literatura venezolana

de hoy y de siempre

Bibliotecas públicas: la tercera oleada

Sep 10, 2025

Iraset Páez Urdaneta

En 1980 el norteamericano Alvin Toffler acuñó con entusiasmo futurista la expresión de «Tercera oleada» para referirse a la emergencia y los efectos de una sociedad post-industrial en la que, tal como lo había previsto siete años antes otro norteamericano, el sociólogo Daniel Bell, el conocimiento teórico se convertiría en la base de la riqueza y la innovación. Dos años después de la publicación del libro de Toffier, un tercer norteamericano, John Naisbitt, confirmaba como una megatendencia para la década, el advenimiento de una sociedad de la información impulsada por una poderosa tecnología informática en manos de una masa de personas sedientas de datos. En ese mismo año se registraban más de 1.000 bases de datos internacionalmente accesibles. En los Estados Unidos, los ingresos del mercado de las bases de datos en línea se habían incrementado de 1.168 millones de dólares en 1979 a 4.300 millones seis años más tarde. Tan sólo en este país se editaban para esa fecha cerca de 9.600 publicaciones periódicas diferentes. En 1989, un cuarto norteamericano, el arquitecto, Richard S. Wurman, declaraba la existencia de una epidemia de ansiedad informacional resultante de una cotidiana indigestión de datos que no saciaban la necesidad de conocimientos. Para entonces en el mundo se publicaban más de 850.000 nuevos títulos por año. Al mismo tiempo, varias universidades en los países industrializados anunciarían la suspensión o reducción de sus programas de formación de bibliotecarios y algunos gobiernos, también en estos países, manifestaron estar considerando la privatización de sus bibliotecas públicas o su clausura.

Aquí nos proponemos examinar la situación de la biblioteca pública en el contexto de una «Tercera oleada» que pareciera presentársele de manera adversa, pero que, desde otra perspectiva, pudiera ser asumida como una gran oportunidad para que la misma pudiera redimensionar su misión social. El enfoque se encuentra conceptualmente orientado hacia una recuperación de la biblioteca pública latinoamericana y del Caribe como una herramienta clave para la gestión de la inteligencia social en función de una modernización estratégica del desarrollo sostenible.

LA PRIMERA OLEADA

La noción de una biblioteca como una colección de documentos es tan antigua en occidente como el registro de su historia. Sin embargo, la idea de un acceso público a esta clase de colección no es -como se sabe- tan antigua. Plinio el Viejo da noticia en su historia de la fundación, en Roma y por iniciativa de Julio César, de una biblioteca pública que en su fachada ostentaba el lema agradecido de «Ingenia hominum rem publicam fecit» (‘El hizo el talento de los hombres una posesión pública’), si bien el significado de «público» en el mundo grecolatino se restringía a una minoría de patricios ilustrados. Siglos después, en Bizancio, Constantino el Grande «creó una Biblioteca Imperial con un motivo más alejandrino y piadoso: la preservación de la gran herencia documental de Grecia y Roma y de la literatura cristiana.

Esta es, en el fondo, la actitud que por siglos alimentó el celo de preservación y copiado que caracterizó a las congregaciones monásticas de Europa, una vez concluido el dominio romano. Depositada en la segura oscuridad de los monasterios, se trataba de una herencia peligrosa que los poderes eclesiásticos custodiaron, no tanto por egoísmo o perversión como por el miedo fáustico que no pudiera ser comprendida. Se entiende así que en el monasterio de la novela de Galeno Eco «El nombre de la rosa» un libro como el supuesto «Tratado sobre la Risa» de Aristóteles haya causado tantas muertes. Entonces no existía definicionalmente un «público» y, ontológicamente, el libro o manuscrito, por su unicidad, no era sinónimo de saber sino de verdad Frente a la unidimensionalidad del hombre europeo de la época, la iglesia sólo se encontraba en necesidad de defender la verdad que consideraba canónica.

En realidad, el problema en la biblioteca del monasterios que Eco nos presenta en su novela es esencialmente su «infernalidad», en el sentido en que T.S. Eliot percibía el Infierno de Dante (es decir, como un lugar «donde nada se conectaba entre sí») Las instituciones universitarias que surgieron a partir del siglo XII comenzaron, por la vía del libre estudio, a construir y reconstruir las conexiones que faltaban, lo que las obligó a emprender la organización de amplias colecciones en las que debieron dar cabida a ese saber no canónico que, a la altura del siglo XV, debía ser admitido y preservado, pero el acceso al cual todavía se reservaban.

Sería la invención de la imprenta de tipos movibles en Europa y la producción masiva de libros lo que abriría las puertas del conocimiento al hombre corriente. En su libro «La Galaxia Gutemberg», Marshall McLuhan afirma que la imprenta había inventado al «público», algo que la vieja tecnología monasterial del manuscrito no tenía la capacidad de hacer’. Sin embargo, «público» en este contexto debe ser entendido en función de la emergencia de un nuevo espacio más amplio de conocimiento, pues el libro portatilizó el saber, creó una inter-personalidad de intereses puramente intelectuales, neutralizó la retórica de lo absoluto, descanonizó el conocimiento y des-elitizó la voluntad de conocer. El libro hizo técnicamente posible el concepto de la biblioteca pública, pero ello no hubiera sino suficiente si al mismo tiempo, junto al libro, Europa no hubiera también experimentado una transformación de sus actitudes hacia el saber y de sus valores éticos en cuanto al ascenso social del hombre. Como se sabe, esta transformación fue particularmente intensa en aquellas sociedades reformistas del norte de Europa; resulta así peculiar que -asociado a la moral reformista- se hubiera manifestado la aspiración burguesa de conocer los hechos de la religión por vía de un acceso personal a la Biblia, una aspiración que las sociedades mediterráneas consideraron innecesaria o sospechosa.

No sorprende así que los primeros antecedentes de lo que hoy llamamos «bibliotecas públicas» se encuentren en las bibliotecas parroquiales que comenzaron a surgir en Inglaterra desde finales del siglo XVI. Pequeños y restringidos en sus colecciones, fueron servicios de orientación congregacional en los que se instrumentaron por primera vez la circulación y la subscripción de libros. No arrancamos de ellos, sin embargo, nuestra noción de «primera oleada», sino de 1850, cuando un acta del parlamento inglés autoriza la fijación de impuestos para costear la provisión de servicios bibliotecarios públicos.

Ya en el siglo XIX las grandes colecciones bibliográficas de Europa se encontraban configuradas bajo el concepto de Bibliotecas Nacionales. La industrialización de las economías europeas, la masificación de la educación básica formal, el enriquecimiento del gobierno y la ampliación de la taxación y sobre todo la intensificación de los procesos de generación y publicación del conocimiento, crearon las bases para la formación de circuitos urbanos de bibliotecas públicas de administración local. El modelo funcional tradicional de este tipo de facilidad pública queda desde entonces establecido: se trata de servicios que esencialmente custodian y aseguran el acceso de una comunidad de usuarios a una colección que, idealmente satisface sus necesidades de información para la formación, la recreación y la acción ciudadana, en este orden. Para dirigir estos nuevos servicios públicos, una nueva profesión emergió en el mercado de trabajo público (la profesión del bibliotecólogo) y una nueva área de conocimiento comenzó a reclamar estatus disciplinario (la ciencia de la bibliotecología).

LA SEGUNDA OLEADA

A los propósitos de este trabajo, queremos dar la designación de «Segunda oleada» a una época que se inicia alrededor de 1974. Como veremos, la fecha está sesgada por una interpretación inevitablemente tercermundista del desarrollo mundial de los servicios bibliotecarios públicos. En realidad, podríamos hablar de una segunda oleada para estos servicios en los países de economías más avanzadas como los Estados Unidos, el Reino Unido o Japón, y de una segunda oleada para estos servicios en los países que desde la década del sesenta se denominan oficialmente «en vías de desarrollo», pero observaremos que, primero, no son oleadas que coincidan cronológicamente y, segundo y más importante, que no se trata de oleadas que signifiquen lo mismo para un tipo de país vs. el otro.

Alrededor de 1974 los países del Tercer Mundo contaban con servicios bibliotecarios públicos en desigual nivel de desarrollo. Para referirnos al contexto inmediato de la América Latina y Caribe, esta desigualdad podía hacerse evidente entre los países hispanoamericanos y entre estos y los del Caribe, especialmente los del Caribe anglo-hablante. En el panorama se podían constatar países que a principios de siglo contaban con una institución oficial denominada «Biblioteca Nacional» y otros que no, y países que contaban con bibliotecas públicas en algunas de sus principales ciudades, amparadas por una atención oficial simbólica o el celo de algún benefactor bibliófilo con fortuna para ello, y capitales de provincia que todavía hacia 1950 carecían de ellas. En el período que siguió inmediatamente a la Segunda Guerra Mundial, la cooperación internacional encauzó algunos fondos hacia la organización de un sistema -por lo general inorgánico- de bibliotecas escolares. La carrera bibliotecológica comenzaría a prosperar como tal por esos años, si bien como ha dicho R. Horowitz, se trataba de una carrera que se había iniciado en los treinta, había recibido un fuerte impulso en los cuarenta y en los setenta mantendría el nivel que la educación bibliotecológica norteamericana había alcanzado en los cincuenta.

La segunda oleada comenzaría veinticuatro años antes para las bibliotecas públicas en los países industrializados. La afluencia de recursos financieros públicos, la expansión de la demanda y la oferta educativas, la disponibilidad de profesionales competitivos para una profesión racionalmente remunerada y los intereses de una industria en busca de nuevos mercados en el nicho de los servicios, permitirían la modernización de sus viejas funciones, la adopción de otras nuevas (relacionadas con nuevos documentos de carácter gráfico y auditivo), la segmentación y diferenciación de tratamiento de sus usuarios, la tecnificación de sus procesos administrativos, la elevación de su jerarquía política local y la integración en esquemas orientados hacia la compatibilización e internacionalización de tareas y subproductos. Se trataba de transformaciones evidentemente sustantivas que coincidieron con otros cambios igualmente importantes como fueron la especialización de servidos alternativos, la sofisticación de la oferta documentaria, la piramidalización del conocimiento en niveles de información socializada y el enfoque del rubro como uno de compensación social. Más adelante nos referiremos a las consecuencias que estos cambios eventualmente implicaron para la noción del servicio público bibliotecario en estos países.

En buena parte animados por estos desarrollos en los países industrializados y firmemente convencidos de la necesidad de un nuevo desarrollo cultural como base para la modernización socio-económica de los países del Tercer Mundo, los promotores de la cooperación internacional planteada para la década de los setenta oportunamente concedieron prioridad a la organización de sistemas nacionales de servicios de información y biblioteca de amplia orientación colectiva. Esta posición se define particularmente en el contexto de la UNESCO, que ya en 1949 había hecho una declaración formal al respecto, pero, de manera efectiva, en 1974, en una reunión intergubernamental que realizada en París echó las bases conceptuales y operacionales de la iniciativa conocida como NATIS.

Aquí no vamos a detallar los alcances, aciertes o desaciertos del NATIS, porque, en realidad, lo apropiado sería reconocer que, con diferencia de estrategia en lo que se refiere a las implementaciones nacionales del programa, el NATIS definió como parámetros de la segunda oleada la institucionalización pública del servicio bibliotecario público, su administración política integral, su inserción en la planificación estatal, su vinculación efectiva con los programas de educación y atención social, la socialización del concepto del servicio y de su enfoque como expectativa ciudadana, la creación de usuarios, la captura y valoración de los acervos documentarios nacionales y la normalización de sus procesos y funciones por la vía de la adopción de técnicas de orientación universal.

Bajo estos principios el gobierno venezolano emprendió en 1974 la organización de un Sistema Nacional de Bibliotecas Públicas que diez años después exhibía logros sustanciales. Sin estar cabalmente fundamentado en un modelo propio, el caso venezolano luce bastante particular, pues no se corrió con igual suerte en otros países de la Región. La clave del éxito venezolano (y, por extensión de la interpretación venezolana del NATIS) parece vinculada con la capacidad de financiamiento del Estado venezolano, la disponibilidad de un nivel de experiencia previa adquirida a partir del proyecto
conocido como «Banco del Libro», la permanencia de la iniciativa en la agenda política de la Nación durante varios gobiernos sucesivos, la continuidad de su gerencia, el crecimiento sostenido de la demanda ciudadana por el servicio y la concepción misma del sistema como entorno directo e indirecto de una fortalecida Biblioteca Nacional.

LA TERCERA OLEADA

El año de 1990 podría considerarse como un buen umbral para demarcar el inicio de la Tercera Oleada, no tanto porque en él haya ocurrido algún evento como la Conferencia del NATIS en 1974 como por el significado que se ha asociado con el comienzo de la última década del siglo XX y la emergencia de un nuevo Orden Político Mundial. La mayoría de los fenómenos que caracterizan a esta oleada son ya evidentes en la década anterior, en aquellos países cuyas bibliotecas pública se encontraban en la punta de la segunda oleada o se acercaban a ella. En realidad, la tercera oleada se presenta críticamente como un resultado inevitable del éxito que servicios de información como estos experimentaron en la cresta de la segunda oleada, principalmente a consecuencia de un impacto directo e indirecto de la tecnología de la información.

Prácticamente, la computadora llega a las bibliotecas a fines de 1980 y con ella llega una nueva tecnología para las comunicaciones, la reproducción, el almacenamiento y la recuperación de información cuyas aplicaciones transformarían sustantivamente las distintas actividades que integran el ciclo del trabajo informacional. En menos de cinco años, una profesión que se percibía como centrada en una administración técnica de documentos comenzó a verse centrada en la administración de equipo informático. La potenciación de la computadora no sólo crearía a un nuevo tipo de usuario (independiente, ambicioso, sediento de información con que llenar discos duros con cada vez mayor capacidad a más bajo costo) sino que además crearía la ilusión de la portatilidad del servicio y de la reducción y fragmentación de sus acervos en bases de datos que pudieran duplicarse y modificarse todas las veces que fuera deseable.

Así como la imprenta de Gutenberg había creado «el público», la computadora creó al «super-individuo», que, como dice E.F. Provenzo, es alguien con el poder para manejar y producir grandes cantidades de información y para interactuar con una más amplia comunidad de personas que están haciendo lo mismo y, sobretodo, creó el culto a la información. Este culto -y no realmente la computadora- es el que ha distorsionado nuestra concepción del conocimiento y, por consiguiente, nuestra concepción de la biblioteca. Otra cosa no se advierte en la megatendencia por la que J. Naisbitt en 1980 confundía la proliferación de datos e información con lo que él proclamó como «The mass-production of knowledge». Habiéndose simplificado de esta manera la noción de «conocimiento», el usuario planteó sus necesidades en los términos de una demanda de datos que, oportunamente, una industria informacional emergente se apresuró a atender, desviándolo de las bibliotecas y de los bibliotecarios. En 1983, en efecto, B. Cronin observaba: «La maduración de la industria de la información ha hecho estallar efectivamente un dominio profesional y ha transferido el control desde los minoristas de información institucionalizados de la sociedad (es decir, los bibliotecarios) a una población mucho más amplia de tecnócratas.».

No sería difícil reconocer que, aún tratándose de una tecnología más sofisticada que la vieja del libro impreso, la micro-computadora no necesariamente es o ha sido un medio tanto o más efectivo en diseminar el conocimiento del modo como el libro lo hizo durante medio milenio. Sin embargo, insistimos en que no se trata de un problema constitutivo de la tecnología; por el contrario, parece más bien un problema de cambio de perspectiva en el hombre occidental: en la antigüedad, el hombre occidental quería ser sabio, luego, el hombre moderno quiso ser conocedor, el hombre contemporáneo parece contentarse con estar informado, en el sentido de tener los datos. Valdrían así los interrogantes del poeta T.S. Eliot cuando se preguntaba dónde estaba la sabiduría que habíamos perdido en el conocimiento y dónde el conocimiento que habíamos perdido en la información. Para informarse, basta con datos, con informaciones, que es el nivel que precisamente una micro-computadora maneja con notoria eficiencia. Es el hombre el que ha cambiado ante una tecnología que, por exceder sus capacidades para procesar información, ha terminado por imponerle su propio ambiente, un ambiente informático. Desafortunadamente, esta aparente rendición ha sido recientemente justificada por una generalizada aceptación del caos como estado virtual del universo, lo que resulta en una pervasiva simplificación de la capacidad humana para sostener de manera cohesiva el reto del proyecto civilizatorio.Condenando al hombre a la inevitabilidad del caos en un universo sobre-informando, la micro-computadora crea un entorno de realidades manejables para cerebros que justificadamente deben restringirse al menor número posible de riesgos.

Dice el profesor norteamericano T. Roszak: «En todo caso, sufrimos de un exceso de información sin refinar y sin digerir que fluye desde todos los medios que nos rodean», una saturación de información que ha generado un estado de ansiedad que R.S. Wurman ha intentado caracterizar recientemente con la ingenuidad del urbanista neoyorquino dispuesto a seguir las reglas de cualquier manual que le indique cómo sobrevivir a una calamidad de tales dimensiones. Esta «hartazón de datos» no es impredecible ni accidental. Es en la opinión de algunos estudiosos del fenómeno, una estrategia de control social para alejar al hombre corriente del verdadero conocimiento (teórico, metodológico, descriptivo, aplicativo, epistémico) que se ha acumulado extraordinariamente en los últimos veinte años a consecuencia de una ampliación de los intereses disciplinarios tradicionales y una apertura de los enfoques inter y trans-disciplinarios, o para cercarlo en un mundo de conocimiento inútil, cuantitativo más que cualitativo, que en la percepción del Francés J.F. Revel está consciente o inconscientemente siendo manejado como filosofía por los educadores, los periodistas y los intelectuales, favoreciendo con ello el debilitamiento de la base ética de las democracias occidentales».

Para Roszark, el nexo faltante entre la gente y la edad de la información, entre el público y la computadora, es la biblioteca pública. A Roszak le resulta curioso que en la discusión actual sobre el problema se haya excluido a la biblioteca pública, acaso porque en la mente de los computólatras la biblioteca se encuentre estrechamente asociada al papel impreso, el libro, a la información no depurada. Otra posible razón por la que se puede haber ignorado a la biblioteca es que el empuje comercial detrás del culto de la información es la venta de computadoras a la clase media. En efecto, la biblioteca pública interactúa con una clase social que no parece interesar como mercado a los vendedores de datos y de software. Se entiende así por qué las grandes compañías fabricantes de computadoras han donado equipos a las universidades, particularmente a las de estudiantado más afluente, y no a las bibliotecas públicas. Otra razón se asociaría con la percepción de la biblioteca como un sitio de trabajo femenino, opuesto al carácter masculino de la tecnología y su imagen comercial de instrumento para la competencia agresiva. Roszak justamente considera que se trata de una situación desafortunada, pues si un servicio de información computarizado tiene algún lugar que le sea natural en la sociedad lo es en la biblioteca pública, donde su poder y eficiencia pueden ser maximizados, además de asegurársele un acceso democrático. La biblioteca pública es así un recurso despreciado en la era del culto a la información.

Pero es que también la biblioteca pública en aquellos países en que estas tendencias se encuentran más avanzadas contribuyó a la distorsión, atraída acaso por lo que le vendieron como «the paperless library», «the electronic library», que fue incluso el nombre de una importante publicación profesional editada a mediados de los ochenta. Lo irónico es que la sofisticación tecnológica de estos servicios no fortaleció necesariamente su imagen social y, sobre todo, su importancia política ante administraciones públicas que comenzaron, también desde mediados de los ochentas, a reducir progresivamente sus fondos, seguramente porque evaluaron como costosa una operación que parecía más un club para el préstamo de libros o un sitio para que un usuario pudiera conectarse con bases de datos remotas. Estas parecen al mismo tiempo las consecuencias de un innegable fenómeno por el cual no tan sólo se fue sobre-especializando el conocimiento sino que -además- se le fue des-documentalizando: lo que entendemos por «documento» es un texto electrónico, de alta convertibilidad, de alta provisionalidad, individualizado, de rápida degradación y obsolescencia, extenso-sensitivo, costosensitivo, altamente funcionalizado.

LA BIBLIOTECA PUBLICA LATINOAMERICANA ANTE LA TERCERA OLEADA

V. Gregorian, quien fuera director de la Biblioteca Pública de la Ciudad de Nueva York, menciona en una entrevista recientemente publicada» que ya a comienzos de los treintas José Ortega y Gasset había advertido acerca del «barbarismo de la especialización» si se formaba una humanidad unidimensionada que fuera insensible ante la totalidad de sus experiencias y de sus sensibilidades. Gregorian resiente que cada vez sepamos más y más de algunos aspectos de menos y menos cosas. Existe entre varios intelectuales latinoamericanos y extranjeros la convicción de que la educación no está enseñando a saber sino a aceptar el no saber, que su único propósito es suministrar una introducción al aprendizaje. Pese a su excesivo culto al documento, en el pasado, la biblioteca prestó a la educación su apoyo incondicional para que se pudieran hacer las conexiones que faltaban, i.e., para que la información se encontrara con el conocimiento. La biblioteca pública hoy no pareciera saber qué debe conectar con qué y para quién.

Pudiera tenerse la impresión de que el panorama que hemos descrito como la tercera oleada contiene una anunciación del inminente apocalipsis que aguarda a las bibliotecas públicas. En realidad lo que llamamos «tercera oleada» es lo que las bibliotecas públicas van a tener que hacer para volver a recuperar al hombre corriente, ese hombre que al borde de un nuevo siglo, con computadora o no, la necesita más que nunca para encontrar un mejor lugar en la sociedad y la civilización que ha disipado sus intereses. Como en el caso de la oleada anterior, algunas sociedades la iniciarán antes que otras, algunas experimentarán una versión diferente.

Pensamos que más que un problema de financiamiento, o de libros que no se editan en nuestros países o que son costosos, o de profesionales mal pagados, el problema fundamental de nuestra biblioteca pública es la carencia de un mensaje renovador y convincente de su misión social y de la estrecha relación de esta misión con las expectativas de modernizar el desarrollo nacional, regional y continental a partir de estos años y con cara hacia el nuevo milenio. Esta reunión representa una gran oportunidad para discutir la semántica y la retórica de la re-definición o nueva definición de esta misión.

La biblioteca pública no existe para que la gente esté informada o en contacto sentimental con su acervo documentario. La biblioteca pública existe para que la gente sea socialmente más inteligente, pues ésta es la condición base del desarrollo sostenible. La repotenciación de la biblioteca pública será posible en la medida en que pueda inyectar conocimiento en el ambiente socio-económico y cultural que la circunde y no en la medida en que preserve lo que exista documentalizado de ese conocimiento para unos usuarios accidentales.

Sobre el autor

*Fragmentos del trabajo publicado en: Revista Interamericana de Bibliotecología. Vol. 15, No. 1. Enero-Junio 1992.

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