Celso Medina
Uno imagina al poeta José Lira Sosa, en 1952, recorriendo las esquinas frías de un París de plenitud, por cuyos boulevares se paseaba el gran gurú del Surrealismo: André Breton. El jovencísimo mozo ya había sido impactado por el genio de otro surrealista: Juan Sánchez Peláez, en su Maturín natal, donde este exilió por un tiempo el poeta de Elena y los Elementos, después de su aventura chilena en La Mandrágora. Lira iba a lo que todo poeta latinoamericano perseguía: beberse los aires de una ciudad llena de azogue. Y también beber su vino, como elíxir iniciático. En los batteaux mouches, recorriendo El Sena, tal vez hizo suyo un mapa espiritual que le ayudó a escribir posteriormente una poesía urdida de imágenes y contrastes sensuales.
De modo que el surrealismo estuvo en él desde sus inicios y a París fue a pagar una deuda de honor imaginario. Nos confesaba el poeta que su Maturín aldeano de los 50 no podía ofrecerle más que los poemas de Andrés Eloy Blanco o el García Lorca cursilón; mucho tiempo después pudo entrar en contacto con los textos de Poeta en Nueva York. Por ello cuando vio aquel hombre sereno, con voz de príncipe desamparado, hablarle de una literatura totalmente desconocida para él, en lenguaje que iba más allá de la preceptiva, se olvidó del soneto «Busto», que le escribiera furtivamente a una de las muchachas de Liceo Sanz; es más, no sólo se olvidó de él: se avergonzó cuando un antologista de la poesía monaguense lo integró a una publicación.
Después de la intensa presencia en París, el poeta regresaría a Venezuela y participaría a plenitud en el convulso proceso revolucionario de los 60. Ejerció la docencia; hizo periodismo, profesión que ejercía en el momento en que un infarto segó su vida, el 9 de diciembre de 1995.
En 1964, en su ejercicio de clandestinidad, logró encontrarse con dos amigos poetas: Gustavo Pereira y Jesús Enrique Barrios. Y en la aldeana y petrolera Puerto La Cruz deciden publicar «Trópico Uno». ¿El nombre? El poeta siempre mamó gallo con él. A veces sugería que era un homenaje al poeta Aimée de Césaire, de quien fue traductor y fervoroso seguidor. A veces hacía humor: lo de «uno» tiene que ver con que toda revista literaria está condenada a salir una sola vez; pero la publicación logró ir más allá del número inicial, truncándose en el número cuatro. Esta empresa tuvo en el poeta Lira a uno de sus más sólidos ideólogos. Allí publicó poemas, traducciones y textos cargados de una ironía y un cinismo sazonados con el surrealismo y la irreverencia política.
Ese es el escritor de la «Oda a André Breton», texto revelador de una poética surrealista muy genuina. Habíamos dicho anteriormente que con este poema Lira salda una deuda con el principal ideólogo de este movimiento1. Pero yo agregaría ahora que más que una deuda, este texto es una contrastación, que enrumba el surrealismo lirasosiano por una estética de otras resonancias. Y no en vano se cuenta dentro de sus preferencias la obra del poeta martiniqueño Aimée de Césaire, con quien uno puede conseguir afinidades.
Tanto Lira como el autor de Regreso al paìs natal comparten sus afectos por Breton. Pero sus obras optan por abandonar el automatismo surrealista, para encaminarse hacia sus memorias natales. La negritud de Césaire es equivalente al tropicalismo lirasosiano. Y aquí reside la esencia de los contrastes: nuestros poetas no quieren poetizar como niños balbuceantes, ni salir a la azarosa calle en búsqueda de aventuras imaginísticas, por cuanto la geografía vital de estos pueblos caribeños ha sabido destilarse en ellos como la miel en el paladar.
¿Qué resuena en el surrealismo de José Lira Sosa? El paisaje, los olores minerales y vegetales de la geografía de infancia y de adopción del poeta. Una geografía que será su telón de fondo, por donde el azogue aprendido de París se transmutará en los Caños de Monagas, en el mar de Margarita y la «cueva de los pájaros» de Caripe. También hay en nuestro autor, como en el poeta martiniqueño, un regreso al país natal. Sobre todo en los poemarios Contraseña (1981) y Enseres y Atavíos (1989) y Con la palabra en la boca (1994), donde su obra se desprende del «feísmo» que obligatoriamente tuvo que asumir en la anterior etapa de su obra literaria. En estos poemarios el surrealismo se vuelve memorioso y presta toda su artillería metafórica, para cantar a la gran madre natal.
La oda dedicada al más importante exponente del surrealismo, pareciera una requisitoria contra una estética que el poeta consideraba insuficiente para nombrar la realidad caribeña. Ante un «astro ajado», Lira anteponía su «órbita rizada de quinina y de curare». Apostaba por una poesía poco poética y más vital. Por ello hace esta invitación:
Abandona las comarcas heladas
Abandona el círculo celeste donde enmudece
Tu flauta de Pan
Y derriba el muro que nos separa
Así como Césaire aboga por una negritud, plena de la vitalidad caribeña, nuestro poeta quiere dejar constancia de su entereza mestiza. Y no es este poema una imprecación contra Breton. Es un gesto de amor; un ademán amistoso, para que el surrealismo abandone el territorio donde muchas cosas han muerto. Y diríamos que esas «comarcas heladas» son el emblema de un Occidente repitiéndose, envenenándose con su propia cola. Por ello este saludo:
Escucha Andrés Bretón te saludo hoy
Tocando madera de cedros dulces
Trazando cuadriláteros efímeros en el aire
De los tucanes
Te saludo en torrente selvático de los hormigueros
Germinando en tu entusiasmo de chispas fosforescentes
No fueron estas palabras sólo gestos programáticos. Pocos poetas han trazado un cuerpo meta poético que tuviese tanta correspondencia con su práctica escritural, sin caer en los lugares comunes de los manifiestos rimbombantes, donde sólo resuenan los sarampiones epocales.
Sobre el autor
NOTAS
1 Véase «Seis notas aproximativas a la poesía de José Lira Sosa». Introducción a Poesía, de Jose Lira Sosa. Maturín: Centro de Actividades Literarias «José Lira Sosa», 1998.
