literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Julio Calcaño

Ene 23, 2022

Tristán Cataletto

I

—¡Ea! ¡Marco Larvato, tabernero de los infiernos! Muévete y tráeme un jarro de ponche espumoso, que como el agua del país de los Ciconios tenga la virtud de petrificarme las entrañas. Anda, querido Larvato, y tráeme también una gran pipa holandesa, que me haga olvidar que estoy en el mundo.

El que así entraba en la taberna de La Cruz Negra era un joven de tez pálida, de rostro melancólico que contrastaba con la volubilidad que acusaban sus palabras, y vestido todo de negro.

—Calle usted, señor Ubaldo Cataletto –díjole al oído el tabernero, al poner la pipa y el ponche sobre la mesa a que se había sentado el joven–, calle usted, por vida mía, no sea que al tomar el ponche suceda a su lengua lo que al palo que introducían en la fuente de Athamantís, que cuenta la leyenda que salía hecho viva ascua; vea que hoy estamos a trece y tenemos malas visitas, añadió luego guiñando los ojos hacia uno de los extremos de la sala.

—¡A trece!, ¡funesta idea la tuya, Larvato, ave de mal agüero! Verdad es que en día trece, y hoy hace un mes, murió mi padre; pero tal infortunio está resarcido, porque en día trece nació mi hijo, y hoy aunque no está en buena salud, cumple felizmente trece meses.

—¡Así sea! –dijo Larvato en voz alta, y murmuró al alejarse: no en balde dicen los cabalistas que el número trece es el de la muerte y el nacimiento.

Ubaldo Cataletto llenó el vaso de ponche, encendió la pipa y se arrellanó en dos sillas, no sin ver antes de reojo hacia el rincón que Larvato le había indicado.

En aquel rincón, envueltos en espesa nube de humo, apuraban fermentada y bullidora cerveza dos raros personajes.

Entrambos vestían de negro. El uno, de pequeña estatura y regordete, de rostro malicioso y burlón, tenía ojillos picarescos y vivos que brillaban con mirada extraña que parecía una mezcla de la del basilisco y la de la boa. El otro era alto y flaco, y sus ojos se hallaban ocultos por espesos espejuelos verdes.

El resto del salón estaba desierto, y solo en el patio inmediato veíase un grupo de hombres que jugaban a los bolos, y gritaban y maldecían como si estuviesen en una feria diabólica.

Por aquella época, en que la religión se hallaba perseguida y combatida, habían revivido todas las prácticas supersticiosas, y con frecuencia se quemaba a los brujos y encantadores, que se decía abundaban en las ciudades y los campos. Los hombres más graves se preocupaban con singulares acontecimientos que, por no encontrarles explicación racional, atribuían a las artes de Satanás.

Días hacía que la ciudad estaba conmovida y atemorizada con muertes súbitas y aparición de fantasmas, de que personas juiciosas certificaban, y la imaginación del pueblo se manifestaba cada vez más excitada e inquieta. Nervioso y pensativo meditaba en tan misteriosa situación Ubaldo Cataletto, a la vez que arrojaba espesas columnas de humo de su pipa holandesa, cuando una estrepitosa carcajada del hombre de la mirada de basilisco atrajo su atención.

A poco percibió distintamente la voz de los interlocutores, y prestó oído, lleno de ansiedad.

—Bien sabe usted, doctor Lanternuto, que así como entierran no poca gente llena de vida, hay por el mundo algunos cadáveres ambulantes que para su locomoción y funciones vitales necesitan del fluido de las personas vivas.

—Sin duda ninguna, maestro; pero mi ciencia no alcanza hasta adivinar quién sea el que trae hoy revuelta y en alarma a esta población.

—Pues es muy fácil saberlo: yo tenía aquí un amigo, hombre de carácter triste y pendenciero, el cual desesperaba de vengarse de su enemigo, mucho más fuerte y poderoso que él.

—¿Y bien?

—El pobre hombre llegó a viejo, contrariado por no poderse vengar del enemigo, que le había arrebatado el afecto y la fidelidad de su esposa.

—¿Y le facilitó usted el medio de vengarse?

—Ha acertado usted: cierto día me le presenté y le propuse un negocio muy sencillo.

—¿Qué le ofreció usted?

—La facultad de introducirse en todas partes y de matar impunemente a quien quisiera.

—¿Y qué le daba él en cambio de tal facultad? ¿Su sombra?

—No.

—¿Su reflejo?

—Tampoco, ¿qué había yo de hacer con su sombra o con su reflejo? ¿Para qué atormentarlo más, si el pobre hombre era ya mío?

—¿Entonces?…

—Le exigí su fluido vital, y lo tomé.

—¡Ah!, exclamó el doctor Lanternuto, riendo de la mejor gana, ¡un brucolaco!

—Esa misma noche recibió una puñalada, a consecuencia de la cual murió aparentemente, y fue enterrado; pero dos días después moría casi de súbito su eterno enemigo; y él, loco de contento, ha seguido su camino de destrucción.

—De modo que el tal brucolaco…

—Es el viejo Tristán Cataletto, cuyo aniversario se cumple hoy trece.

Ubaldo, aunque trémulo y preocupado, no pudo contenerse y exclamó con ira:

—¡Callad!, ¡farsantes! ¡No insultéis la memoria del hombre a quien debo el ser!

El individuo de la mirada de basilisco soltó al oírlo una nueva carcajada, y le dijo:

—¿Con que usted es hijo de Tristán Cataletto? Pues tenga cuidado con el número trece.

—Caballero, dijo el doctor Lanternuto, perdóneme usted, pero en este momento iba a su casa.

—¿A mi casa?, ¡usted!

—¿No me ha mandado llamar usted esta noche para examinar el cadáver?

—¡El cadáver! –exclamó Ubaldo pálido y trémulo–, ¡dejádme!, ¡idos al infierno!

Los dos extraños personajes se inclinaron con cierta burlesca actitud de respeto, y se retiraron.

Apenas hubieron salido, cogió Larvato una taza y un hisopo, y comenzó a rociar el piso y las paredes, después de hacer la señal de la cruz.

—¿Qué haces, Larvato? Preguntó con asombro Ubaldo Cataletto.

—Ya lo ve usted, señor, conjurar con agua bendita, lo que hago siempre que vienen esos bribonazos.

—¿Los conoces?

—¿Cómo no?

—¿Y quiénes son ellos?

—El más pequeño es el maestro Mateo Scampaforca.

—¿Scampaforca? ¿Es decir que se ha librado de la horca?

—Bien puede ser, que nada de extraño tendría.

—¿Y el otro?

—El doctor Lanternuto.

—¿Dos canallas, verdad, dos infames farsantes?

—Dos bribones, señor, dos grandísimos bribones que han vendido su alma al diablo, yo lo juro.

—¿Cómo que han vendido su alma al diablo?

—Como lo oye usted, señor Ubaldo Cataletto; todos los concilios han anatematizado a los amigos del diablo; el de Narbona los excomulga sin dejarles esperanza de salvación, según dice el viejo monje fray Pacomio, y ordena fustigarlos donde se les encuentre.

—Para fustigarlos con fruto sería necesario el bastón de santo Tomás de Aquino.

—Fray Pacomio ha dicho que el bastón de santo Tomás no es sino la Suma Teológica, señor Cataletto.

—El viejo monje es un taumaturgo, y el único que otras veces nos ha librado del diablo y de los vampiros.

—Vea usted si nos libra de estos grandísimos pícaros y de la alarma que reina en el pueblo.

Entrambos quedaron meditabundos; y Ubaldo Cataletto, después de arrojar algunas monedas en el mostrador, tomó silencioso y triste el camino de su morada.

II

La noche, ya avanzada, era oscura y fría. El viento soplaba sobre las terrazas y los tejados, y azotaba las calles con un sonido lúgubre al modo de quejidos. De los vecinos bosques y de las hondonadas arrastraba emanaciones sutiles y húmedas que herían el olfato. Por lo demás, reinaba tal silencio y quietud como si la naturaleza estuviese entumecida.

Aunque por entonces la gente estaba ya acostumbrada a los acontecimientos y a los relatos de duendes, brujas y aparecidos, Ubaldo Cataletto no iba muy sosegado que digamos; funestos presentimientos le apretaban el corazón como en un torno. ¿Habrían dicho verdad aquellos dos bribones? ¿No había muerto su padre? ¿Era su padre el causante del infortunio que pesaba sobre tantas familias? ¿Esperábale a él alguna catástrofe en su propia casa? No podía contestarse con seguridad a aquellas preguntas; pero se sentía algo aterrorizado, y apretaba el paso por llegar cuanto antes a su morada. Pícaros redomados, se decía dando al diablo el hato y el garabato, ¿y por qué la autoridad no los ha llevado ya a la hoguera, si es que son seres de este mundo?

Cerca de su casa, como si hubiesen penetrado en su pensamiento, pasaron por su lado, cual dos sombras, el maestro Scampaforca y el doctor Lanternuto, que le dijeron cortésmente quitándose el sombrero:

—¡Que pase usted muy buena noche, señor Ubaldo Cataletto!

Maravillado el mozo sintió frío, palpitóle el corazón con mayor fuerza, y penetró en el hogar, que, con sorpresa suya, estaba aún abierto.

Una escena inesperada y lamentable se le presentó a los ojos.

En la alcoba, medio alumbrada por un triste velón que chisporroteaba lúgubremente, estaba su mujer, Annunziatta, abrazada, casi sin sentido, al cadáver de su hijo, que se hallaba tendido en el lecho.

El infeliz creyó que era presa de una pesadilla, sintió como un mareo en la cabeza, en el corazón como un susto, y se frotó los ojos y llamó con acento trémulo:

—¡Annunziatta! ¡Annunziatta!

Y como Annunziatta no respondiese, trató de despertarla, le dio a oler un frasquito, y la cargó y la sentó en sus rodillas, dejando correr las lágrimas ante tanto infortunio.

Annunziatta suspiró profundamente, abrió los ojos, y se asió con fuerza al cuello de Ubaldo.

—Annunziatta, amada mía, soy yo, mira, soy yo, ¿qué ha pasado?, ¿qué desolación es esta? ¿Duerme nuestro hijo, o está muerto?

—¡Muerto, muerto! –respondió Annunziatta entre sollozos.

—¡Muerto, muerto! –repitió con desesperación Ubaldo; y sentando a Annunziatta en un sillón, se lanzó bañado en lágrimas al lecho de su hijo, le besó, y con las manos juntas le contempló largo rato con intenso dolor.

—Annunziatta, amor mío, murmuró al fin; ¿qué fatalidad es la que pesa sobre nosotros? ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo ha muerto nuestro hijo?

—Lo ignoro, contestó Annunziatta sollozando, dejéle aquí durmiendo tranquilamente, y pasé al oratorio, mientras tú regresabas. Oraba, cuando sentí ruido en la alcoba, y me incorporé… y oye, añadió Annunziatta temblando, vi salir a un hombre, a tu padre, yo lo jurara, a tu padre, que al pasar rápidamente, me dijo, así lo he oído:

—Annunziatta, tengo frío, mucho frío, ¡dame una manta!

—¡A mi padre!, ¡con que vive!, ¡con que solo ha tenido uno de sus ataques de catalepsia!

—¿Qué dices?, ¿estás loco, loco, Ubaldo?

—¿Y tú le diste la manta?

—Él la tomó, mientras yo, temblando y llena de espanto, corrí y caí sin fuerzas sobre mi hijo para protegerlo… ¡el infeliz estaba muerto!

—¡Horrible!, ¡horrible!, ¡misterio horrible! ¿Habrán dicho verdad aquellos dos demonios?

Y ante el asombro y pavor de Annunziatta, que le miraba como si se hallase en presencia de un loco, Ubaldo Cataletto contó a su mujer todo lo que le había pasado aquella noche, y resolvieron ir juntos al rayar el alba a la ermita del monje de Vernio, fray Pacomio, que gozaba fama de sabiduría y santidad.

III

La ermita del monje de Vernia no estaba distante de la ciudad. Al amanecer tomaron Ubaldo y Annunziatta el camino de la ermita. Estaban pálidos, intensamente pálidos, y con los ojos hundidos y rojos de llorar. Caminaban en silencio, entregados a su pensamiento, que no les presentaba sino imágenes de ruina y desolación, de trasgos y duendes, de vampiros y lémures, como si viviesen en un mundo fantástico lleno de peligros y de apariciones maravillosas.

El murmurar del río, el silbido del viento en las ramas secas o en el follaje de los árboles, el ruido de las aves que huían al verlos acercarse, o el salto de alguna liebre les hacía estremecerse, y su terror se acrecentaba con las medias tintas del alba y la soledad del campo. Por donde quiera creían ver un fantasma, cuando no era sino un pequeño arbusto, o la sombra de algún árbol o algún tronco seco y tronchado que servía de asilo a los lagartos; que tales terrores infunde el miedo en la imaginación excitada y calenturienta, para atormentar el corazón.

Al fin llegaron y penetraron en la ermita.

Fray Pacomio los recibió en la puerta del refectorio.

Fray Pacomio era un hombre alto, flaco, de proporciones gigantescas, pálido y severo. Hondas arrugas, hijas de serias y continuas meditaciones o de imponderables sufrimientos, le surcaban la frente y el rostro, cuya larga barba, áspera y de color blanco terroso, contrastaba con su gran calva que brillaba como una luna de Venecia, tersa y pulida.

—¡Entrad!, exclamó el monje, veo el dolor, herencia del mortal, retratado en vuestros semblantes; y contra los sufrimientos del alma, no hay más bálsamo que la oración y la penitencia. Acaso seáis de las víctimas de las artes con que el demonio está castigando a los justos, por los crímenes y la corrupción de los pecadores de la ciudad viciosa; acaso seáis también de los atormentados por el brucolaco Tristán Cataletto.

Ubaldo y Annunziatta se vieron a las caras llenos de asombro.

—Conozco en vuestros rostros que no me he engañado. Días hace que se me viene dando aviso de las desgracias y de los escándalos promovidos en la ciudad por ese infeliz; pero quiero mayores seguridades para poder proceder.

Mientras así hablaba, introdújoles el monje, tomó asiento en un sitial, y les hizo sentar a su lado. Luego inclinó la cabeza, meditabundo y sombrío.

En un extremo del salón había varios individuos, arrodillados unos, y otros de pie en el mayor recogimiento. Todo allí imponía el más profundo respeto e infundía en el alma tranquilidad y bienestar, como si todo estuviese en olor de santidad.

Sobre un pedestal de piedra labrada se alzaba un inmenso Cristo, de nervudos miembros, con llagas que parecían naturales, y verdaderos cabellos que caían sueltos, imponiendo terror y frío al contemplarlo, que no parecía sino que iba a bajar de la cruz y a adelantarse y hablar.

El monje alzó la cabeza, y dijo con tristeza:

—Todas estas personas que veis aquí han venido como vosotros a quejarse de los atentados y travesuras de Tristán Cataletto, y aseguran haberlo visto. Vamos, ¿qué tenéis que decirme?

Ubaldo y Annunziatta narraron entonces al monje de Vernio todos los acontecimientos de la noche, sus desgracias, sus terrores y su angustia, y el monje en medio de un silencio solemne les escuchó, atento y frío.

—Hijos míos, les dijo, Tristán Cataletto era de carácter taciturno y pendenciero, que es el que escoge el espíritu malo para atormentar a la humanidad. Tristán abrió su alma al odio, que es Satanás, y su alma le abandonó en vida dejándole el cuerpo y la envoltura sideral, con la cual llena de terror a los hombres. Es necesario exorcizarlo y destruirlo. Cuanto a Mateo Scampaforca y al doctor Lanternuto, son almas réprobas, dejadas de la mano de Dios, y ya la autoridad ha ordenado aprisionarlos y conducirlos a la hoguera. Hay quienes crean, añadió muy pensativo, que Scampaforca es el mismo Satanás en persona –y el monje se santiguó devotamente murmurando algunas frases al modo de conjuro.

—¿Y qué cree usted del número trece? –preguntó con voz apagada Ubaldo Cataletto.

—El número trece, contestó el monje, es el símbolo de la muerte y el dolor.

Un silencio frío e imponente volvió a reinar en el vasto salón del refectorio.

El monje se levantó, abrió sobre la mesa un enorme libraco empolvado, de cuero de elefante con grandes broches de bronce, y después de pasar algunas hojas leyó atentamente largo rato, y se sumió en una meditación profunda.

—Hijos míos, dijo al fin, Salomón era un gran sabio, lleno del espíritu de Dios. Días hace que digo misas por la tranquilidad de Tristán Cataletto, y ya veo que toda mi obra ha sido inútil. Es necesario desenterrar el cadáver, pasarle el corazón con una larga aguja bañada en agua bendita, y clavar luego alrededor de su tumba largas espadas con la punta al aire, porque estos fantasmas de luz sideral, eléctrica o magnética, solo se descomponen por la acción de las puntas metálicas que atraen el fluido o luz al lugar común que le tiene reservado el Eterno.

IV

El monje de Vernio, con el signo de redención en las manos, seguido de sus acólitos y de numeroso cortejo, salió aquella tarde en peregrinación al cementerio, cantando salmos y letanías, y rociando con el hisopo al gentío que se agrupaba en las calles.

Desenterró el cadáver de Tristán Cataletto, que estaba en perfecto estado de conservación, envuelto en la manta de Annunziatta, y cuyos cabellos habían crecido extraordinariamente; y después de hacerle pasar el corazón con la aguja, y de clavar las espadas, volvió a colocarlo en la tumba, y dijo en alta voz los exorcismos del ritual bañando al mismo tiempo con el hisopo el sepulcro del brucolaco.

Cuentan que desde tal día la ciudad permaneció en completa tranquilidad, y que nadie volvió a ver a Tristán Cataletto.

Cuanto a Mateo Scampaforca y al doctor Lanternuto, habían desaparecido.

***

El ingeniero Chatillard

A Achille Millien

I

El conde de Chatillard entró a su aposento, encendió una bujía, y sin quitar se siquiera el abrigo ni el sombrero, abrió una carta que acababa de entregarle unmandadero que le había estado esperando en la esquina.

La carta, de letra de mujer, solo contenía dos líneas sin firma y un billete plegado con estudiado esmero. Las dos líneas decían simplemente: “Al fin va la prueba que ofrecí a usted al darle el primer aviso. Solo usted lo ignoraba.”

El conde, pálido y trémulo, abrió el billete y leyó:

Luis de mi vida:
La suerte se cansa de perseguirnos. Como el trayecto está
ya terminado, él tiene que ir a T., donde permanecerá ocho
días. Te espero con ansiedad a la hora convenida.
Tu Antonia

—¡Luis, Luis! —murmuró el conde ahogando la ira— ¡Luis Fourcaud, el miserable, y la que me escribe es su mujer, María Ribagorza!

Y el conde, lívido y como desvanecido, se sentó a su escritorio con los puños apretados y permaneció con la cabeza inclinada, sumido en una meditación profunda.

El conde de Chatillard, ingeniero del ferrocarril de Mollendo a Titicaca, era uno de esos nobles franceses arruinados a quienes el deseo de rehacer su caudal perdido en las revoluciones de la patria, lanza por el mundo y principalmente por los países inexplorados de América, cuya prodigiosa riqueza los atrae poderosamente.

Desde los principios logró hacerse notar por sus conocimientos científicos y al fin alcanzó una de las plazas principales en el ferrocarril de Mollendo. Su posición, su juventud, su comprobado valor y, más que todo, su título de conde —que aunque sea un contrasentido, ejerce influencia favorable entre los republicanos de la América Española— le abrieron todas las puertas y puede decirse que era el partido más codiciado por las familias distinguidas.

Fuese por amor o por conveniencia, el conde de Chatillard se casó en Mollendo con Antonia Ruiz de Lima, heredera de una antigua y poderosa familia a la cual pertenecían las más pingües posesiones de Titicaca, valoradas en muchos millones.

Antonia era hermosa y casquivana y se dejó seducir por el título de condesa, que ostentó en los salones de París, para regresar a Mollendo más aturdida e insustancial de lo que antes era; y como además no había logrado tener hijos, no era extraño que en tales circunstancias y con aquel carácter hubiese hecho liga con Luis Fourcaud, íntimo amigo y compatriota del conde, y mozo arrogante, audaz y astuto cuyas aventuras amorosas le habían dado cierta celebridad.

El conde de Chatillard, hombre de leales sentimientos en sus relaciones de amistad, estaba lejos de sospechar que fuese Luis Fourcaud —su amigo y protegido— el cómplice de su mujer. Así fue que la evidencia lo hundió en una meditación intensa y dolorosa, de la cual salió al fin con una terrible resolución en el alma; su admirable sangre fría le ayudaba a salir siempre airoso en sus proyectos.

Pensaba que quitándole la vida a él, no por eso quedaba menos deshonrado; que suicidándose, les daba completa libertad para amarse; y que matándola a ella, Fourcaud quedaba impune y su honra no ganaba gran cosa, ni dejaba él tampoco de sentir la mordedura de serpiente que le sangraba el corazón; y que, por lo tanto, debía tomar venganza más segura y provechosa.

El conde se acostó aquella noche en su aposento, pero no pudo dormir, inquieto e impaciente, anhelando ver la luz del alba.

II

Cuando la claridad del día penetró en su aposento, el conde de Chatillard se puso en pie, se vistió y pasó a la alcoba de Antonia. Ella dormía aún, apoyada la cabeza sobre el brazo desnudo: un brazo como cincelado, muelle y blanco al modo de un copo de nieve. Sus cabellos, negros y espesos, caían en desorden sobre el seno y en sus labios se dibujaba una sonrisa.

El conde se detuvo, a pesar suyo, y contempló con tanta admiración la hermosura de su mujer, que suspiró y murmuró: te amo. El conde se estremeció, pero dominándose inmediatamente, la despertó. Estaba pálido, si bien tranquilo y sonreído, con toda la cortés amabilidad de un parisiense de la vida elegante.

—¡Ah!, ¿es usted? —exclamó Antonia ruborizándose.

—Soy yo, amiga mía; no he querido irme sin despedirme y sin avisar a usted que por fin será esta tarde cuando iremos a Titicaca.

—Verdad es que ustedes los franceses se mueren por una cacería.

—Si usted no quiere pasar unos días con sus padres, iremos solos Luis Fourcaud y yo.

—No, conde, no lo decía por eso; crea usted que lo acompaño con sumo placer. Con usted iría hasta el extremo del mundo.

—No lo dudo —dijo el conde, asombrado de la tranquilidad y disimulo de su mujer—, puede ser que cualquier día hagamos juntos un viaje bien largo.

—¿A la China? —preguntó Antonia, riendo.

—O más lejos —repuso el conde con abandono.

—¿A qué hora partimos hoy?

—A las dos; debo avisar a Luis.

—Estaré lista, amigo mío.

—Hasta las dos, pues.

Y el conde estrechó la mano muelle y suave que le tendía Antonia, y salió. El conde hizo avisar a Fourcaud, preparó un tren expreso —que dijo de paseo y quiso guiar él mismo— y a las dos el silbido de la locomotora anunciaba la partida de nuestros viajeros.

No era esta la primera vez que en tales excursiones tenía el conde el capricho de dirigir la máquina, con gran contentamiento de Fourcaud y de Antonia; pero sí la primera vez que hacía uso de frenos automáticos, de aire comprimido, que había hecho construir por la Sociedad Westinghouse y cuya fuerza retardatriz —permítase la palabra en gracia de la precisión— aumentaba proporcionalmente a la velocidad adquirida. De modo que podía pararse el tren en las tres cuartas partes de la distancia necesaria con los frenos comunes.

—Con estos admirables frenos —les dijo el conde sonriéndose— no hay peligro y todo se me hace inútil, por lo que he hecho salir hasta al fogonero. Es un ensayo magnífico; ya lo verán ustedes.

Fourcaud, sin embargo, sintió helársele el alma al considerar su situación respecto al conde; y lo desigual y peligroso de aquella línea boliviana, que atraviesa enormes alturas y extraordinarias pendientes. Pero Antonia se sonreía y lo tranquilizaba.

—No sabe nada —le decía—, ¿y cómo lo adivinaría? Luego, él va con nosotros.

El tren llevaba una velocidad extraordinaria; se conocía que estaba recargada de vapor la máquina; trepaba ya la cumbre y Fourcaud y Antonia comenzaban a sentir el soroche o mal de montaña, que en aquellas increíbles alturas se apodera con intensidad de los viajeros no acostumbrados a la influencia fisiológica que produce tan sensible descenso en la presión atmosférica. Y fue en aquellos momentos de angustia, de dolores neurálgicos y desfallecimiento de fuerzas, cuando el conde de Chatillard en pie, imponente, soberbio, con la cabellera en desorden batida por  el viento de las montañas, se sonrió con ferocidad y, asomándose a la puerta del vagón, arrojó a los pies de Antonia el papel que ella había escrito a Fourcaud, y le dijo:

—Ahí va el pasaporte, ya vamos en el largo viaje, más allá de la China.

Antonia arrojó un grito de desesperación y cayó desmayada. Y antes que Fourcaud —lleno de súbito asombro y de terror— pudiese volver en sí, el conde de Chatillard, aprovechando una curva de poco radio en la increíble pendiente de aquella parte de los Andes, echó mano al contrabajo y precipitó violentamente el tren; con tal ímpetu, que saltando sobre los rieles fue a caer despedazado en el abismo.

Dos días después el diario de Mollendo daba noticia de la terrible catástrofe, y agregaba: «No se sabe a qué se debe tan lamentable suceso; probablemente el maquinista se hallaría en estado de embriaguez. Ignórase el número de víctimas, pues hasta ahora solo se han podido recoger tres cadáveres, horriblemente desfigurados. Créese que dos de ellos son los del señor conde de Chatillard y su amante esposa».

Sobre el autor

*Ilustración de David Dávila para el volumen de los cuentos de Julio Calcaño publicado por El perro y la rana.

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