Roberto Martínez Bachrich
Ese espacio de sombra
Cerró el portón y comenzó a caminar. La señora no la dejaba fumar dentro de la casa: -Me recuerda al olor de mi esposo- le decía. Tampoco le gustaba que los vecinos inmediatos la vieran haciéndolo en el frente, así que, varias veces al día, la mujer tenía que salir y alejarse media cuadra para fumar y luego volver a continuar la faena.
Llegó a la esquina de la otra cuadra. El sol era todo cielo. Encendió el cigarrillo y se recostó en el único lugar fresco a la vista: ese espacio de sombra que trazaba la palmera sobre la pared. Aspiraba mecánicamente, botaba el humo y se quedaba viéndolo embobada-crótalo blanco en cámara lenta-pasando de la oscuridad tras la palmera a la luz incandescente. Estaba húmeda. Cada medio minuto una gota de sudor nacía de cualquier lugar de su cuerpo y se deslizaba lenta, torpe. Sintió un auto detenerse en la calle adyacente: alguien abría la puerta y se bajaba. Una silueta en el piso se acercó a ella. Un hombre alto y delgado surgió de la esquina, la vio y se detuvo en la sombra.
-Buenos días
– Buenos días
-¿Tendrá un cigarrillo que me regale?
– Claro, tome- y le entregó cajetilla y fósforos.
Al encenderlo, ella divisó en su cara una mirada grisácea que no había notado antes (¿por la sombra?). El le devolvió los cigarrillos y por un momento que pareció detenerse, los dos cuerpos estuvieron cerca. Ambos ocupando la misma estrecha sombra.
El hombre se despidió y siguió su camino. El vigilante de la casa de enfrente observaba la escena desde su silla, completamente inmóvil, como suspendido momentáneamente por el calor. A no ser por el sudor que brillaba en su cara, ella hubiese pensado que era un muñeco. Lo miró fijamente un instante, luego volteó la cara y regresó.
Dentro de la casa la madre cerró la lonchera del niño, lo tomó de la mano y salieron a la espera del transporte escolar. Un cuerpo se abalanzó sobre ella al abrir la puerta, la empujó nuevamente hacia la casa y cerró de un portazo. El niño quedó en el garaje unos segundos asegurándose de que nadie hubiera visto aquello (quizá sólo el vigilante en la diagonal). La mujer, llegando de la esquina, tomó al niño y entraron a improvisar con rapidez una maleta.
Allí estaba la señora: amordazada y amarrada al sillón de la sala. El hombre tomó las llaves del auto y lo puso a calentar. Abrió la nevera y agarró dos cervezas; destapó una y la llevo a su boca, la otra se la dio a la mujer, quien venía con el niño y las maletas. La madre observaba aterrorizada y con los ojos llorosos desde su sillón. El hombre la amenazó (-No cometas una locura o lo lamentarás-) y los tres salieron. El niño se montó en la parte trasera, la mujer adelante con el hombre; y se alejaron rápidamente de la casa hasta tomar la autopista.
El hombre terminó su cerveza y echó la lata por la ventanilla. Luego le dio un beso a la mujer y le pidió otro cigarrillo. Ella también encendió uno para sí, y entonces volteó a mirar al niño: -¿Porqué tan callado Raulito?- El hombre entonces le dedicó varias miradas de reojo por el retrovisor y finalmente lo cuestionó -¿Qué pasa hijo?, todo salió perfectamente… como lo habíamos planeado los tres ¿o no?- Raulito despegó los ojos de la ventana y apoyó los brazos en el asiento delantero, luego miró a la mujer, al hombre y dijo: -No sé, no sé, papá- El hombre redujo la velocidad violentamente y su expresión comenzó a cambiar (su mirada grisácea se tornó negra). La mujer miró al niño furiosa y gritó: -Es algo tarde para no saber, ¿No te parece?- El carro se detuvo por completo y el hombre se dio vuelta intentando calmarlos a todos, calmarse él. Todo fue silencio durante algunos segundos y finalmente el hombre preguntó en un tono de falsa tranquilidad: -¿Qué quieres hacer entonces?- Raulito miró el cuero, la alfombra; luego dijo con voz algo quebrada: -Volver a casa, con mi mamá-La mujer lanzó un manotazo a la guantera y pronunció una maldición ininteligible.
La policía y varios de los vecinos ya estaban allí cuando el niño y la mujer bajaron del taxi. El niño corrió lloroso hacia su madre y se abrazaron, mientras ella repetía exaltada: -Gracias a Dios, gracias a Dios que estás bien. La mujer miró con un aire de suficiencia a la señora y ésta asintió mientras le mostraba una disimulada sonrisa. La policía hizo las preguntas de costumbre a la mujer (el niño, según la madre, no estaba en condiciones de tolerar un interrogatorio), ella con lujo de detalles les explicó el secuestro (la primera parte de la historia era idéntica a la que la señora había relatado y que el vigilante de la otra esquina confirmó luego) y les contó, casi con los nervios desechos, cómo habían logrado escapar al primer descuido del hombre. La policía tomó los datos del posible lugar en el cual el hombre estaría, del lugar de la autopista en el cual habían logrado escapar; luego la señora les dio una foto de él y comentó indignada: -Un padre secuestrando a su propio hijo, ¿Se ha visto cosa más absurda?… y pensar que ese fue mi esposo y los despidió agradeciéndoles por todo.
La madre se acostó al lado del niño y con una inmensa sonrisa le dijo: -No más fines de semana aburridos con tu papá-. El niño sonrió también, con complicidad.
Afuera, en la esquina, la mujer terminó su cigarrillo. El sol comenzaba a esconderse. Ese espacio de sombra que trazaba la palmera sobre la pared empezaba a extinguirse para ser sombra uniforme, noche. La mujer secó una lágrima o dos en su cara.
Luego volvió a caminar hacia la casa. Desde la reja de enfrente el vigilante observaba la escena con los brazos extendidos en su silla, inmóvil… ya el sudor no brillaba en su piel.
***
Sobre vacas, alcaldías y postes de luz
Baraulio, nieto de Doña Ramona, viuda de Don Felipe, padre de Dulce María, esposa de Federico; fue el primero en darse cuenta. Fue una tarde cuando regresaba de la Universidad; al golpear con su bolso el poste frente a la casa, éste hizo un levísimo movimiento circular sobre su base y el ruido de la vibración lo detuvo unos segundos. Braulio observó que aquello no estaba como debía, el poste del alambrado eléctrico tenía una pequeña torcedura que parecía dirigirse justamente al techo de su casa.
Al entrar, fue lo primero que le dijo a su madre, y ella, incrédula como siempre, salió a la calle a verificar la noticia. Braulio tenía razón, el poste estaba flojo.
Al llegar Federico la historia se repitió -¿Qué vamos a hacer Dulce María?, ésto podría ser grave-dijo en tono preocupado. Y se lo contaron a Doña Ramona. Aquella anciana redonda de 190 kilos escuchó serena lo que su hija y su yerno le contaban. Aparentaba estar tranquila, pero desde el primer momento pensó que el poste pronto caería y ella, que ni siquiera se podía parar de la cama, que no cabía por la puerta, que tenía casi diez años sin salir de aquel cuarto; estaría allí echada esperando amortiguar la caída del poste y el techo, y moriría electrocutada. Entonces se limitó a decir. – Felipe hubiera sabido que hacer-.
Por unos días no se habló mucho del asunto, pero una mañana Dulce María advirtió que la torcedura del poste había aumentado, que el blanco de futura caída era definitivamente el techo de la casa y lo peor; los cables estaban roídos y los miles de hilos del alambrado colgaban amenazantes.
Esa noche hubo consejo de familia en la cocina. Dulce María, Federico y Braulio se sentaron alrededor de la mesa y luego de poner la radio a todo volumen comenzaron a discutir las posibles soluciones. Doña Ramona no debía escucharlos. No querían preocuparla con aquella situación que esperaban resolver con rapidez. Dulce María propuso visitar la Alcaldía y plantear el problema que ponía en peligro la integridad física de una familia del barrio. Federico estuvo de acuerdo y decidió que debían avisarle a los vecinos para que colaborasen con ellos, mientras más gente protestaran más rápido arreglarían el problema. Braulio, por su parte, aseguró que era necesario, además de la protesta, que ellos mismos tomaran algunas medidas; como construir un sostén para el poste por medio de amarres o bloques y, quizás, reforzar el techo.
Doña Ramona, inmóvil en su inmensa cama, no había preguntado más nada sobre el poste. Sabía que la situación había empeorado pues nadie había hecho ni un sólo comentario del asunto, desde aquel primer día en que descubrieron la falla. Cuando Dulce María iba al cuarto a darle de comer o a ocuparse de su limpieza, buscaba evadir el gordo silencio de la mirada de su madre con conversaciones sobre temas que nunca, antes de lo del poste, le habían interesado a ninguna de las dos: la situación económica del país, lo que ocurría en la capital, la contaminación, el despiadado desgaste de los recursos naturales y otros asuntos de irrelevante relevancia. Ya no hablaban de los chismes del barrio, ni de la manera cómo Dulce había cocinado ese día, ni de la telenovela de la 1:00 que antes veían juntas.
Todo parecía salir mal: Federico tuvo que ir solo a la Alcaldía pues nadie parecía interesado en ayudar; Braulio había hecho un soporte del poste amarrándolo al árbol de la casa de enfrente, pero el vecino se había puesto furioso y había arrancado la cuerda alegando que el no se iba a electrocutar por culpa de ellos; Dulce María se había peleado con todas las vecinas por mostrarse indiferentes ante el asunto, las había insultado (-¡Poncias Pilatas, egoistas, ratas!-) y ya no se hablaba con ninguna; para colmo, Dona Ramona había comenzado a comer compulsivamente y de 190 había aumentado en pocas semanas a 220 kilos.
Ya Braulio y Federico ni siquiera iban al cuarto de Doña Ramona, habían pasado más de una semana sin verla. Estaban muy ocupados con sus visitas a la Alcaldía, en donde siempre le daban largas al asunto argumentando que tenían problemas mucho más importantes que resolver.
La curva del poste ya era alarmante, en pocos días, al paso que iba, estaría sobre el techo. Federico había dejado el trabajo y Braulio los estudios; ahora se dedicaban a construir inútilmente bases circulares de cemento, alrededor del poste, para retrasar su caída; pero cada vez que había un ventarrón el poste se batía de un lado a otro y destrozaba las bases. Dulce Maria había ido al banco a sacar todos los ahorros de la familia, pues sin el sueldo de Federico no tenían como pagar el cemento para construir una y mil veces las bases, ni para pagarse la comida, sobretodo, la de Doña Ramona, que ya estaba alrededor de los 240 kilos.
Una mañana Federico, Dulce María y Braulio entraron al cuarto de Doña Ramona, estaba irreconociblemente gorda. Sus ojitos, detrás de gruesos túneles de carne, miraron con sorpresa aquella visita fatalista. Sabía que aquel momento llegaría. Lo había esperado por más de un mes entre tortas, pastas y encurtidos. Hubo silencio por varios segundos, nadie se atrevía a decir nada. Fue Federico, quien empujado por Dulce María, dio un paso adelante y se puso a hablar. Se aclaró la garganta, respiró profundo y luego gritó con rapidez. -¡Nos mudamos!-
Doña Ramona examinó la situación unos segundos y luego rompió a llorar. A tres voces le explicaron la situación que habían estado escondiéndole, pero que ella conocía perfectamente. Cuando preguntó como saldría ella de ese cuarto, Federico le dijo: -Ya pensamos en eso, levantaremos el techo y te sacaremos con cama y todo, en grúa-. Entonces Doña Ramona paró de llorar, miró perpleja los tres rostros alrededor de la cama y estalló en carcajadas. Federico, Dulce María y Braulio se miraron desconcertados. No entendían nada. Fue Dulce María la primera en desesperarse y exigirle a su madre una explicación. Ella solo dijo -Yo me muero en esta cama. Como Felipe- y no se habló más del asunto.
Al día siguiente, los tres hicieron la última visita a la Alcaldía. Rogaron, lloraron, gritaron y ante el «Hay asuntos más importantes» del funcionario se fueron -trío de miradas pegadas al suelo- a su casa. Habían montado una carpa, comprada con los últimos ahorros del banco, a unos 15 metros de la casa. Allí se habían sentado a esperar la caída del poste.
La desesperanzada espera no se hizo esperar. El cielo comenzó a nublarse y de repente se partió en mitades, el ruido ensordecedor de los truenos y la imagen premonitoria de tragedias de los relámpagos liberó una lluvia de extrema fuerza. El viento hacía crujir el poste de manera siniestra. De vez en cuando, de la superficie roída del cable, salían chispazos azules. Entonces sucedió: el poste, finalmente, cayó; y con él se llevó el techo, casa y Doña Ramona.
Dulce María observaba la escena y lloraba desconsolada. Federico y Braulio sólo miraban lelos, estaban demasiados cansados para reaccionar. Se produjo un corto circuito y los restos de la casa se convirtieron en una llamarada que minutos después la misma lluvia apagaría pues ni siquiera los bomberos aparecieron.
Varias horas después llegó la Alcaldía. Recogieron los escombros, y comenzaron a trabajar en la reparación de todo el sistema de alambrado eléctrico del barrio. Ya entrada la tarde, cuando los obreros se iban, Dulce María escuchó a uno de ellos decirle a otro: -¡Esa era una familia rara, ¿Sabes lo que tenían de mascota? Una vaca; y la tenían dentro de la casa. Allí mismo sobre la cama estaba la pobrecita calcinada!.
