Rosauro Rosa Acosta
Era la última casa de aquella calle tortuosa y silente que arrancaba desde la Salina y seguía culebreando la falda del cerro calvo y áspero, donde el atardecer se cubría de tonalidades grisáceas.
Todavía a las seis de la tarde se podía pasar por el frente de las ruinas de esta vivienda. Meter la mirada por entre los barrotes de madera del alto ventanal y contemplar las inmensas atarrayas que tejieron y tejían las arañas en labor de muchos años. Detrás de esas redes finísimas emergían fuertes y lozanas cepas de tunas y cardones que frenaban la mirada hacia más allá de la sala espaciosa de la Casa.
Uno sabía que esta vivienda tenía un patio invadido por la maleza y que como huyéndole a las espinas crecía recto hacia el cielo un almendrón de hojas tristes y rojizas, en cuyas ramas detenían su torpe vuelo los guaraguaos.
Cuando caían algunas garúas el almendrón cuajaba sus frutos que ni los pájaros -pespés, chulingas, chiros, guayamates – picoteaban.
Ya al atardecer o cuando empezaba a teñir la noche, desde lejos podían observarse las bandadas de murciélagos que salían de esta casa por las roturas de las puertas, por los boquetes de las ventanas, por los techos derruidos, por los espacios del patio.
Entonces era ya atrevimiento pasar por esa calle y mucho másacercarse al frente de la vivienda que fue de la acomodada familia Abreu.
Ya en plena noche eran los ruidos extraños del viento, de los aullidos de los gatos, del aletear de pájaros agoreros y otros ecos difíciles de identificar, pero que todos juntos o aislados atemorizaban a los transeúntes y a los vecinos más inmediatos.
La nombraban la Casa Lázara y algunos pensaban que este nombre se debía a las cicatrices que en las cornisas, en los encalados, en los rojizos ladrillos de las paredes habían dejado los colmillos afilados del salitre a través de los años, pero la razón del nombre era toda una triste historia.
Antaño, un navegante portugués arribó al puerto obligado por un vendaval que le arruinó su barco. Él no quiso volver a su país y aquí más tarde formó familia con una hermosa y acaudalada vecina por la herencia del padre, quien fue propietario de buques de gran tonelaje que comerciaban con los puertos del Caribe y hasta se aventuraban en algunas ocasiones hasta los atracaderos europeos. Encarnación Mejías era el nombre de la dama.
Tres hijos procrearon. Juan Fernando el mayor, heredó el amor por la navegación, profesión del abuelo y del padre, y en la Escuela Naval de Lisboa obtuvo el título de Piloto Mayor.
Se hizo experto en las rutas de los mares de África y de la India y acrisoló fortunas. Pero en un viaje hacia estos rumbos de la India lejana y misteriosa un huracán lo sepultó junto con su nave en las profundidades del Océano.
La segunda de los hijos fue Fátima, bella muchacha, quien desde niña mostró gran inclinación por la música y la pintura y la enviaron a estudiar arte en Francia.
En la hermosa casa de los Abreu los visitantes admiraban varios cuadros que eran paisajes de las orillas del Sena y de bellas campesinas de las campiñas del Ródano y un retrato de su autora, la señorita Fátima, que envió en los primeros años de su ausencia. Después vagas noticias. Una de ellas, la última por cierto, decía que Fátima se había casado con un violinista ruso y se había residenciado en ui un lejano pueblo de Siberia.
La menor se llamaba Marina. Era fina, delicada, de cuerpo flexible y profundos ojos negros. De voz musical, de sugestiva sonrisa. De voz purísima para los cánticos que entonaba en el coro de la pequeña iglesia en las misas dominicales.
Bondadosa con los niños y los pobres, era muy querida en la comunidad. Su madre Doña Encarnación se opuso tenazmente a que fuese enviada a Europa para cursar estudios por el temor de que como sus dos hijos anteriores no regresara jamás.
Era, pues, Marina, el alma y corazón de la Casa de los Abreu. Cultivaba rosales, helechos y astromelias. Bordaba tapices. Aprendía, mediante métodos traídos de España, a pulsar la guitarra y a tocar el piano, aquel gran instrumento que de negro barniz ocupaba un gran espacio de la sala. Cortaba y cosía sus trajes, calcados de figurines franceses. I leía con placer novelas y poemarios, que traían desde lejanos puertos los Capitanes de los buques de su padre, ya comandados por allegados a la familia, desde que al viejo Capitán Luciano Abreu le afectó la mitad del cuerpo una parálisis repentina y estaba ahora ahí, en medio del corredor con los ojos desorbitados mirando fijo un trozo de sol que correteaba sobre los ladrillos rústicos y añosos del piso.
Se le notaba la tristeza que multiplicaba la soledad de la inmensa vivienda, vacía casi de voces y de pisadas humanas. A veces se le dibujaba una sonrisa cuando un pájaro de rutilante plumaje se posaba sobre el guayabo del patio y celebraba con trinos el hallazgo de una fragante fruta amarilla.
El viejo Abreu- quien fue navegante toda su vida- falleció en un amanecer de fuertes refriegas, oyendo la gritería de los marineros que en la playa cercana, realizaban maniobras para evitar que sus botes se estrellasen contra la escollera impulsados por las altas marejadas.
Tenía las manos crispadas y tensos los músculos faciales, como tratando de no desviar el timón de un barco de alto bordo. Parecía que quería evitar el rumbo de la muerte.
A1 viejo Abreu siguió en el viaje definitivo Doña Encarnación y la Casa de los Abreu se impregnó de ese aroma de silencio y de muerte.
Dos años después de la muerte de sus padres, Marina empezó a sentir manifestaciones extrañas en los dedos de sus manos. No sentía ni el frío ni el calor de los objetos que tocaba. Cierta rigurosidad de color encarnado apareció en la punta de la nariz y manchas de igual color le cubrieron las mejillas.
Un mediodía, después de tomar el baño, descubrió, mediante el espejo de cuerpo entero de su espaciosa habitación, una grieta larga debajo de un seno. Le saltaron las lágrimas y por más de una hora permaneció detenida frente al espejo como fuera del mundo.
Desde ese día empezó a esconderse de las mujeres del servicio. No atendió más visitas. No se acercó más a las ventanas ni se mostraba a la luz de los patios. Se alejó de la iglesia y silenció la guitarra y el piano. Los helechos, los rosales, las hortensias murieron por falta de riego.
Empezaron a circular los rumores, los comentarios y hasta los chistes crueles. Las mujeres del servicio abandonaron la Casa y en ella empezó a crecer el misterio alimentado por el profundo silencio que envolvió totalmente la amplia vivienda.
Meses más tarde, en una mañana de tenue lluvia, el vecindario presenció la llegada a la Casa de los Abreu de un grupo de personas: el señor Jefe Civil acompañado de dos policías, el señor Juez y su Secretario, un Inspector Sanitario y algo retardado el señor Sacerdote.
Uno de los policías dio tres toques sobre la sólida puerta. Nadie respondió. Se repitieron los toques y el grito de «¡Es la autoridad!». El silencio fue de nuevo la respuesta. Entonces el Juez ordenó: «¡Procedan!».
Los fornidos policías y el Jefe Civil empujaron con todas sus fuerzas y la puerta cedió.
Un vaho de suciedad y de abandono salió hacia la calle. En mitad del corredor recostada a un pilar, como ausente del mundo estaba Marina, cubierto el rostro con un paño azul. Nada dijo ante la presencia de las autoridades.
Fue entonces cuando el Inspector Sanitario le comunicó la triste disposición:
—Señorita, en el puerto la espera un barco que la llevará a Cabo Blanco, recoja lo necesario para el viaje.
Ella respondió entre llantos:
—¡Vamos!.. Nada me llevo.
En la calle, los vecinos le dijeron adiós. Ella cabizbaja, marchaba a su destino.
En la playa la recogieron en una pequeña lancha unos marineros del «Cisne», la goleta de casco gris y ennegrecido velamen que tenía la ingrata misión de conducir al lejano leprocomio a los enfermos del contagioso mal de Lázaro.
En la casa de los Abreu, el Juez cumplió el ritual de clausurar la vivienda: dos tablas en cruz clavaron en puertas y ventanas y ramas espinosas colocaron en la calzada para que nadie se acercase a ella.
Desde ese instante nacieron sobre dicha casa las consejas, los misterios, las leyendas de bandadas de pájaros nocturnos, de gritos misteriosos, que emanaban de patios y corredores, de murmullos de oraciones que arrancaba el viento de las habitaciones, de los aullidos de extraños animales, de los sonidos de una música de funerales y de misas.
Empezaron a multiplicarse los fantasmas, tanto diurnos como nocturnos, de llantos angustiosos en noches de luna llena y el nombre de la Casa Lázara reemplazo al de la Casa de los Abreu.
