Guillermo Sucre
Parece que de una manera u otra todos tenemos especial inclinación por las obras representativas. Es decir, obras que de un modo ejemplar expresan una sociedad, una época, un país, una cultura. ¿No hay algo supersticioso en todo ello? Frente a esas obras es evidente el sentimiento de seguridad que el lector experimenta: el prestigio que las rodea le dice que no sólo no está perdiendo el tiempo sino que además se halla en lo central y significativo de la historia. Aun la reverencia llega a ser tal que le parece innecesario practicar la lectura: ¿no se la supone de antemano? (No debe decirse que uno está leyendo sino releyendo a los clásicos, observaba irónicamente Borges.)
Con respeto a los scholars, que siempre se cuidan bien — decía Zaratustra— de sentarse donde calienta el sol: esas obras son su pasión. Las convierten en arquetipos o en valores absolutos que toda obra nueva debe alcanzar, reduciendo de este modo la existencia del arte a un deber ser (¿no es lo contrario de la aventura y del continuo hacerse en que vive, aún después de ser creada, toda obra?). Así escriben sus historias, elaboran sus parnasos (o antologías), establecen sus pautas y comparaciones. Su subjetividad goza del beneficio del que, por saberlo todo, es inevitablemente objetivo; ellos tienen las claves, o toda clave pasa por ellos.
Pero apartando estas y otras supersticiones, ¿qué es, en verdad, lo representativo en arte? A un tiempo simbólicas y totales: por lo general, así se define a las obras reconocidas como representativas. Quizá sea válido. Pero ello no excluye que muchas veces se le asigne al símbolo un carácter de mensaje filosófico, o humanístico; o a la totalidad se la confunda con un vago sentido sociológico, según el campo social, o histórico, que la obra abarque. El equívoco es todavía mayor cuando se parte de esas nociones como si fueran sustancias eternas e inmodificables, que nos vienen dadas, por supuesto, desde el pasado. ¿Aún los historicistas no alimentan ese equívoco?
El arte contemporáneo tiende a rechazar el símbolo, o lo concibe de otro modo: nunca como un equivalente, por más total o complejo que éste sea, sino como una realidad en sí misma. ¿Se puede seguir hablando, entonces, de símbolos? También la relación con la totalidad es muy distinta en nuestra época. A riesgo de generalizar y simplificar (en un tiempo caben muchos «tiempos»), podría decirse que esa relación es hoy más tangencial. La totalidad no es ni la suma de todo ni la reducción de todo a una coherencia (unidad, se dice) más bien exterior, conceptual. Ya no es posible totalizar sino a partir de lo fragmentario mismo; si hay visiones todavía las hay sólo como en el aleph borgiano. Por otra parte, el arte actual no aspira tanto a encarnar valores ya dados como a «desencarnarlos»: es un arte crítico e, igualmente, marginal y excéntrico.
Claro, además del peligro inherente a toda tentativa creadora (la petrificación acecha también en toda visión auténtica), se trata de un arte que vive del peligro de sus propias contradicciones: si rechaza lo absoluto (desde la muerte de Dios anunciada no sólo por Nietzsche), no llega a liberarse de la nostalgia que siente por él, justamente porque ya lo absoluto ha desaparecido en el mundo; si niega la historia como posible utopía es para él mismo asumir lo utópico y proponerlo en una sociedad entonces regida por el arte (¿es la inmanencia lo que desarrolla este gusto por la dominación?). Aun esas contradicciones pueden conducir a un impasse más profundo: es un arte corroído no tanto por la duda como por la ironía. Esa ironía es impostura y mistificación: siendo sólo arte quiere proponerse como lo absoluto e, inversamente, proponiéndose como tal sabe que, en el fondo, no es sino arte. Su propia naturaleza es, por tanto, problemática: más aún, lo problemático es su naturaleza. Sus mistificaciones e imposturas no son disfrazadas: las exhibe, incluso hasta con cierto orgullo que es también autodesdén.
En tal sentido, es un arte fundado en el escándalo y quizá en el plano más radical: atenta contra lo (con) sagrado, pero su deliberada profanación es otra forma de hacer posible lo sagrado; no otro sino lo sagrado en lo humano. Maurice Blanchot ya lo ha dicho: en literatura «la tromperie et la mystification non seulement sont inevitables, mais forment I’honnéteté de l’écrivain, la part d’espérance et de vérité qu’il y a en lui».1 Tener en cuenta el engaño conduce a algo más que a esclarecer las reglas del juego; se trata de precisar esto: la obra sólo tiene una validez imaginaria y como tal no es ni la realidad ni el mundo; sólo un modo de ver la realidad y el mundo, y de estar en ellos. Más radicalmente diríamos: la obra es un modo de verse a sí misma. En cambio, nada peor, ni más triste, que el engaño que se ignora. Cada una de las obras llamadas «realistas» pretende situarse fuera de la literatura; obviamente, pues ellas son la «realidad». Poco importa que traten de devaluar la literatura, sino que lo hagan para sobre- valorarse ellas mismas. Es posible que esas obras nos den la vida, pero no dan vida: finalmente matan toda imaginación.
Creo que ya se impone una pregunta: ¿quién puede hoy creerse representativo sin caer en el abuso de la egolatría, que es también un abuso de confianza? «Soy el cantor de América autóctono y salvaje», escribía un poeta peruano de comienzo de siglo. Aparte de que ese poeta nunca pareció ni tan autóctono ni tan salvaje, pretensiones como éstas ¿no hacen sonreír un poco? Aun cuando Neruda, al referirse al pasado indígena, en uno de su poemas más memorables, dice: «Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta», «Hablad por mis palabras y mi sangre», es difícil no sentir la intromisión del portavoz que se cree elegido o delegado por una raza. Pero esto lo abordaremos más adelante. Por ahora nos sirve para entrar directamente en el ámbito hispanoamericano.
En América Latina hemos creído fielmente que la historia se desarrolla según ciertos esquemas a los cuales debe corresponder, con todo rigor, el arte. Así el arte debía seguir un orden evolutivo. Era casi inevitable que tuviéramos una novela épica, panorámica y social en correspondencia con la realidad de una sociedad naciente. De igual modo, como éramos (¿aún somos?) un «nuevo mundo» teníamos que cumplir con una suerte de pasión adánica: nombrar para que fuesen nuestros seres y cosas, nuestra vasta geografía, nuestras tradiciones y mitos. Por supuesto, ni aquella visión de la historia ni esta pasión adánica, así como tampoco ciertas técnicas expresivas que se emplearon, podían originarse del todo en nuestra cultura: de algún modo las tomábamos de Europa. Aún más, esa actitud estaba mediatizada por una mirada foránea: curiosamente coincidía con la manera con que nos han visto, y aún nos ven, desde afuera. De esta manera, la aventura de lo latinoamericano se fue convirtiendo en una imagen un tanto clisé, al gusto del exotismo que despertábamos en los otros.
Es posible, no obstante, que así se haya logrado dar un tono latinoamericano a nuestra literatura; pero no es del todo claro que la validez estética —cuando existe— de las obras que se insertan en tal tendencia provenga de ese simple hecho. Menos claro aún que de ese modo se haya creado una literatura latinoamericana. En la obra de Santos Chocano, por ejemplo, hay quizá más elementos «indígenas» que en la César Vallejo: nadie pondría en duda, en cambio, no sólo que Vallejo es un poeta y aquel un mero retórico, sino también que en él hay una vivencia profunda y no pintoresca de lo racial. En una dimensión distinta, pues acá el plano estético puede ser igual, tampoco parece que Carpentier sea más latinoamericano que Lezama Lima, aun cuando en la obra de éste no domine ningún impulso genésico o cosmogónico —ese rasgo con el que siempre se tiende a definir lo latinoamericano— (¿no estamos viviendo todavía en el sexto día de la Creación?).
El hecho es que la concepción de lo representativo ha estado ligada además, entre nosotros, a una teoría de la originalidad americana. No es esta teoría lo que hoy resulta falso, sino su formulación. En efecto, somos originales en la medida en que tal vez todo el mundo lo es: tenemos una experiencia concreta del mundo. Pero sería distinto suponer que la originalidad está ya dada en la realidad, por fascinante que ésta sea o haya sido para el europeo. Suponerlo así explica esa reiterada voluntad por mostrar la exuberancia de la naturaleza americana: enumerar todos sus dones y seguir alimentando los mitos de una posible «tierra de gracia».
Al parecer, todo poeta latinoamericano —por y para serlo— ha de tener una vocación ilimitada de conocimiento físico (aunque pocas veces se formule problemas del conocer mismo): no puede hablar, por ejemplo, de la flora o la fauna sin que llegue a abarcar todas las especies posibles (pero ya registradas, habría que añadir). Poeta enumerativo y, por supuesto, planetario: ese espécimen del que Borges ha dejado una de las más cómicas parodias en uno de sus relatos. Tal tendencia puede alcanzar grandes hallazgos y aún ser útil y didáctica —que a eso ha sido rebajada, hoy, la concepción de Lautréamont, y luego de los surrealistas, sobre la vérité pratique de la poesía. Lo importante, sin embargo, es que la experiencia poética no se vuelva un ejercicio repetitivo de descripciones, siempre frondosas y, claro, metafóricas. Lo que se presenta como una poesía «objetiva» puede tornarse en mera avidez libresca: catálogo de catálogos. Finalmente ¿no es más veraz pensar que la realidad americana no puede ser ni expresada ni descubierta; que hay que inventarla y no simplemente inventariarla?
Ya es bueno decirlo: el mundo no es sólo realidad sino también experiencia. Y la experiencia del poeta es sobre todo verbal. Es obvio que puede nombrar las cosas, pero, al hacerlo, está tratando en primer lugar con palabras. Esas palabras, a su vez, no expresan al mundo, sino que aluden (interrogan, ordenan) a una experiencia del mundo. Lo que es distinto y más preciso. La verdadera originalidad, así como la intensidad, no reside en lo nombrado sino en la manera de nombrarlo; no está en lo visto sino en la manera de verlo. «Hay que mostrar a un individuo que se introduce en el cristal», era para el joven Borges la única posibilidad de la obra de arte[1]. Ese cristal no separa dos zonas, la del sujeto y la del objeto, sino que finalmente las identifica. La única manera de aproximarse a la objetividad ¿no es reconociendo primero la subjetividad? Ésta es, creo, la perspectiva que hace impracticables las pretensiones de representatividad, de totalidad y, en el contexto latinoamericano, de originalidad telúrica.
En última instancia, la realidad en que participamos reside en la mirada, en el lenguaje. El verdadero realismo, o quizá el único posible, es el de la imaginación. Y el primer poder de ésta en literatura es, sabemos, verbal.
[1] Inquisiciones, Buenos Aires, Proa, 1925
