literatura venezolana

de hoy y de siempre

Existe la vida (fragmentos)

Dic 12, 2025

Ángela Zago

1. Descubro el laberinto

Recojo los sobrados del fregadero; abro con un pie el pote de la basura, boto los restos y casi sin pensar tomo el coleto para secar por segunda vez el piso de la cocina. Exprimo la esponja de lavar los platos. Reviso la olla aún sucia y compruebo que es fácil arrancarle los pegostes; decido lavarla de una vez y no dejar nada para mañana. El reloj está encima de la cocina, marca la diez de la noche. Debo apresurarme: tengo que finalizar el texto de ideas políticas y prepararme bien para el examen de mañana.

Me asomo a la habitación, veo a mi marido, recostado, semidesnudo, la cabeza apoyada en dos almohadas y los ojos entornados fijos en la televisión. Una sensación de molestia no definida pasa rápidamente. Debo estudiar. Busco el libro, saco la carpeta para copiar las ideas que resuma.

El día parece acortarse más y más. No sé cómo organizar el tiempo. Sólo los domingos parecen interminables: no tengo que ir a la universidad, algunos de esos días voy al cine con Manuel y eso me fastidia. ¿Por qué puedo hablar con mis amigos, mis camaradas y, en cambio, parece que nada tengo que decirle al hombre con quien duermo cada noche?

Poco a poco he cambiado las ideas por la limpieza de la casa. Mientras se barre, se sacude el polvo, se pasa la escoba, se lavan los vidrios, se arregla la cama, se limpian los platos, se descongela la nevera, se le pone agua a la matica del balcón, se compra la comida, se acomoda en la nevera y en los cajones de la cocina, se lava la ropa, se seca, se plancha… no es necesario pensar.

A veces mi imaginación permite que la música de «La Mer» de Debussy me saque de este tedio. La sala entonces comienza a rugir con las olas. Estoy sola, a nadie tengo que explicarle por qué barro junto con el movimiento del mar… Tum, tum, el agua se aproxima y lentamente invade la salita del apartamento: bate contra las paredes, me balancea junto con el coleto y mi cuerpo flota, suave,con luz, todo rápidamente se vuelve azul, cristalino. Estoy viendo el mundo desde la cresta de la ola y el mar, al fondo, cerca del balcón, lame la arena. En pocos segundos la calma me permite acostarme en el suelo y compruebo que no hay una sola raya, ni marca en el piso: está totalmente pulido. El movimiento envolvente de la melodía me lleva invariablemente hasta la cocina y allí junto con la sensación de la vuelta del agua, corto la cebolla en cuadritos. Cada vez se oye más lejana la flauta. El diálogo del viento con el mar lo utili- zo para batir huevos y mezclarlos con harina, ideal para hacer panquecas.

La música finaliza. Pienso en las grandes empresas y en cómo discutirle a Rumazo González esa extraña idea que planteó ayer y que se resume en la posibilidad de ser México un país socialista, aún más: en los Estados Unidos no hay capitalismo, porque el Estado, a través de la ley anti-trust, absorbió a los grandes capitales.

Soy una muchacha flaca, huesuda, pelo liso, ojos grandes y estoy en la cocina. Desde allí observo el fastidio de la pareja. El agotamiento de la vida cotidiana que camina junto a una olla y al alcance de un supermercado. El agua corre entre mis dedos; con agilidad raspo la verdura que meto en un caldo previamente hecho. Supongo que mis manos largas sirven también para tocar la piel y acariciar un cuerpo, sólo que esta sensación permanece adormecida.

El noticiero está por comenzar. Si me apresuro podré oír las noticias y saber quién está haciendo la historia. Me siento al borde de la cama, al lado del hombre con quien vivo y mientras las mujeres lavan ropa en tobos que se mueven solos, yo resumo las ideas económicas del marxismo y, entonces se mezcla la plusvalía con la voz del locutor que dice: «Señora, su tobo no es una lavadora de verdad pero con…»

Me desprendo del apartamento. El noticiero comienza. Camino por otras regiones, otros países… Lugares donde hombres y mujeres están inmersos en hechos que les permitirán, años después, ser recordados. La idea de formar parte de la historia, de formar parte del recuerdo de otros seres, comenzó a importarme desde aquella lejana marcha, aquel lejano día, aquella madrugada cuando caminé por primera vez cerca de otras personas y grité consignas y di hurras ante muchos desconocidos, que inexplicablemente se convirtieron en conocidos porque un sentimiento nos unía. Aquel distante día… cuando apenas tenía 12 años y sólo cursaba el sexto grado de primaria.

Ahora, algo pasa en la sociedad. Ya no se trata de un dictador que se marcha en un avión. Tampoco es un guerrillero que llega al poder y pretende instalar el socialismo, ahí cerquita de la gran potencia. El movimiento armado se transforma en pasado y cada vez más una avalancha juvenil se inicia en los países desarrollados; camina por las calles plenas de historia de las grandes capitales del poder y la cultura parece decirle al mundo: ¡basta de convencionalismos! ¡Basta de «¿soportar un matrimonio que no te llena?».

-¿Has visto? Esa cuerda de locos y locas disfrazados de harapientos, -interrumpe Manuel, mi pensamiento- Esas mujeres medio desnudas gritando por las calles… ¡qué locura! ¡falta de padres! ¡falta de autoridad! Ustedes también eran medio tocados, pero tenían un partido que los respaldaba y les decía lo que debían hacer… pero éstos, éstos son unos delincuentes juveniles! ¡niñitos de papá! Arman escándalos porque no han madurado y todo lo tienen sin necesidad de mover un dedo. No son como nosotros, lo que tenemos lo hemos conseguido con grandes sacrificios.

-No, no son como nosotros-respondo- mientras trato de entender lo que había sucedido en aquellos primeros meses de 1968, que permitió que, ahora en el mes de las flores, explotara la ira juvenil y los protagonistas de la historia, es decir nosotros, no estuviéramos participando. Continuábamos recibiendo el mismo informe político, donde invariablemente el Partido Comunista de Venezuela triunfaba dentro de la derrota y el sistema capitalista iniciaba su espectacular caída porque existían unas muy conocidas y discutidas contradicciones que así lo preveían. En cambio, aquellos muchachos con flores en las manos y poemas en la voz, no discutían de contradicciones, decían directamente que la sociedad se venía abajo con sus instituciones, sus normas, su moral, su lógica.

Me intriga que su mensaje no es sólo contra la sociedad burguesa: mi moral comunista convencional como la de cualquiera mujer de la sociedad a la que combatí, mi forma de vida estimulada por la seriedad de mi ideología, mi pareja, mi familia y mis pequeñas metas sentimentales también están señaladas.

Entendía perfectamente a los jóvenes que veía en la pequeña pantalla. Hay tantas cosas de mi propio estilo de vida que me molestan; y tantas otras que no entiendo. Cuántas cosas me gustaría decirle a mi hermano acerca de ese su «ser verticalmente comunista». Incluso yo, yo… ¿por qué soporto esta pareja? Muchas veces he tratado inútilmente de sentarme con Manuel a reflexionar críticamente acerca de nuestra vida. Hace poco lo llamé a una reunión de «célula» familiar, !claro! no le expliqué que le estaba «aplicando» mis métodos de discusión marxista y aquello de la crítica y la autocrítica. Simplemente comencé a decir en forma nerviosa, insegura, que, bueno, real- mente no lo quería, me había equivocado: teníamos mundos diferentes. Comenté lo mal que me siento cada vez que aparto los libros para picar una cebolla. Es más, como buena comunista, me eché la culpa y dije: Pensé que podía vivir en una casa como pareja, muy convencional, pero no, no puedo olvidar mi pasado en la lucha armada, mis años de guerrillera. Yo, pues, tengo otros intereses. Lo mío son las reuniones políticas, la discusión en la Universidad, el trabajo en los barrios. No es por ti, en realidad, eres tan buena persona, me quieres tanto, pienso que no debes perder estos años conmigo.

Pasó la vista en forma ligera y rozó con su mirada mi cara evidentemente angustiada, asustada, y finalizó mi incipiente propuesta con una frase certera y cortante:

-Tienes la regla, ¿verdad?

Posiblemente estaba por iniciarse mi período. Hurgué en mi memoria y busqué la fecha pasada. Es posible que tuviera razón. Dejé para más tarde la discusión y pospuse mis sentimientos. Igual a como los pospuse apenas cuatro años antes, cuando la moral comunista no me permitió acostarme con Marcelo y saborear el cuerpo de un ser amado.

Esa noche no dormí. Todo resultaba tan complicado: mientras el partido imponía, sin discusión, la consigna de votar por un viejo adeco, que, ahora descubría las maldades de la socialdemocracia, yo continuaba en una comisión militar que se dedicaba a recoger información acerca de torturadores de la policía política y presumía que esas notas servirían para pedirles cuenta de los muertos y torturados de los últimos años. En la Universidad sólo se hablaba de delatores, traidores y revisionistas. La izquierda no necesitaba enemigos: sus militantes parecían dispuestos a acabar con el movimiento. Se caían los ídolos, y junto con ellos se destruía la ilusión, la vida de muchos jóvenes… como la mía. No podía dormir; ante mí estaba la cinta de mi vida política y a mi lado aquel hombre que no podía entender mi tristeza, mis recuerdos. El mundo se me escapaba.

Mi pequeña historia carece de continuidad. Mi Dios agoniza. Quiero que me dejen con mis sueños y volver a formar parte de esa ola de agitación, angustia y amor donde estuvimos identificados amamos. Quiero llorar la muerte de mis camaradas sin saber si es de un grupo o de otro. Quiero recuperar la confianza en mis dirigentes. Estoy nuevamente en la disyuntiva, aquella que a los 14 años se presentó y donde tuve que elegir entre Dios y el partido. Un día creía en Dios y otro en el partido, pero el partido, por real y atractivo, pudo más que el Dios de los cristianos. Una mañana amanecí soñando con esa hermosa vida que nos ofrecía, aquí en la tierra, ellos, él: el partido. Y lo amé, lo amé profundamente, con el cariño y la lealtad que sólo a los 14 años pueden sentirse. Juré mentalmente no separarme de él. Quererlo por encima de mis amiguitos y amiguitas. Más que a mi casa y a mis libros. Más que a los hermanos y a los viejos. Leer los libros donde se muere por el partido, la revolución, los pobres y el socialismo. Tuve la mayor ilusión de mi vida. La gran ilusión que llenó mis horas, mis minutos y que me hizo feliz. Así, me levantaba diariamente y sabía hacia dónde ir. No me importaba estar agotada ni ser perseguida. ¿Quién podía temer a aquellos hombres del edificio de Las Brisas, con ametralladoras en mano, amenaza en los gestos y en las palabras? Nadie puede asustar a un militante de la Juventud Comunista. Nadie. Tenemos la vida por delante, la fe, la esperanza; estamos construyendo la historia. Por eso, podemos olvidar las cosas más triviales y hasta necesarias de la vida: no ir a fiestas que no sean las de «la gente de la juventud». Gustarnos sólo los muchachos comunistas. Bailar en los cerros con los camaradas de los barrios y disputarse el puesto del más pobre. «Avisao», yo no soy burgués; vivo en la casa de mis padres, ellos son los dueños. Nada tengo. Soy sencilla, no soy autosuficiente, ni intelectual. Milito con los estudiantes; en las vacaciones hago trabajo en los barrios. «Avisao». Cuando el director del liceo venía a hablar con nosotros, lo hacía con respeto; teníamos el pequeño poder del movimiento estudiantil.

Aún recuerdo casi con nostalgia aquel día en que mi hermano llegó decidido a que entendiéramos cómo la religión «es el opio del pueblo». Era ya tarde, fue inesperada y cómica la situación. Mi hermano abrió la puerta de la calle: llegó directamente hasta la habitación de mi mamá y señaló las estampitas de vírgenes y cristos, unas puestas como fotos, encuadradas; otras simplemente metidas debajo del vidrio de la mesa de noche, y dijo:

-Mira, mamá ¿tú vas a seguir rezándole a esa pila de santos y creyendo que Dios va a solucionar algo? ¿Dónde estaba Dios cuando los nazis cometieron sus crímenes? ¿Ah? Y ahora, ¿dónde está? En este país hay muchas injusticias y los pobres se mueren de hambre y esta democracia tiene a una cuerda de vagabundos en el poder….

Más o menos así comenzó la discusión. Mi mamá que no se le queda callada a nadie y mucho menos a un hijo, empezó por decir que ella creía en lo que le daba la gana y que no era precisamente él, mi hermano, quien le iba a enseñar lo bueno y lo malo de la vida, sólo porque a los 15 años había descubierto curas ladrones, y a obispos apoyando la política del gobierno.

«Eso no tiene nada que ver» -afirmó y agregó: «Yo nunca he dejado a ningún cura entrar en mi habitación; tienes que recordar aquel día en que el párroco de «El Valle» pretendió bendecir mi cuarto y yo le dije: padre, en mi habitación el único hombre que entra es mi marido. Nadie se había atrevido a decirle semejante cosa, y él respondió que no venía como hombre sino como representante de la Iglesia porque estaba bendiciendo las casas. Había mucho comunista por ahí suelto».

-Viste, viste-gritó mi hermano-yo tengo razón. Ellos están con el capitalismo y la burguesía.

Mi mamá, ni corta ni perezosa, insistió en su argumento y recordó nuevamente que «ella no había dejado entrar al cura y que además le había aclarado: padre, usted antes que ser cura es hombre y si quiere eche su «agüita» desde allí, desde el pasillo».

Estaba perpleja: tenía 14 años y era una ferviente creyente. Pensé de inmediato que mi hermano iría derechito para el infierno; y mientras él se dedicaba a romper estampitas y mi mamá a decirle que ella podía creer en Dios y en Marx a la vez, yo, aterrada, me metí en el cuarto y comencé a rezar y a pedirle a Dios que perdonara a mi hermano: Dios tenía que entender. Mi hermano sólo tenía 15 años y además todo lo que decía era por los pobres, por los olvidados… «los olvidados de Dios?».

-Ay Dios mío, no quise pensar en eso, tú también quieres que los pobres vivan mejor y que la miseria se acabe. Soy comunista, tú bien lo sabes, pero nadie me ha dicho que para ser comunista y pensar en los pobres y amar a la patria hay que dejar de creer en ti: Creo en ti, creo que eres un gran Dios, no vayas a estar mandando para el infierno a mi pobre hermano, tú sabes cómo es él; peleón y desconoce que no tienes absolutamente nada que ver con política ni con adecos, copeyanos y comunistas. ¿Verdad?

Ahora, tan sólo 8 años después, quien estaba rompiendo, no estampitas, sino afiches era yo. Yo, que cada vez creía menos en el partido y me sentía tan confundida como aquella vez. ¡Qué difícil es tener dioses y conservarlos!

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