Lázaro Andújar, el que olvidó su nombre
I
Si sentía su existencia, ya muy poco (o casi nada) lo ataba al mundo, caso de entender bien lo que apenas pudo rescatarse del papel ensangrentado donde su compañero hizo notas antes de morir (”…ahora llora tan leve- mente que sólo yo lo oigo; ha olvidado el nombre de los hijos, su mujer es apenas una cosa, un simple receptáculo para incubar el futuro; ha olvidado su perro mensajero, la casa donde consumimos el último instante aprovechable para salvar a los demás; le he preguntado su nombre y apenas responde que él se llama ‘Dios’; debe estar medio loco; yo estoy más herido y sin embargo recuerdo todas mis gentes; sé mi nombre y entiendo que el sol pronto habrá de salir, ya que he contado cada una de las horas…»). Es lastimoso que la sangre haya cubierto el texto a pedazos y únicamente queden algunas frases largas. Hubiera sido apasionante para mi (¡Oh pasionaria intimidad!), conservar aquel papel lleno de sangre y de confusos secretos hermosos, donde ahora cabe el último quehacer de un alma bajo la mancha que consume una gota de esfuerzo humano.
A su pesar sangre que oscurece la letra—, con los trozos leídos, viciados de conceptos irresolutos o más oscuros, me atrevo a contarles (sin que me pregunten quién soy), a contarles cómo fue su final, el in de un hombre de enérgica contextura moral, mentado Lázaro Andújar (y no “Dios” con quien anduve muchos años, ya trabajando, ya sosteniendo el alma en un hilo, ya caminando el País -de sol a sol, de cabo a rabo—, haciendo cálculos para estos sueños que un día nos picaron camino sin volverlos alguna vez atrás.
Puedo decir que lo empujaron al agua como quien echa un árbol al río, tranquilamente. Decidieron recogerlo de nuevo, le dieron algunos auxilios técnicos y entonces pudo respirar otra vez normalmente, pero sin que sus oídos oyeran bien las preguntas esperadas luego, una tras otra. Llegaron a la orilla del río (la masa verde de los árboles se asomaba con honesta mansedumbre sobre el agua), atravesando la ciudad por arrabales y picas, penetraron el caserón que estaba en lis afueras muy lejos del río—, lo empujaron de nuevo y rodó escaleras abajo, golpe a golpe, hasta quedar exhausto al lado de otro cuerpo tendido, al que tocaba con lo único de su cuerpo impregnado aún de sensaciones, es decir, lo miraba fijamente,y si reconoció el rostro del vecino no precisó jamás sus rasgos con refleja familiaridad.
Cuando Lázaro llegó de primero —a lo dijo es porque yo lo sé— nunca pensaría que ése era el principio de su final. Llegó sudoroso, con el temor a cuestas de que in error suyo al contar el tiempo impidiera el acogimiento indispensable de la casa para quienes llegarían después. Casi lo miro, al pensarlo con sus dedos flacos y nerviosos, hurgaren sus bolsillos —si cerrara los ojos lo miraría como en un espejo—, tocar el frío de las llaves, penetrar el cerrojo y sentir el aire distinto del interior al respirarlo profundamente. Es como si lo viera sentarse, descalzar los zapatos y sobarse los pies, uno con otro, mientras pensaba quizás en sus hijos, en su perro, en sus libros dispersos nunca leídos del todo o en los años que faltarían al tiempo de cada día para que los miedos de hoy fueran materia de canto o poblada efusiva, libertaria, sin contar el silencioso amor feliz. Cuando llegó —después de él- el primero de los citados en aquel sitio, encontraría la puerta abierta y más adentro una casa aparentemente sola con el silencio blanco en sus paredes. (En el rincón más oscuro estaría seguramente Lázaro mordiendo un cigarrillo, como un simple pensador, oculto tras sus ojos cerrados, tal como para que la luz de afuera no dispersara su atención interior); después llegarían los otros, sacarían el termo con el café, les obsequiaría cigarrillos —él únicamente los mordía, no los fumaba— con aquella sonrisa fiel que completaba su cabeza atractiva, de esas que gustan al apenas mirarlas.
Al verse reunido con los otros (afán universal de amor, afán consciente de los hombres juntos) pensarían no en lo que tendrían que discutir o planificar, sino más en las pausas, en las no dichas palabras, y tendría que decirse (como otra veces): “De todos éstos quién será el bueno, quién será el malo; ellos mismos ignorarán su verdadera angustia, cubierta por un afán de egoísta heroicidad, quién será de éstos el primer Traidor, o menos, el primero que afloje sus manos sobre los ajenos predios; aquél tiene ojos audaces, el otro fuertes antebrazos; el de boina gris («éste nunca faltaba a las citas»), el de boina gris tiene un don especial que ofrece confianza… pero quién se atreve a conocer el alma del hombre por un sólo gesto externo”. Así transcurrirían una o dos horas, mientras hablaban, auscultando los hombres cercanos, tratando de llevarlos al nivel superior que él sentía poseer con la certeza del fuego quemado en sus entrañas. “Oye esto (me dijo más de una vez), pero no lo repitas. Te lo digo por nuestra amistad y porque decir estas cosas entre nosotras es como si monologara… yo me siento un hombre superior, no tengo miedo de pensarlo ni de anunciarlo a ti porque a nadie he hecho daño, Casi estoy seguro: mis ideas resuelven los más de los problemas difíciles o enigmáticos; tengo actitudes videntes; algunos pensamientos encontrados en los pocos libros que he leído, creo que antes los he tenido yo cuando cierro los ojos y me oculto tras ellos».
Así era Lázaro Andújar. Un hombre tan distinto que casi lo he deificado. Si ahora levantara mis ojos y mirara su imagen, hecha por un pintor amigo (aquí, en la pared inmediata al lugar donde escribo), me sentaría a llorar su muerte.
Del principio de su muerte sólo conozco las esquinas cerradas por hombres oscuros que me impidieron el paso (el paso hacia el lugar de la muerte, la mía también, quizás); las órdenes pasadas silenciosamente entre ellos, el silbato final y mis angustias completando el círculo de su asedio; mi miedo acatando los hechos cuando recordé el arma que pesaba en mi cuadril, y a la que tocaba como un escarabajo tenso que erizaba mis dedos. Sentí la seguridad del disparo repetido si yo hubiere estado adentro y fuera Lázaro Andújar quien tocara con sus manos hermosas el acero del arma.
Desde lejos miré cómo se acercaba a la casa rosada de la cuadra. La puerta cerrada, la ventana cerrada, las paredes altas, un árbol cercano que no facilitaba el paso dieron el tiempo necesario. Se oyó el primer disparo (yo toqué de nuevo el oculto acero mortal); se oyó otro y otro disparo, y yo volvía a empuñar mi escarabajo tenso, Pero sólo miraba. Mis fuerzas yacían por debajo del pensamiento, mientras apenas ojeaba el transcurrir de la tarde en la copa del árbol. Alguien subió al hombro del otro, se acodó a la primera horqueta del árbol, subió a pulso puro, y cayó de regreso al suelo sin un solo movimiento postrero. Un nuevo silbato penetró el largo de la calle y sentí cómo vibró en el acero tenso debajo del pantalón.
Las gentes vecinas hacían gritos y voces en sus casas, Mientras yo miraba desde un zaguán, entre mujeres despeinadas, las incidencias que descubrían mi alma pequeña. “Son ladrones (decían), son ladrones”, “se pelean con la policía (decían), se pelean con la policía en la calle”. «Es Lázaro Andújar” (dijo alguien). Pero nadie lo oyó, sino mis oídos hechos al nombre de Lázaro. Silbaban los silbatos de acero como sí hicieran del aire un filoso rechinar de miedo y calofríos intensos. Corrían aquéllos sobre el asfalto, Pensaban con rapidez. La urgencia los separaba de sitios diversos, preguntaban, golpeaban, sugerían, abrían puertas; se concentraban y dispersaban, se concentraban y divergían de dos en dos; disparaban y nuestros pulsos temblaban (“el corazón se nos salía del pecho”, referían después las mujeres despeinadas). Disparaban sin un blanco seguro, mientras de adentro algunos disparos certeros detenían por un instante los otros disparos. “A encima de ellos” (se oyó ordenar con energía). En un grito estirado entre las detonaciones repetidas, corrieron varios adelante, otros atrás; el árbol crujió con la fuerza salvaje que lo agredía, hasta alcanzar la pared rosada, sombreada por el árbol que echaba sus ramas hacia el patio de la casa. Penetraron a saltos, con palabras de pólvora caliente lacerando el follaje que el viento movía apenas; silbaron de nuevo cuando caían uno a uno desde el pretil rosado con sus armas blandidas como espadas de combare; llenaron de silbatos las calles vecinas, el aire que envolvía los tejados vecinos; los silbatos movían las hojas; los hombres oscuros seguían descendiendo por las ramas flexibles hasta que alguien acordóse de abrir la puerta para la entrada de la hueste última. Luego se repitieron los disparos, más secos y opacos, encajonadas sus vibraciones crueles, con el humo de las cañoneras. Después hubo menos disparos; menos gritos hubo por encima de la lentitud que se impuso. Sin embargo, de vez en vez, alguien pegaba un leco de rabia o uno y otros disparos reincidían hasta que el viento pudo casi oírse el vuelo de una abeja ostentaba su rumor de itinerario. El árbol se cambió tranquilo, la pared rosada estuvo como silenciosa, mi alma era un cordel estirado a su extremo absoluto, los ojos de las gentes se ensancharon, pero sin una palabra dura o simple. El aire suave se hizo infinito mientras — a lo lejos— el murmullo de la ciudad pacía el tiempo.
Conté cerca de treinta minutos. Al fin salieron. Alguien primero, luego Lázaro, doblada, pensé que sudoroso y pálido. Cuando el automóvil pasó cerca de mí, sentí que el aire desplazado refrescó mis ojos húmedos.
II
Es doloroso recordar ahora su mandíbula recia y su barba que azulaba un rostro juvenil (aún con 35 años); recordar nuestras andanzas y charlas que ululaban en el nocturno de los hoteles, Duele (por su muerte) pensar en cómo destruía la enfática presunción de Aristóteles, cuando releíamos aquello de que «entre los hombres, los unos son libres y los otros esclavos por naturaleza”. Duele tener entre mis manos sus papeles, sus confesiones, sus cartas de amor, sus libros acotados, casi siempre inconclusos de lectura. Cualquiera podría orar largamente si tuviera, como yo, sus fotografías (propias y de amigas que lo adoraban). Sin embargo muerto está Lázaro Andújar, mientras su mujer lo desea y su perro huele a diario los antiguos pasos del amo.
«Mi perro es tan poco común (me decía) que algunas veces, con el perdón de mis congéneres, casi lo comparo con ellos. Me contento con mi perro cuando mis congéneres me alteran”, Y me decía también: «Amo mucho a mis gentes todas, pero me impacienta su cómplice tranquilidad ante tanto dolor disperso. Uno deja de dormir por ellos y al día siguiente el pulpero vecino me ha negado un café; con la promesa de cancelarlo, que es lo peor”. (Hablaba tanto y tanto, así, enlazando temas unos con otros). “Y hasta tendrán razón en negarme unos céntimos: ¿a quién le consta que soy un hombre bueno, y no un farsante? A mis allegados, y no a todos; porque el pulpero me conoce desde hace tres años y no se atreve a confiar que no perderá 25 céntimos conmigo”. “En el mundo hay todavía egoísmo porque hay exceso de temor de unos con otros, y ahí quienes alientan ese temor para separarnos más unos de otros y demorar el futuro, Quienes piensan que más allá de nuestro carapacho se acrece una cáfila de desconocidos y no tienden la mano para mover la quietud de los otros, esos serán condenados». «Debemos echar a un lado la desconfianza (me dijo cuando me opuse a un nuevo militante), vigílalo si quieres, pero confía ahora en él. La desconfianza es nuestro gran mal de los menores. Y lo peor es que cunde en todas partes, hasta en mi”, «Fíjate (me dijo un día en una actitud contradictoria con sus prédicas), yo tengo cinco hijos, mi mujer me consulta sus problemas difíciles, me llora esas largas ausencias inevitables de mis viajes, y sin embargo no me atrevo a sustentar que mi mujer habrá de serme fiel eternamente, ni que mis hijos recogerán a mi muerte la bandera que corre a mis pies. ¿Por qué ha de ser as? ¿Por qué ha de haber desconfianza en el mejor comprobado amor? Me he dicho que es nuestra naturaleza, al pensar: a la mujer puede hacerle falta en una hora indeterminada algún hombre que venga a redondear sus senos en la concavidad de sus manos, a mesarle el cabello sudoroso; puede que en un instante ella diga no soy capaz”, pero hay tantos instantes en la vida que otro puede ser más frágil… Mis hijos me han oído hablar y quizás se enteren de que moriría por nuestro amor universal, por hacer la entereza del hombre y su felicidad… mas, ¿quién podría asegurarme que mis hijos pasarán el tiempo no traspuesto por mí con la misma fidelidad que yo estoy seguro de soportar?”
Así era Lázaro Andújar. Sutil, elemental como un toro. Con sus pensamientos atizaba su angustia. Por ejemplo, alguna vez traté de disuadirlo de esta otra idea: «¿Quienes han traicionado han pensado antes traicionar! Y algo más, todos no cobran por traicionar. Algo muy grave tendrá que ocurrir en el corazón de un hombre para volver la espalda al sueño de los años pasados”. Después dijo: “La solución está en ser adolescentes sempiternos, en impedir que se tecnifique inhumanamente el ideario; entonces el mundo crecerá por encima del orgullo y los egoísmos animales”.
Decía una palabra tras otra. De un concepto le nacían nuevos pensamientos. 5us papeles escritos muchos se perdieron y otros las conservo con la entrañable inclemencia del tiempo que cada día los hace más amarillos. En alguno de ellos conseguí esta bella frase: “Algo anda mal y habremos de resolverlo, ya que somos más concretos que Don Quijote y menos egoístas que Hamlet”. En otros papeles parecía continuar la esencia del dicho al escribir: «pero no podemos jugar mucho al crucigrama. No es justo jugar mientras los demás se disgregan, se destruyen, se traicionan, roban el dinero del otro o negocian con el sudor de muchos. Sería como dejar en la entraña de los bosques un explosivo a tiempo, y otro en el seno último de los mares, para que lentamente cada aspiración, cada aliento, cada diástole, nos fueran acercando hacia un final indubitable. Somos de cualquier dolorosa fibra humana, los audaces miserables, los quiméricos y los soberbios practicistas, los que pacientes esperan brisas favorables que los impulsen o los sagaces que desbrozan intrincadas frondas ribeteadas por el sol del confín. Hay quienes pensamos y tendemos a la creación de algo nuevo —como un dios—, pero mientras se cuece esta anhelada novedad, ¿qué hacemos con los otros? ¿Habrán de consumirse en el propio polvo de sus plantas?” Pensaba Lázaro que su solidaridad era extensa, sin método inicial, hecha de la espontaneidad con que se vive. «La caridad no resuelve nada (escribió en un tiempo suyo); ¿pero será fácil pasar inadvertidos ante un brazo extendido que no sabe de tecnicismos sociológicos, sino que simplemente es un animal atado al instinto de su conservación? Atado a su hambre, a la miseria que lo resigna en algún accesible portal. He dado limosnas porque soy un hombre sensible y siento hondamente el dolor de mis semejantes. Eso nada resuelve, lo sé, pero me siento tan bien cuando lo hago tan igual a cuando discutimos y aprobamos soluciones sociales en una ley de grandes números”.
Así era Lázaro. Elemental como un toro salvaje que rumia cuatro veces el forraje de sus fuerzas. Acento a las maldiciones y a las voces de júbilo; atento al níquel que rueda en la calzada como a las estadísticas del erario. Amoroso del hombre y amoroso de sí. Si su muerte doliera mucho a otros, nunca dolería tanto como al mismo Lázaro Andújar, Saberse vencido sería para él un amargo licor terrestre, aun cuando se evidenciara la presencia de los demás secundando sus sueños, una vez extinguida su poderosa sangre. En ésta consistía la elementalidad de Lázaro Andújar. Daba su lástima al limosnero, al homosexual, al oprimido. Hubiera deseado apresar entre sedas inmensurables un aire bondadoso que a todos cubriera, liberando sus males como quien suelta mariposas inofensivas. «¿Y para qué pienso tantas ideas babiecas (decía cuando emergía de él su contradicción)? Moriré y todo habrá cambiado un poco”. Luego, reanimado con insospechadas circunstancias, anunciaba: “Pero habrá cambiado algo, al menos. Y un cambio más otro quizás dé a nuestros hijos o a los nietos este mundo que bulle en mí donde los hombres amarán únicamente a sus mujeres; los animales roerán las columnas más estables; los comerciantes habrán de usar una balanza de ciprés amable; los obreros cantarán siempre, en especial cuando ensayen sus coros a las seis de la tarde, hora en que el pensamiento es mejor”.
Oh, Lázaro Andújar, cómo verìas tú esta pasión con que cuenta tu muerte. Tu muerte que es para mí la mitad del mundo cubierto por oscuras aguas. Agrias, irredentas, distendidas hacia cada uno de mis pasos.
III
Una frase larga de aquel papel ensangrentado donde el compañero de Lázaro hizo notas antes de morir dice; “Él se nombre a sí mismo Dios, pero se llama Lázaro Andújar. Por qué pretende llamarse ahora «Dios un incrédulo como él. Será posible que se haya acobardado o que la muerte cernida sobre sus cabellos lo convierta en su propio santo, como una lluvia leve que todo lo humedece sin la ostentosa fuerza de los ríos. Pienso…» Otra vez la mancha oculta lo escrito por el otro héroe, el segundón que quién sabe quién conoce tan bien como yo a Lázaro, y que algún día podrá contar también su muerte.
Si este hombre simple (anónimo, poeta, simple) hubiera tenido tiempo de releer el papel que describe la muerte del otro, la de Lázaro, no hubiera pensado jamás en que a Lázaro lo acobardó la muerte o que podía convertirse. Otras frases encontradas de trecho en trecho de la sangre dicen con claridad de felinos ojos nocturnos cómo Lázaro Andújar había olvidado su nombre y pretendía llamarse “Dios”, Yo que estuve diecisiete años oyéndolo, preguntándole acerca de tópicos por mí nunca descifrables, puedo entender (por eso lo cuento) sin que me pese su ausencia mortal por no preguntarlo de nuevo, Quien relca este papel ensangrentado, una y otra vez, como yo lo he leído en los años que siguieron a su muerte; quien guarde sus papeles más íntimos (hasta sus cartas de amor), rescatados de estas o de aquellas manos, como si afanosamente se tomaran las frutas y las hojas del árbol para desnudarlo, ése podría hablar como yo y contar como yo su vida que no está disuelta con su sombra.
Si lo rescataron del río para volverlo a interrogar; si le dispararon sin herirlo desde el pretil de la casa rosada donde comenzó su muerte, si Mataron ellos (Lázaro y el otro) para despejar la fuga de los demás; si lo empujaron escaleras abajo, ya agonizante, obnubilado, con las sienes ardidas, hacia el foso oscuro donde su sangre comenzó a manar (como un riachuelo que en más cercano al mar más tenue pasa); si alguien pudo oírlo hablar con un cuerpo ya extinto, Lázaro Andújar no era entonces un hombre corriente. Alguien podría aducir: “Fue un héroe y los héroes no son corrientes en el mundo”. Pero yo para calificarlo no sopeso únicamente su muerte heroica. En el su muerte vale mucho, mas no es todo el caudal de su alma, sino apenas una gota final. Si es posible dudarlo, diré otras cosas de Lázaro, quizás las últimas:
«Me duelen los ojos y casi no veo” —dijo —. “Ponte la mano sobre la frente, Lázaro” —díjole el otra, el segundón, el otro héroe cuya muerte alguien contará. “Me duelen los ojos y casi no veo” volvió a decir. “No me oyes, Lázaro, ponte la mano sobre La frente”. “Me duelen las espaldas, las plantas de los pies, tengo sed, me duelen las heridas…., creo que hiedo a carne muerta”. El otro tomó conciencia del delirio, adivinó que ya no le oía y comenzó simplemente a observarlo. Gemía, lloraba tan levemente, se ensoberbecía como un muchacho brusco, se llenaba de sangre, manchaba la pared con sus manos angustiosas. “Yo maté, pero maté por la felicidad, yo maté a los criminales” —dijo con una voz remota. «Ellos matan por matar, ellos son lobos. Yo soy un puro”.
Habló sin detenerse a pensar, embebido en la retrospección de su recuerdo. Dijo de sus padres, habló de que fueron obreros y lo educaron, de su talento, de los tugurios tristes adonde siempre llevaba su alegría inaudita. Contó —a nadie, a el mismo o a su sombra mortal— diecisiete años de brega, de monte, de charcos hasta la cintura, de hambre, de escondites, de miedo, de muerte, de emboscadas, de amores, de dudas, de nuevos optimismos, de renuncias reincidentes, de fugas imposibles, pero tan ciertas como que ahora está muerto, Dijo de cómo amaba al hombre, al hombre individual o al hombre innumerable. «No creo sino en ti, oscuro y dibujante” —le dijo al segundo que escribía a su lado como si fuera algún desconocido.
Jadeante alzaba los ojos como si no consiguiera el aire espeso del rincón. «No sé quién soy, sé que tengo dos apellidos y una cédula en mi bolsillo que no alcanzan a hurgar mis manos atadas. Mi alma pende de un hilo, pronto habrá de caer y seré inmortal si acaso en mi familia”. Dijo que si de el restaba algo después de muerto, serían sus hijos hechos con su semen y nutridos por los senos lactosos de la mujer que amara. “Yo seré su dios de ellos, así como mi voluntad y mi amor infinito y mi cuerpo fuerte fueron la trinidad que hizo al dios que amo”.
Y habló tanto que el otro tuvo tiempo de dormir hasta el amanecer, sin recordar al despertarse cundo lo dejó de oír, porque con la primera luz continué escuchándolo casi como un rumor. Extenuado como estaba, con las ojos hundidos, cabizbajo, con la piel violácea de las ojeras, era todavía perceptible su voz cansada. “Te he ganado, Baudelaire —dijo mirando el sol—; yo sí supe juntar la acción con el sueño. No moriré en vano. Que no vea mis sueños realizados no es tan doloroso; entiendo que el tiempo fue menor que el necesario para contemplar las flores repartidas, el maíz repartido, los caballos abundantes y los coros terrestres de mis hijos y los amigos de mis hijos”.
Después se fue quedando silencioso. Movía los ojos. Miraba hacia todos los sitios. El aire que lo rodeaba parecía escasearen la flaccidez de sus pectorales, El rostro impregnado de sangre sudaba fríamente, copiosamente, en hilillos que bajaban al cuello que humedecían más su cabeza sucia de tierra y agua, En algún momento sintió un agudo dolor que lo postró sobre el piso. Tuvo largo rato sus ojos abierto, fugaces en el ir y venir de un lado a otro. Tiraba la cabeza hacia los hombros, mientras se iluminaba apenas la punta de su quijada, angulosa como el rasgo de luz que la tocaba. “Dios, Dios, Dios» —comenzó a decir finalmente, El otro se acercó a él, para preguntarle con suavidad al oído: «¿A quién llamas?” A mis hijos —respondió—. “Pero dices Dios”. “No recuerdo sus nombres, por eso los llamo como se llama su padre”. Aquél quiso tocarle la frente y el rechazó el brazo extendido con postrera energía, Sintió una grave sensación (es de pensarlo) y pretendió incorporarse. Su vida, el hilo tenso, ya colmaba el punto absoluto. Casi alzó del suelo su muerte, pero cayó sobre sus codos con un rictus de sangre. “Levántate, Lázaro —dijo—. Tú no puedes morir. Levántate, todavía falta algo por hacer. Anda, idiota, que sí puedes hacerlo…»
Cayó primero un arco de sus rodillas. Los brazos, las manos, los dedos cayeron uno tras otro hacia la inexorable gravedad. La piel cetrina y los ojos tensos de brillo no parecían de un hombre. Estiró una mano, cerró los ojos, hundió la cara sobre el suelo. Estuvo quieto largo tiempo hasta que el otro dijo:
«Ha muerto”.
Quizás, después comenzó también él a morir.
***
Testamento
Si se me buscase quizás nadie -¡nadie!- sería capaz de reencontrarme. He dejado cada una de las cosas mías en su sitio para convertirme si no en una idea, al menos en una cosa para ser recordada sea en mal que en bien. Siento como de haber terminado mi transcurso entre ustedes y caminar a la deriva podría ser una manera de satisfacer el placer final. A estas horas ya no estaré sintiendo el aire de la ventana penetrar y tocar en mis papeles de negocios inconclusos con el cual reposaba un poco mi cabeza trémula o aparentemente inconmovida. Ya no me asaltan los problemas irresolutos, ni tengo temor a nada, puesto que ahora carezco de interés egoísta y actuante. Superado está el momento en que los signos de nuestro consenso formal con la vida de la colectividad son los que más fácilmente se revelan, mientras se ocultan los signos del disentimiento. Ahora mi castillo podría revelarse tal como es, en sus odios, en sus aversiones, en sus simpatías todas, ahora cuando ninguna mirada profana me vigila y mi ser interior se siente seguro. A estas alturas cualquiera me diría: «Aparta los rodeos y di lo que desees decir». Pero también divagar es una manera elemental de ser libre y si se me podría identificar como Anselmo cuando saludaba con respeto y elegancia sometido a la rigidez de mi vida anterior, una vez transcurrida puedo ser más explícito y ocultarme menos detrás de las formas que como el saludo no hacen sino limitar el comportamiento. «Buenos días, Cenicienta», era, por ejemplo, mi primera frase cada día y con ella bastaba para encontrar mi taza de café servida,. cercana a las galletas especiales o a las frutas mientras Alice dormía su sueño matinal.
Cenicienta tenía un amor a escondidas. Nadie en la casa lo conocía excepción hecha de mí. Sin vigilancia yo me enteraba de los momentos furtivos. Había un olor extraño en su contorno y yo lo percibía aún entre sus blusas recién puestas. Yo estaba sometido a tareas propias y parecía indiferente si es que en verdad no lo era; cada uno se prepara su ambiente más propicio y si en él bien vive, ¿a qué interrumpir el grato sentido propio y el ajeno? Un bacarat con vino exótico y una amiga que finalmente nos visita a solas. Un beso a la despedida y un cigarrillo pensativo para esperar el retorno. Y después, con el retorno, el beso que saluda e incita, el licor, el lecho blanco, el silencio jadeante, el orgasmo, el cigarrillo que se enciende y se intercambia, las preguntas sobre nuestros desconocidos parientes y finalmente el rumor de las ropas que nos convierten de nuevo en personas metódicas. De esa manera una vida trasciende ·de un placer a otro buscando acorralar la monotonía. Y se pregunta uno si es justo el placer y es mejor no insistir porque sobrevienen otras preguntas sobre la mortalidad -por ejemplo- que nos hacen tomar angustiosa conciencia de una vida contada día a día hasta una fe cha ignorada y precisa. Y se regresa a un «buenos días» general a los subalternos que inician con nosotros su tiempo remunerado en nuestras oficinas.
Cenicienta me dijo una vez: No cuentes tú tus cosas porque tú eres inmoral y parcializado. Déjame hablar a mí para que te conozcas un poco más. Vuelves de la calle y jamás te recuerdas que en tu casa cunde un extraño mal, deseoso como vienes por descansar del ruido exterior. Es un misterio a nadie revelado: las puertas aparecen tantas veces abiertas, el teléfono suena durante la noche, el dinero desaparece, llegan cartas en blanco cuando no son anónimos con que nos amenazan. Yo aquí sufro lo indecible soportando además las visitas o tus largas entrevistas con amigos y negociantes. Casi he oído voces cercanas a mí durante tus ausencias y sin embargo te empeñas en no comprender. ¿Qué sucede? ¿Esto es sobrenatural o en verdad alguien nos apunta a muerte? Existen situaciones que al menos por inexplicables requieren una humana consideración y a ella reclamo. Detente un poco más de tiempo en la casa y vigila tus hijos y tus sobrinos si es que yo a estas alturas te intereso poco. Eres un hombre de gran poder y te has sabido rodear de hombres inteligentes y de prestigio, de manera que pudieras promover una investigación sin mayor publicidad y aclarar al menos a ti mismo lo que ahora sucede entre nosotros.
Ahora no estoy en casa. Quizás se siente el silencio entre mis libros o en el vaso ocre donde meto mis lápices usados o en las cortinas lilas y rojas. No me atrevo a pensar en mis antepasados -¡ muertos están!- ni si es o no será cierto el que deba convivir con ellos, porque siempre he dudado del más allá y no va a ser este el instante para invocarlos. Deseo pensar en mi vida, aquí, así, como quien se echa a dormir en un calabozo de cualquier policía urbana, sabiente de sus olores, dolores, interjecciones obscenas, del sueño azaroso y de la mañana siguiente que podría o no deparar la libertad.
Dado que soy Anselmo y mis apellidos son más conocidos que yo mismo, diría que nací en «El cocal del medio», al lado de un río pequeño de Anzoátegui, que caminé leguas y leguas, sobre bestias o camiones hasta llegar no sé cuándo a este sitio. Enviudé pronto, me casé de nuevo y desde entonces he ido siguiendo el destino del país como quien se arrima a la vera de un compadre próspero. Ha sido una aventura más bien callada, insistente para no decir reincidente y hoy, 27 de abril de 1960, me estoy tan lejos de mis más lejos días que casi no me reconozco. Tengo una casa de playa con un mar limpio apenas a dos cuadras, un chinchorro desde donde golpeo con los pies desnudos en la pared y me impulso para que el aire refresque mis verijas mientras oscilo entre el viento cruzado de puerta a puerta: veo pasar los vecinos o las vecinas por la calle exhibiendo la piel bronceada, casi desnudas, hablando de su casa en Caracas y me recuerdo también de la mía decorada con cortinas lilas y rojas, con un cuarto-estudio (así lo llamó el arquitecto), donde mis dos hijas escondían sus amantes antes de desposarse y escapar a otros países para los mismos quehaceres insulsos; no tejían, no leían, no limpiaban, no me preguntaban nada; únicamente hablaban largas horas por teléfono y dormían, muchas veces con los solos pantalones del pijama con los senos puestos allí con las persianas abiertas; andaban todo el santo día secreteándose; a las nueve de la mañana desayunaban, se lavaban de nuevo los dientes, se quitaban el esmalte de las uñas con las piernas tendidas sobre el sofá y reían; hablaban de sus amigos, de sus corbatas, siempre con un aire sospechoso que hacía pensar en lo peor; de todo lo que en el mundo ocurriese sólo se enteraban de los accidentes de tránsito, más bien seguramente por sus veloces vueltas por la ciudad hacia la tarde, cuando se levantaban de su siestas cotidianas, que por algún amor al prójimo. He allí una pequeña síntesis de sus vidas, que a la vez, eran parte de la mía. Si me pusiese a buscar en mis días o años algún golpe de suerte, estoy seguro de no precisar nada; todo ha sido una lenta transformación de la nada al todo; digo que casi ni me reconozco y es la verdad verdad; ignoro cuándo comencé a dejar de ser limitado para iniciar la opulencia y me sería imposible precisar la parte del año donde el ocio penetró y sustituyó las tareas ordinarias de mi casa; haciendo un esfuerzo podría recordar alguna noche en que mi mujer reclamó una cuarta muchacha para el servicio, además del jardinero y yo asentí sin mayor inquisición de «pater familia»; allí efectivamente caí en cuenta del cambio; aquel ajetreo egipciano de servicios discriminados me hicieron imaginarme para alguna vez próxima carente de toda movilidad, grasoso y rechoncho, convirtiéndome en un ser grotesco de nalgas plenas y barriga llena, de contextura y aire falso. «¡Basta!», dije entonces. Basta, mujer; empezamos con Cenicienta y ya la casa está invadida por tanta gente … Deja esto hasta aquí, no pidas más o terminaré por escapar a un lugar más tranquilo.
No cuente usted, señor -me dijo Cenicienta al oído -tengo veinticinco años y mis ojos son buenos y grandes. Desde que me trajo usted a esta casa, he hecho otras cosas además de morder su oreja y tocar sus partes como si yo fuese su legítima esposa. Usted sale a la calle y está fuera la mayor parte del día y entonces no puede usted ver ni oír, ni conseguir, ni descubrir; la casa no se muere cuando usted se va, por el contrario, vive más fielmente y tal como son ellos cada rincón se les parece; su hijo menor me toca los senos y se escapa y ay de mí que yo reclame para que la señora se enfurezca y me amenace y me diga que sus hijos no pueden buscar prostitutas y que yo debería comprender si es que soy agradecida de sus bondades; se me ha humillado tanto que a veces prefiero ser distinta a como soy, menos provocativa; quizás Dios me haría más agradecida a su poder si me hiciese más parecida a cualquier sirvienta de esas tristes y descarnadas. ¡Cómo será lo que usted desconoce para yo decir estas cosas!
Antes venían los novios de sus hijas y comenzaban por sentarse cercanos a ellas. Son esas horas propicias de todas las casas en que ninguno podría estar mirando nada. Después jugaban a los besos, las niñas besaban en todos los lugares, ellos metían la mano por detrás de la cota y yo los miraba hacer como si nada; abrían botellas de vino para irse tenuemente embriagando; cada vez era más fácil todo acto, los botones de las camisas ya no valía la pena cerrarlos, las manos se deslizaban sobre los senos y sobre el pecho de los hombres; cuántas veces las vi humedecerse los pezones en las bocas de las botellas para que ellos succionaran y allí se quedaban con las caras tensas soportando los labios del hombre, la saliva espesa en los carrillos y el corazón agitado de cada quien. «Pon un poco de música, Thaís», decía finalmente alguien; encendían cigarrillos y se echaban sobre sofás y alfombras entre la música y paulatinamente se recuperaban hasta que otro volvía a hablar. «No hay como el placer; cualquier tristeza se extingue si tienes alguien que te acompañe sin temor». No, Anselmo, aquello no podía ser vida; ¡felizmente se casaron y se fueron!
No es que la riqueza sea odiable. Yo vivo de un sueldo que me da la riqueza y no tendría jamás oídos para ningún consejo infiel. Respeto a la señora, a pesar de todo, me contenté con los matrimonios de sus hijas, como si hubiesen sido gente mía y de mi boca jamás saldrá ante gente extraña cualquier cosa vista por mis ojos … Pero, señor Anselmo, el respeto es necesario entre los seres y ningún caballo des bocado es libre; por algo mi abuela me decía: «La cordura cansa, mijita; sostente firme si no quieres caer». Si caí es porque todo debe llegar a su final y por nada más.
Mis bienes son bastantes y pocos entre quienes serán repartidos; por eso no creo necesario invocar al Dios Todopoderoso para conciliar cualquier discrepancia. De que yo reparta, ¡yo no reparto nada! Si la ley está hecha que sea su letra mi voluntad y a ella me someto para las partes y partecitas que deban ser escogidas. Thaís que venga de su lejano pueblo y su hermana igual. Si no llegan a tiempo (¡si no llegan a tiempo!) la culpa no será de quien esto ofrece. De los varones no seré yo quien alegue indignidad para impedirles el disfrute, a pesar de que mis ojos y oídos que se han de comer la tierra, tienen bastantes e ingratos conocimientos que por ser mis hijos no vienen al caso. Si los quiero, simplemente como un padre, no será la muerte mi consejera infeliz para desquererlos; seré elemental si les pido el disfrute intenso de estos haberes que pagaron látigos y hachuelas en las compañías belgas de la Guayana donde más de una mano india o negra fue cortada por simples sanciones rutinarias. ¡No, tomadlo, os digo! Como si fuese un saco de oro abandonado por un asaltante urgido del tiempo para escapar. Disfrutadlo si podéis, si es que os deja la chusma velante. Todo está en su sitio. Mis papeles y títulos redactados por juristas de buen saber y guarecidos por el acero que no es casa de polillas. Las llaves están en su sitio. Las claves secretas en alguna página de mi cuaderno verde. Los nombres de mis ahijados igual, si es que querrán Uds. regalarlos con algo. Fíjense bien que no deseo hacer nada con mi voluntad por el solo interés de desprender mi alma de estas riquezas en el mismo instante de mi extinción. No sé por qué siento esta necesidad. Algo me abruma.
Thaís era mi debilidad y ni por ello cedo para preferirla; la otra hija mayor cuyo paradero desconozco desde su carta de octubre de 1 956, que ni siquiera fue en diciembre para saludarme, era mi aversión, no por los amantes conocidos de Alice, ni mucho menos por dudas de mi paternidad que ya sus ojos eran copiados de la hermana menor de mi madre, sino por causa de una adversa intimidad nunca comprendida: Alice, mi compañera de cuarto desde la noche del Hotel Bellamar en 1935, fue mi amorosa no sé por cuántos años o lustros hasta que la indiferencia lentamente nos dio otros compañeros constantes o transitorios en quien refugiarnos para no abandonar el placer o para simples compañías durante los veranos europeos. Todas ellas deben venir sin miedo a tomar su parte, a pesar de los pecados que su «dios» les prohibía, a pesar de aquello que yo sepa y ellas desconocen, a pesar de todo, como decimos cuando hay un rencor impreciso. A fin de cuentas nadie es culpable, ni yo mismo con mi irresponsabilidad ostentosa, ni todas ellas con sus lindos rostros besables y sus cuerpos. Lo que Cenicienta me haya contado no basta para convencerme de los males que nos sean imputables. El mal está allí, rodeándonos desde siempre, en las calles, en los clubes y fiestas, en el aire, en las miradas, en nuestras conciencias, en las manos lascivas de cada uno cuando saludamos las mujeres innumerables; en las firmas que identifican los valores de cambio; la acechanza de la maldad o la desconfianza es la sola culpable de los males que podamos hacer. Ya mis hijos que en todo pensaban igual lo decían o lo dijeron: «Todo negocio que salga bien, papá, es una defensa; no sabemos a quién le tocará engañarnos con cualquier zancadilla; no importa cómo, cada buen negocio debe contentarnos». ¿Y qué hicimos nosotros los esposos cuando comenzamos a traicionarnos? «La familia, dijimos, pase lo que pase debemos juntos defenderla. Hacemos falta a nuestros hijos». ¡Oh mentira voluptuosa! Ay dolor instintivo que descompone la imagen verdadera de los hechos. Cómo ocultar esto que los demás ven y que los periódicos violentos exageran sin adulterar, si hay delitos no conocidos, fraudes, muertos, amibas, multitudes rabiosas que aúllan, aúllan, aúllan, giran hasta ensordecernos; cantan, se estremecen, agreden, nacen, se extinguen y reaparecen como vendavales golpeando en las banderas y en los postigos de las casas. Alice, Thaís, Peter, tú, ella, tú, ¡oíd! Pónganse hacia el lado de los vientos que portan las graves noticias de cerros y suburbios, óiganlos como cantan o lloran y no busquen comprender. No fueron ustedes ni serán las personas más propicias para comprender.
A propósito, Alice, de nuestros hijos, también idos, ya mayores y con pie propio, que también vengan al festín. ¡Carezco de facultad para castigarlos!
«Ay, Cenicienta, si no fuese por ti, mujer bondadosa». «No diga Ud. nada, Anselmo, que Ud. exagera lo más mínimo. Que lo diga yo que todo lo he visto cuando la casa era casa sin usted presente… Yo también llevo mi vergüenza con este amor a escondidas y por tanto tiempo».
Qué culpa más nimia la de Cenicienta. Venir a mi cuarto de arriba desde los 19 años; asistir a furtivos encuentros y llevarse el perfume de mis colonias en sus blusas limpias. Cuál fue la voluntad sino la mía cuando en aquel pasillo penumbroso de la escalera tomé su mano y casi a pulso, venciendo poco a poco su resistencia y rubor, le puse la punta de sus dedos sobre mi sexo y le hacía estrujar su mano tensa en los botones del pantalón hasta causarle dolor. Deja, dijiste, y me trataste de tú, como otras veces lo haces cuando pretendes ser más enfática. Deja, decías y te vine trayendo después hacia mí para besarte a sabiendas de que tú querías. Nadie en la casa, sino yo mismo, conocía tu amor secreto porque he tenido de años ese don de mirar en la pupila de la mujer y descubrirla.
Vino aquí de paso y se quedó. Llegó para una tarea «honorable» de esas que inventan las casas de los ricos y sin embargo hacía de todo porque ella quería. Hasta en el condimento de las comidas decidía y su lugar para pensar era siempre la mesa del pantry donde escribía sus cartas y leía sus revistas. Tenía una mano suave para las inyecciones de Alice y eso le permitió un puesto en la mesa de juego cuando alguien de las vecinas o amigas faltaba a la cita cuotidiana. «Cenicienta» es hermosa y la llamo así desde la segunda noche furtiva. Mi hijo menor divulgó por la casa su nuevo nombre y ella se apegó a él con amor. Es optimista y humilde. Habla de sus gentes («de mis iguales», como ella dice) , con amor solidario y dice reconocer la distancia que media entre ella y nosotros. Me he cansado de decirle de mis caminatas en bestias y camiones antes de llegar a este sitio, sin que desista de creer en que una cosa es el amor y otra la clase en que vivirlos y hemos vivido. Tiene duros y bellísimos senos. Le caen bien la mayoría de sus vestidos y cuando se acerca tiene un punto de luz en los ojos que hace difícil precisar en ellos la tristeza, cualquiera que fuese. Yo que la he tenido desnuda por horas y años conozco su cuerpo hermoso y la dignidad intransigente de su manera de ser. Tampoco para ella aparto nada porque mi voluntad es la misma y sus sueños muy distintos a los de mis hijos. «Caí en tus manos y estoy contenta. No deseo nada más. Si me he equivocado y no mereciese el amor no pretenderé se me repare el daño que yo misma me haya causado». Me dijo esto y creo conocerla bien.
Aquí nada sucede, Marialba (la invoqué entonces por su casi desconocido nombre propio) . Nada está sucediendo. Si Thaís y la otra hija mayor no viven en casa; si mis hijos únicamente escriben tarjetas con breves textos y nunca regresan a saludar siquiera, eso no significa que la familia se esté extinguiendo. Si Alice envejece, si llegan cartas en blanco, son hechos normales que a nadie deben sorprender. Que una luz aparece en el último cuarto, brilla y se extingue; que yo podría morir algún día de estos, ¿por qué no habría de ser probable? Pero al menos algo hay de cierto. Estos temores provienen de lo que hemos sido. No hay razón para gratificar la mentira ni para pretender justificar lo absurdo de una conducta fundada sobre la muerte. Porque podría estar muerto en breve tiempo soy capaz de reconocer nuestra complicidad en la injusticia comprobada, evidente; y es cobardía esperar ahora para decirlo, pero se requieren sensaciones particulares tantas veces y es entonces cuando sentimos su carencia quienes hemos sido hombres normales y utilitarios. Acaso los filos que seccionaban cabezas en las montañas podrían no doler a Alice si tomara conciencia cabal de eso que ella llama su alegría y que es el trasfondo de dolores inauditos. Nuestros haberes son un caudal de sangre y tendrá que levantarse algún día la poblada innumerable y mortal o extinta. Ay, Cenicienta, eres y has sido la única persona de casa sensible a esta tensión que nos eriza la piel y desconcierta. Oh Dios Todopoderoso, ahora te invoco. ¡Tengo miedo! No por mí, sino por ellos sobrevivientes y cómplices de mi prosperidad a compartirse todo, menos mi amor y mi arrepentimiento de hombre infeliz.
Tanto decía Cenicienta de las puertas abiertas, de las llamadas nocturnas o de las cartas anónimas que comencé a sentir miedo ciertamente; los corredores de la casa hacia las partes de mayor soledad o el garaje o el cuarto de arriba hacia las horas de medianoche me hacían temerles. Mas con mi aprensión contrastaba la serenidad racional de Alice, mi legítima esposa. Semana tras semana mi voluntad iba cayendo en aquel absurdo aparente y comencé a padecer horas de insomnio para aislarme casi del ser terrenal, no obstante permanecer evidentemente despierto. ¡Era angustiante no tener un amigo comprensivo en quien refugiarme! Hasta una noche -eran apenas las 10 y media- en que viendo la luna fresca metida como suave luz entre las ramas del jardín pensé que un poco de frialdad lunar daría a .mis ojos la necesaria laxitud. Me senté sobre el muro, respiré profundamente, miré hacia el cielo y contemplé el espacio infinito. Lentamente el miedo tocó mis espaldas y por el cuello sentí la frialdad; si los cabellos eran como círculos concéntricos crecientes que antes me estrechaban la piel; si sentí como si un gusanillo bajara por el conducto del orine; y con certeza me asediaban a distancia. Hubo un momento de inmovilidad y el mentón me pesaba y por mis dientes pasaba el relente lunar. Estuve a punto de quejarme, o gritar o llamar. Pensé en Alice, en mis hijos. Estaba allí quieto insalvablemente, pero como nunca dejé de estar consciente hasta del color de mis zapatos, pude sin hechizo alguno intervenir el salvaje asedio irreal y someterme. Nada pasaba fuera de mí. El frío lunar a decir verdad más bien podría considerarse grato y además no estaba solo, desde dos o tres balcones iluminados vecinos contemplaban el cielo claro con su luna grande en ascenso. Descendí del muro y normalmente como si nada caminé de nuevo sensatamente sobre mis pies.
Finalmente, después de pensarlo mucho se lo he dicho a esta Alice mi mujer. «Estoy seguro que voy a morir, Alice. Ya no quepo en este mundo». Mis inteligentes y sabios amigos no creen en las cosas que pienso y me aseguran que este afán critico mío son resabios románticos de un alma bondadosa. Permanecía sin responder cuando esto aducían porque no deseé nunca escandalizar con mis profundas convicciones. No me atrevía. Ahora me atrevo porque será lacrada y secreta mi voluntad postrera. Estoy, estaba seguro, Alice, de que alguien me apuntaba a muerte por las ventanas. Desde tiempo antes alguien andaba por la casa como un fantasma amenazante. Cenicienta ha sido la única capaz de percibirlo y me lo dijo: «Señor, tenga cuidado; yo no sé si esto es natural, pero alguien husmea sus pasos». Nadie en la casa siente ni percibe nada, excepción hecha de Cenicienta, a quien Alice ahora toma por una demente, porque oye sonar el teléfono después de medianoche y se asoma a las ventanas para otear los alrededores.
Oh, Alice, éramos pequeños seres corrompidos por la «bondad», el «amor» o el placer o como tú desees llamar esas sensaciones a las cuales fuiste invitada y sucumbiste. «Sólo el amor variado nos salva ante Dios, porque nos da poder terrenal. Y entre el hombre y Dios, sólo existe un conflicto de poderío que no se resuelve con la humanidad». Éste es el ideario de uno de tus hijos, Alice. ¡Inmoral y contradictorio! Bello ejemplar dimos a la posteridad. Oh, Alice, te he amado y sin embargo no es desesperante esfumarse de tu cercanía. Enciende, Alice, un baccarat con tu licor intenso y bebe la llama que es mi aliento final.
Cuando rompan el lacre y reconozcan estas advertencias inmutables y todos estén silenciosos y solemnes, venidos ahora sí por última vez al viejo hogar, ya no estaré yo entre ustedes. Apenas una idea de aquello que fui penderá sobre el aire. Calcularán pequeñas y grandes cosas y sus números. Sé que Cenicienta habrá desaparecido y que Thaís estará sentada al lado de Alice y que Peter apuesto y orgulloso no dejará olvidar ningún detalle, colocado al margen del grupo mayor. La casa, hacia adentro, estará sola, apenas con un olor de flores muertas que como siempre permanece por largo tiempo en el lugar del hombre mortal caído.
