literatura venezolana

de hoy y de siempre

Villa Diamante

Dic 18, 2023

Boris Izaguirre

Capítulo

Todos los 17 de diciembre comenzaba la Navidad en la casa de los Guerra, y todas las Navidades eran un cuento triste para Ana Irene y Ana Elisa, como habían sido bautizadas las dos hermanas. Triste porque significaba siempre, y desde entonces, el final de algo. De un año escolar. El largo de una melena. La estatura. El paso de una aula a otra en el caso de la mayor, a quien todos llamaban Irene, perdiendo o reiniciando, daba igual, los trámites de conocidas o recientes amistades. Nuevas metas para Ana Elisa en su entrenamiento gimnástico. El tiempo pasaba y ya era evidente para ambas hermanas que no sería nunca un compañero de viaje. El tiempo era una constante malévola, que avanzaba antes de que ellas supieran percibirlo y desaparecería antes de que pudieran contárselo a sus amigas. O a esa persona, ese hombre por ahora sin rostro, que ambas esperaban conocer algún día.

Irene y Ana Elisa. La izquierda de la fotografía para la mayor, Irene, seis años recién cumplidos y preciosa. Todo en ella, brillante, tanto que el Ana sobraba. Con un solo nombre era suficiente. La derecha, siempre en la zona donde la luz es más débil, para la menor, Ana Elisa. Vestidas como si fueran gemelas aunque las separaran poco más de diez meses. En la Venezuela de aquellos días los hijos no podían distanciarse entre sí. Todos debían nacer casi al unísono para construir la gran patria que el Benemérito, como se denominaba al presidente no electo, caudillo eterno Juan Vicente Gómez, deseaba dejar tras de sí como «gran legado, insigne responsabilidad».

Allí estaban, en la misma dictadura, aunque las niñas no entendieran la palabra, en la década de los treinta, y aunque tampoco comprendieran qué era una década, otra Navidad sin nieve, las inmensas palmeras del jardín de la casa familiar meciéndose una vez más al suave vaivén del aire tropical de finales de diciembre. Las dos muy juntas y vestidas de la misma manera, sólo que a Irene el vestido infantil a cuadros escoceses, cosido por las monjas de la iglesia de San Francisco y enviado a casa en una caja de lazos grandes de color rosa, le quedaba siempre más entallado, como si a cada minuto estuviera creciendo y variando de medidas. El de Ana Elisa, en cambio, navegaba, flotaba, no le pertenecía, parecía siempre prestado. A medida que el momento de abrir los regalos se aproximaba, Irene se acercaba más y más a su hermana siempre pendiente de otra cosa; mirando hacia la ventana, imaginando que, en vez de palmeras que se mecían, una bola de nieve irrumpiría en medio del verde jardín y aplastaría con su gélido aliento el violeta de las orquídeas que cultivaba su madre.

No era así. Las palmeras jamás dejaban de mecerse, el clima se mantenía cálido todos los años, de brisas suaves, cielos ennoblecidos por un eterno azul. Súbitamente un mango caía y algún jardinero decía: «Se ha adelantado junio». Nunca hubo trineos nevados, osos blancos y zorros de ojos grises corriendo entre hielos, renos esperando una bendición. En vez de esa fauna de otros diciembres, Irene y Ana Elisa recordarían siempre la algarabía de los loros que saltaban de rama en rama, las guacamayas moviéndose en círculos enormes, quince, tal vez dieciséis, batiendo sus alas de colores vivos, el azul de siempre, el amarillo por conocer, el rojo que no se atrevía a revelar su nombre.

Entonces Josefina y Mariela, las criadas, cerraban las cortinas del salón y su padre se escondía detrás del proyector de películas recién llegado de California. Las niñas no podían quedarse despiertas en las fiestas de sus padres, donde el aparato, rey y centro de comentarios siempre, les cedía sólo por un día una mínima parte de su protagonismo. «¿El cine en casa, qué sentido tiene? Si para algo sirven las películas es para ver a la gente en el teatro», decía un invitado. «En el fondo es lo que estamos haciendo aquí, viéndonos siempre los mismos», respondía Alfredo, el padre, sin perder jamás su tono bondadoso. ¿Qué veían ellos, los mayores?, se preguntaban Ana Elisa e Irene. A veces oían desde sus habitaciones risas, canciones en inglés, ruidos de zapatos golpeando un escenario, la llegada de un tren, un barco alejándose de algún muelle.

Pero el día de Navidad el proyector no mostraba nada. No había película ni cantores de jazz. Su foco encerraba a las dos hermanas en un círculo de luz y ambas, extasiadas, se dejaban envolver por el ruido de la máquina, un ventilador que les recordaba huracanes no vividos, desiertos jamás cruzados, manantiales escondidos en la montaña detrás de la casa.

—Ana Elisa, Irene, ¿dónde están ahora? —preguntaba Alfredo.

—En el Polo Norte, papá. Esperando a Santa Claus —respondía la primera, Irene, que aun siendo la mayor se asustaba un poco de esta teatralidad. Su mano buscaba la de su hermana pequeña a pesar de que las dos sabían, desde mucho tiempo atrás, que ése era su momento, un espectáculo montado sólo para ellas, en exclusiva, y más que acobardarse debían disfrutar de la entrega de sus regalos.

 —¿Y por qué están en el Polo Norte, Irene?

—Porque ha llegado Santa Claus, papá —contestaba la voz coloreada, adorable, de Irene.

—Y porque trae nuestros regalos —agregaba murmullando, voz más real, más descriptible, Ana Elisa.

Se abrió la puerta del salón, la luz inundó toda la habitación y la mano de Irene estrechó con más fuerza la de Ana Elisa.

—Alfredo… Acaba de suceder algo.

—No me gusta esa cara, Carlota. Y menos ahora, con las niñas esperando.

—¡Ha muerto Gómez!

Los ruidos que siguieron no pertenecían al proyector, sino a respiraciones, sofocos de gente que venía corriendo en el deseo de compartir la noticia. De pronto ya no eran resuellos, eran gritos. «¡Murió el tirano!». «Ha muerto el bastardo». «Libertad para Venezuela». «Justicia para los criminales». Ana Elisa sintió que su padre la separaba de Irene y Carlota protegió con sus brazos a su hija mayor.

—Vienen hacia aquí, Alfredo. Gómez ha muerto y nosotros somos gomecistas. No nos perdonarán nada —gimió más que habló—. Irene, sube conmigo.

Lo primero que pensó Ana Elisa, entre las voces que se acercaban, los cuerpos que ya parecían estar jadeando alrededor de ellos en esa habitación, era que iban a salvar a su hermana mientras que a ella la dejaban allí. Las dos tuvieron tiempo de mirarse, perplejas al ver cómo las separaban. El proyector todavía encendido y los gritos de la calle cada vez más cerca. Josefina, una de las criadas, la recogió.

—Apártate de las ventanas, niña, ya llegan, están aquí…

Y como si fuera el telón de un teatro que se desploma para descubrir una selva sin nombre que aparece sin razón, el cristal del ventanal, la inmensa pared de vidrio, estalló.

Josefina cubrió los ojos de Ana Elisa. Seis, ocho hombres, y su clamor contra el dictador se hacía real en su propia casa, sus ropas marrones, sus ojos cargados de furia. Sus alientos cortándoles el camino.

—¡Muerte a los cómplices del dictador! —exclamaban.

Ana Elisa se fijó en uno de ellos. Josefina estaba tan asustada que fue incapaz de gritar. La presencia de la niña contuvo a los asaltantes.

—Tu padre, queremos a tu padre —exigió uno de ellos.

Ana Elisa no respondió y Josefina se arrodilló, llorando, suplicando que no las tocaran.

—Da igual —dijo uno de los hombres—. Todo lo que hay en esta casa lo han comprado matando a nuestra gente, metiéndolos presos, torturándolos.

La voz de su padre tronó de repente.

—Aquí estoy, no toquéis a las mujeres. Josefina, levántate y llévatela a su habitación.

—No quiero irme, papá.

—Ana Elisa, ¡sube!

Josefina se incorporó, rápida, y tomó a la niña. Uno de los hombres, sudoroso, de dientes blanquísimos y fuertes, el pelo negro casi ocultándole la cara, una mandíbula sobresaliente, un lobo erguido, se acercó a su padre.

—Usted y los que son como usted han permitido que la dictadura viviera años y más años mientras mis padres y mis hermanos se pudrían en la cárcel.

El padre de Ana Elisa bajó los ojos y, en ese instante, el hombre escupió sobre él. Toda acción se detuvo, todos pensaron que cualquier otro gesto desataría aún más violencia.

—Llévate a la niña fuera de aquí, Josefina. ¡Ahora!

Ana Elisa sólo alcanzó a ver a su padre bajo el marco de la puerta mientras las cortinas se desplomaban sobre la alfombra y los hombres las rompían con los dientes y las pateaban. Una última imagen grabada para siempre, la del ventanal roto que se volvía nada mientras las patas de las butacas del salón se quebraban y saltaban ante sus ojos como insectos que en un instante aprendían a volar y el proyector sin película iluminaba las sombras de esos seres que rodeaban a su padre, un ballet sin música, un destello sin pausa, hasta que uno de ellos cogió el aparato y lo estampó contra el suelo. «Cómplices, corruptos, protegidos del tirano. ¡Ha llegado vuestro final!». Y como si el escupitajo no fuera suficiente, ese mismo hombre golpeó a Alfredo hasta hacerlo caer y, con él por fin en el suelo, aplastó su pie contra el pecho e introdujo en la boca jadeante, humillada, del padre de Ana Elisa su pistola. «Dime que no has trabajado para Gómez, ¡atrévete a decírmelo!», exclamó, escupiéndole otra vez, Alfredo sintiendo en el paladar el sabor del revólver, como si el negro de su hierro quisiera disolverse en su lengua y sus ojos no pudieran ver más.

No fue así. Hubo un día siguiente, y de nuevo las dos hermanas, protegidas por el abrazo de la madre y los ojos sollozantes de Josefina y la otra criada, Mariela, contemplaban el despojo del salón. Al fondo, el jardín también era un campo de batalla, la piscina vacía, los setos estropeados y las sillas arrojadas en direcciones absurdas, sin sentido. Sólo las palmeras mantenían su quietud. Y de entre todas ellas, la más alta, envanecida y firme con su cabeza coronada de ramas muy por encima de las demás, de todo en realidad, representaba un orgullo que nadie más podía defender en la casa. Ana Elisa se quedó mirándola y deseó que a partir de entonces esa palmera tuviera un nombre. Pero no el de alguno de ellos, sus dueños, los señores de la casa ahora vencidos, sino otro, de algo que siempre consiguiera sobrevivir. «Diamante, palmera Diamante», murmuró, como si lo mineral y lo vegetal pudieran mezclarse en su universo de niña.

Como un cuervo penitente, el padre Basilio hacía caso omiso de la palmera recién bautizada y avanzaba por el jardín hacia el salón para, atravesando la ventana destrozada, llegar junto a ellas.

—Hay que dar gracias a Dios de que no hayan tocado a las niñas. Ni a ustedes —añadió.

El padre de Ana Elisa, un pañuelo siempre cerca de la boca, los labios enrojecidos, los ojos amoratados, guardó silencio.

—En casa de los Uzcátegui también entraron y robaron la comida, y me han dicho que en otra de las casas viola…

—Basta, Carlota. Las niñas están presentes.

La madre empezó a llorar. Irene fue hacia ella y apretó su mano.

Ana Elisa se mantuvo sola, como la habían dejado ante los invasores.

—¿Y Dios, padre Basilio, tiene alguna explicación para esto? —increpó Alfredo.

El cura le miró tomado por la sorpresa.

—Algunas veces los hombres somos totalmente responsables de nuestros actos. Dios no tiene nada que ver con ellos.

—Ya, claro, ese mismo Dios en cuyo nombre se agradecieron al dictador sus logros para el Estado y para nosotros.

—Alfredo, te recuerdo que también entraron en la iglesia. Desnudaron al capellán, forzaron la sacristía, se llevaron dinero y objetos, destrozaron las imágenes…

Ana Elisa vio cómo su madre se inclinaba a recoger algo de entre los escombros esparcidos por el suelo. Era una ala de colores vivos, rojo brillante, un algo de dorado. De inmediato, reconoció un fragmento del gallo de porcelana sin voz ni movimiento que reinaba sobre el mueble de servicio del comedor. Carlota, los ojos inundados de lágrimas, buscaba en ese suelo salpicado de maderas rotas, cristales, telas rasgadas, otra ala, una pata, la cresta del gallo desmembrado. Cuando no pudo encontrar más, rompió a llorar. Irene se arrodilló junto a ella y la madre la apartó, miró a su marido, se irguió y salió de la habitación.

—Irene, Ana Elisa, suban a su cuarto.

—No, papá. Quiero quedarme aquí, contigo —se rebeló Ana Elisa.

Irene asintió con un gesto y se colocó junto a su hermana.

El padre Basilio musitó una oración:

—Ruego a Dios que respete este hogar, que devuelva…

Alfredo le interrumpió.

—Dios no me devolverá nada, padre. Lo haré yo solo. Vendrá un presidente y confiaremos todos en él. Aunque ayer nos llamaron ladrones y destruyeron todo lo que teníamos, queda mucho por hacer en este país. Arreglaremos el jardín y entonces, padre Basilio, daremos gracias a Dios por dejarnos atisbar el infierno y saber que al día siguiente nuestras palmeras seguirán ahí, en su sitio. Como nosotros.

Y otro día más vino, sí. Y el olvido de esa noche también. Sólo que una mano sin forma va siempre tejiendo un dibujo igualmente sin forma por encima de nuestras vidas. Aquel escupitajo, ese que arrojó el hombre-fiera presa del rencor y la opresión, jamás consiguió borrarse del rostro del padre de Irene y Ana Elisa. Fue el escupitajo, no la pistola en la boca ni los golpes en la cara y el cuerpo indefenso; fue el escupitajo el que jamás consiguió disolverse. Ni de su rostro, ni de sus recuerdos, ni de sus días. Estuvo allí resbalando sin fin, goteando rabia año tras año.

Sus nuevos vecinos, los Uzcátegui, que apenas llevaban un año residiendo allí, reconstruyeron su casa. El general que el dictador fallecido dejó en su lugar convocó elecciones, y éstas las ganó un militar retirado, de nombre Isaías Medina Angarita, con el que la nación pareció al fin entrar en el siglo XX. Mientras, una guerra de exterminio desbordaba sobre Europa todo tipo de sombras, y Ana Elisa e Irene escuchaban acaloradas discusiones de su madre por teléfono o en el salón de casa sobre familiares, antepasados, primos que no hablaban su idioma y que deseaban escapar de ese horror para aproximarse a esa Caracas donde ellas crecían y dejaban, por fin, de vestir idénticos atuendos.

Entretanto, cada día algo más, la madre adquiría poco a poco mayor presencia. Decidía lo que se compraría a la mañana, corregía los deberes de sus dos hijas, atendía las llamadas que el padre, semana tras semana, no oía encerrado en la biblioteca, donde no leía, donde simplemente no podía dejar de mirar las palmeras del jardín, que crecían altivas, impávidas, como si ellas, en su abstracto natural, sí hubieran logrado olvidar el escupitajo, la noche y las sombras rotas del proyector.

—Papá no está bien, no hagan ruido. Le molestan… —empezó a decir Carlota, y de un segundo a otro sus palabras se entrecortaron por las lágrimas.

Irene, que se cepillaba la rubia melena, dejó de hacerlo bruscamente y comenzó a peinarse el cabello con hosquedad e impaciencia. Ana Elisa le quitó el cepillo. Se miraron otra vez como si en vez de ser dos personas fueran una y corrieron a abrazar a su madre. Carlota las apartó.

—¡Todo es por culpa de esa maldita noche y de esta maldita ciudad! Si a él le pasa algo… yo no sabré criarlas sola. Apenas tengo treinta y seis años y no puedo recordar más que mala suerte en todo. En mi elección, en esta casa, en la gente en quien confié. ¡Solamente mala suerte!

Fue únicamente un instante, pero Ana Elisa se dio cuenta de que las cortinas de la habitación no estaban echadas y de que el sol se movía entre el suelo y las paredes como si quisiera incinerarlas. Enfrentada a esa luz brillante, cegadora, cruzó el dormitorio, su madre llorando en la cama, Irene aferrada otra vez al cepillo en la silla frente al espejo, y cerró las cortinas. Y se quedó allí, sintiendo el calor del sol detrás, las palmeras mecerse por esa brisa y pensando que, si alguna vez cumplía treinta y seis años, no estaría llorando contra la mala suerte tirada en alguna cama.

* * *

Algunas veces, si apuntas hacia el sol y lo cubres, lo cubres para siempre. Y esa oscuridad, como si nunca dejara de llover, se abalanzó sobre toda la casa. Alfredo se apagaba, no hablaba, jamás abandonó su habitación, y Carlota se empeñó en que Irene y Ana Elisa le visitaran todas las tardes. Al principio, aterrorizadas, las dos hermanas se enlazaban delante del padre inerte y mudo. Luego lloraban, cada una en su cama. Irene, asustada de que el sueño la secuestrara en pesadillas, Ana Elisa escuchando la brisa, imaginando colores.

—¿Estás despierta? —preguntaba Irene.

Las ventanas abiertas, el perfume de los malabares del jardín delataba que el amanecer se acercaba. En cualquier minuto el gallo desconocido, ese que nunca se sabe cuan cerca está, despertaría a todos los vecinos y la intensa luz de cada día descubriría el diamante dibujado en el medio de la cabecera de la cama de Irene y la «A» envuelta por dos laureles en la de Ana Elisa.

—Sí. También he tenido una pesadilla —contestó Ana Elisa.

—¿Y cómo sabes que yo también?

—Porque has dicho cosas. Gritabas: «No tengas miedo, papá, yo tampoco tengo miedo».

—Pero no era verdad. Estaba… soñando otra vez con ese día. El del saqueo.

—¿No lo vas a olvidar nunca?

—No. Siempre recordaré que te dejé sola.

—No fuiste tú. Fue mamá.

—Si te hubieran hecho daño… Ese miedo no va a abandonarme jamás. Me hace sentir mal, como si nunca pudiera devolverte algo. Como si nunca pudieras creerte que te quiero.

Ana Elisa sacó su mano de las sábanas y la extendió en la oscuridad. Volvió a recordarse en el salón con el ventanal destrozado, los gritos de los hombres, el olor de su sudor y el pánico en los ojos y la piel de Josefina, y la sensación de que en su familia a Irene siempre se la salvaría primero y a ella después. Entonces sintió las manos de su hermana sujetando su brazo desnudo y supo que eran manos más suaves que las suyas y que ese abrazo sabía de verdad, tenía mucha más calidad que la que ella podía ofrecer.

—Te lo puedo decir de muchas maneras… —prosiguió su hermana—, pero como tú siempre tienes la palabra exacta, yo creo que sólo sé decirte… gracias. Y… te quiero.

—No hay de qué. Yo también.

—Si papá se va… Sé que tú y yo no vamos a estar solas. Vamos a seguir juntas, Ana Elisa. Tú… piensas igual, ¿no?

—Sí.

—Siempre estoy observándote —continuó Irene—, porque me intrigas. Me gustan las cosas que te llaman la atención. Miras los platos de comer como si fueran libros, como si fueran a enseñarte algo. Y lo mismo te pasa con los árboles, las palmeras del jardín, la montaña. Te quedas mirándola como si fueras a conseguir que se abriese en el medio y te hicieran entrar a un sitio especial reservado sólo para ti. Y las sillas, los muebles, todos te llaman la atención. Los estudias, parece que te los aprendes de memoria mientras que para mí y los demás no son más que eso: muebles, árboles, platos, montañas.

—Para mí no —y de pronto quiso ser como Irene y hablar un poco, subrayar lo innecesario, pero finalmente prefirió callarse, como si ese amanecer también hubiera descubierto que cada palabra cuenta.

Vuelta a cerrar los ojos, a esperar que el tiempo en esa misma noche se convirtiera en decenios y que, al volver a abrirlos, Irene estuviera en otro sitio. Casada en Europa con algún alemán escapado de esa guerra, rodeada de bosques verdes y perros muy marrones. Y que ella, Ana Elisa, permaneciera aún allí, en esa misma habitación pintada de otro color, las ventanas abiertas y Diamante, su palmera sobreviviente, su símbolo en esa casa, el lugar de su entorno en el que ella había depositado su esencia con una sola mirada, al fin estuviera centrada, simétrica, perfecta detrás de la ventana. Sí, que de nuevo, siempre, existiera esa ventana, completa, idéntica.

En esa habitación no habría espejos, no habría necesidad de verse. ¿Para qué necesitaba una cara de aquí a veinte años si todo el mundo seguiría fijándose en la de su hermana? Ella no necesitaría una cara, solamente los ojos para continuar viendo todas esas cosas: su palmera, aquellos platos y piedras, valles y montañas de los que adoraba rodearse a través del ventanal.

Pero tuvo que abrir los ojos y ver que el día avanzaba sobre el césped del jardín como una fiera de luz que perseguía la sombra de su presa por la hierba. Y de nuevo, como todas las mañanas, oyó los pesados ruidos en la habitación de sus padres. Cómo Carlota levantaba el cuerpo siempre dormido, cada vez menos colaborador de Alfredo, y lo arrastraba hasta el baño, abría la ducha y se oía ese leve quejido, cada día también más apagado, de la humillación. Carlota dejaba a su marido como un saco de huesos debajo del agua fría mientras repetía el solemne recitado de la misma letanía mañanera: «No ayudas en nada, Alfredo. No duermes, no despiertas. No quieres hacer nada. Ya han pasado tres años desde esa noche, olvídala de una maldita vez. Por mí, por tus hijas. ¡Por ti mismo, idiota! ¿No me ves viva, no me oyes, no me sientes cuando miras sin abrir la boca el techo de la habitación noche tras noche? Yo estoy viva, tus hijas están vivas, y tu casa. Solamente tú, hijo de puta, solamente tú te empeñas en callar y volverme loca. Y no quiero, te lo juro por lo que más aprecias, si aún llegas a valorar algo. Yo no quiero volverme loca, ¡yo no quiero terminar así!». El agua de la ducha al caer, una vez más, respondía por Alfredo.

Ana Elisa volvió a cerrar los ojos otra noche, esta vez se cernía sobre ellos una tormenta. Su madre había comentado algo en la cena. «Cúbranse bien, con las dos mantas, porque la manera en que se mueven los animales y cómo se están cerrando las hojas de las flores en el jardín me dicen que esta noche va a llover más de lo normal». Con Alfredo totalmente ausente aunque sentado a la mesa del comedor, ni Irene ni Ana Elisa quisieron añadir nada. Subieron al dormitorio sabiendo que su madre se quedaba delante del marido ausente y que empezaba a llorar. Se cambiaron en silencio, Irene peinó su pelo rubio y se enfundó los pies en calcetines porque era consciente de que su mal sueño la dejaría destapada bien pronto. Ana Elisa se acercó para besarla y las dos sonrieron al mirarse. Irene quedó dormida y sin manta en quince minutos. Ana Elisa esperó a que la casa se quedara en silencio después del rezo nocturno de su madre. «Ya no te pido nada porque no tengo lágrimas». Y esperó.

—Ana Elisa —oyó de pronto, suave, como si viniera de otra parte.

Y vio a su padre delante de ella, sus ojos negros brillando. Y al mismo tiempo sintió el agua resbalándole por las mejillas. La ventana estaba abierta y al fondo, parpadeando, cubierta de plata y luz, su palmera, Diamante, al fin estaba centrada delante de la ventana.

—No salgas, Ana Elisa, no vengas —dijo su padre.

Y Ana Elisa permaneció quieta y sólo se movió cuando observó que Irene estaba completamente mojada. Llovía. Fue entonces cuando se dio cuenta. Con una fuerza que jamás había visto, trozos de césped se despeinaban y parecían aletas de peces intentando nadar en tierra firme. Entendió por primera vez la magnitud del sonido del agua al caer y el ruido del viento meciéndolo todo. Y de golpe, como si algo se encendiera en su cabeza, comprendió también que las luces plateadas eran rayos, muchos, y que venían más, empecinados todos ellos en girar alrededor de la palmera, y que ésta sólo podía hacer de sus ramas brazos pidiendo ayuda o rindiéndose al miedo más atroz.            

—Ana Elisa, cierra la ventana —gritó Irene, despierta de repente, y ella la miró, sus rostros cortados por el destello de los rayos. Y en un segundo un crac inmenso, una grieta atravesando el cielo, desencajó aún más sus caras. Diamante, la palmera bautizada, acababa de quebrarse y una parte de ella sepultaba para siempre el cuerpo desnudo y mojado de Alfredo.

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