1998: 23).

El ojo de Luba vigila a la nieta: “Me vigila un párpado/un monte/ una mujer de sal” (Goldberg, 2007: 348). Esta clara referencia bíblica permite asociar a Luba con una mujer que constantemente mira hacia atrás, que devuelve la mirada al pasado y se construye a sí misma desde las heridas que constituyen la historia familiar; y esta memoria es la mirada que vigila a la nieta.

Este acceder a la herencia por medio de la memoria hace posible “reconocer y elaborar otras versiones del pasado” (Saraceni, 2008: 20). El relato biográfico permite al legatario identificar su pertenencia, aunque ésta se presente como un ámbito que se contradice a sí mismo, pues en lugar de garantizar el arraigo lo que hace es revelar su imposibilidad, porque es una pertenencia fundada en la pérdida de la casa, la historia, la patria: “me asusta (…)/ la condena indecible de su memoria/ la pertenencia” (Goldberg, 2007: 348). Ahí donde la memoria del espectro parece impronunciable, donde “pertenecer” a una genealogía quebrada aturde, “el heredero es entonces quien, al heredar, está llamado a interpretar un secreto” (Saraceni, 2008: 19).

En la poesía de Goldberg la herencia y sus enigmas han de ser transgredidos por los herederos. Cuando la voz poética-nieta, a través de la palabra, enuncia sus miedos con respecto al legado, accede a él de forma oblicua, transversal, como pretendiendo “cuidarse” de lo que falla, de eso que interrumpe su pertenencia y la nombra de otro modo. El secreto que debe descifrar habita “en lo más terrible/ lo más amado” (Goldberg, 2007: 349), esto es quizás la genealogía, la familia, la sangre, en suma, esa instancia que construye la identidad como desmoronamiento y destrucción. En Luba el secreto pareciera consistir en sufrir la condena de la pertenencia desde la casa y la estirpe edificada a partir del trágico pasado familiar.

Casi al final del poemario se devela una de las formas más potentes de aproximación a la genealogía: la que se realiza a través de la lengua. En la forma de nombrar la experiencia se encuentran resguardados también los secretos de la tradición y la historia de cada legador. Toda herencia está vinculada a la manera de experimentarla verbalmente. En este sentido, el heredero está casi en la obligación de acceder a la lengua de sus antepasados y “sentir” desde ahí. En Luba, la nieta cumple el ritual: “me acerco a su lengua dolorosa/ amaso un discurso de puertos extranjeros/ casas abandonadas al borde de lo presentido” (Goldberg, 2007: 350). Esta “lengua dolorosa” es a la vez puente del proceso hereditario y herencia misma. El dolor se vuelve discurso, se convierte en eso que la heredera verbaliza, esa palabra herida por la diáspora afectiva y geográfica que la atraviesa. La pertenencia judía representa en Luba una situación ontológica, que desemboca en su poesía cargada de símbolos religiosos judíos, forjando una conciencia del ser judío, de la lengua hebrea, de cómo la historia de este pueblo marca de modo definitivo a sus sobrevivientes. Con este poemario, Jacqueline Goldberg construye un inexorable referente poético en su producción. Es Luba una suerte de personaje mítico, una mujer de sal, esa sobreviviente judía que es recordada por su legataria como la abuela “bella/sola para siempre” (Goldberg, 2007: 345). Se pudiera decir que este poemario temprano de Goldberg es una puesta en escena, a través de la poesía, del peso de la herencia judía familiar, del modo cómo la literatura hereda el pasado y lo usa para mostrar la dificultad de continuarlo y transformarlo.

3.- “Abuelos carcomidos por el odio”

Otro momento del tema genealógico en la obra de Jacqueline Goldberg es Máscaras de familia (1991/2007), poemario donde se propone la idea de que los legados no se reciben, sino que se entregan. Acá la herencia funciona mediada por la maternidad. Este libro devela esa relación íntima entre la mujer y el hijo, y la transmisión de su historia a través del cuerpo. Además, da cuenta de las formas que tiene la madre de enfrentarse a ese alguien que está por llegar y a quien debe hablarle del pasado que lleva a cuestas, de su estirpe, de su genealogía. Derrida explica que “En el fondo, el espectro es el porvenir, está siempre por venir” (1998: 52), alegando que el espectro en ocasiones desarticula la antinomia de presente y pasado, pues instaura una forma distinta de concebir la contemporaneidad en tanto el pasado representa siempre una amenaza para el futuro y, por consiguiente, es una presencia intempestiva que interrumpe el presente. Ante el hijo, ese espectro que “está por venir”, el sujeto lírico de Goldberg asume su posición de madre-legadora. Le habla al fantasma: “Ante la paciencia de ajenos/ heredarás mi soledad” (2007: 266). Al hijo que está por venir se le atribuye la soledad que la voz-madre, anteriormente nieta, heredó de Luba: “sola para siempre” (2007, p. 345). Con este texto parece empezar a trazar la genealogía expuesta a través de la obra poética de Goldberg.

La nieta-legataria, ahora madre-legadora, elabora a través de la escritura una genealogía hecha de pérdidas y faltas, de fantasmas y muertos que la poesía vuelve presencias vivas. Une los puntos de una pertenencia que se disemina entre los fantasmas de la familia y quienes estando vivos persiguen su sombra y deuda. El hijo no tiene otro destino que el de su madre. Ésta sabe que no podrá evadir los dardos que le vienen del pasado:

La madre advierte al hijo acerca de un pasado que ha sembrado en la estirpe la desesperanza y la resignación, la conciencia de que el tiempo no borra la falta y la pérdida que funda a la genealogía. El hijo nacerá atrapado en la memoria de su genealogía sobreviviente del mal y que pudo levantarse de la persecución y el éxodo. La referencia a los abuelos nos hace pensar que las “edades en quiebra” que recibió de la abuela le son ahora transmitidas al hijo que amenaza con llegar, con interrumpir, con cargar o aliviar el peso de una familia que sabe que su historia está fundada en el dolor y la tragedia. Además del legado de los abuelos, la madre intenta perpetuar su historia individual en el hijo, transmitirle una herencia que más que la historia de la abuela es también la suya marcada por ese relato fundacional: “Te guardaré/ mis ropajes de infancia/ el olor a muerto/ de aquella felicidad” (2007: 279). Esta infancia parece estar poblada de presencias que se diseminan por la memoria de una niñez que tuvo que convivir con los espectros.

Creerás en orillas
Abuelos carcomidos por el odio
Nada habrá más absurdo
Que nuestro pasado
(Goldberg, 2007: 267)

No se podría hablar de herencia, hogar, familia, sin hablar de la infancia. Siempre que se vuelve al origen, se vuelve a ella. Este retorno que emprende la madre responde en gran medida a la necesidad de asirse a un capital simbólico que pueda entregarle al hijo. En Goldberg, la herencia de la madre no es otra que su historia íntima y afectiva, sus modos de tramar y torcer la herencia de la sangre. La biografía materna es el legado que recibe el descendiente, el siguiente en la cadena genealógica. El hijo es de la madre en tanto hereda su vida, formando un vínculo más allá de la conexión corporal: un nexo que se consolida con su nacimiento.

Luego de Máscaras de familia, el tema de la herencia en Goldberg volverá a aparecer en El orden de las ramas (2003). Este es uno de sus poemarios más herméticos y viene a develar los lamentos e inquietudes de un sujeto lírico que habla desde el diálogo y la transgresión del verso. Acá la voz poética experimenta la descolocación, se desfigura y se abre a todos los opuestos, puede ser hombre o mujer, pregunta y respuesta, negación o aseveración. La multiplicidad de registros que se observa en este poemario sirve para nombrar ciertas rasgaduras y experiencias del sujeto poético.

En oposición a los anteriores libros, aquí las figuras legatario-legador dejan de ser voces femeninas y se enuncian desde un yo poético hombre: “Mi herencia de quejumbroso, siempre en ascuas” (Goldberg, 2007: 96). La queja sigue atravesando la poética de Goldberg. La herencia es aún una inconclusa letanía, el suplicio de una pertenencia que duele. La noción de herencia configurada a través de los anteriores poemarios es puesta en escena por la voz poética que asume su “herencia de quejumbroso”, a sabiendas de que sus antepasados se rindieron ante las evidencias de su debacle y sucumbieron ante el lamento que lo precede.

En este libro, el origen judío vuelve a la escena para plantear la pregunta acerca de la herencia como pertenencia interrumpida:

  • Mis culpas son otras. No quiero hablar de ellas. No me persiguen. Están adosadas
    a la inclemencia de otras plegarias
  • Eres sacrílego, de vano resbalar. No ayunas, no ruegas, no pones en jaque tu
    esperanza. Escribes tu nombre en un libro profano, tu epitafio en efímeros paisajes
    de provincia
  • Mi signo está al revés, por eso tiemblo y desconozco las herencias que me han sido
    propinadas para sobrevivir
    (Goldberg, 2007: 101).

Se observa aquí la subversión del gesto heredado, ese que se repite en la medida en que se traiciona y modifica. El gesto se transforma en mueca, en inconformidad. Hay un legatario con una herida diferente a la que su estirpe le ha impuesto, pues sus “culpas son otras”. Al parecer éste se resiste a cargar con la memoria de los ancestros; sin embargo, sabe que le es imposible liberarse de la historia que lo antecede: “La herencia es entonces reafirmación de lo que nos es asignado y reactivación de sus contenidos a través de un acto de infidelidad por parte del legatario” (Saraceni, 2012: 15). En el poema, la infidelidad del legatario es representada a través de otra voz que reclama con vehemencia de familiar ofendido: “Eres sacrílego, de vano resbalar. No ayunas, no ruegas” (Goldberg, 2007: 101), es quizás la voz del espectro reclamando la resistencia a los rituales familiares más antiguos, la judeidad exigiendo su espacio, su continuidad. La tradición judía es entregada como un talismán para “sobrevivir”; sin embargo, el sujeto poético “está al revés” y desconoce las herencias. Las rechaza porque le son prescindibles e innecesarias.

Hannah Arendt afirma sobre la judeidad que: “Ya no se trata como para Hamlet, de ser o no ser, sino de pertenecer o no pertenecer” (Arendt apud Kristeva, 2000: 105). Se puede pensar con Arendt en un legatario que se sabe judío pero que transgrede los rituales de su tradición que lo harían continuar la sucesión generacional sin problemas de no ser por su resistencia a tales protocolos. Esto demuestra otro modo de la pertenencia: desde el desvío, la línea de fuga, la inconformidad. Por lo tanto, se configura una pertenencia defectuosa, atravesada por la clara subversión del gesto.

Cuando Derrida en Escoger su herencia (2003) habla de cómo heredar, hace especial énfasis en la necesidad de reafirmar la herencia: “¿Qué quiere decir reafirmar? No solo aceptar dicha herencia, sino reactivarla de otro modo y mantenerla con vida. […] filtrar, interpretar, por consiguiente, transformar, no dejar intacto, indemne.” (Derrida, 2004: 13). A partir de estas reflexiones, se puede pensar que el heredero de El orden de las ramas es aquel que en el momento de reafirmar los legados que le son entregados, los transforma. Entonces, bajo esta concepción, subvertir sería a la vez reafirmar: negar la herencia admitiendo el peso de su entrega: “desconozco las herencias que me han sido propinadas para sobrevivir” (Goldberg, 2007: 101).

La voz poética múltiple de este libro habla desde la certeza de un cambio en el tiempo que a su vez ha transformado la estirpe, la ha vuelto ausente:

Me fue otorgada una orfandad de fieras

  • Crímenes de rumorosa demencia
  • Abro los ojos, desentierro mi cuello. ¡Dios, que no me falten las palabras, nunca,
    nunca en tu pantanoso reino!
    (Goldberg, 2007: 121).

Admitir la orfandad como un “bien” que se hereda es saberse un legatario en permanente soliloquio. No es éste un sujeto lírico que convive con los espectros en un diálogo mutuo sino uno que está deshabitado de presencias y que se siente negado por la genealogía. Lo que implica, en este caso, la paradójica situación donde se observa lo que Foucault y Derrida plantean, es decir, que los legados no solo vinculan y garantizan una pertenencia, sino que, por el contrario, también la interrumpen y problematizan. Se podría conectar esta voz con la que en el poemario En todos los lugares, bajo todos los signos afirmaba “merecer” otro origen: “la palabra/ quizás” (2007: 373). La palabra es ahora la única licencia para habitar el “pantanoso reino” de Dios. En esta petición —“Dios, que no me falten las palabras”— salta a la vista la puesta en escena de una herencia activada de otro modo: se acepta un Dios como suprema deidad, pero no se accede a él a través de los rituales heredados genealógicamente, sino a través de su transformación en otros modos de orar y de acercamiento a él.

Ya en Verbos predadores (2007) hay una vuelta al origen, un intento por explicar la orfandad desde el desarraigo. Si en los anteriores poemarios se observa al legatario en los diferentes modos de heredar (desde recibir hasta deconstruir la herencia), en éste se configura a través del reconocimiento de un origen cuyos secretos y misterios han sido develados; no hay cabos sueltos entre la voz que hereda y su origen, se han extendido los puentes que hacen posible la comunicación entre uno y otro lado del abismo genealógico. No sin dolor y queja, el legatario de Verbos predadores sabe que existe solo a partir de un origen judío que instaura la sensibilidad del desterrado. En este libro, es puesta en evidencia la lucidez y claridad del sujeto lírico de que su existencia depende de su pasado y origen. Sabe que se negaría a sí mismo si no se afirmara en la memoria de sus antepasados. Es “en nombre de” que la voz poética podría decir “yo”.

A veinte años de su primer poemario —donde se pregunta: “¿mi origen?”— Jacqueline Goldberg, a través del sujeto que habla en el texto, dice:

No soy lo que digo sin un origen a cuestas.
Sigue irresoluto el olor negro de mi desarraigo.
Quisiera afirmar
Que heredé la clavícula de los iluminados
Que mi estirpe estuvo alguna vez untada de sal
(Goldberg, 2007: 22).

No es posible configurar una identidad al margen del origen. Este texto muestra un pasado que se lleva “a cuestas” y recorre el relato biográfico de la voz poética como una suerte de oráculo. El desarraigo funciona como el núcleo de sentido desde donde es necesario pensar la herencia y la pertenencia en la poesía de Goldberg. El legatario de este poema asume su deuda con el origen y sus antepasados; sin embargo, desearía al menos reconocer su grandeza, pensar que sus generaciones pasadas construyeron una memoria de laureles, que accedieron a los misterios, o que en todo caso transformaron la derrota en una experiencia catártica y restauradora: “Me honraría elogiar el deterioro” (Goldberg, 2007: 22), afirma como quien constantemente busca lo hermoso de lo vil, encontrar el ángulo luminoso del dolor. No hay protesta ante esta fisura: el heredero no reclama otro origen, sabe que “todo cuanto lamento es mordaza”, que la queja no lo salva, no lo redime, que quizás su única función es explayar la desdicha, nombrarla: darle el nombre de exilio, desarraigo, pérdida.

“No pueden las herencias infundirme más que escozor” (Goldberg, 2007: 22) dice el yo poético de Verbos predadores, quien con este verso reconoce el “escozor” de la herencia, esa forma de pertenencia configurada como desacomodo. Es decir, hay un reconocimiento de la duda que se tiene en relación con la supuesta garantía que otorga un legado. De allí el “escozor” como un modo de resistencia a la confianza en el patrimonio familiar

Mis ancestros se plantaron con muecas de insomnio,
a sabiendas de que los seguiríamos con ojos alambrados.

Aprendieron que no hay errancia sino consuelo.
Vivieron del luto, feroces y míseros
entre las tonalidades del estorbo.
(Goldberg, 2007: 22).

La voz del heredero habla de los espectros con la certeza de quien ha vivido lidiando con su presencia y ha experimentado su amenaza. Se trata de hacer de “las tonalidades del estorbo” una lengua, un lenguaje poético sobre la base del cual se despliegue el problemático ejercicio del heredero, lo que Derrida llama “una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones” (Derrida, 1998: 12).

En este poema puede leerse una suerte de crónica del desamparo. Es el relato de una estirpe que le habla a sus descendientes a través de “muecas de insomnios”, y cuando dice “muecas” nombra las anomalías que toda herencia tiene que son también factores hereditarios; pues la mueca es precisamente el gesto desfigurado, expresado de otro modo. Es entonces el reconocimiento de tales desfiguraciones lo que propicia el acceso de la voz poética a una genealogía para rastrear “con los ojos alambrados” la pertenencia o, en todo caso, la constatación de su imposibilidad como una manera de ser parte de la estirpe a sabiendas de que la pertenencia también sucede a través de la extranjería del apellido. Ésta, que parece ser la negación de la familia, es una forma de genealogía “en falta”, que afirma su existencia en tanto espacio fracturado donde el origen muestra interrupciones.

En los siguientes poemas de Verbos predadores, los cuales rompen un poco la recurrente forma del verso breve en Goldberg, la herencia es rastreable a partir de minuciosos referentes que dan cuenta de la posible conexión de los legados con otros ámbitos de la experiencia. En primer lugar, el hecho hereditario se presenta en relación con el cuerpo, tal como se puede observar en algunos versos del poema titulado “Lineamientos”: “Mi rostro, / ojos sueltos, boca empinada,/ no es lo que parece/ sino un amasijo de vocales desterradas” (Goldberg, 2007: 25). La memoria se inscribe en cada zona del cuerpo donde se establezcan lazos con el pasado y además configura una forma de utilizar la palabra que responde al desacomodo de la heredera, que está “desterrada”, que balbucea y no encuentra otro modo de decirse que no sea el tanteo y la desconfianza. Las proporciones y rasgos del cuerpo son una forma de mostrar, al igual que lo señala la foto mencionada, cómo el legado se vuelve cuerpo y gesto donde se ponen en escena los capitales simbólicos del legatario: “Mi frente carga culpas de insomnio, /se acomete filosa en su desmemoria” (Goldberg, 2007: 25).

La identidad y su deconstrucción se pueden pensar también a través de la observación del rostro, zona del cuerpo donde la herencia tiene lugar: “Mis rasgos de muchacha polaca, salvaje de Judea,/ irán trastornándose” (Goldberg, 2007: 25). Es decir que el cuerpo refleja la desviación del gesto primigenio, de la secuencialidad hereditaria. La mirada, el rostro, los rasgos configuran la fuga del “gesto” familiar. Algunos dan cuenta de una rostridad, es decir, de una forma de organización de subjetividades y significaciones a través de la disposición semiótica del rostro (Deleuze; Guattari, 2007: 174-176), que obedece a indicadores de una identidad cuarteada. El rostro y el cuerpo del sujeto poético se van alejando del calco familiar para adquirir otra sintaxis, otra expresión. Derrida se pregunta “¿Acaso no hay que pensar que la pérdida del cuerpo puede afectar al propio espectro?” (1998: 134). Entonces, si en el poema de Goldberg los rasgos del cuerpo se trastornan, el espectro y por ende los legados también padecen y se turban. Así, los espectros que constituyen la identidad de la voz poética son también susceptibles de transformación mediante su aparición en el cuerpo en la herencia.

En Verbos predadores la puesta en escena de la herencia también se relaciona con el tópico del viaje y la huida: “El viaje/ o nacer.” (Goldberg, 2007: 53). Parece que el origen es movilizado y puesto a prueba por el viaje o en todo caso este último es la salvación ante los entuertos originarios, el “desastre natal”:

Me sacaron de mi casa,
Me arrancaron la ropa,
Me tatuaron una cifra,
Me gasearon,
Me incineraron
Me convirtieron
(…)
Dije “estuve en las fauces”.
(…)
Me asquearon temprano.
Me entregaron horas crudas.
(Goldberg, 2007: 53).

En este poema, el sujeto lírico habla en primera persona, sin embargo, construye una suerte de voz colectiva a través de la cual enuncia el dolor judío. Habla en nombre de su tribu marcada por algo ajeno al cuerpo que es también la marca de una historia del mal y la violencia que transforma para siempre el relato de esta estirpe. El yo poético es a la vez todo el pueblo israelí ante la memoria de su tragedia, y la experiencia del holocausto es contada en el poema como una suerte de manifiesto doloroso. Cada episodio de la guerra se disgrega en el poema y logra diseñar una panorámica del sufrimiento, una cartografía del desasosiego, una imagen de la escena misma del dolor: “Vi torcer un pan, un lloro” (Goldberg, 2007: 54).

Este poema lleno de referencias históricas declara que el lugar para cargar la herencia y asumirla en toda su complejidad es la poesía:

Y pese a todo
Un rumor lengua adentro,
Muy adentro,
Pequeño,
Torpe,
Desheredado
(Goldberg, 2007: 55).

Así como se pudo observar en Luba, los legados pueden ser abarcados desde y en la lengua. Se habla de un rumor lengua adentro que quizás esté relacionado con la escritura poética pues se construye como un rumor silencioso, íntimo, conectado con una sensibilidad que se acerca a lo más íntimo e inexpresable. En Goldberg, la poesía es un vehículo estético para mostrar que no hay herencia sin escozor y es a través de ese rumor que la herencia se entiende también como fisura, como un secreto que compone y desafía la genealogía. Su escritura se sirve de diferentes imágenes y tonos para delinear un pensamiento acerca de la herencia que permite visualizar, no solo los mecanismos que están en la base de la transmisión y lectura de un legado, sino también los modos cómo el discurso de familia se construye sobre la base de la noción de herencia y el lugar que ésta ocupa en su poesía.

Notas

1 “A Luba Kapuschewski, mi abuela, por lo que soy” (2007: 339).

2 El Menorah es un candelabro de siete brazos que representan, según Éxodo 25:31, los dones que deben llenar el cuerpo humano: espíritu de Dios, saber, inteligencia, ciencia, trabajo, creación artística y fe. Igualmente, representa los diez sefirotes del árbol de la vida cabalística.

Referencias

Bourdieu, Pierre (1994). El espíritu de familia. «L’esprit de famille” París: Editions du Seuil, Traducción de María Rosa Neufeld.

Deleuze, Gilles; Guattari, Félix (1997). “Rizoma” en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos.

Derrida, Jacques (1998). Los espectros de Marx. Madrid: Editorial Trotta.

Derrida, Jacques (2004). Escoger su herencia. Diálogo con Elisabeth Roudinesco. In: Y mañana qué… Buenos Aires: FCE.

Foucault, Michel (1971). Nietzsche, la genealogía y la historia. [http://www.pensament.com/filoxarxa/filoxarxa/pdf/Michel%20Foucault%20-%20Nietzschegenealogiahistoria.pdf] [Consultado 15/12/2020].

Goldberg, Jacqueline (2007). Verbos predadores: poesía reunida 2006/1986. Caracas: Equinoccio.

Kristeva, Julia (2000). El genio femenino. Buenos Aires: Paidós.

Saraceni, Gina (2008). Escribir hacia atrás. Herencia, lengua y memoria. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.

Saraceni, Gina (2012) La soberanía del defecto. Legado y pertenencia en la literatura latinoamericana contemporánea. Caracas: Equinoccio.

Saraceni, Gina (2012). “La intimidad salvaje. El grado animal de la lengua”. Voz y Escritura. Revista de estudios literarios. 20: 163-179. Mérida: ULA. [http://www.saber.ula.ve/bitstream/handle/123456789/36303/articulo9.pdf?sequence=1&isAllowed=y.] [Accedido en 20/10/2018.]

Sobre la autora

Publicado como: «La genealogía torcida. Reflexiones sobre la poesía de Jacqueline Goldberg», en Voz y Escritura, Revista de Estudios Literarios. Número 30, pp. 98-115. Fuente de la imagen: https://biblioteca.lapoeteca.com.

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