Valor contribucional del Julián de Gil Fortoul
He leído la primera edición del Julián de Gil Fortoul, editada en Leipzig, por el año de 1888. El historiador nacional de más vigorosa definición también espiga en la novela. Como un simple dilettanti. No es su género, aun cuando la citada obra tenga para la crítica y la historia relevante mérito documental. La promoción literaria a la cual pertenece este autor, anterior inmediata a la de los escritores de nuestro 98 intelectual –paralela esta última a la española– prepara y anuncia el movimiento artístico cultural subsiguiente, dirigido de modo patriótico y acendrado a la personalización y propiedad del arte literario nacional. En Julián, obra autobiográfica de ambiente madrileño, exposición de las pasiones y proyecciones temperamentales de su autor, se aprecia a las claras, desde el punto de vista documental, una lección de la técnica realista –o naturalista– revolucionaria en aquel tiempo. Es un ensayo –puramente ensayo– de la novelística nueva en el [18]88 ofrecido por un escritor nacional, interpolado de resabios romántico idealistas, creación transitiva, alerta a nuestros espíritus de aquel tiempo. Bajo las advocaciones de Bourget, intérprete del instante psicológico literario, el personaje central, ante las escenas del mercado madrileño, reflexiona:
Sentía hacia aquellas escenas poderosa atracción. Huele mal eso, pero eso es la vida desnuda, sin ropajes hipócritas… ¡si yo pudiera! – Haría un libro palpitante, hermoso, cuajado de tipos reales, de pasiones violentas, de sentimientos conmovedores. Los personajes se moverían por sí mismos, hablarían esa lengua pintoresca de intencionada del mercado; se destacarían sobre un fondo lleno de luz meridional; no serían enfermizas creaciones de la fantasía; serían esos mismos que acabo de ver […].
Dos ensayos de novela publica después: ¿Idilio? y Pasiones, de ambiente nacional, relativo el segundo a las postrimerías de Guzmán Blanco, más de propósito ideológico revolucionario que de novelística precisa. Gil Fortoul se reduce en estas obras a la narración novelada autobiográfica. Concibe y vitaliza en ellas un personaje denominado Enrique Aracil, doble intelectual del autor que no trasciende por razón de la propia naturaleza intrascendente de tales libros. A estilo de los grandes noveladores franceses y españoles, pretende vincular episódicamente al tipo creado sucesos de la vida política y galante del país. El acierto eminente que lo distingue como historiador no lo asiste como novelista. Las nuevas generaciones –me atrevo a afirmar que también las viejas– no conceden personalidad alguna literaria a su Aracil. Y si bien es cierto que estas nuevas generaciones disienten del autor en los aspectos de su ideología particular, están acordes –justicia del tiempo, quilates de la labor– en conceptuarlo como nuestro historiador liberal más interesante, realizador de la Historia constitucional de Venezuela, género en el cual conserva su alta e irrecusable primacía. Acordes en conceptuarlo –en cuanto a literatura pura se refiere– como dilettanti inquieto y pintoresco. Desacordes con él en acción y en política.
Del [18]88 al [18]90 se intensifica la agitación literaria venezolana. Ante las dificultades editoriales nuestras, los autores optan por editar sus obras en Europa. Leen los escritores jóvenes entusiasmados a Zolá, a Bourget, a Dumás, quizás a Maupassant. Asimismo los penetra suave y edificante influencia de la novelística española bajo don Juan Valera, Alarcón, Larra, Pereda y Pérez Galdós. Doliente exalta las almas americanas la María del colombiano Isaacs. Hay ya realidad de escritores. Los del 98 inician sus pasos artísticos e inseguros. Acaso Romero García prepara ya su Peonía. Acaso Miguel Eduardo Pardo ha guardado entre sus papeles, en espera de oportunidad, aterrado de sí mismo, su Todo un pueblo, hiel y vinagre.
El panorama literario perfila personalidades, libros, figuras, modernas ideas. La literatura venezolana se decide en este tiempo de recuperación y de reincorporación por lo propio: por el paisaje, por el ambiente y las almas vernáculas en un impulso salvador, con sentido opuesto a la falsedad y la informalidad que la destruían. Encuentra su fijación, tan ausente en obras anteriores como Dos fieras de José Antonio Calcaño o como La tía Mónica y otras desacertadas del doctor Aníbal Domínici, para concentrarse en una nueva palpitación artística nacional, realista, libre, renovadora, tangible ya en nuestra novela como parte de su existencia. Hacia el [18]94 publica Francisco Betancourt Figueredo su novela Guillermo, construcción sentimental y sencilla. Para los gustos de ese tiempo, todavía contaminados de lo ideal romántico, Guillermo satisface y complace. Tal obra es menos desagradable y con mayor lineamientos que las demás de su estilo publicadas después como El triunfo del ideal, de Pedro César Domínici, o como la Lucía, de Emilio Constantino Guerrero.
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Fundación y signo de Peonía
El momento literario nacionalista requería la intervención de espíritus audaces, libres y jóvenes que lo galvanizaran. De espaldas a la fantasía, frente por frente al aire venezolano, dentro de las cosas y las almas nuestras como las raíces de nuestros árboles y el agua de nuestros suelos, Peonía es el heraldo y es la realidad de la novela efectivamente nacional. No es de calco su estructura. Su texto encierra gran parte del alma vernácula. Viven y expresan sus personajes una vida venezolana corriente e integral. Su conjunto, habida cuenta siempre de la época en que fue escrita, lo conceptúo de hoy para ayer como magnífico. Son cuadros venezolanos vinculados entre sí de manera tan estrecha e íntima, tan buenos, desnudos y acabados, más hermosos cuanto más sencillos, que aún hoy, evolucionada nuestra novelística hacia opuestas direcciones técnicas –que no en fijación– se leen con ese entusiasmo actualista proveniente de las obras de creación fundamental.
La revelación realista –y psicologista– del Julián de Gil Fortoul, ajena esta obra al programa nacionalista de Peonía, toma cuerpo desnudo y autónomo en la novela de Romero García hasta constituir en ella, por los tiempos de los tiempos, la primera novela venezolana, espejo y lección de patria, victoria y guía del nacionalismo literario que luego de muchas novelas descaminadas como las de Díaz Rodríguez –gran escritor, gran artista– y de muchas torpes imitaciones, defendido y mantenido con decoro y posterioridad a Peonía por espíritus modestos, tenaces e ilustres como el de Urbaneja Achelpohl, pervive y se reforma esplendido en nuestro sector novelístico con autores de calidad y esperanza como Gallegos, Pocaterra, Uslar Pietri, Padrón, Díaz Sánchez y Meneses.
Manuel Vicente Romero García, hombre inquieto y vivaz, metido en andanzas políticas, apasionado y violento, auspicia su Peonía bajo el patronato intelectual de Jorge Isaacs, autor de María, en una época (la dedicatoria está fechada en Macuto, a 14 de marzo de 1890) en que la gracia y desventuras de la protagonista colombiana provocan copiosas lágrimas sentimentales. Contiene esta dedicatoria una vertical profesión de fe:
[…] Sin embargo –dice–, acaso encontraréis en ellas [las páginas] ese sabor de la tierruca que debe caracterizar las obras americanas. Peonía tiende a fotografiar el estado social de mi patria: he querido que la Venezuela que sale del despotismo de Guzmán Blanco, quede en perfil, siquiera, para enseñanza de las generaciones nuevas.
Repetidas veces la crítica literaria nacional ha emitido sobre Peonía opuestos y contradictorios juicios, poco acertados, errados en su mayoría. A los unos les falta el sentido analítico crítico independiente. Nacen los otros de posiciones literarias antagónicas y en el fondo –quizás– de convicciones políticas también antagónicas. Se resienten algunos de la conciencia pseudorromántica modernista contraria a la realidad de las almas y de la vida. Y otros de la ideología egoísta del modernismo mal entendido, envilecido de princesas con estrellas en la frente y de palacios con jardines de oro, bordados de estanques donde flotan los cisnes rubenianos como emblemas líricos. Angostos y estrechos muchos de tales juicios, turbados por prejuicios valbuenistas, sublevados por la claridad venezolana pura de las cosas y de las almas radiantes en el libro. Dichas opiniones críticas –con todo– están acordes en un concepto general: Peonía significa el primer intento meritorio de novela nacional. No basta a sus proyecciones históricas definirla así. Es imprescindible –obligatorio para los hombres de mi generación– definirla en su verdadero valor literario novelístico, en su alta calidad patriótica, en las resultas de su valor contribucional de arte venezolanista: en sus ulteriores consecuencias sobre la evolución de nuestra novela.
Los escritores de mi tiempo –promoción del año [19]18– estamos obligados a la rectificación histórico literaria de las obras capitales de nuestra literatura. Nos asisten las ventajas de poseer un sentido crítico apolítico, despejado de sectarismos de partido y dependencias políticas e intelectuales. No nos seducen, como a Picón Febres, la elocuencia y aparente hermosura de las palabras. No presiona nuestras actividades aquel malhadado espíritu de escuela que, como en Semprún, acuchilla las más ecuánimes apreciaciones, negándose de modo sistemático e inalterable a las manifestaciones inversas a su momento literario. No pertenecemos a escuela alguna. Buceamos la patria nueva –e histórica– y desplegamos nuestros propósitos artísticos hacia una reafirmación literaria nacionalista más depurada que justificará en Peonía, con cuenta de espacio y tiempo, un ejemplar señero de nuestras letras.
No extraña que Semprún, tenido por el crítico del modernismo literario nacional, en su reseña bibliográfica sobre El último Solar de Rómulo Gallegos, escriba: “Romero García quiso componer un libro realista, pero no puso en él arte legítimo, que acaso era extraño a su temperamento. Peonía resultó una novela chabacana, rastrera, descosida, sin originalidad”. Absurda esta opinión. Sin reparo alguno, el signo de Peonía es su originalidad: el arte y el tacto para introducir lealmente el elemento venezolano –lo sencillo nacional– en el conjunto novelístico que conforma en este libro una pronunciación artística completa. Acaso a Semprún, hombre en extricto de su generación, irreconciliable con cuanto careciese de matiz modernista, falto del espíritu amplio y avisado del crítico para examinar con serenidad y arte las obras contemporáneas disidentes de su escuela literaria, lo indispusieron el exacto lenguaje de los campesinos, la crudeza realista de ciertas escenas y el empleo incomparable y soberano de las palabras: la captación folklórica irreprochable de los diálogos, prez y arte de la novela. Quizás habría preferido solazarse en Peonía con los cisnes y los elefantes y el azul modernistas. O con el realismo fabulístico de los libros novelados de Díaz Rodríguez. O con el criollismo de bucares y apamates que él mismo define en otra conocida nota bibliográfica de la inolvidable revista Cultura venezolana.
Picón Febres sitúa Peonía en lugar inferior a Todo un pueblo de Miguel Eduardo Pardo y al Guillermo de Betancourt Figueredo. Picón –novelista a su vez– aun cuando escribió un libro de historia literaria nacional meritorio por su conjunto y por los datos que suministra, al penetrar los libros en tono de crítica falla de simpatías, de gusto personal, de sentido de apreciación. Su vocación de orador romántico –buen orador– le resta personalidad como crítico. Por lo cual su ya recogida opinión queda como gran parte de sus opiniones críticas. Picón nunca –lo sabemos– adquirió la fama y nombradía en el género logradas por Semprún. En nuestros días he leído sin asombro un trabajo del señor Julio Planchart sobre las obras de Rómulo Gallegos, anteriores a Doña Bárbara, en el cual se la imputa al texto de Peonía el estar recargado de prosa periodística. Sin asombro por cuanto el enjuiciamiento unilateral de este escritor es su fórmula de exclusivo uso.
Puntualicemos las cualidades literarias y artísticas de esta novela venezolana, sus defectos y su verdad. Los novelistas españoles de aquel tiempo –Valera, Galdós, Pereda, Alarcón– socorren sus diálogos con exceso de palabras y de teorías inaceptables para nosotros, usuales en el señalado tiempo. Inyectaban en las frases de sus personajes sus propias teorías artísticas, sus conceptos sociales y políticos. Estas digresiones, perjudiciales a la acción de la novela, entendíanlas como inherentes a la ideología de la obra, plena de ellas, reforzada hasta el discurso. Lo que ahora repugna en el diálogo novelístico –tan difícil– entonces parecía natural. De donde la exposición de ideas políticas, sociales, filosóficas y religiosas que en veces domina la charla de Peonía –principalmente la de su protagonista– y los diálogos inspirados en esas ideas que intervienen el libro, al examinarlos hoy en espacio y tiempo, con criterio de crítica histórica, no menguado por la especiosa costumbre de empequeñecer a determinado autor para alabar a otro, están de acuerdo con el procedimiento y modelos literarios de la época. Casi podría asentar: son sincrónicos al [1]890. La agilidad del diálogo corto, vivaz y encendido que cala ciertos capítulos de Peonía –ceñido al ambiente y al habla sencilla, no inventada, del campo– es inconfundible: no tiene comparación en alguna otra novela nacional subsiguiente.
Por la manera de sus diálogos campesinos; por el aire nacional que trasladan y reflejan a fidelidad; por la llaneza de la frase, la real expresión de los dichos y su incomparable colorido venezolano, tomado siempre del ambiente que reproduce, queda en muchos de sus cuadros o capítulos como el más limpio ejemplo de diálogo corto de nuestra novelística. Capítulos hay que se resienten de resabios evocadores y clamativos: Son el sedimento romántico que interviene la novela. Si se tienen en cuenta el temperamento combativo y militante del autor, su pública diatriba contra la dominación guzmancista, su ideología reaccionaria, tendida al mejoramiento social y político del país y a las necesidades de reforma urgentes que proclama, y –en especial– la época de su publicación, lógico será justificar esas intervenciones en gracia a la calidad y significación globales del libro. La crítica de menudencias sólo la utilizan hoy medianos espíritus. El programa contemporáneo de crítica consiste en enfocar, totalizar y definir con grande, desprendida inapetencia por el detalle. Las intervenciones aludidas de Peonía son pequeñas cuñas ideológicas propias del momento efervescente político y literario en que se escribió la novela. Años más tarde otro escritor realista venezolano –Rómulo Gallegos– con disgresiones sentimentales y contemplativas sobre el paisaje llanero, de belleza literaria extemporánea, suspende la acción novelística con mayores espacios que los de Peonía.
Contra las opiniones sustentadas hasta ahora por los críticos nacionales, de acuerdo con mi tiempo y con la certidumbre de que los hombres de letras del país así lo confirman –hechas las salvedades naturales– estoy artística, históricamente convencido de que Peonía es nuestra primera novela formal; de que su procedimiento realista responde a maravilla del ambiente, de nuestra naturaleza, de nuestras almas y de nuestros campos; de que su fijación es básica en nuestra literatura, y de que con ella se establece y se funda la verdadera novela venezolana. El ánima campesina y aldeana espejea al sol y a la luna de las noches de enero con perfil puro y claro: como las fogatas de las quemas en las haciendas, como el color dorado de los cerros en el atardecer de los días de agosto. Está allí aprehendida de lo vivo esa ánima en uno de sus aspectos característicos: el rural. La parte de vida nacional clarificada en esas páginas comparece ejemplar en nuestra literatura. Romero García fue un realista semirromántico. La trama o enredo de su novela es romántica: la forma y la intención, realistas. Nacionalista, su conjunto. Sin exageración o parcialismo, en acto de justicia honrado y seguro, podría aplicársele la definición que Menéndez y Pelayo dio de Pereda, gran novelista de la naturaleza:
Su realismo es vigoroso y crudo; aborrece de muerte los idilios y las fingidas Arcadias; tiene horror a los idealismos falsos y optimistas, y, no obstante, hay en sus cuadros idealidad y poesía, lo que en sí tienen las costumbres rústicas.