literatura venezolana

de hoy y de siempre

Narrativa del petróleo: evidencias y acuerdos

Oct 10, 2025

Miguel Ángel Campos

Vista en perspectiva, la significación del libro de Gustavo Luis Carrera, La novela del petróleo en Venezuela (1972), tiene todo el peso de una frontera, de un límite definido en la indagación de un tema hasta hoy pleno de equívocos, ausencias y malentendidos. Encarado con conciencia de estas dolencias, el estudio –como un prospecto de la mea culpa mostrada desde la escritura ensayística, para sí misma y, sobre todo, frente al hacer de narradores y narrativa–, enseña lo que falta y hasta dónde ha llegado lo acometido. No de manera gratuita se empieza por el inventario, catálogo de esfuerzos anotados con esmero de quien no desea dejar nada por fuera, de quien pretende rastrear la presencia de un capítulo, un párrafo, una mención del tema cuya identidad se procura fijar. Asegurarse de la extensión de un desgano, ser exhaustivo para ser justo. Buscador de hongos en la campiña declarada apta, la primera constatación del autor es la relativa escasez de ejemplares y especies, aunque parece una fecha avanzada para su verificación. Ésta resulta la afirmación de una constante: antes y después la anomalía ha estado allí, poquísimas páginas y apenas viñetas en la época inicial, no más de uno o dos libros durante el desarrollo y la clara reticencia en la consolidación.Y esto no es más que ejercicio estadístico, pero sirve para revelar la simpleza y aun el desdén de una cultura por su mayor fuerza configuradora. Es una de aquellas “categorías ausentes” señaladas por Antonio López Ortega en una reunión de omisiones, y en este caso particular sirve para diagnosticar al país indolente con su propia experiencia.

La novedad y extrañeza de lo petrolero, respecto a otros conflictos más dolidos y anclados en los intereses sociales del escritor, parecen explicar ese estatuto; pero no basta, y declarativamente se afirma: “…es evidente que hay razones más poderosas para explicar esa ausencia respecto a una circunstancia que si bien no es remota, ya cuenta con una historia extensa”. Pareciera ésta una voluntad sancionadora, nos previene de pesquisas de elementos diferentes a aquellos que lucen en primer plano. Una pregunta adicional –“¿qué se ha novelado del petróleo en Venezuela?”– nos dispone para la heterodoxia. Pero luego veremos cómo estas requisitorias no se ejecutan a cabalidad. En general, la escasez de novelas mueve a reparar en el proceso de la economía petrolera más que en su imaginario; y cuando éste se evalúa se le exige espectáculo literario –tal vez como condición de su legitimidad como discurso– y esto es lícito tratándose de un análisis que incluye exigencias formales.

Muchas de aquellas obras consideradas como de poco nivel acaso brinden un interesante panorama del escenario. Pero si es un escándalo el hecho de la ausencia, no lo es menos el afán de hacer de estas obras meros documentos, porque si somos una economía minera, y esto condiciona desde el circuito de la producción y el consumo hasta la política; si nos reconocemos como sociedad minera –lo aéreo, el nomadismo, la discontinuidad– es preciso hacerle otras exigencias a la escritura de ficción diferente a la del correlato. La literatura no es documento pericial, tampoco crónica de una época. Cuando se reconoce la capacidad de impacto del petróleo, se acuerda un catálogo que va desde la “economía y vida social” hasta el poder de escritorio y los manejos de mediadores y comisionistas. Así parece cubrirse todo un horizonte y, al final, se acoda un resquicio de ese hacer: “…y hasta de diversos arquetipos culturales y mentales comunes”. Es decir, el aspecto ordenador en su real dimensión cultural llega por añadidura.Tenemos ya una primera y dominante caracterización de los estudios dedicados a la narrativa del petróleo, esa que la convierte en testimonio.

Resulta sorprendente desdeñar esa dimensión, la del bullir de una identidad por acumulación y tensión, pues si algo ha fundado el petróleo son arquetipos. La declaración de principios del estudio de Carrera consagra un método y define unas tareas y, en esa medida, nada más habría que pedirle; pero en el desarrollo se hace preguntas que son exigencias o anhelos. Los vacíos vistos vienen a ser, de alguna manera, el ajuste entre las fragilidades de esa novela y un cierto conformismo del estudio. La disposición de novelar desde cierta responsabilidad de cronista de su tiempo, y de dar testimonio, hizo de los escritores de la novela del petróleo contempladores fieles del realismo; terminaron exaltando un mecanismo de aproximación a la realidad, no tanto por fe en ese instrumento como por un destino asignado a la literatura: reconstruir, aleccionar.

Parecía estar listo el escenario para una práctica sobrestimada, aquella de privilegiar los ruidos de la calle con la buena intención de dar el perfil de una comunidad. Si el petróleo es nuestra épica, su registro se ha alimentado en exceso de procesos públicos y, en esa medida, se han privilegiado aquellos contornos de fácil e inmediata transacción, consumibles en un circuito de validación y discusión del poder como organización del consenso político. Esto hace de esa clase de mirada un acto débil y poco eficiente para retener lo sedimentario, aquello determinado y determinante desde un ángulo oblicuo. Es, digamos, una perspectiva un poco demagoga. Allí podría estar el gran flanco de la novela del petróleo, la exigua cantidad hablaría adicionalmente de una actitud de los escritores y de los intelectuales hacia un tópico puesto al margen de los intereses mentales de las clases ilustradas: desdén, indiferencia, desprecio.

El enfoque de inventario se mantiene a lo largo del libro de Carrera y la “breve historia del tema”, objeto del primer capítulo, da cuenta de un conjunto de conflictos no siempre característicos del petróleo; en ellos, éste es la novedad como presencia, pero nada más. El expolio de la tierra, los manejos de abogados y mediadores, doctores venales, la defensa del paisaje idílico, pudieran ser elementos naturales de la novela criollista. Obviamente, lo más actual se queda como rasgo permanente. La tendencia denunciatoria, que marcó la percepción y el juicio, debía resultar un ejercicio más comprometido que contemporáneo en clara alianza con las exigencias del discurso antiimperialista; la voracidad de los yanquis encontraba en los temas de la novela del petróleo una renovación, no una novedad.

Tópico favorito es ese de la nueva conquista, la fácil asociación con procesos pasados de la región colonizada, establecer parangones con otras opresiones es dar por descontado que ésta también lo es en su sentido político y de sujeción. Faceta esa muy cara al autor, parece haber una implícita declaración de principios y el rastreo –la indagación de la elaboración– se hace subsidiario del correlato. Esta es una consecuencia importante para la manera como evolucionó el estudio de la cultura del petróleo en Venezuela. Elección marcada, sin duda, por el prestigio ideológico del instrumental marxista, pues los más importantes estudios aparecen en el período de plenitud de esta visión intelectual de lo social.

Ni idealismo ni estilística, ni humanismo sociológico al estilo Picón Salas, es una época durante la cual, en Venezuela, todas las ciencias sociales se adscriben a la razón del materialismo histórico y el avant garde de los procedimientos está representado por el análisis de la lucha de clases. Por lo demás, no resultaba difícil encontrar en ese rastreo de la genealogía de una escritura la confirmación de un ritmo. Ahí estaba la sociedad oprimida y doliente para sacar de ella cualquier ejemplo: desde los cuadros bucólicos de la tierra buena y maltratada hasta los manejos maléficos de usurpadores y hacedores de fraude. Pero ni aquellos fragmentos estaban dibujando lo característico del petróleo, ni el análisis marxista podía entrar, a saco, en cualquier fase de la historia nacional para probar sus postulados.

Si los proyectos de autores como Arcila Farías, Acosta Saignes y Carlos Irazábal nos dan el perfil de la formación de lo societario clasista, es gracias al inventario previo de lo nacional hecho desde el pensamiento ilustrado desde Simón Rodríguez hasta Picón Salas. Pero la síntesis de la narrativa petrolera –su valoración desde la perspectiva del aporte al imaginario– llegaba sin contrapunto, sin posibilidad de contraste, y era ese el resultado en un medio donde tantos vacíos acosan la historia cultural. La novela del petróleo en Venezuela es un libro pionero que se organiza desde la ausencia casi absoluta de referencias (si exceptuamos el estudio, aún hoy inédito de Nicole Saint-Gilles, La implantación del petróleo en Venezuela vista por los novelistas, cuentistas y ensayistas, de 1959). Pero frente a aquella orfandad tiene la ventaja, y legítima opción, de elegir no sólo un instrumental heurístico, sino también la de promocionar una perspectiva de la cultura. La novela de esta investigación es el campo de dominación y disputa de una Venezuela cuya identidad se dirime en la colonización y, en esa medida, su objeto tiende a hacerse reflejo de lo civil, eco de la historia.

Las obras parecieran estar condenadas a ceder buena parte de su autonomía; se las presiente frágiles en su vocación de testimonio y se recela de aquella voluntad de sus autores no expresada taxativamente. A ratos parece continuidad de la zaga socioeconómica del país, relato del ascenso comunitario y biografía del poder público. Pero la literatura, ya se sabe, no es documento de un tiempo ni expediente pericial; es, siempre, elaboración subjetiva, oblicua –aun cuando se abulten sus rasgos militantes– y, en este caso, deberá contrarrestárselos apelando al lenguaje secreto frente al ruido de la ideología o la propaganda. Paralela a la autoridad del discurso mismo de los narradores, va la de la economía y la sociología. Se apela a aquella fundamentación con la misma certidumbre que se cita una escena o el diálogo de unos personajes y, en el fondo, es como equiparar dos verdades; una y otra apoyándose mutuamente en un acuerdo, a veces totalitario, que no deja resquicio para otra versión. A las series económicas y los cambios en la dinámica de un modo de vida van paralelas las acciones de unos seres morales demasiado determinados por aquella realidad. La novela, a su vez, se obliga a dar el tono del día; incorpora el debate y las primicias públicas en una obligación que la condena a lo efímero del documento.

En general, parece haber un acuerdo pasivo de los dos discursos en torno a un escenario: relevar, mostrar, trazar un perfil.Todo con miras a la grave tarea de conocer el país desde una necesidad de aleccionamiento y deberes ciudadanos; pero en esa alianza, un discurso se resiente y otro nada gana. Si la literatura se hace subsidiaria de la realidad, y termina en retrato; la economía y la proclama del poder nada tienen que buscar en aquella: la ignoran.Tal vez la literatura termine siendo no sólo muy realista sino muy literaria, y a esa economía seguramente le falta un poco de antropología.

Todo realismo suele ser conservador porque duda de toda mirada que no sea directa; pero tratándose de realismo social, hay el agravante del culto a lo inmediato. Por lo demás, en esa mirada no hay ruptura y se consagra lo justificador previo. Cómo explicar, si no, la determinación de las descripciones del paisaje lacerado y cargadas de pesimismo, que estén ya en páginas de esa pobreza descubierta por el costumbrismo del siglo XIX; reaparecen en la visión estigmatizada que hace de la novedad simplemente la vuelta de lo que siempre estuvo allí. Ninguna complejización. Nada hay de de intercambio entre esa nueva realidad y aquellos hombres encandilados; tan sólo la voracidad de unos y el desamparo de otros.Variedad de afanes que hacen de las muchedumbres incipientes seres inerciales aventados por un estremecimiento. Nadie observa, no hay sentmientos soterrados; todo debe decirse o denunciarse, tanto la experiencia de los personajes como los hallazgos del exégeta. Están prohibidos el silencio y las sustracciones. Es preciso el escándalo en una novedad escandalosa por lo que tiene de injusta.Todo lo demás, capaz de engendrar la definitiva identidad de un futuro atenazado, queda en planes o en el franco desdén. El inventario de situaciones y actores, salidos del nuevo orden, sirve curiosamente para mostrar nuevos usos, pero viejos hábitos. Desde el abogado venal hasta el guachimán –¿no son éstos, acaso, los perros fieles de los vínculos patrimoniales?–, propuestos como modelos de una conducta venida con las nuevas maneras. En el fondo no son sino variaciones de aquella minoridad, detectables en el pícaro y en el camaleonismo, por ejemplo.

El punto de vista de las virtudes nacionales se convierte en un obstáculo para dar con el producto del intercambio. Esa moral dolida –incapaz de hacer espacio para la comprensión de unos hombres que ya no son héroes de la patria–, obliga a desechar, como ajenos y extraños a la gens, aquellos sentimientos que ya modelan la identidad de los valores públicos en un país que está adquiriendo, de prisa, patrones de relacionamiento respecto a ideas como riqueza, prosperidad, dinero, bienestar; que está remodelando su imaginario y no lo nutre, tal vez, de virtudes teologales.

El caso de El señor Rasvel es paradigmático. Podría ser la antinovela del petróleo ya que, en un esquema de valoración antimaniquea, rompe con el enfoque de lo idílico nacional y con lo perverso extranjero. Encara la transformación como una dinámica más autónoma, y se permite la construcción de tipos humanos más verosímiles, libres en su aptitud para asimilar la nueva experiencia en su carga íntima. Pero, sobre todo, liberan el prospecto de país de los clisés que impiden ver la verdadera voluntad obrando sobre el futuro. Lo nacional inficionado ya no es un acto de degradación de lo virtuoso por el mal exterior, sino una consecuencia de las nuevas formas de organización del poder. Es la vida orgánica haciendo su propio espacio y mostrando, para bien o para mal, unas elecciones. “El señor Rasvel posee importante significación en el desarrollo del tema del petróleo en la novela venezolana. Y ello a pesar de que no se concentra en el asunto en cuestión”. Cuán reveladora es esta afirmación. Cree partir de una constatación y termina siendo un juicio sobre la personalidad del tema de amplias consecuencias. Esta novela es, en puridad, la primera y, tal vez, la única cuya acción resulta implícitamente deducible desde el universo cultural del petróleo. Discurre, en su totalidad, en una oficina o en espacios cerrados, y tal cosa crea un equívoco o, al menos, confusión sobre un tema asociado a espacios abiertos, al discurrir de grupos ruidosos en contrapunto de voces legitimándose entre sí y mediados por un paisaje ad hoc: máquinas y naturaleza. Cuando estos elementos faltan, cunde el desconcierto y novelistas y público parecen mirarse a la cara. Desde los papeles que firman los gerentes hasta el perfume que Rasvel usa cuando va a visitar a sus amantes, todo rezuma el olor del petróleo. El bullir del local –que uno adivina estrecho y tal vez incómodo– transparenta el alma de los confiados en la redención. Ésta tendrá su escenografía precisa no en el fresco abierto de una épica de masas, sino en la gestión sibilina de unos grupos confidentes del Estado.

Cuando el tema ya ha colonizado unas maneras y, diríamos, se ha nacionalizado; entonces se vuelve sutil, invisible, y el espectador capaz de dar con él será quien ponga en cuestión un tiempo sospechoso. Sobrestimar el ritmo de campo abierto (Mene) significaba reducir la épica del petróleo a la historia pública. Esto ha pesado en exceso en el análisis. El espejismo que crea El señor Rasvel podía entenderse desde la tradición de una literatura de tesis, en la cual el intelectual se hace gestor de ciudadanía y termina encargado de aleccionamientos ajenos a su tarea (Gallegos). Carrera señala aquel mundo de oficinas y transacciones, y sus consecuencias, como incidentales. “La misma trama hubiera podido sustentarse sobre una situación semejante en otro tipo de empresa no petrolera”, dice, para hacer una generalización no muy conveniente al objeto de su propio estudio. No obstante, es tal el peso de un clima y unas tensiones que el autor dedica a esa novela los párrafos más extensos y se detiene en citas puntuales. Hacia el final de su comentario parece ceder ante la evidencia: “En ella se desarrolla una trama asentada sobre asuntos relativos al gran tema, se amplían las perspectivas con la inclusión de aspectos financieros…”. El tema parece definido por su condición de noticia o de documento que informa; cuando se diluye y se hace constitutivo, entonces desaparece de la consideración. “No es, pues, el asunto petrolero determinante en la novela”. Y, sin embargo, ella inaugura la configuración más clara de un hacer –por encima de lo pintoresco y de la denuncia– contra los clisés de lo adánico y lo demoníaco, lo bucólico y lo urbano. Establece, para los tiempos que vendrán, un enfoque que hace del realismo no ya el cuadro de lo visto en un contexto, sino de lo presentido, de lo imaginado desde el centro de la crisis.

El ascenso de las novedades es un espectáculo constatable en una narrativa nacida casi de la nada, sin antecedentes en el tiempo real de los procesos. El enfoque externo del acontecer revela la necesidad de los novelistas de informar y dar noticia de las recepciones y las maneras salidas del intercambio: técnica, economía, política. Se diría que son algo nuevo para una novelística un tanto retrasada, acostumbrada al manejo de cuadros inmóviles y de grupos humanos relacionándose en el esquema –relativamente autónomo– de los intereses de pueblo y tierra, cuya acabada expresión sería el criollismo.

El mundo dinámico de interrelaciones y de objetos referenciales ajenos a aquella perspectiva, irrumpe en la psiquis de los actores y los dispone para el desconcierto y también para el acomodo. Industria en su expresión de ruido y movimiento, el maquinismo y su aureola sobrenatural en un medio agreste, son escenarios frente a los cuales el narrador debe disponer de otros recursos. Ceñir el momento e incorporar los rasgos de un discurso volátil, inaprensible, todavía en conflicto con un imaginario, pero suministrando con rapidez los elementos del emergente modo de vida, resultaba una tarea difícil para una tradición en la que el cuadro de acción estaba dominado por el hombre en el paisaje. El escenario tenso de la cosificación debía ser digerido desde la autonomía de la propia novela y, a la vez, abandonando el seguro territorio de lo relacionable.

La novela –acostumbrada a tratar con la economía en un sentido personal y directo– ahora se encuentra sin eslabones en un escenario donde las evidencias deben ser reconsideradas. Muchos de los tópicos de formulación ideológica no sólo extraños, sino que, tal vez, había que construirlos: masas emergiendo sin guión previo, sustitución de perfiles valorativos, todo en una redefinición de los alcances del poder, determinante para el destino inmediato y la larga permanencia de aquellas masas, tesoro de buscadores de fortuna y diagnosticadas irredentas. El realismo debía resultar un aliado más grato que útil. La primera novela sintética y orbital –Mancha de aceite– está construida sobre esta vocación y viene amparada por el prestigio de la experiencia, lo que añade al documento el concluyente peso de lo moral. El tema del petróleo nacía destinado, y casi condenado, a consignar el eco de deberes ajenos. Un catálogo de certezas domina a unos retratistas angustiados por la biografía del país, y quizás por su reputación.

Imperialismo, los malos hijos, la expoliación, la pérdida de soberanía, son como precipitaciones dentro de las cuales podemos ver el eco de aquella devoción del escritor pedagogo. Largo rato se detiene el estudio en el tipo del yanqui bueno, y lo hace para juzgar la objetividad del realismo de estas novelas. El tema parece estar sancionado de antemano; pero si el intento del narrador es una posibilidad de exploración de lo humano extraño, en el sustrato del correlato no puede ser sino ingenuidad: no hay tal yanqui bueno.

Las simpatías se las lleva Mancha de aceite, por ejemplo, denunciadora y directa; mientras Oficina No.1 o Sobre la misma tierra quedan para curiosidad de una aproximación extemporánea. En Sobre la misma tierra la elaboración del yanqui bueno es o una patraña o una ingenuidad (Carrera dixit). Las exigencias que los críticos plantean para las novelas documento llevan a que un autor como Díaz Sánchez se pregunte por qué en el largo ínterin que va desde la aparición de Mene hasta los años cincuenta, las lagunas de aquella novela no han sido subsanadas, su “desnudo testimonio” no ha sido mejorado. No es tanto una referencia a la escasez como insistencia en una tarea, mostrar aquello que estaba incorporándose a lo nacional; es una queja recogida por autores y críticos, y ese consenso nos habla de la principal preocupación de una escritura devota del correlato: la anatomía de lo social.

Este formato ya tiene un modelo acabado desde 1935:“La experiencia directa del autor y su postura ideológica de preocupación social, asientan Mancha de aceite sobre una base vivencial que la hace la más vigorosa novela del petróleo en Venezuela hasta el presente”. Prolongación del debate redencionista de los prohombres y sus acuerdos mentales sobre el imaginario del país, la ficción se sitúa en la línea recta de lo aleccionador. El alejamiento de los propios deberes y las imágenes moralizantes, pueden ser el decepcionante resultado.

Si la novela norteamericana del sur –con Faulkner, Caldwell, McCullers entre sus grandes representantes y marcada por coordenadas similares de intolerancia y economía– elabora tipos psicológicos y desarrolla conflictos en mundos cerrados, no es, seguramente, por la ausencia de un contraste exterior como el imperialismo y la novedad técnica; se debe, sobre todo, al hecho de ponerse de espaldas al escenario general de la sociedad. Las razones por las que esto no es así en el caso venezolano, podrían estar más claras en la historia que en la propia literatura. La “candente arena política” y las tareas asumidas para sí por los alfabetizados determinaron que, en buena medida, la imaginación fuera puesta al servicio de aquello que se había asumido inercialmente: los acuerdos de una sociedad poco imaginativa. La observación no fue defectuosa, pues la curiosidad supo hacerse de un estilo pero, en cambio, resultó prejuiciosa y, tal vez, en un grado mortal.

La tesis del petróleo perverso es una construcción de la segunda fase; una manera de intelectualización popular de aquella impresión consignada, quizás al vuelo, por la narrativa como subproducto de la comunidad pospuesta en el ruido de la abundancia. Pero como saber pintoresco no ha debido traspasar las barreras de una oralidad cuya función era drenar amarguras, y está bien que así sea (al menos en Narciso Perozo y su verso: cuando oigáis que ya no suenan esos pitos del carrizo…). Pero la literatura aparece muy crédula frente a estos insumos y se limita a tomar elementos del frondoso paisaje; casi a ensamblar, sin más perspectiva que la del testimonio. Prepara, a su vez, el discurso de la crónica y con sus sanciones la condiciona.

Sorprende no poco, descubrir cómo Carrera identifica los componentes de la tesis, los ordena y descubre lo tendencioso del narrador. Sin embargo, se detiene ante la consideración valorativa y no llega a hacer la denuncia de la tesis. “Y todos los males reunidos, recrecidos. De donde nace no sólo el espanto y el rechazo ante esa realidad, sino hasta una suerte de prejuicio casi supersticioso contra el petróleo”. Narrativa y crítica reafirman un acuerdo, texto y exégesis permanecen en una línea de relevamiento, casi cartográfica, cuyo telón de fondo es el correlato. Una voluntad como ésta podría darnos desde las vueltas del paisaje eglógico en la Arcadia mancillada, hasta la protohistoria del movimiento sindical. Más que indagar, esto era nutrirse de los planos ya trazados de una discusión agotada por incestuosa: los dolores del imposible proyecto nacional.

Entre Urbaneja Achelphol y Todo un pueblo pudiera quedar bien delineado este espacio insistente reaparecido en los frescos de la novela petrolera: país menguado en su reciente versión del profanador. Frente al retrato de la novedad se imponía la denuncia. Desde una tradición unificadora de la realidad y, diríamos reduccionista, el catálogo de agravios retenía para el escritor responsabilidades de tribuno. Esta convicción se ejecuta de manera metódica. La obra de ficción es objeto de interrogación en términos periciales al punto de dar, muchas veces, con solapados impulsores y justificadores.

Gallegos, en Sobre la misma tierra, se hace reo de un cargo inesperado, pero no tanto si la novela se encara desde otras razones distintas a su función inmediata. Es la ausencia del favorecido tópico de la corrupción de las instancias públicas, el análisis la explica directamente por la situación de clase del escritor. “Es la corrupción oficial nacional en el engranaje petrolero –que con tanto énfasis denuncia Mancha de aceite– y cuya ausencia en Sobre la misma tierra constituye una de las lagunas esenciales…”. Gallegos no es un disidente; es, más bien, un hombre conservador que rinde culto al orden sancionado y sus protocolos. La denuncia de sus novelas pertenece a la noción de ciudadanía como crisis, aunque el modelo político tal vez le resultaba indiferente. Hay, pues, a juicio del autor, una omisión generosa con el poder, o alcahueta, en vista de que aspiraba a la continuidad de ese orden institucional. “En tales condiciones Gallegos no hubiera querido comprometer el buen nombre del gobierno, que él más bien aspiraba a consolidar…”. Una lectura de la obra previa de Gallegos mostraría, antes que a un oportunista, a un venerador de la sociedad como resultado del hacer de los hombres formales.Tal vez no hubiera sido necesario llegar tan lejos. Abierto recelo del discurso del extranjero, cuando éste hace mea culpa o se afilia al partido de los explotados, es considerado personaje acartonado o esa posición “pierde la mitad de su esencia”. El esquema previo niega toda posibilidad de elaboración en un escenario distinto al de los intereses de aquello que se ha acordado para la novela: ventilar lo nacional.

La duda permanente de las bondades de la nueva economía hila un memorial de quejas y tonos lastimeros. Esto cierra cualquier posibilidad de diálogo con la novedad y sus agentes. “Forzada objetividad”, se llama a la elección del novelista capaz de atender el rumor de la autonomía; todo lo demás sería, entonces, objetividad natural. Ruptura y exploración están limitadas al territorio de lo demostrable en el ámbito de una escenografía real. Poco creíble será el gesto del otro “que por misteriosas cualidades íntimas, hasta entonces ocultas, de repente decide ser un hombre de honor…”.

Realidad y novela parecen estar condenadas. Aquella, a cierta clase de redención; ésta, al documentalismo militante. Imaginación y apropiación, por la vía de una moral personal, están excluidas y claramente sancionadas.“ Lo que se ha hecho es inventar a Hardman. Su misma índole excepcional, a todas luces singular, le resta significación en una novela que aspira a tipificar una realidad…”. Las demandas parecían autolegitimarse, la función estaba prescrita, y un mundo y su utilería le daban por descontado.

Como se ve, la novela del petróleo difícilmente podía aspirar a una contemporaneidad de amplia representación. Subsidiaria del criollismo en muchos casos, se esperaba de ella el reforzamiento de un ethos y no su revisión. Documentalista y mediadora, le faltó distancia en una tarea donde los ruidos no hacían el espectáculo sino que lo mostraban.

A la proverbial escasez, ya diagnosticada, se sumaba el guión exitoso. Fuera de él, todo puede ser llamado idealizaciones desde la propiedad de la reglas del juego. Llama la atención la proliferación de cuadros y estampas, lo fragmentario y lo inacabado, libros parciales y a retazos, y no por eso menos eficientes. Quizás es un tono no poco exacto de la cultura del petróleo, y está justamente en un ritmo de exposición, porque la realidad era, de alguna manera, experimental, movediza, aleatoria. El estilo del panorama desbordaba la intención aleccionadora y de tesis. Seres de ocasión, personajes sin genealogía ni biografía, son el insumo novedoso de una escritura urgida de aprender de sus objetos y, sobre todo, de creer en ellos. Qué interesante hubiera sido si una conducta como la complicidad del criollo (Ubert, Montiel, los guachimanes), en vez de habérsela tachado como reprobable y ajena a una idiosincrasia se la incorpora a la continuidad de una patología consagrada en el camaleonismo.

El inventario de asuntos de la novela del petróleo va sumando situaciones y escenas que siempre habían estado allí, era el fresco de una sociedad atascada en la tarea de generar civilidad: la fragilidad de un temperamento, sus hombres venales, las instituciones desarticuladas, la carencia de un sentido de país. Los aparentes entusiasmos del retratista consisten en asociar todos aquellos rasgos a la nueva presencia gestora; así como probablemente los observadores de la Emancipación o de la Guerra Federal hayan visto estigmas que no eran sino latencias de otras continuidades.

Si la novedad no logra ser articulada a una identidad reproductora, se entra en conflicto con ella y el resultado es una aculturación negativa; la sanción moral es inmediata y lleva al rechazo militante de todo aquello capaz de modelar un intercambio. De hecho, hay poca o ninguna resistencia, y el flujo termina por establecerse a través de un mecanismo en el cual la cultura más prestigiosa entra a saco y se impone mezclándose a voluntad. Pero el precio de aquella actitud recelosa y dudosamente crítica, termina siendo la incapacidad para la disidencia. El mérito de El señor Rasvel es haber igualado unos intereses aceptando la alteridad; reconocer al otro para conocer su mundo y apropiárselo. Si esa relación es lacerada, y está contenida en la unidad de la mala conciencia, es por negarse a la demagogia del maniqueísmo que presupone las bondades de unos y las perversiones de otros. Básicamente, el error consiste en no reconocer la diferencia y, sobre todo, el desigual estatuto de fuerza de las culturas enfrentadas.

Carrera se propone, en su libro, una tarea de rastreo de la presencia que sabe ha dejado huellas visibles aunque no numerosas.También se ha provisto de un detector y busca, pues, un sentido para una escritura encarada con un tema.Y si las variaciones de esa novelística son previsibles; si cierta voluntad de retrato colectivo la conduce sin más riesgos que el poco o mucho énfasis dado a unos afectos, pudiera ser comprensible la valoración que habla del “mal moral”. Esa historia “moral”, definida desde el poder y sus usos, desde la patria desgarrada, nos ha dado un exceso de lamento y poca prevención. Es como una saga ruidosa sin actores, seres movidos por el viento y huyendo siempre del centro de los hechos, debilitando cualquier posibilidad de signar esa historia y cargarla de determinaciones societarias de carácter ontológico.

Frente a ese espectáculo sobrevaluado, el individuo tiende a desaparecer. Delega en otros y se hace pura representación; no tiñe con un estilo distintivo unas maneras susceptibles de ser reivindicadas como herencia de un carácter.Y, sin embargo, otras determinaciones se resienten, se apagan en el esfuerzo de aquella fe en lo público; entre la exaltación y la representación de un ciudadano mutilado, apenas esbozado en su penuria cívica, se erosiona el sentido de responsabilidad individual. Entregado a los gestos opulentos de las soluciones aparatosas –poco o nada hay de esa certidumbre que hace de la suma de virtudes la seguridad colectiva– el venezolano persiste atascado en una minoridad, que en buena medida, está consagrada en la historiografía sancionadora de élites y doctores, y exculpadora del sordo ritmo anónimo de las masas que se hacen conducir.

Significativa es la explicación que se nos propone de la existencia de los clubs en el campo petrolero. Campo sur –de cuya detenida observación no debemos dudar pues sus 40 páginas son la redacción de 5 años–, sirve al análisis al identificar un mecanismo expedito de aleccionamiento de esos sectores débiles y propensos al extravío. Atraídos por las tentaciones desde el momento en que el artilugio existe, ellos ya no son responsables de nada: “Así surgen los numerosos clubs del campamento, multiplicados como una forma calculada y dirigida por la compañía de estimular la evasión y la indiferencia social y política entre los pobladores de la zona”.

Entre la defección de las élites –eso que Mario Briceño Iragorry llamó la traición de los mejores–, y la absolución de los indiferentes los procesos públicos en Venezuela son como un simulacro con grave balance, pero sin actores. El asunto de los entreguistas reaparece aquí y allá como un recordatorio de la fragilidad de las estructuras internas; pero el análisis se vuelca parcial a la recriminación moral. Asimismo, una noción puramente territorial de independencia y soberanía predispone para los perfiles a campo abierto. En todo caso, la ausencia de continuidad impide ver la evolución de los hechos en un plano de contrastación y obstaculiza su valoración. Presencias ominosas, cambios compulsivos, matices e intereses: parece haber más trama que novela. Esquematismo reductor que niega un mundo y sólo reivindica experiencias en una ecología. De alguna manera, hay simetría entre novela y realidades, pero corresponde a aspectos de una negatividad sin solución.

Si es la discriminación y el rechazo lo que une a los violentados y no la organización, de igual modo los narradores parecen aglomerarse en torno a los grandes clisés: la locura del petróleo, el éxodo campesino, etc. A aquellos, la novedad no les revela otra dimensión de las relaciones interpersonales –la trascendente sustitución de la fatalidad por la angustia, digamos–, tan solo la dura cara de los opresores; a éstos, una solvente tradición de observación de la comunidad, el costumbrismo no les sirve de mucho. Uno se pregunta si acaso los horrores del alcohol y la violencia retratados por la crónica criollista, e incluso el costumbrismo del siglo XIX, corresponden a otra realidad. Es una manera de hacer vitalicios los errores y las conductas trastornadas, y afirmar unas virtudes más deseadas que ejecutadas. Pero sí sorprende la casi absoluta falta de humor en estos cuadros enfrentados a lo variopinto; nada de picaresca o parodia en estas exploraciones cuya materia prima es un escenario ambiguo y provisional. La seriedad truena y se hace solemne, el punto de partida es la sospecha, lo más cercano a otra actitud es el sarcasmo, un poco triste, de Teófilo Aldana en su marcha frente a la cerca del campo en Mene.Tanatólogos, podríamos decir, sin menoscabo de esos decididos diagnosticadores del caos y el cataclismo; por lo demás, pareciera condición suficiente para escribir novela del petróleo ser antiimperialista.Todo es razón. Los acuerdos previos minan la imaginación y, así, la ficción es pura circunstancia.

El obsesivo balance nos habla de males y beneficios en un claro sacrificio de lo residual, de lo asentado más allá del acuerdo de los avisados y el rèclame anodino. En la compleja realidad, la sociedad se hace tensa, se mimetiza y adquiere su rostro verdadero: el país de quince y último predicho por Picón Salas, el resabio antisocial de sus empresarios, su Estado impune y su ciudadanía de registro y cédula de identidad, la angustia ante el fracaso de no haber podido construir un orden de bienestar.

Tampoco de aquellas requisitorias aparatosas era previsible imaginar el cambio de estatuto de la mujer venezolana y/o la fiesta, ya hoy monótona, de las multitudes educándose en las universidades. Seguramente la sobrevaluación de la industria, ese deslumbramiento por los saberes de los técnicos, y el modo de vida de los que habían traspasado la cerca, engendró esa visión escapista dominante en las ideas populares sobre la industria, consagrándola como la realización de toda vida profesional. El fetichismo de una economía fundada en la artificialidad de un proceso que nada produce y nada transforma –pero que condiciona raigalmente–, y el prestigio de una actividad acordado por gente filistea y espiritualmente marginal, rigen las expectativas de la sociedad venezolana de hoy. No recoge esa novelística tipos que elaboren el entorno, contempladores puros; todo razonamiento parece concebido para desembocar en la acción.

Repara Carrera en la ausencia casi absoluta de personajes aureolados de simbolismo, y esto lo atribuye al realismo como mecanismo de exigencias más inmediatas. Privilegian “la captación concreta de un fragmento de vida”.Valora la discreta tensión de algunos personajes “secundarios” y descubre la vocación eficiente de los observadores oblicuos, su autonomía en un guión donde los fragmentos pudieran dar un tono más estable: Phillibert y Aldana de Mene, los oficinistas de El señor Rasvel.

Al hacer una especie de catálogo de subtemas, el autor cita en la sección “Campos petroleros” un párrafo de Oficina No. 1 y, más que ilustrar sobre el campo, ilumina de un tirón las posibilidades de una realidad superior y, sobre todo, diferente al juicio de los recién llegados, plena de determinaciones; dimensional: “Para aquellos días no eran más de ocho los ranchos de palma de moriche plantados sobre la sabana. El más importante era el de Nemesio Arismendi, el comisario, un vendedor ambulante que llegó al lugar con las limitadas aspiraciones de liquidar una carga de cerveza”. Quizás sea este el escenario de la verdadera épica. Esa donde el riesgo deja de ser audacia y se convierte en fe ante el rumor producido por un desplazamiento, el del fatalismo por la angustia. Cuando lo trágico social cede espacio a los episodios del día, y el escenario se nutre de la relación de los agonistas, entonces aparecen otras explicaciones, menos interesadas en el testimonio y los destinos colectivos y, por eso mismo, menos urgentes. Retengamos, por ahora, un balance, la descripción de un horizonte y sus incertidumbres. Apunta a una elección, a lo hecho desde el fervor de unos deberes demasiado conspicuos. Pero las omisiones también muestran una fe: la negativa a dirimir pendencias y conciliar en la intimidad.Y, más que fe, acaso no sea la entrega a la somnolencia y en la intemperie.

Sobre el autor

Prólogo del libro: La novela del petróleo en Venezuela, de Gustavo Luis Carrera.

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