Belkis Barrios
La literatura venezolana del siglo XX y la primera década del siglo XXI refleja una preocupación recurrente por los temas de la decadencia sociopolítica, el fracaso de la nación y su proyecto modernizador, las fracturas de la memoria histórica y el desarraigo identitario. El crítico literario venezolano Celso Medina (751-762) examina la constante del pesimismo en el quehacer literario venezolano en sus distintos periodos estéticos y se sustenta en los postulados bajtinianos para establecer una pertinente distinción entre las escrituras de naturaleza monológica y las de carácter dialógico.
En las primeras, características de la mayoría de los novelistas de las tres primeras décadas del siglo XX, el discurso de autor permea la historia contada y los personajes se construyen a partir de la inclinación ideológica de aquél. En la tradición monologista se inscribe el modernismo que, según Medina, le confiere un carácter de universalidad al pesimismo, como se aprecia por ejemplo en la obra de Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927), autor de Ídolos rotos (1901) y Sangre patricia (1902). Los personajes de Díaz Rodríguez miran Venezuela con el mismo ojo nihilista del autor: como señala Douglas Bohórquez, un país con pretensiones de modernidad pero, paradójicamente sumido en la miseria, un espacio hostil donde es imposible autorrealizarse. Así, los personajes se apegan a los modelos culturales eurocéntricos, niegan la memoria histórica y cultural venezolana y abandonan el país hacia ciudades europeas, sólo para agudizar su alienación y su desarraigo identitario (Bohórquez 192).
Se inserta igualmente dentro de las escrituras monológicas la obra novelística costumbrista de Rómulo Gallegos (1884-1969), asociada con la corriente positivista y expresión de los ideales nacionalistas del autor, uno de los primeros impulsores, en el ámbito político, del proyecto democrático modernizador de la nación. Según Bohórquez, en la obra galleguiana el mensaje es de compromiso y sus novelas reelaboran un imaginario nacional: a diferencia de los personajes de Díaz Rodríguez, los de Gallegos desean regresar al país después de haber viajado, como manifestación de su sentido de pertenencia a la tierra. Sin embargo, en novelas como Reinaldo Solar (1930), este deseo se trunca en pesimismo: a pesar de las luchas subversivas en las que se embarca, el personaje central no vislumbra salidas en un país hundido en el deterioro social y en la anarquía política.
Dentro de la categoría de escrituras monologistas cabe también incluir a Rufino Blanco Fombona (1874-1944) con su novela El hombre de hierro (1907) y al ya mencionado José Rafael Pocaterra (1890-1955) con su Política feminista o el Dr. Bebé (1918). Con una satírica estrategia panfletaria, ambos autores buscan denunciar la descomposición moral del país durante la dictadura gomecista (Medina 752). Aquí es clave también la ya citada novela de Pocaterra, Memorias de un venezolano de la decadencia (1927), obra testimonial en tanto que el autor estuvo tres años preso en La Rotunda, cárcel del régimen gomecista. Memorias… constituye un conglomerado de imágenes y discursos –apéndices documentales de juicios, fotografías, planos de la cárcel—que articulan la construcción narrativa del prototipo del venezolano activamente opuesto a Gómez: el que sufrió encarne propia las torturas, el participante de los horrores de las cárceles, el testigo de los eventos políticos, de las sublevaciones contra el régimen y, sobretodo, desde un lugar de enunciación analítico, testigo de las transformaciones sociales que ocasionó la dictadura sobre la población, sobre la base de la humillación y del miedo (Rojo 543).
Contra la tiranía de las dictaduras se pronunciaron también algunos manifiestos de grupos literarios del momento, como señala Infante (409-411): La Alborada (década de 1900, en el período de transición entre las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez), grupo integrado por Rómulo Gallegos, Julio Planchart, Julio Rosales y Salustio González Rincones, entre otros. También Válvula, compuesto por los jóvenes intelectuales de la llamada “Generación del 28”, quienes articulan su quehacer literario en torno al pronunciamiento contra los excesos de la dictadura gomecista. Son ellos Miguel Otero Silva, Carlos Eduardo Frías, Antonio Arráiz, Fernando Paz Castillo y Arturo Uslar Pietri.
Según el análisis de varios críticos, como por ejemplo Domingo Miliani (40-41), Uslar Pietri, considerado como uno de los nombres más prominentes de las letras venezolanas, no se involucró directamente en las rebeliones políticas que ocasionaron la hostilización de muchos de sus compañeros de generación. Al contrario, Miliani afirma que el autor de novelas históricas como Las lanzas coloradas (1931), El camino de El Dorado (1947), Oficio de difuntos (1976) y La isla de Robinsón (1981) y de ensayos como Petróleo de vida o muerte (1966)–donde enfatiza su preocupación sobre el carácter destructivo de la explotación del petróleo y advierte la necesidad de diversificarla economía—se interesó más en el quehacer
intelectual vinculado a las revistas literarias del momento y en la transformación de la arena artística, en la que introdujo nuevas formas de vanguardia. De hecho, según González Stephan (48), Uslar Pietri se separa del modernismo y del regionalismo/criollismo–la literatura de ideas, según la dialéctica de Medina—en la búsqueda de nuevos horizontes estéticos. Así, la literatura de Uslar Pietri, desde la visión de González Stephan (61), más que inscribir su cuestionamiento en el frente de luchas políticas, se preocupó por la metáfora y las formas narrativas.
Volviendo a la distinción de Medina, en la década de los treinta se comienzan a gestarlas bases para la consolidación del “dialogismo” en la narrativa venezolana, es decir, un tipo de escritura en la que el autor empírico deja de lado la idea de la novela como una “proposición mesiánica” (753) y pasa a convertirse en un mediador: las obras constituyen un mundo en sí mismo, articulado desde la variedad de las voces narrativas, los diversos puntos de vista y la recursividad estética, práctica literaria que se consolidará durante el resto del siglo XX y se extenderá hacia el próximo siglo.
La iniciadora de este periodo, según el crítico, es Teresa de la Parra (1889-1936), que con su novela Ifigenia (1924)–considerada como la primera novela de formación femenina en Venezuela—experimenta con la “tensión entre diversas formas y modalidades discursivas (novela que finge ser carta, diario, comedia, tragedia”(Bohórquez 197) parare crear la alienación de una joven venezolana que ha crecido en París y regresa a Caracas, donde es forzada a soportar un ambiente doméstico de opresión patriarcal, una sociedad que en su impaciente búsqueda de modernización, se ha transformado en un medio cada vez más hostil.
Novelas de este periodo son Cubagua (1931) de Enrique Bernardo Núñez, Canción de negros (1934) de Guillermo Meneses y Mene (1936) de Ramón Díaz Sánchez que, según Medina (753) constituyen un gesto del desasosiego del venezolano ante los rasgos de consolidación de la cultura petrolera. Se trata, como argumenta Miguel Ángel Campos (481), de una cultura de la pobreza, reflejo de la abundancia, que se prefigura a partir de la redistribución de clases sociales y la constitución de clanes bajo el sustento del Estado rico: “la sociedad tiende a formarse a partir de relaciones hechas de tensiones materiales; en ese sentido, al describir un mundo ambicioso en el seno de relaciones sociales cosificadas, la novela alcanza su esplendor” (Campos 482).
El héroe, además, ya no persigue trascendencia, sino que busca desesperadamente desvanecerse de su entorno, “ya se ha separado de la responsabilidad de construir, de nombrar” (Campos 482). Así son los antihéroes que Salvador Garmendia ficcionalizó algunas décadas más tarde bajo el nombre de Los pequeños seres (1959), novela que desde una estética absurdista explora la “violencia individualista” que define la clase media, como también la desazón y las frustraciones de una generación “paralizada por la rutina cotidiana y sinsentido” (Medina 756).
A partir de la década de los sesenta –señala Iraida Casique (615) —se enfatiza en la narrativa venezolana “la ausencia de racionalidad y proyectos en todos los niveles de la vida nacional”. De la literatura de esta década, también nombrada como literatura de la violencia por su constante representación de los procesos insurgentes de la época, son representativos Adriano González León –autor de Asalto infierno (1963) y ganador del premio Biblioteca Breve en 1968 con País portátil—, el ya mencionado Salvador Garmendia –Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963) y Guillermo Meneses –La misa del arlequín (1962). Sus obras, que exhiben una notable complejidad en cuanto a la forma estética, exploran diversos temas que giran en torno al pesimismo y la “decadencia”: la miseria material, la cadena de fracasos históricos, el arraigo de la tradición caudillista y la admiración por “el hombre fuerte”, el abuso de poder, la violencia social y política, la inexistencia de una comunidad colectiva, etc.
El tema de la insurrección guerrillera de los sesenta se manifiesta también en la literatura escrita por mujeres en la década siguiente. Destacan las novelas Aquí no ha pasado nada (1973) de Ángela Zago y No es tiempo para rosas rojas (1975) de Antonieta Madrid. En ambas se muestra el desencanto, desde una perspectiva femenina, con un proyecto revolucionario que “termina por reproducir vicios de la sociedad contra la que se ha levantado” (Rivas 720). Los sesenta son además los años de apogeo de los grupos literarios y de sus revistas: Sardio (1958-1961), Tabla redonda (1959-1965) y Rayado sobre el techo (1961-1964), las dos primeras, revistas de los grupos literarios homónimos, y la tercera, revista del grupo El techo de la ballena.
La noción del compromiso social del arte y de la literatura es dominante en ese entonces y, en particular, El techo de la ballena (integrado por Adriano González León, Salvador Garmendia, Caupolicán Ovalles y Juan Calzadilla, entre otros) se destaca por su radicalidad, apreciable en obras como la exposición titulada Homenaje a la necrofilia, que consistió en la exhibición de cuerpos de reses sacrificadas. Los balleneros se inspiraron en los aportes del surrealismo francés y la poesía beatnik norteamericana para pronunciarse contra la indiferencia de la recién caída dictadura militar–apatía cuya continuación vislumbraron con el recién instaurado proyecto democrático populista—hacia “las barriadas miserables, los basurales, la violencia legalizada, la brutalidad y la concupiscencia en el poder”, según el análisis de Ángel Rama (en Porras 635-636).
Otro escritor que inicia su creación en esta época y que es considerado en su momento como “antiescritor” y su obra calificada como “antiliteratura” es Renato Rodríguez, quien en sus novelas Al sur del Equanil (1963) y El bonche (1976) construye personajes que se marginan a sí mismos de la sociedad, puesto que les resulta inconcebible la integración a la misma. Los personajes de Rodríguez se sienten asqueados ante el sinsentido del creciente deterioro político, la corrupción y el materialismo. Como respuesta evasiva a la realidad local, o bien perpetúan su desarraigo en el exilio o bien pierden la razón (Casique 609).
El predominio de la negatividad en la narrativa venezolana perdura en las décadas subsiguientes, como argumenta Beatriz González en torno a la literatura de las décadas de los setenta y ochenta, cargada de “imágenes que giran alrededor de la muerte, el vacío, las persecuciones, el fracaso, la soledad, el hundimiento (…), la polarización cielo-infierno, el suicidio, la búsqueda, el tiempo estancado, la asfixia, la enajenación” (González en Casique 622). Entretejidas con el tema del pesimismo, las búsquedas estéticas del lenguaje continúan, como en El mago de la cara de vidrio (1975) y Mascarada (1978)–ambas de Eduardo Liendo—donde predomina la farsa y las alegorías ligadas a la sociedad de consumo y a las “monsergas existencialistas de la época” (Medina 759).
Según el crítico y escritor venezolano Luis Barrera Linares (809-810), en los años ochenta, con la diversidad tanto formal como temática que caracterizó ese periodo, se fundan las bases de la literatura finisecular y se aprecia una revitalización de las letras. Los nuevos narradores comienzan a cultivar géneros y temas nuevos o muy poco trabajados por autores anteriores: novela corta, cuento extenso, novela policial, de aventuras, de terror, de ciencia ficción, y, entre los temas, la crítica satírica a los ideales revolucionarios de los sesenta, así como la representación recurrente de lo cotidiano o lo familiar. César Chirinos con Mezclaje (1987) y Denzil Romero con Parece que fue ayer (1991) llevan, según Medina (761) la abyección a extremos y sus personajes, seres insustanciales y mediocres, se refugian en un presente caracterizado por un “morboso hedonismo” (esta fascinación por el presente será, según se verá más adelante, un rasgo característico de la ficción venezolana de principios del siglo XXI).
En las dos últimas décadas del siglo XX–hecho extensivo a la primera década del XXI—la narrativa escrita por mujeres sobresale por la abundancia de sus publicaciones y por la calidad estética (Rivas 723). Más allá de su complejidad y sofisticación estética, Memorias de una antigua primavera (1989), de Milagros Mata Gil, Vagas desapariciones (1995) y Los últimos espectadores del acorazado Potemkin (1999), ambas de Ana Teresa Torres, y Rapsodia (2000) de Gisela Kozak, por ejemplo, comparten su abordaje de los temas de la violencia, la desidia, la decadencia, el desvanecimiento de la memoria histórica, el fracaso de los proyectos de modernidad del país y la incertidumbre del sujeto en un mundo caótico.
En el año 2010, el escritor y crítico literario Miguel Gomes discierne un ciclo narrativo que se ha ido cristalizando desde la aparición del presente Hugo Chávez en la vida pública en 1992 y que se consolida durante la primera década del siglo XXI. Esta narrativa, la que Gomes (834) llama “fábulas del deterioro”, se caracteriza según su análisis por la captura neoexpresionista de imágenes de noche y tinieblas para evocar el sentir del país en su inserción en el nuevo milenio.
El crítico vincula los siguientes autores y títulos con este ciclo narrativo: Solo quiere que amanezca (cuentos, 2002), de Óscar Marcano; También el corazón es un descuido (2001) y La enfermedad (2006), ambas novelas de Alberto Barrera; Falsas apariencias (cuentos, 2004), de Sonia Chocrón; Pecados de la capital (cuentos, 2005) y Latidos de Caracas (novela, 2007), de Gisela Kozak; Nocturama (novela, 2006) de Ana Teresa Torres y Fractura (cuentos, 2006) de Antonio López Ortega, grupo al que tal vez cabría agregar a Francisco Suniaga y su novela La otra isla (2005).
Gomes asegura que estos escritores han actualizado el legado literario de Salvador Garmendia, cuyos universos viscerales de personajes insólitos, deformes, habitantes de espacios ruinosos, en permanente decaimiento, como cuadros pictóricos expresionistas, fueron objeto de estudio de Ángel Rama (en Gomes 834). En esta actualización, se insinúa que realmente nada ha cambiado mucho y que “los escombros (…) que Garmendia percibía en plena era de derroche petrolero –la popularmente llamada ‘Venezuela saudita’ de los sesenta y setenta—siguen siendo los de hoy, cuando oficialmente se asevera el triunfo de nuevos valores –los de (…) la ‘Revolución Bolivariana’ (…)” (Gomes 835). El espacio narrativo de estas obras es, por lo general, la ciudad de Caracas, que funciona como un ambiente de “abyección exasperada” caracterizada por la asfixia, la desconfianza entre conciudadanos y el delirio, con tintes naturalistas y también en remembranza del modernismo de Manuel Díaz Rodríguez, apunta Gomes.
La novelista y crítica literaria venezolana Ana Teresa Torres (“Cuando la literatura”917) señala otro elemento relevante de las escrituras finiseculares, que se perpetúa a lo largo de la primera década del siglo XXI, y es que “el cuerpo” de la literatura venezolana es aprehensible, en el fin del siglo pasado y comienzos del nuevo, desde la dispersión colectiva de los escritores, muchos de quienes cristalizan su producción creativa desde otras latitudes. Torres advierte que ya no es preciso pensar en un repertorio de “signos nacionales de los textos” sino más bien en imaginarios: una red o tapiz sobre los que se inscribe la escritura. La pertenencia del escritor deja de ser geográfica/territorial y pasa a ser espiritual.
Son los casos, por ejemplo, de Juan Carlos Méndez Guédez, autor de Una tarde con campanas (2004) y Tal vez la lluvia (2009); Juan Carlos Chirinos, autor de Homero haciendo Zapping (2003) y El niño malo cuenta hasta cien y se retira (2004), y Eduardo Sánchez Rugeles, autor estudiado en esta tesis. Todos tienen en común el hecho de vivir en España y, desde allí, dejar permear en su obra el tema de la diáspora migratoria del venezolano debido a las dificultades de integración en la sociedad vigente y el subsiguiente desarraigo que ello implica.
En términos estéticos formales, tal vez el rasgo más común que comparten la mayoría de los escritores venezolanos de fin de siglo XX y comienzos del XXI es su adhesión a las formas del presente, al registro de la cotidianeidad: un tipo de “historicidad” fascinada con las experiencias inmediatas y renuente a reflexionar sobre el pasado como tarea necesaria para comprender el presente y proyectar el futuro, tendencia común a las escrituras latinoamericanas de fin de siglo, como argumentan Ludmer en “Literaturas postautónomas” y la también crítica literaria argentina Beatriz Sarlo durante su entrevista con Kolesnicov. El rasgo, a su vez, se inscribe dentro de la dinámica de la postmodernidad, en la que las expresiones literarias/artísticas se sensibilizan hacia las demandas culturales del mercado de consumo masivo y las formas estéticas transmitidas por los medios tecnificados.
Ya en la década de los 90, en la escena latinoamericana, los escritores chilenos Alberto Fuguet –autor de McOndo (1996)—y Roberto Bolaño, ganador de los premios Herralde (1998) y Rómulo Gallegos (1999) por su novela Los detectives salvajes (1998) han reflexionado en sus obras sobre la influencia de las formas mediáticas globalizadas sobre la literatura y, Bolaño particularmente, en su crítica metadiscursiva, sobre la pérdida de autonomía, institucionalidad y lenguaje poético de la literatura, y su transmutación en una expresión del presente cotidiano, de la vida misma en su sentido más “visceral”. Las nuevas hornadas de escritores latinoamericanos –no necesariamente los más jóvenes nacidos en las décadas de los setenta y ochenta, sino también muchos nacidos en los sesenta—han continuado en su exploración de lo cotidiano, los registros de época, la crítica autorreflexiva hacia la literatura y su papel en la era vigente y la mimetización con expresiones de la cultura masiva.
Pero tal vez el rasgo común a los más jóvenes es que sus obras, como apunta Sarlo en entrevista con Kolesnicov, no sólo están muy sensibilizadas hacia las expresiones de los medios de comunicación tradicionales como la radio, la televisión, el cine y la publicidad, sino sobre todo hacia las formas textuales de las nuevas tecnologías: “A comienzos del siglo XXI, la novela encuentra en cierta tecnología –básicamente de Internet, como el blog y el chat—un tipo de discursividad que no estaba en la ficción. La novela (…) puede comenzar en un blog”. Sarlo inscribe en este grupo a los jóvenes argentinos Romina Paula (1979), autora de ¿Vos me querés a mí? (2005), Gonzalo Castro (1972), autor de Hidrografía doméstica (2004) y Iosi Havilio (1974), autor de Opendoor (2006). Otros escritores latinoamericanos cuyas obras revelan, en mayor o menor medida, todos estos rasgos finiseculares y de comienzos de siglo son el chileno Alejandro Zambra (1975) con sus novelas Bonsái (2006) y La vida privada de los árboles (2007), como también los mexicanos Daniel Krauze (1982) con Cuervos (2007) y Fiebre (2010) y Heriberto Yépez (1974) con A.B.U.R.T.O (2005) y Al otro lado (2008).
En Venezuela, junto con Eduardo Sánchez Rugeles otros jóvenes se inquietan ante las nociones de “fracaso” y “decadencia” desde esta estética formal: Rodrigo Blanco Calderón (1981), autor de las colecciones de cuentos Una larga fila de hombres (2005), Los invencibles (2007) y Las rayas (2011); Mario Morenza (1982), autor de La senda de los diálogos perdidos (2008); Enza García Arreaza (1987), autora de El bosque de los abedules (cuentos, 2010) y Liliana Lara (1971), autora de Los jardines de Salomón (cuentos, 2007).
Referencia de las obras citadas
Medina, Celso. “De la novela de la idea a la novela carnavalesca”. Pacheco, Barrera y González 751-762.
Bohórquez, Douglas. “Novela de formación y formación de la novela en los inicios del siglo XX”. Pacheco, Barrera y González 189-200.
Rojo, Violeta. “Memoria y recuerdo: el país desde la literatura autobiográfica durante el gomecismo”. Pacheco, Barrera y González 537-548.
Infante, Ángel Gustavo. “Estética de la rebelión: los manifiestos literarios”. Pacheco, Barrera y González 407-413.
Miliani, Domingo. Arturo Uslar Pietri: renovador del cuento venezolano. Caracas: Monte Ávila Editores, 1969.
González, Beatriz. Barrabas de Arturo Uslar Pietri en la Venezuela de1928. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. 6.11 (1980): 47-63.
Campos, Miguel Ángel. “La novela, el tema del petróleo y otros equívocos”. Pacheco, Barrera y González 479-491.
Casique, Iraida. “Modelos de intelectualidad marginal en la narrativa de los sesenta y setenta”. Pacheco, Barrera y González 605-624.
Rivas, Luz Marina. “¿Qué es lo que traman ellas?: Nuestras narradoras”. Pacheco, Barrera y González 711-728.
Porras, María del Carmen. “Tres revistas literarias de los años sesenta y el problema de la cultura nacional”. Pacheco, Barrera y González 625-640.
Barrera Linares, Luis. “Llegaron los ochenta: confluencia y diversidad en la narrativa finisecular”. Pacheco, Barrera y González 801-818.
Gomes, Miguel. “Modernidad y abyección en la nueva narrativa venezolana”. Revista Iberoamericana 76.232 (2010): 821-836.
Torres, Ana Teresa. “Cuando la literatura venezolana entró en el siglo XXI”. Pacheco, Barrera y González 911-925.
